domingo, 24 de octubre de 2010

CRISTO TRAE PAZ.

Domingo

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 24-10-10

EVANGELIO DEL DÍA

Juan 20:19-31
19. Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros.
20. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor.
21. Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío.
22. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.
23. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos.
24. Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino.
25. Le dijeron, pues, los otros discípulos: Al Señor hemos visto. El les dijo: Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.
26. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
27. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
28. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!
29. Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.
30. Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro.
31. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.
Sermón
LA PRESENCIA DE CRISTO TRAE PAZ Y DISIPA NUESTROS TEMORES

Con Cristo tenemos paz en nuestras vidas

“Sin Cristo el mundo no es más que oscuridad y tinieblas”. Estas palabras de Lutero, sin duda se hicieron realidad para los discípulos aquel primer día después de la resurrección. Escondidos y asustados huían de la más que probable persecución por parte de los judíos; desorientados y acobardados seguramente se preguntarían qué hacer, a dónde ir.

Claramente aquél mundo donde no hacía mucho tiempo atrás habían caminado junto a su maestro y presenciando multitud de milagros, se convertía ahora en un mundo de sombras, de amenazas, de muerte en su más pleno sentido. Sin Cristo, el vacío se extendía ahora a sus pies. Y ciertamente, sin la presencia de aquél que es luz (Jn 12:46), las tinieblas progresaban con rapidez a su alrededor. Esconderse fue su única y natural escapatoria. Y así igualmente, cuando nuestra fe vacila, cuando nuestra confianza en Dios se tambalea, nuestro primer impulso es escondernos, tal como hicieron nuestros primeros padres en el Edén al oír la voz de Dios (Gn.4:8).

Pasamos entonces a querer buscar la solución a nuestros problemas por nosotros mismos, anteponemos a la fe nuestras capacidades, nuestra razón, nuestras soluciones, y así sólo conseguimos que las tinieblas aumenten más y más a nuestro alrededor, para terminar al fin encerrados en la oscuridad de nuestras propias ideas y temores. Pues sin Cristo ciertamente todo está perdido (Jn 15:5).

Pero he aquí que el Dios que vino a buscarnos, a rescatarnos de nuestros pecados, una vez más viene a sus discípulos, a nosotros. Aparece en medio de ellos, allí dónde ellos se encuentran, como el buen Pastor que va en busca de los desorientados, y sus primeras palabras son de paz: “Paz a vosotros”, les dice, para dar estabilidad, consistencia y sentido a una realidad que en ese momento no es para ellos más que confusión y caos. El Príncipe de la paz (Is 9:6), vuelve a iluminar el mundo con su presencia, vuelve a dar claridad a aquello que se había tornado oscuro, impenetrable. Y como comprendiendo que estos hombres en su debilidad, necesitan aún más evidencia para salir de su estado de acobardamiento, les enseña sus manos y su costado, las señales del triunfo sobre la muerte, la prueba definitiva de su victoria y de la victoria de todo cristiano. Con su sola presencia Cristo proclama al mundo las palabras del salmista: “Me castigó gravemente Jehová, más no me entregó a la muerte” (118:18). Los discípulos están ahora en presencia de aquél que venció a la muerte, al diablo y al pecado, y se regocijan (Sal 118:24); en un segundo lo que antes era temor y desesperación ahora se torna en alegría, gozo y victoria.

Ahora todo cobra sentido, y todo el temor, la duda, la angustia desaparecen como la niebla matutina. ¿Cuántas veces hemos perdido la paz en nuestras vidas?, ¿cuántos momentos de angustia hemos soportado y sufrido, por no confiar en que Él es el Señor de nuestras vidas, por perder de vista al Pastor y procurar nuestro propio camino? Cuando no vemos salida, cuando todo parece perdido, pasamos a la desesperación, queremos seguridades, certezas, soluciones, y olvidamos que sólo “en Jesucristo se halla la paz” tal como nos enseña el precioso himno. Con Cristo no deberíamos temer nada, pues sus palabras consoladoras siguen llegando a nosotros también hoy: “la paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tengan miedo” (Jn. 14:27). El miedo nos atenaza, nos confunde. Un poco de miedo dicen que evita la temeridad, pero un exceso del mismo nos paraliza, nos lleva a la muerte.

