lunes, 31 de mayo de 2010

Domingo de Trinidad.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Domingo de Trinidad

“Dar gracias al Dios Trino”

Textos del Día:

Primera Lección: 1 Samuel 7:1-12

Segunda Lección: 1 PEDRO 1:3-9

El Evangelio: Juan 3:1-15

Sermón

Dios el Padre se acerca a nosotros por medio de su Hijo. Esta verdad se expresa hermosamente en la Segunda Epístola de San Pablo a los Corintios, capítulo 5: “Todo esto es de Dios, el cual nos reconcilió a sí por Cristo: y nos dio el ministerio de la reconciliación. Porque ciertamente Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados, y puso en nosotros la palabra de la reconciliación” (vs. 18 -19).

Por medio de Cristo todas las cosas son nuestras. Todas las bendiciones que proceden del cielo son nuestras porque Dios en su amor paternal “nos reconcilió a sí por Cristo, no imputándonos nuestros pecados”. Todos nuestros pecados debieron haber sido anotados bajo nuestros nombres como deudas en el libro en que Dios lleva nuestras cuentas; pero a los que aceptan la reconciliación Dios no imputa los pecados, sino que los anota bajo el nombre de Jesucristo, que ha hecho satisfacción por ellos. Así se cancela nuestra deuda.

También es por medio del Hijo que nosotros nos acercamos al Padre. Dijo Cristo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Padre, sino por mí” San Juan 14:6. Jesús es la escalera por la cual se sube de la tierra al cielo, el único Mediador entre nosotros pobres mortales y el Dios eterno (1 Tim. 2:5; Heb. 12:24.). Es el Mediador porque es el Hijo de Dios y el Hijo del hombre. Si no hubiera sido hombre, no habría podido ser nuestro Substituto para cumplir la Ley.

No habría podido sufrir y morir. Si no hubiera sido el Hijo de Dios, Dios no habría aceptado su sacrificio. Pero como es el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, puede ser nuestro Intercesor perfecto con el Padre.

Ahora bien, toda la obra de Dios el Padre y de Dios el Hijo no nos valdría nada si no fuera por el Espíritu Santo, la tercera persona de la Santa Trinidad. Nadie conocería al Hijo, el Camino al cielo, si no fuera por la ayuda del Espíritu. “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” 1 Cor. 12:3. En el versículo anterior a nuestro texto se nos dice que es por medio de la santificación del Espíritu Santo que llegamos a la obediencia de la fe. Mediante su obra se aplican a nosotros los beneficios de la muerte de Cristo y de esta manera somos “rociados con la sangre de Jesucristo”, es decir, lavados de todos nuestros pecados. Con la obra del Espíritu Santo se completa el círculo de nuestra salvación.

Así hemos visto, hermanos, que las tres personas de la Santa Trinidad son necesarias para nuestra salvación. Hoy, en esta Fiesta de la Santa Trinidad, al meditar sobre nuestro texto sagrado, recalcaremos

Dos Razones Especiales por las Cuales Debemos Dar Gracias al Dios Trino

1. Porque nos ha engendrado de nuevo para una esperanza viva;

2. Porque somos guardados en el poder de Dios mediante la fe para alcanzar la salvación.

1. Cuando el hombre nace, entra en un estado de ceguedad y de muerte espiritual. “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados” declara la Sagrada Escritura. “Os es necesario nacer otra vez” dice Jesús a Nicodemo y a todos en el Evangelio para este domingo. “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” S. Juan 3:3.

Pero el hombre por sí mismo no puede efectuar la obra de la regeneración. Es imposible, es una contradicción, que alguien se engendre a sí mismo. De igual modo es imposible que se dé a sí mismo la vida espiritual. Por su propio poder no puede causar un cambio en su naturaleza corrupta y perversa. “¿Mudará el negro su pellejo, y el leopardo sus manchas?” Jer. 13:23. Mil veces más imposible es que el hombre se quite las manchas del pecado y se vista de la santidad.

Pero, “bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos ha regenerado.. .” Según su amor y compasión, y no según nuestros méritos, nos ha regenerado. Así como el profeta Ezequiel vio la resurrección de huesos secos en el campo, así el hombre, muerto en pecados, es vivificado por medio del mismo Espíritu de Dios (cap. 37). Nos hizo ver la luz de Dios. Ha dado a los creyentes una vida que no existía antes, nuevo corazón, nueva fuerza, nueva voluntad, nuevas emociones, nuevas facultades; pues “nos ha regenerado en esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de los muertos.”

Observad cuidadosamente: “¡Esperanza viva!”

La esperanza del incrédulo o del pagano no merece el nombre de esperanza. Su esperanza no es viva sino muerta, porque él en su persona está muerto espiritualmente. Por eso San Pablo dice que estar sin Cristo equivale a una vida “sin esperanza y sin Dios en el mundo” Efes. 2:12. Aun cuando el hombre se engaña sobre la vida venidera pensando en conceptos mitológicos como monte Olimpo, los Campos Elíseos, el Valhala, las Islas de los Dichosos, estos y otros conceptos paganos de felicidad futura se desvanecen en el momento de la muerte y se trocan en desesperación eterna. El mundo no puede decir más que: “Mientras respiramos, esperamos”; pero los cristianos pueden añadir: “Mientras expiramos, esperamos.”

Solamente a la esperanza cristiana se la puede llamar una esperanza viva, porque se basa en el Señor, que resucitó y vive. El cuerpo del Salvador había sido puesto en el sepulcro; el Autor de la vida, muerto. Pero fue imposible que fuera detenido por la muerte. Hechos 2:24. Y resucitó. Y por medio de esta resurrección somos regenerados. La resurrección de Cristo no sólo es un símbolo de nuestra resurrección espiritual, sino que es también el origen, la fuente, el poder regenerador de nuestra resurrección espiritual.

La esperanza del cristiano es una esperanza viva también porque su objeto es “una herencia incorruptible, y que no puede contaminarse, ni marchitarse, reservada en los cielos” v. 4. Esta herencia es lo mismo que la salvación eterna en la gloria.

En su substancia nuestra herencia es incorruptible. A dondequiera que extendemos la vista no podemos menos que observar que todas las cosas son corruptibles. Terminantemente Cristo dijo: “El cielo y la tierra pasarán” S. Lucas 21:33. Eso incluye todas las cosas materiales. Cuando el hombre muere aquí, su herencia y todas sus posesiones tienen fin con respecto a él. En cambio, la herencia celestial no está sujeta a la corrupción. Jamás se deteriora. Es indestructible, eterna, así como es eterno el Dios Trino, de quien se nos dice: “Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, y desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios” Salmo 90:2.

Nuestra herencia es pura y por lo tanto “no puede contaminarse”. Todo en este mundo lleva la contaminación del pecado. Todos los bienes se manchan, ya sea en la manera como se adquieren o en la manera como se emplean. La herencia en el cielo está libre y exenta de toda impureza e imperfección.

Nuestra herencia es bella y por lo tanto “no puede marchitarse”. El gozo de este mundo no es permanente. ¡Qué pronto nos cansamos de los placeres terrenales y buscamos otros! Todos los gozos aquí son como la flor del campo que nace, crece, pero pronto pierde su frescura, se seca y muere. Los gozos de la gloria jamás perderán su excelencia porque no están sujetos a la influencia mutable de este tiempo.

Nuestra herencia es segura y por lo tanto “está reservada en los cielos”. En el mundo los tesoros, aunque se guarden en la caja más fuerte, no están seguros. Advierte Jesús: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompe, y donde ladrones minan y hurtan; mas haceos tesoros en el cielo, donde ni polilla ni orín corrompe, y donde ladrones no minan ni hurtan” S. Mateo 6:19-20. De estas palabras de Jesús podemos concluir que en el cielo hay absoluta seguridad. Nadie puede cruzar la sima que hay entre el mundo y el cielo para apoderarse de nuestra herencia. Nadie puede arrebatarnos nuestra gloriosa salvación.

2. Además, el apóstol afirma en nuestro texto que nosotros mismos “somos guardados en la virtud de Dios por fe, para alcanzar la salud”. Es la segunda razón por la cual en esta ocasión debemos dar gracias al Dios trino.

“Guardados” es un término militar. Somos guardados de todos nuestros enemigos, tales como el diablo, el mundo y nuestra propia carne. ¿Quién podría resistir los ataques de estos tres enemigos mortales si no fuera por el poder de Dios? No hay duda de que nuestros hermanos pueden orar por nosotros, fortalecernos, amonestarnos; y los ángeles de Dios pueden protegernos en nuestros caminos. Pero hay necesidad de un poder mucho mayor que el del hombre o de ángel, a saber, la omnipotencia de Dios. Y esa omnipotencia jamás nos abandona.

Eso es cierto especialmente en tiempo de pruebas. “Estando al presente un poco afligidos en diversas tentaciones, si es necesario.” “Tentaciones” significa pruebas. El hecho de que somos cristianos no indica que estamos libres de toda forma de tribulación. El texto nos advierte que las tribulaciones son “diversas”, así como es diversa o diferente la individualidad de cada cristiano.

Por supuesto, las tribulaciones nos causan aflicción, pero realmente duran poco tiempo. ¿Qué son unos pocos años en comparación con la eternidad? Testifica San Pablo: “Porque tengo por cierto que lo que en este tiempo se padece no es de comparar con la gloria venidera que en nosotros ha de ser manifestada” Romanos 8:18.

Según el texto, sufrimos solamente “si es necesario”, es decir, solamente si Dios en su sabiduría lo considera provechoso. Estas pruebas son para nuestro bien. En realidad no son causa de tristeza, porque redundan en nuestro beneficio. Consideremos el ejemplo de Abraham. ¡Qué intensas fueron sus pruebas! No fue fácil obedecer a aquel mandato de Dios: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” Gen. 12:1. Por largos años esperaba la promesa de un hijo, simplemente porque Dios le había dicho: “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra” Gen. 12:3. Y qué prueba cuando Dios le dijo: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moría, y ofrécele allí en holocausto” Gen. 22:2.

San Pablo resume la fe ejemplar de Abraham en las siguientes palabras: “Él creyó en esperanza contra esperanza, para venir a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que le había sido dicho: Así será tu simiente. Y no se enflaqueció en la fe, ni consideró su cuerpo ya muerto (siendo ya de casi cien años), ni la matriz muerta de Sara. Tampoco en la promesa de Dios dudó con desconfianza; antes fue esforzado en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que todo lo que había prometido, era también poderoso para hacerlo” Rom. 4:18- 21. Y en Hebreos 11, el capítulo que habla de la excelencia de la fe, leemos: “Por fe ofreció Abraham a Isaac cuando fue probado, y ofrecía al unigénito el que había recibido las promesas, habiéndole sido dicho: En Isaac te será llamada simiente; pensando que aun de los muertos es Dios poderoso para levantar; de donde también le volvió a recibir por figura”17-19.

Igual debe ser la salida de nuestras pruebas. Así Dios a veces pone nuestra fe en el crisol de la aflicción con el propósito de ayudarnos. El resultado es mucho más satisfactorio que la prueba a que es sometido el oro para ser refinado. El oro no permanece. Siempre queda corruptible. Está expuesto a gastarse. Pero una fe probada es mucho más preciosa, más durable, de mejor calidad y será “hallada en alabanza, gloria y honra” v. 7 a la segunda venida de Jesucristo. Dios mismo, en presencia de todos los incrédulos y calumniadores que se burlaron de nuestra fe, reconocerá nuestra fe pública y abiertamente.

Por lo tanto, hermanos, permanezcamos fieles a Jesús. Es cierto que nadie de nosotros ha visto al Salvador con sus ojos físicos; sin embargo, le amamos. “Al cual, no habiendo visto, le amáis”.