¿Cuáles son nuestros miedos? ¿Dónde nos refugiamos? ¿Dónde nos escondemos? Cuando atravieses momentos de incertidumbre en tu vida, puedes estar seguro que Cristo está contigo, como te lo prometió. “No tengan miedo” nos dice Jesús, pues “yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20).

El envío del discípulo

Jesús no vino a encerrarnos en una burbuja, no vino a aislarnos de los peligros del mundo, tampoco a inmunizarnos del sufrimiento o de las tentaciones. Mucho menos vino a instalarnos en una comodidad paralizante e indiferente, por el hecho de sabernos justificados y redimidos por su sangre. Él quiso y quiere que salgamos de nuestros escondites de seguridades, que abramos las puertas y ventanas de par en par, y que tal como Él es luz, seamos nosotros luz también. Él nos saca fuera del escondite de nuestras propias vidas.

El envío forma parte fundamental de la vida del creyente, y así Jesús envió a aquellos hombres al mundo: “como me envió el Padre, así yo también os envío”. Pero no los envió solos nos dice la Escritura, sino que “sopló” en ellos el Espíritu Santo, dándoles espíritu de vida (Gn 2:7) necesario para rescatar a aquellos que, tal como dice el apóstol Pablo, están muertos en sus pecados (Ro. 6:11). Porque ésa es la situación real del hombre en su estado natural, una situación de muerte espiritual, de vacío de Dios a causa del pecado. Y por ello nuestro testimonio y presencia en la sociedad es tan importante: somos las manos, los pies y la boca de Cristo allí donde vamos; siervos al servicio del Espíritu y su obra de conversión por medio del Evangelio. La fuerza del espíritu es tal, que tiempo después leemos en Hechos cómo estos mismos hombres asustados, concretamente Pedro y Juan, desafiaron a la misma muerte ante el concilio y el sumo sacerdote afirmando que “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. (Hch. 5:29). Sin la fuerza del Espíritu, esto hubiese sido imposible para ellos. La presencia en nosotros de este Espíritu Santo, gracias a nuestro Bautismo, es un don precioso de Dios que siempre deberíamos tener presente, y cuidar que su fuego no se apague (2 Ti. 1:6-8). Gracias a Él, tenemos vida plena en nosotros, y gracias a Él otros pueden encontrar esa misma vida en Cristo.

El anuncio del perdón para el mundo

Pero los discípulos tenían además una misión muy específica, una que los judíos consideraban escandalosa, y que simplemente mencionarla era blasfemia (Mt 9:3): perdonar los pecados.

¿Cómo puede un hombre perdonar los pecados?, ¿cómo puede un pecador anunciar el perdón a otro pecador? A los ojos de los escribas y fariseos esto era ciertamente una temeridad y una provocación. Sólo Dios puede hacer esto, afirmaban. Y aún así Jesús encomienda esta tarea a sus discípulos: “A quienes remitiereis los pecados les son remitidos...” ¿Cómo es esto posible? En realidad Cristo no dio a sus discípulos un poder especial o nuevo, no creó un novedoso sistema para conseguir este perdón, el sistema fue la Cruz donde él dio su vida por todos nosotros. Y gracias a este sacrificio es por lo que la Iglesia puede anunciar este perdón de pecados, por medio de la Palabra y los Sacramentos. Una vez más Jesús nos dice: “Paz a vosotros”, hallaréis paz en mi Evangelio de reconciliación, paz en el perdón anunciado por los discípulos y la Iglesia a través de todos los tiempos, y especialmente paz en mi cuerpo y mi sangre, en el pan y el vino que recibimos cada Domingo. Tenemos misión de llevar al mundo esta pregunta ¿Te sientes agobiado por el pecado y cargado por la culpa?, buena cosa es esta, pues muestra una conciencia sana y deseosa de reconciliación con Dios. Lo preocupante sería no sentir nunca esta culpa, esta opresión que nos causa sabernos transgresores de la voluntad y de Ley de Dios. Y aún así no hay que caer en la desesperación. Anunciamos el perdón de Dios disponible en cada momento, libertad de la carga del pecado por medio del arrepentimiento y la fe en la obra de Cristo. “Paz a vosotros”, proclama el Cristo resucitado de nuevo.