Estamos ligados a Él por un amor constante y durable que no se basa en simple emoción, sino en el conocimiento y la experiencia diaria. Y lo alcanzamos por medio de la fe. “En el cual creyendo, aunque al presente no lo veáis” v. 8. La fe es la mano que recibe lo que Cristo nos ha conseguido por medio de su sacrificio.

Desde luego, no debemos menospreciar los medios que Dios nos ha dado, los cuales son su Evangelio y los Sacramentos. Al afiliarnos como miembros a nuestra querida Iglesia, solemnemente aceptamos como Palabra revelada de Dios todos los libros de la Santa Biblia y confesamos por verdadera la doctrina de la Iglesia Evangélica Luterana, tomada de estos libros sagrados. Prometimos, con la ayuda de Dios, continuar constantes en la confesión de esta Iglesia y sufrir todo, aun la muerte misma, antes que apostatar de ella. Prometimos por la gracia de Dios conformar toda nuestra vida con la norma de la Palabra divina y andar como es digno del Evangelio de Cristo y permanecer fieles al Dios Trino hasta la muerte. Luego sellamos nuestra promesa delante del altar del Señor dando la mano al pastor y, arrodillados, recibimos la bendición de nuestro Salvador.

A vosotros, que leéis estas líneas hoy afirmáis vuestro voto. Solamente el todopoderoso Dios pudo guardaros hasta esta fecha. Con San Pablo debe decir cada uno: “Doy gracias a mi Dios en toda memoria de vosotros, siempre en todas mis oraciones haciendo oración por todos vosotros con gozo, por vuestra comunión en el Evangelio, desde el primer día hasta ahora; estando confiado de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filip. 1:3-6). Es casi lo mismo que San Pablo expresa en el versículo 9 de nuestro texto: “Obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salud de vuestras almas”. Aquí tenemos la promesa de la Palabra infalible. Dios nos guardará fieles hasta que obtengamos el objeto y la meta de nuestra fe, o sea, la salvación de nuestras almas. Y no queda excluido nuestro cuerpo.

En el día postrero el mismo Jesucristo que resucitó de entre los muertos se manifestará también como el Salvador de nuestro cuerpo, y lo reunirá con el alma por toda la eternidad.

Una vez que hayamos pasado a la gloria eterna ya no habrá necesidad de fe y de esperanza, porque la salvación es el fin, el objeto final de nuestra fe. Veremos a Cristo como Él es. 1 S. Juan 3:2. Entonces nos alegraremos con “gozo inefable y glorificado” v. 8. El lenguaje humano no puede describir la gloria eterna y los gozos perpetuos de la vida venidera. Éstos sobrepasan todas las expresiones humanas. Nuestro gozo hallará expresión en jubilosos cantos de aleluya.

Aun ahora podemos en cierta medida regocijarnos, porque anticipadamente, por la fe, experimentamos un inmenso júbilo espiritual.

Por lo tanto, durante toda nuestra vida demos gracias al “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos ha regenerado en esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia Incorruptible, y que no puede contaminarse, ni marchitarse, reservada en los cielos para nosotros que somos guardados en la Virtud de Dios por fe, para alcanzar la salud que está aparejada para ser manifestada en el postrimero tiempo.” Amén.

Bernardo J. Pankow. Pulpito Cristiano.
Adaptado por Gustavo Lavia.

lunes, 24 de mayo de 2010

Domingo después de Ascensión.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Domingo después de Ascensión

“Cristo promete enviar al Espíritu Santo”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 101º

Lección: Isaías 32:14-29

2ª Lección: 1ª Pedro 4:7-11

EVANGELIO DEL DÍA
Juan 15:26-16:4

26 Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. 27 Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio. 1 Estas cosas os he hablado, para que no tengáis tropiezo. 2 Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios. 3 Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí. 4 Mas os he dicho estas cosas, para que cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho.

Sermón

Se oye decir a veces que nosotros no hablamos bastante del Espíritu Santo. Cierto día un muchacho que había terminado su orientación en las partes principales de la doctrina cristiana y estaba próximo a confirmarse, hizo esta observación:

"Me parece que nosotros no ponemos énfasis suficiente en la obra del Espíritu Santo, pues, a pesar de la crucifixión del Hijo de Dios, si no fuera por e1 Espíritu Santo, yo aún no sería salvo."

Nosotros sí hablamos del Espíritu Santo en nuestros cultos y en nuestras clases. Hablábamos del Espíritu Santo en el mensaje del domingo pasado. Hablamos del Espíritu Santo en la meditación de hoy, y hablaremos del Espíritu Santo en los siguientes tres sermones. Claro que no promulgamos a aquel espíritu que no nos viene a través de los medios de gracia, el espíritu que hace que el auditorio, altamente emocionado, pierda todo dominio sobre sí mismo y se deshaga en incontenibles gritos de aleluyas. Mas hablamos del Espíritu Santo cómo la Biblia nos lo presenta.

Falta hoy una semana para Pentecostés, la fiesta que se llama también la fiesta del Espíritu Santo. Es obvio que nuestro texto nos está preparando para Pentecostés, pues claramente nos habla del Espíritu Santo y su obra. Hablemos, pues, en esta meditación sobre el Espíritu Santo, y, usando las primeras palabras de nuestro texto, hagamos como tema de este mensaje,

CUANDO VINIERE EL CONSOLADOR.

A base de este texto, quisiéramos aprender hoy que, cuando viniere el Consolador, el Consolador dará testimonio de Cristo y, segundo, cuando viniere el Consolador, los discípulos darán testimonio de Cristo.

I

Pero ¿quién es el Consolador? La palabra griega que ha sido traducida con Consolador, significa uno que ha sido llamado al lado de uno, que ha sido llamado como ayudante o representante en una obra. Nuestro texto nos manifiesta que el ayudante en este caso es "el Espíritu de verdad".