Pero Cristo también encomienda otro aspecto menos atractivo a sus discípulos, menos gratificante para un creyente: “a quienes se los retuviereis, les son retenidos”. ¿Cómo?, ¿se pueden retener los pecados también? ¿No habíamos dicho que lo primordial es perdonarlos? Siempre es fácil dar buenas noticias, anunciar palabras agradables y que tienen buena acogida.

Pero difícilmente alguien quiere ser mensajero de las “malas nuevas”, nadie quiere en realidad cosechar rechazo o indiferencia. Y sin embargo Dios es claro en su Palabra: no hay perdón para el impenitente, para aquél que se enorgullece y se deleita en el pecado. El precio del perdón fue muy caro para el Padre: la sangre de su Hijo, y ese perdón está disponible para todo el género humano, no importa cuán terribles sean sus culpas. Pero este perdón requiere arrepentimiento, humillación ante Dios, reconocimiento de la culpa. Sin esto, el perdón es imposible. Dios sacrificó a Cristo en la cruz, y a nosotros sólo no pide una única cosa: “espíritu quebrantado y corazón contrito y humillado” (Sal 51:17). ¡Poca cosa es esta en comparación con una sola gota de la sangre de Cristo vertida en la cruz! ¡E incluso esto no es obra nuestra, sino del Espíritu que nos quebranta con la Ley de Dios! Recuérdalo cuando sientas que el orgullo se aferra en ti, que la impenitencia hace mella en tu corazón.

La supremacía de la fe

En esto aparece Tomás en escena, que en realidad podría haber sido yo, o tú u otro creyente cualquiera, y repite una frase que quizás sea una de las más repetidas de la Historia: “Si no viere...no creeré”. ¿Qué dices Tomás?, ¿no escuchaste nada?, nosotros vimos sus manos con sus llagas, su costado traspasado, ¡Está vivo! “Si no viere...no creeré”, repite el discípulo. Tomás no era en realidad un incrédulo contumaz, ni tampoco un cobarde por supuesto, como demostró al estar dispuesto al martirio junto a Jesús (Jn 11:16). ¿Qué le ocurrió pues a Tomás? ¿qué le ocurre a un hombre de fe que incluso en él, la duda hace mella?, ¿qué nos pasa a nosotros, cristianos convencidos cuando ante los golpes de la vida, la duda y la incredulidad se ceba en nosotros y nos corroe?. El primer pecado de nuestros padres, fue en realidad la desconfianza respecto a Dios, y Satanás hizo bien su trabajo sembrando la duda en sus corazones por medio de una sola frase: “¿Conque Dios os ha dicho…?” (Gn 3:1). Con estas inocentes palabras se abrió la puerta al pecado en el mundo, pues donde la Palabra de Dios era un baluarte seguro y sólido, todo se volvió de repente inestable, inseguridad y recelo. El viejo Adán aún latía dentro de Tomás, como late dentro de cada uno de nosotros, y aprovecha las crisis y los momentos de presión y agobio para querer tomar el timón de nuestra vida. Cristo anunció con claridad su resurrección (Lc 18:33), pero aún así y ante la gravedad del momento, la duda se abrió paso en Tomás. Ocho días después Jesús vuelve a sus discípulos, y una vez más ordena el desconcierto, aplaca las ansiedades: “Paz a vosotros”, anuncia una tercera vez el Cristo. Tomás no puede creerlo, pero ya no hay lugar para la duda, y sólo acierta a exclamar “¡Señor mío, y Dios mío!”.

Sus manos tocan las heridas de la muerte, pero lo que tiene ante él es la Vida. (Jn. 11:25). Quizás al leer este texto hemos juzgado duramente a Tomás en alguna ocasión, y su duda ha quedado como el ejemplo del incrédulo por excelencia, pero no nos equivoquemos, ¿acaso no somos todos Tomás?, ¿acaso esa misma duda no nos ha atacado en más de una ocasión? La vida del creyente no es un línea recta, sino una ondulación permanente, con subidas y también con bajadas, y precisamente en esos valles de sombra de la duda, es donde Jesús nos anuncia su perdón, y de donde nos rescata como nuestro buen pastor.

Por último Jesús proclama la supremacía espiritual de la fe, en la vida del creyente: “Porque me has visto Tomás creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron”. ¿Han probado a andar con los ojos cerrados, guiados sólo por la voz y las indicaciones de otro? Ciertamente es un ejercicio difícil, pues nuestra mente está acostumbrada a actuar en función de todos nuestros sentidos, de lo que vemos, oímos y tocamos. Dar un paso sin ver, hace que nuestros músculos se ponga tensos, y ese paso se convierte en casi una proeza. A nuestro espíritu le pasa lo mismo, pero sus sentidos son otros, más sutiles, y para dar un paso y seguir a Cristo con confianza, es necesario ejercitarlos por medio de la Palabra, la oración y los Sacramentos. Sólo así nuestra fe se fortalece y se hace lo bastante fuerte para resistir al viejo Adán. En el bautismo recibimos el don de la fe, pero aquí no acaba todo, y así, es necesario que cuidemos este pequeño tesoro, este grano de mostaza (Lc 13:19), para que crezca sano y robusto. En esta vida los creyentes andamos por fe, y no por visión (2 Co. 5:7), y es esa fe la que nos justifica y nos trae la paz de Cristo (Ro. 5:1). La fe de Tomás lo llevó luego hasta la India según la tradición, a anunciar el Evangelio de salvación a muchos, ¿a dónde nos llevará la nuestra?, puede ser a un familiar, a un vecino, a un compañero o simplemente a un desconocido. Hay muchos que necesitan aún oír las buenas nuevas de perdón y reconciliación en Cristo, y nuestra fe puede ser un instrumento precioso en manos del Espíritu para llevarles la Luz, y para proclamar con el Apóstol: “Despiértate, tú que duermes, Y levántate de los muertos, Y te alumbrará Cristo” (Ef.5:14).
“No seas incrédulo sino creyente”, fueron las palabras de Cristo a Tomás, y son estas mismas palabras las que cierran el texto de nuevo, aunque dichas de modos diferente, pues se nos dice que todo ha sido escrito para que “creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre”. Tenemos aquí pues esta Palabra de vida, que nos llega también a nosotros; creamos pues, luchemos contra la duda y la incredulidad, aferrémonos a la Palabra y los Sacramentos y pidamos el auxilio del Espíritu Santo cuando el temor y las sombras hagan presa en nosotros apartándonos de la Paz y de la Luz, y por fin, salgamos a anunciar el arrepentimiento y perdón de pecados en Cristo, así como Él nos envió.