En el siguiente capítulo leemos una vez más que el Consolador se llama "el Espíritu de verdad" (Juan 16:7.13). Se trata del Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad. "El Consolador" es "el Espíritu Santo" (Juan 14:26). "El Señor es el Espíritu" (2 Corintios 3: 17).
El Espíritu Santo ha sido llamado para ser ayudante o representante de Jesús, pues Jesús lo envía a sus discípulos. En uno de nuestros sermones anteriores decíamos: "Como Jesús se va, el Espíritu viene." El Espíritu se llama "el Consolador" porque ha sido llamado para continuar la obra que Jesús había comenzado. Como Jesús ha instruido a sus discípulos, así les enseñaría el Espíritu. Como Jesús los había consolado durante tres años, así el Espíritu lo haría. Dice Jesús: "Si yo fuere, os lo enviaré" (Juan 16:7).

Nos enseña Jesús más acerca del Espíritu Santo. Nos revela que Dios Padre también lo envía, y que Jesús no lo envía independientemente del Padre, sino que lo envía en colaboración con el Padre. Nos declara Jesús en nuestro texto: "Cuando viniere el Consolador, el cual yo os enviaré del Padre, - él dará testimonio. " Y al principio de su largo sermón declara el Salvador: "y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre" (Juan 14:16). Y repite Jesús en nuestro texto: "El Espíritu de verdad - procede del Padre. "Aquí tenemos la base escritural para nuestra confesión en el Credo Niceno: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo juntamente es adorado y glorificado."

Una vez más aprendemos por qué el Padre y el Hijo envían el Consolador a los discípulos y a la Iglesia. El Espíritu se llama en la Biblia "el Espíritu de verdad". En otro texto habíamos aprendido lo mismo: "Pero cuando viniere aquel Espíritu de verdad, él os guiará a toda verdad" (Juan 16:13). La verdad que enseña el Espíritu es el Evangelio de nuestra salvación (Efesios 1: 13). El Espíritu Santo se llama "el Espíritu de verdad", porque nos viene por la verdad, opera mediante la verdad, dirige a la gente a la verdad y se interesa sobre todas las cosas en la verdad del Evangelio.

¿Y por qué se interesa el Espíritu sobre todo n la verdad? Es porque en la verdad, en el santo Evangelio, se encuentra Jesús, el Salvador. Dijo Jesús de sí mismo respecto al Antiguo Testamento: ''Ellas (las Escrituras) son las que dan testimonio de mí" (Juan 5:39). Asimismo todo el Nuevo Testamento se concentra en Jesús. Por tanto escribió San Pablo: "No me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado" (1ª Corintios 2: 2). Toda la Escritura, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo, habla de Cristo Salvador.

Al principio de su sermón nos decía el Salvador: "El Consolador, el Espíritu Santo, al cual el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os he dicho" (Juan 14: 26). En otro texto nos dijo el Señor: "El (el Espíritu) me glorificará" (Juan 16: 14). Y en nuestro texto repite el Señor: "El dará testimonio de mí. " Así vemos que el Espíritu, guiándonos a toda verdad, nos dirige a Jesucristo, apunta al Salvador. Esta es la obra, la misión, del Espíritu Santo.

Aquí en nuestro texto encontramos nuevamente la doctrina de la Santísima Trinidad. Está Dios Padre, y, colaborando con El, está su Hijo Jesucristo, y, enviado por el Padre y el Hijo para conducir al mundo a Cristo Salvador, se encuentra el Espíritu Santo. Hay, pues, las tres personas de la Trinidad, ninguna de las tres inferior a las otras, todas en el mismo nivel, todas obrando en completa armonía, todas ocupadas en una misma empresa, o sea, la salvación de nosotros, los pobres pecadores, muertos en nuestros "delitos y pecados" (Efesios 2: 1).

¿Cuándo vino el Espíritu Santo a los discípulos? Pues, vino en forma especial el día de Pentecostés (Hechos 2). Pero el Espíritu viene también en cada predicación del Evangelio, así como vino por el sermón de San Pedro el día de Pentecostés, cuando el Espíritu dio la fe a tres mil oyentes. A nosotros dice la Palabra: "(Dios) por la santificación del Espíritu y fe de la verdad, os llamó por nuestro Evangelio" (2 Tesalonicenses 2: 13. 14). Además, nos viene el Espíritu mediante el Sacramento debidamente administrado. Esto nos enseña San Pedro también en ese mismo domingo de Pentecostés: "Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hechos 2: 38). Así se cumplirá hasta el último día lo que nos enseña nuestro texto: "Cuando viniere el Consolador, él dará testimonio de mí (del Salvador)."

II

Ahora nos informa Jesús que, cuando viniere el Consolador, los discípulos también darán testimonio. Nos da a entender el Salvador que el Espíritu Santo inspirará a los discípulos a predicar la verdad del Evangelio, hablando en esa forma de Cristo y glorificando en su predicación a nuestro Salvador. Aquí están las palabras de Jesús: "y vosotros daréis testimonio."

Realmente estos informes no fueron nada nuevo para los discípulos, pues por mucho tiempo Jesús ya les había instruido al respecto; durante tres años los había preparado para su labor misional. Por tanto les puede recordar en nuestro texto: "y vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. "

Lo que les decía Jesús de antemano en su sermón del jueves Santo, les ordena formalmente antes de subir al cielo: "Id, y predicad el evangelio a toda criatura" (Mateo 16:15). Ahí les mandó que se hicieran heraldos del Evangelio, proclamando la venida del Salvador del mundo. En nuestro texto les dice que serán testigos de Cristo.

Diez días después de la ascensión de Jesús al cielo, los discípulos comenzaron a dar testimonio del Salvador y a hacerse heraldos de Jesucristo. Ese día predicaba San Pedro: "Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús que vosotros crucificasteis, Dios ha hecho Señor y Cristo (Hechos 2:36).