Que el Príncipe de la paz nos sostenga y su luz nos ilumine por medio del Espíritu Santo, y que también nosotros podamos exclamar ante el Cristo resucitado ¡Señor mío, y Dios mío! Amén

J. C. G.

Pastor de IELE

domingo, 17 de octubre de 2010

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

“El Ser Discípulo de Cristo Quiere Decir Confesar con Valor”

Textos del Día:

Primera Lección: Proverbios 8.1-11

Segunda Lección: Hechos 5.17-32

El Evangelio: Mateo 10.32-43


Sermón

Andar con el Señor Jesucristo en esta vida fue para los discípulos un gran privilegio, un gozo inefable y una experiencia sin igual. Fue una sensación sobremanera gloriosa presenciar sus muchos milagros, tales como la multiplicación de los cinco panes y los dos pececillos para dar de comer a cinco mil hombres, la curación de toda clase de enfermedades, como la ceguera, cojera, parálisis, lepra, la liberación de los endemoniados, la resurrección de muertos, como la de la hija de Jairo, del mancebo de Naín y de Lázaro. Los discípulos fueron unos cuantos, entre los muchos millones de habitantes del mundo, que con sus propios ojos vieron la gloria del Señor. Pocos, muy pocos fueron los seres humanos que oyeron las oraciones y los discursos pronunciados por el divino Maestro que enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Con razón dijo Jesús: “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis: porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron”. Él habitó entre ellos, y ellos vieron “su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Toda esta gloria los ponía en peligro de creer que así iba a ser toda la vida. Sabemos que así pensaban por la reacción de ellos al Cristo anunciar que le convenía ir a Jerusalén para padecer mucho de los ancianos y de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas y ser muerto, y resucitar al tercer día. A esto Pedro, expresando el pensar de los demás,
dijo: “Señor, ten compasión de ti: en ninguna manera esto te acontezca”. Aunque eran discípulos de Jesús, su opinión acerca del Reino de Cristo era una opinión materialista. Después de haberse cumplido la profecía acerca de su Pasión, oímos a los discípulos que caminaban hacia Emaús decir al Cristo resucitado, pero desconocido a ellos: “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel: y ahora sobre todo esto, hoy es el tercer día que esto ha acontecido”. Aun después de haber oído la explicación de las Escrituras sobre el carácter espiritual del reino de los cielos preguntaron al Señor, que se dirigía al lugar desde el cual, delante de ellos, ascendería al cielo: “Señor, ¿restituirás el reino de Israel en este tiempo?”. Antes de asumir la difícil pero gloriosa responsabilidad de ser fieles y verdaderos discípulos y embajadores del Señor, necesitaban la convicción del Espíritu Santo para creer de corazón las palabras que Jesús les había dicho: “Bástale al discípulo ser como su señor. Si al padre de la familia llamaron Beelzebub, ¿cuánto más a los de tu casa?”.

Esa experiencia de los discípulos de antaño es también nuestra experiencia. La dicha y felicidad que tenemos como discípulos de Cristo es más grande que todo el bienestar de que pueda disfrutar el ser humano aquí en la tierra. Aunque somos pecadores que sólo merecemos el castigo divino, hemos Sido salvos por la pura misericordia y gracia de Dios sin ningún mérito o dignidad de nuestra parte. Aunque hijos de ira por naturaleza, fuimos hechos hijos amados de Dios. Pero hay que tener cuidado y no pensar en que ser discípulo es como recoger flores de un rosal desprovisto de espinas. Hay que tener cuidado y no pensar en cubrir la cruz con un ramillete de flores hasta que ya no se mire la aflicción que este símbolo indica. Ser de Cristo quiere decir no sólo recibir perdón, vida y salvación, sino también aceptar todas las responsabilidades y sufrimientos que acompañan a estos privilegios y glorias. Para comprender esta lección también necesitamos la instrucción del Espíritu Santo. Y ésta es precisamente la lección que el divino Maestro desea grabar en nuestros corazones por medio del texto que acabamos de leer.