Así nos relata todo el libro de los Hechos que los apóstoles, "con demostración del Espíritu y de poder daban testimonio de Jesús (l Corintios 2:4). Con razón se intitula ese libro: “los Hechos de los Apóstoles”. Mejor aun hubiera sido el título “los Hechos del Espíritu Santo mediante los Apóstoles.”

Además leemos en todas las epístolas del Nuevo Testamento, cómo los apóstoles, inspirados por el Espíritu Santo, anunciaban la verdad del Salvador del mundo. Así leemos, por ejemplo: Palabra fiel y digna de ser recibida de todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores" (1 Timoteo 1: 15).

Y después, muertos todos los apóstoles y los feligreses de la iglesia primitiva, se levantaron en todas partes otros heraldos del Evangelio, y se cumplió la profecía que citaba el apóstol Pablo: Por toda la tierra ha salido la fama de ellos" (Romanos 10: 18). Y por el celo del Espíritu, el Evangelio ha llegado a nosotros radicados a miles de kilómetros de donde obraba Jesucristo, y viviendo dos mil años después de la ascensión del Señor.

Y recordando cómo Jesús honraba a sus discípulos, diciéndoles, "Como me envía el Padre, así también yo os envío" (Juan 20:21), así nos honra el Señor a nosotros en el día de hoy. Nos deja salir, aún en este mismísimo sermón, con el testimonio del Evangelio, que "es potencia de Dios a todo aquel que cree" (Romanos 1: 16).

Es un honor el poder dar testimonio de Cristo, pero ahora nos previene Jesús que en esta labor no faltarán sinsabores. Dijo el Salvador: ''Estas cosas os he hablado, para que no os escandalicéis."

En otras palabras, les comunica que van a topar con cosas que no les caerán en gracia. Les dice Jesús esto de antemano para que ellos no se ofendan ni se desanimen, ni lo abandonen. Jesús no quiere que se caigan de la fe.

En cuanto a las adversidades que les esperaban, les habla Jesús ahora con más claridad: "Os echarán de las sinagogas. " Ningún judío quería ser expulsado de la sinagoga. Los padres del ciego, al cual Jesús había sanado en el templo, temían tal desgracia: "Tenían miedo de los Judíos, porque ya los Judíos habían resuelto que si alguno confesase ser él el Mesías, fuese fuera de la sinagoga" (luan 9:22). Los expulsados de la sinagoga se desterraban de la sociedad religiosa de los judíos, y se les consideraba renegados, y aun traidores de su nación. Así es que Jesús presagia a los suyos una persecución muy penosa y humillante, al decirles: “Os echarán de las sinagogas.”

Además, la persecución que esperaba a los apóstoles en su tierra no fue instigada por los paganos, sino por los jefes religiosos de su propia raza; gentes que tenían la Biblia y la habían estudiado detenidamente, persiguieron a los que habían hallado en la Biblia a Jesús, el Salvador.

Y lo que es más aun, los fanáticos religiosos que persiguieron a los cristianos, creían hacerle un favor a Dios. Dijo el Salvador en nuestro texto: "Cualquiera que os matare, pensará que hace servicio a Dios. " Así es que el sinedrio, deshaciéndose del Salvador y crucificándolo, creía haberle dado una ofrenda al Dios de Israel.

San Pedro disculpa a los que condenaron a Cristo y dice: "Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros príncipes" (Hechos 3: 17). Así hablaba también el apóstol Pablo sobre la persecución de la cual él mismo había sido culpable: "Lo hice con ignorancia en incredulidad (1 Timoteo 1: 13). Jesús no quería, pues, que sus mensajeros odiaran a sus perseguidores, ni les guardaran rencor, sino que tomaran en cuenta: “Estas cosas os harán, porque no conocen al Padre, ni a mí.”

Los romanos también persiguieron a los cristianos, porque los consideraban traidores y enemigos de la república. Además, el celo religioso, es decir, el celo por sus propios dioses, les incitaba a atacar a los mensajeros de Cristo. Recordamos bien ese alboroto en el teatro de Éfeso y los gritos del populacho: '¡Grande es Diana de los Efesios!" (Hechos 19:28).

La persecución de los luteranos en la época de la Reforma tampoco fue provocada por los paganos, sino por el alto clero de una religión, en este caso una religión calificada de cristiana. Y la persecución de los evangélicos no terminó con la Reforma, sino que continuó por los siglos siguientes, tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo Mundo. Sólo Dios sabe el número de los cristianos evangélicos que murieron por su fe en los dos hemisferios.

Y a veces hasta predicadores del Evangelio han perseguido a predicadores del Evangelio. Tal persecución tuvo que sufrir el señor Roger Williams con otros protestantes que se habían radicado en la puritana Nueva Inglaterra de Norteamérica. Así se cumplió al pie de la letra lo que Jesús profetiza la noche del Jueves Santo: ''Aún viene la hora, cuando cualquiera que os matare, pensará que hace servicio a Dios. "

Nuestro Salvador termina nuestro texto, diciendo: "Mas os he dicho esto, para que cuando aquella hora viniere, os acordéis que yo os lo había dicho, Esto empero no os lo dije al principio, porque yo estaba con vosotros." Mientras que Jesús estaba en persona con los discípulos, no fue necesario hablar de persecuciones, pues Jesús estaba con ellos. Pero ahora los deja y vuelve a su Padre, y ellos necesitan su consuelo. Pero siempre será para ellos un gran consuelo saber: "El omnisciente Señor ya sabía de esto; nos lo ha dicho hace mucho; nada nos sorprenderá ahora, ni aterrorizará. El que nos ha dicho esto estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mateo 28:20). En todo esto se cumplió lo que Jesús había predicho la noche del Jueves Santo: "Cuando viniere el Consolador, vosotros daréis testimonio. "
Jesús concluye el sermón del Jueves Santo, deseando a sus discípulos la paz: ''Estas cosas os he hablado, para que en mí tengáis paz, En el mundo tendréis aflicción: mas confiad, yo he vencido al mundo" (Juan 16:33). Que el Espíritu de Dios nos conceda abundantemente esta paz, en toda nuestra empresa misionera, y que Dios nunca quite de nosotros su santo Espíritu (Salmo 51:11). Amén.

Señor Dios, te damos gracias, porque nos has regalado el don de tu Espíritu Santo, el cual nos ha concedido la fe en nuestro Redentor. Santo Espíritu, mantennos firmes en esta fe hasta el fin, y concede que en la compañía de todos los santos alabemos a Dios, el Padre, Dios, el Hijo, y Dios, el Espíritu Santo, en toda la eternidad. Amén.

Sermón extraído del libro “Sermones sobre los evangelios históricos”









domingo, 16 de mayo de 2010

Domingo de Ascensión.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Ascensión

“Celebremos y vivamos la ascensión de Jesús”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: 2º Reyes 2:9-15

La Epístola: Hechos 1.1-11

El Evangelio del día: Marcos 16-14-20

SERMÓN

En la historia de la vida terrenal de Cristo hay un acontecimiento que merece indeleble impresión en nuestro ánimo a fin de que jamás lo olvidemos. Es la última vista que los discípulos tuvieron de su Salvador aquí en la tierra: su gloriosa ascensión a los cielos.

No debemos olvidarnos de este acontecimiento, porque él no ha sido olvidado en las páginas de la Sagrada Escritura, la eterna Palabra de Dios. En la Biblia la historia de la ascensión no consiste solamente en una alusión indirecta o en una referencia oscura, sino en una narración cuidadosa. En verdad, la revelación de Dios a la humanidad no sería completa sin la documentación divina de la ascensión.

¡Qué bien que la Iglesia Cristiana por siglos ha observado el día cuadragésimo después de la Resurrección para acordarse de la ascensión de Cristo a la gloria! La ascensión del Salvador del mundo merece, pues, ser incluida en los libros de la historia, ser alabada en la música y en el arte, sobre todo, que los cristianos en todos lugares y siempre se reúnan para meditar con devoción sobre alguna porción de la Escritura que trata de la Ascensión, y así refrescar sus almas con una consolación rica y perdurable. Oh, amigos redimidos y herederos de Dios: ¡Recordemos la Gloriosa Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo!

Debemos recordarla porque significa:

1. Una misión terminada y

2. Una misión no terminada.

La misión terminada a que nos referimos es la de Cristo. Nuestro Señor nunca hubiera dejado este mundo para ascender a la gloria sin antes haber concluido su misión redentora, recibida del Padre.

Para salvarnos Cristo vino a hacer ciertas obras y a enseñar ciertas verdades. Cristo realizó por completo su misión. Es ahora parte de la historia divina. Los santos evangelistas, entre ellos San Lucas, la han relatado con fidelidad y exactitud por inspiración del Espíritu Santo. En nuestro texto San Lucas habla a Teófilo “de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar”, diciendo que las había escrito en su “primer tratado”, a saber, el Santo Evangelio según San Lucas. Por lo tanto, repasemos brevemente lo que está revelado en el “primer tratado” acerca las obras divinas que hizo nuestro Salvador y de las verdades eternas que enseñó. En los primeros versículos, de su evangelio, San Lucas llama a estas realidades y verdades “las cosas que entre nosotros han sido certísimas, como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron por sus ojos...”

¿Qué es lo que hizo Jesús para desempeñar su misión redentora? Un capítulo tras otro del “primer tratado” relatan cómo Jesús cumplió perfectamente la ley y la voluntad de Dios. Leemos cómo se sometió al rito antiguo de la circuncisión (cap. 2), cómo fue bautizado en el río Jordán, (cap. 3), cómo resistió la tentación en el desierto y los ataques del diablo (cap. 4).

Pero lo que “Jesús comenzó a hacer” se refiere especialmente a su sufrimiento, muerte y resurrección. Antes de poder ser exaltado en su ascensión tuvo que ser bajado en su humillación. Antes de poder ser llevado del monte de los Olivos fue necesario que sudara su sangre a la sombra de aquella misma loma y bajo los árboles de olivo en el huerto de Getsemaní. Antes de poder levantar sus manos para bendecir a sus discípulos fue necesario que esas manos santas fueran horadadas y clavadas en una cruz que fue levantada sobre otra loma cercana, que se llamaba Gólgota. No hay duda de que tuvo que sufrir la muerte más desgraciada que se conoce.

Tuvo que derramar su propia sangre por los pecados del mundo. Tuvo que ser sepultado y cumplir su promesa de resucitar su cuerpo al tercer día. También fue necesario que apareciese a sus discípulos “vivo con muchas pruebas indubitables... por cuarenta días”, como dice nuestro texto. El último capítulo del Evangelio según San Lucas relata algunas de esas apariciones, a saber, su aparición a los discípulos en el camino a Emaús en la tarde del día de la Resurrección.

En esa ocasión aceptó la invitación de ellos a cenar. Luego en esa misma noche apareció a los discípulos y a otros creyentes en Jerusalén en una casa, cuyas puertas estaban cerradas. “Mirad mis manos y pies –dijo- que yo mismo soy, palpad y ved; que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”. En seguida, quiso quitar de los asombrados discípulos el último residuo de duda, comiendo algo de un pescado asado y un panal de miel. ¡Pruebas indubitables de su resurrección!

Otra parte importante de la misión redentora de Cristo fue su obra de enseñanza. Tuvo que enseñar antes de ascender ¿Qué enseñó? Cosas relativas al “reino de Dios”, según las palabras de nuestro texto.

Ensenó que su reino no es de este mundo, un reino terrestre, limitado al pueblo o la tierra de los judíos, sino un reino de gracia, un reino de salvación. En el “primer tratado” encontramos algunas declaraciones de Cristo que nos indican cómo se entra en su reino de gracia, es decir, mediante el arrepentimiento y la fe en las promesas del Evangelio. Dijo Jesús: “He venido a llamar a los pecadores al arrepentimiento” Lucas 5:32. Gracias a Dios por habernos dado el Evangelio según San Lucas. Es el único libro que contiene dos hermosas historias, relatadas por Cristo, acerca del arrepentimiento. La primera es la del hijo pródigo, el hijo que vuelve arrepentido a la casa de su padre; el hijo que estaba muerto y había revivido; que se había perdido y había sido hallado. Capítulo 15. La segunda es la del publicano en el templo que “estando lejos no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho, diciendo: ¡Dios, sé propicio a mí pecador!” Sobre él afirmó Cristo: “Os digo que éste descendió a su casa justificado”. Capítulo 18. Cristo nos presenta estos dos casos como ejemplos de personas que habían hallado la gracia y el perdón de Dios; no así los escribas y los fariseos, cuya religión sólo era exterior. No hay duda de que el Maestro enseñó que para entrar en su reino hay que arrepentirse y aceptar el perdón divino por medio de la fe. “El reino de Dios no vendrá con advertencia; ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios entre vosotros está” Capítulos 17:21-22.

Si bien es cierto que la fe no se ve con los ojos, Jesús no obstante enseñó que los frutos de la fe deben verse mediante el amor que se muestra hacia el prójimo. Por lo tanto, relató otra historia que se halla solamente en el Evangelio según San Lucas: la historia del buen samaritano. Éste, al encontrar a un hombre herido y medio muerto, no “pasó por al lado”, sino que “fue movido a misericordia” y socorrió a aquel pobre hombre, aunque le era desconocido y pertenecía a otra raza. “Ve, y haz tú lo mismo”, dice Jesús a cada uno que oye y lee esta historia. Capítulo 10. Los que son de su reino muestran misericordia y amor.

Al reunimos hoy para conmemorar la gloriosa ascensión de nuestro Señor, es preciso que cada uno se pregunte: “¿Efectivamente me encuentro en el reino de Cristo? ¿Me he arrepentido de todos mis pecados? ¿Los he renunciado y dejado? ¿He aceptado el perdón completo que se me ofrece en la sangre de Cristo? ¿Se manifiesta mi fe en amor hacia el prójimo?" Estas preguntas son urgentes, porque de la respuesta a ellas depende si realmente pertenecemos al reino de Cristo. Tales son las enseñanzas de Jesús. Así como su obra era completa en lo que hacía, asimismo era completa en lo que enseñaba.

Después de terminar su misión redentora, sabe que ha llegado la hora de su gloriosa ascensión a los cielos. Del Monte de los Olivos empieza a ascender, sus manos alzadas en bendición, hasta que una nube le recibe y le quita de los ojos de sus discípulos. En los cielos hay júbilo. Millares de ángeles cantan aleluyas. “Subió Dios con júbilo, Jehová con sonido de trompeta. Cantad a Dios, cantad a nuestro Rey, cantad” Salmo 47: 5. Redimidos somos de la maldición del pecado; vencida es la muerte; abiertas de par en par están las puertas del paraíso. Alabado sea Dios que por su gracia inefable nos salvó a nosotros y a todo el mundo pecador.

II. Pero muchos son los que no saben lo que hizo y enseñó Jesús para la salvación de la humanidad. Ignoran el Evangelio de Cristo. Por eso, hablaremos ahora de otra misión: una misión no terminada, la de nosotros, a saber, nuestro cometido de anunciar el Evangelio a los que no lo poseen. Por lo tanto, recordemos la gloriosa ascensión de nuestro Señor Jesucristo a fin de que por medio de ella encontremos un incentivo para desempeñar con fidelidad nuestra gran misión. Nuestra misión es hacer saber la misión redentora de Cristo.
Jesús no decidió dejar este mundo sin antes comisionar a sus discípulos para realizar la tarea más grande que conoce la historia: “Me seréis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y hasta lo último de la tierra”.

“Me seréis testigos...” Al decir estas palabras Jesús estaba mirando a sus discípulos e incluía a todos, a cada uno de ellos: “Tú, Andrés. Tú, Pedro. Tú, Juan. Tú, Felipe. ¡Me seréis testigos!”
¡Qué incapaces se sintieron! Pero, el Señor que iba a ascender a los cielos y ser glorificado los acompañaría, y por medio de su omnipotencia y el poder del Espíritu Santo estaría siempre cerca de ellos. Les aseguró: “Mas recibiréis el poder del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros”. Esta promesa se cumplió el domingo de Pentecostés cuando recibieron el Espíritu Santo según se lo había prometido Cristo.

Con cuánto celo cumplieron el encargo de Cristo: “Me seréis testigos” Su celo se manifiesta en el libro de los Hechos de los Apóstoles, libro que se podría llamar el “segundo tratado” de San Lucas. Paso a paso iban los apóstoles por Jerusalén, toda .Toda Samaria y mucho más allá. Con sobresaliente rapidez llevaron el mensaje del Evangelio de un lugar a otro. Predicaron y testificaron de las obras y las enseñanzas de Cristo. Escuchemos a Pedro y a Juan en Jerusalén diciendo: “No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” Capítulo 4:20. Y no sólo ellos, sino todos “los apóstoles con gran poder daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús” Capítulo 4:33. El joven Esteban selló su testimonio con su muerte y otros perseguidos y “esparcidos, iban por todas partes anunciando la palabra”, Capítulo 8:4 llegando hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Capítulo 11:19. En Cesárea en la casa de Cornelio, un centurión romano pagano, oímos a Pedro confesar a su Salvador: “Nosotros somos testigos de todas las cosas que Cristo hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén; al cual mataron, colgándole en un madero. A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase” Capítulo 10:39-40. Verdaderos testigos, éstos, no falsos, como algunos de hoy en día que se llaman testigos, pero que hasta niegan la divinidad de nuestro Señor.

Luego San Pablo, el más grande de los apóstoles, con sus compañeros, entre ellos el evangelista San Lucas, llevaron el Evangelio a los confines del mundo civilizado de aquel entonces. Nos faltaría tiempo para mencionar siquiera los nombres de los lugares a que llegaron por tierra y por mar. Nos causa asombro lo que hicieron en tan poco tiempo; no olvidemos empero que fueron impulsados por el poder de lo alto.

“¡Me seréis testigos!” Amigos y hermanos, estas palabras fueron dirigidas también a nosotros, a los Andreses, los Pedros, los Juanes, las Martas y las Marías de este siglo. Bien dijo un consagrado predicador alemán: “Nuestra Jerusalén está cerca de las puertas de nuestra iglesia ¡y no es una ciudad santa en que vivimos!”

Jesús quiere que todos seamos testigos. Nadie debe considerarse demasiado débil o inepto. El retumbo del Salto del Niágara se puede oír desde muchos kilómetros, pero ese salto se compone de distintas gotas que forman el conjunto. Igualmente el magnífico arco iris, que con sus hermosos colores abraza el horizonte, se compone de pequeñísimas gotas. Así nosotros, no importa cuán insignificantes seamos, con el poder de Dios podemos participar en esparcir la luz gloriosa del Evangelio, la obra más importante y bienaventurada que se conoce.

Y hay urgencia en este asunto. Cada segundo, cada vez que respiramos, algún alma tiene que enfrentarse con su Creador. Al contemplar las multitudes que aquí en nuestra patria y en el mundo entero todavía no conocen el camino de la salvación, debemos vivir el llamamiento divino de testificar de Cristo. Luego de aceptar el Evangelio, cada persona debe comunicar a otros el gozo que ha encontrado. Así como esperamos que la vela dé luz al ser encendida y no hasta que esté medio quemada, asimismo debe empezar inmediatamente a esparcir la luz el que se convierte. “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, gente-santa, pueblo adquirido, para que anunciéis las virtudes de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” 1 Pedro 2: 9.

Anunciad la salvación en Cristo cada vez que tengáis la oportunidad. Jesús es nuestro gran ejemplo. En el Nuevo Testamento leemos de unas veinte entrevistas particulares que tuvo con algunas personas. Hasta en la cruz prometió el paraíso al malhechor arrepentido. Así, cada uno de nosotros debe dar testimonio a otros: al vecino, al compañero de trabajo, a las personas con quienes viajamos.

“¿Qué diremos?” han preguntado algunos cristianos. “¿Cómo empezaremos?” Jesús habló acerca del pan a los hambrientos, del agua a los sedientos, del reposo a los cansados. Ser testigo quiere decir participar a otros lo que hemos oído, visto, gustado, percibido, experimentado. “¡Me seréis testigos!” manda Jesús. “Quiero que digáis a otros qué soy para vosotros, y las bendiciones que por mí han experimentado vuestros corazones”.

No es necesario hablar en términos resonantes. Cierto autor cristiano intituló su libro: “¿Qué Valor Tiene Cristo en tu Vida?” y en lenguaje sencillo y sin afectación expone el valor que tiene Cristo en la vida del creyente. No es necesario altercar y porfiar. Con argumentos obstinados y antagonistas no se ganan almas para Cristo. Basta ser testigos, porque nadie puede resistir al creyente que dice: “Sé lo que creo. Sé que Cristo es mi Salvador. Sé que cuando Jesús vino a mi, recibí perdón, vida y salvación. Sé que por medio del bautismo fui regenerado y hecho heredero de la vida eterna. Sé que mi vida está en las manos de Dios y que ‘todas las cosas me ayudan a bien’. Romanos 8:28. Sé que Jesús siempre está a mi lado para oír mis peticiones y para fortalecerme en momentos de tentación. Sé que al fin, por la gracia de Dios y por la fe, llegaré a las moradas eternas.”

El Espíritu Santo usa tal testimonio para suscitar en el oyente hambre de poseer lo que nosotros poseemos y de creer lo que nosotros creemos. ¡Y qué satisfacción nos da saber que somos los Instrumentos de Cristo para llevar a otros el mensaje de la salvación! ¡Qué satisfacción proporciona todo esto al Señor Jesús, a los ángeles y a nuestro buen pastor!

Si no confesamos a Cristo, vendrá el día cuando lamentaremos una vida malgastada. ¡Pero con qué gozo podemos contemplar una vida verdaderamente útil en la mies del Señor! ¿A cuántas almas hablarás tú acerca de tu fe? Ganar a diez almas es mejor que cinco; ganar a cinco es mejor que una; ganar a una es mejor que ninguna. Todos sin excepción debemos ser testigos. Ésta es nuestra obra no terminada.

Y cada vez que nos desanimamos en esta obra, debemos mirar hacia el cielo y recordar la gloriosa ascensión de nuestro Señor Jesucristo, recordar su comisión, recordar la promesa que hizo de enviar el Espíritu Santo: recordar que el tiempo es muy breve. “Porque aun un poquito, y el que ha de venir vendrá y no tardará” Hebreos 10:37. Está para cumplirse la promesa de los ángeles a los discípulos en el monte de los Olivos: “Este mismo Jesús que ha sido tomado desde vosotros arriba en el cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”. Parece que cada segundo que pasa nos dice lo siguiente: “así vendrá... así vendrá... así vendré”. Los cielos están por abrirse y el Hijo del hombre está por aparecer con todos sus santos ángeles. “El fin de todas las cosas se acerca…” 1 Pedro 4:7. Todas las señales de los tiempos proclaman el fin. ¿Qué lo detiene? Sólo el hecho de que en esta undécima hora hay todavía muchas almas que necesitan ser sacadas como tizones del fuego (Amos 4:11). Utilicemos todos los medios a nuestro alcance y hagamos un último esfuerzo por cubrir la tierra con el mensaje de la salvación, porque ha de cumplirse la siguiente profecía de Cristo: “Será predicado este evangelio del reino en todo el mundo por testimonio a todos los gentiles; y entonces vendrá el fin” San Mateo 24:14. Amén.

Bernardo J. Pankow

Adaptado: Gustavo Lavia