Aprenderemos de su Santo Espíritu que el Ser Discípulo de Cristo Quiere Decir Confesar con Valor al Maestro Delante de los Hombres

1. Esto ciertamente costará aflicción;

2. Pero traerá también una gran recompensa.

1. Todo lo que dice el texto es parte de la confesión del cristiano en este mundo. Al tratar de
confesión pensamos en primer lugar en la confesión que se debe hacer por medio de la boca. Los discípulos hicieron esto cuando Cristo les preguntó: “¿Quién decís vosotros que soy?” Su confesión fue: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. No era fácil seguir a Jesús y hablar en su favor aun en aquel tiempo. Declararse seguidor de Jesús Nazareno resultaba en ser echado fuera de la sinagoga, la congregación de los judíos. Después de la resurrección de Jesús esta persecución se hizo aún más severa. Muchos fueron los cristianos de aquella época que perdieron sus bienes, fueron encarcelados y sufrieron el martirio por sólo confesar el nombre de Cristo.

Esta confesión tiene que hacerse delante de los hombres. Cosa fácil es hablar de Cristo y su salvación delante de los que no ofrecen oposición, y aun en esto somos negligentes. Bien se ha dicho que el silencio cristiano es uno de los impedimentos más grandes en la extensión del reino de Dios. Lo difícil es confesar a Cristo delante de los enemigos. No es fácil decirles que sus pecados los están llevando a la eterna condenación; que todos sus esfuerzos, aun las obras más buenas, no pueden conseguirles mérito alguno delante de Dios; que no hay otra esperanza que una confesión franca de sus pecados y creer implícitamente que Cristo es el único camino por el cual los hombres pueden salvarse. Tal confesión es sumamente difícil, pues la religión aceptada y muy popular en el mundo es la salvación por medio de los méritos humanos. Confesar así a Cristo es ajeno a los muchos fariseos modernos, a muchos de nuestros conocidos, amigos y parientes, los cuales nunca han creído otra cosa que la salvación por medio de sus obras o las de los santos, y cuya fe no está fundamentada en Cristo, sino en dogmas y prácticas idólatras. Si queremos ser verdaderos discípulos de Cristo, es preciso confesarle sin el menor temor delante de todos los hombres.

Y la confesión de la boca debe ir siempre acompañada de la confesión que hacemos por medio de la vida que llevamos. Esta confesión es a veces mucho más efectiva. Es tendencia humana cerrar el corazón al testimonio de Cristo, y lo que se dice a los hombres acerca de Cristo entra por un oído y sale por el otro. Nuestras invitaciones a los cultos se rechazan con un cortés: “el domingo vamos, si Dios quiere”. Con la mayor facilidad apagan la radio cuando no les gusta el mensaje acerca del Evangelio. Pero hay una predicación y una confesión que siempre notan. Es el sermón de la vida que lleva el cristiano. “Nuestras cartas sois vosostros, ... sabidas y leídas de todos los hombres”, dijo el apóstol San Pablo a los corintios (2 Cor. 3:2). Lo que ellos practicaban anunciaba con voz clara y distinta el valor de la fe en Cristo. “Mirad cómo se aman los unos a los otros” testificaban los paganos acerca de los cristianos. “Mirad cuan pacientes, sufridos y perdonadores son”. Amigo, si de veras eres discípulo de Cristo, tu vida será una confesión verdadera de Cristo. Pronto, muy pronto notarán los demás que eres enemigo de la maldad.

Observarán que te opones a las maldiciones y que no usas palabras obscenas ni te gustan los chistes indecentes. Tus vecinos considerarán como raro que los chismes y las calumnias no sean tu pasatiempo diario. En un mundo en que existe tanta infidelidad matrimonial notarán el mutuo amor y respeto entre ti y tu esposa y viceversa. No tardarán mucho en ver que a los jóvenes cristianos no se dejan atrapar por el mundo en los placeres materiales. Tu honradez irritará a los que creen en la improbidad y en aprovecharse de otros fraudulentamente. La manera como los padres crían a sus hijos y la manera como los hijos respetan a sus padres reflejará la fe en Cristo.

Los demás concluirán que una persona que así se porta, basa su conducta en alguna fuente excelente, y se darán cuenta de que esa persona ha estado con Jesús y de que sus virtudes proceden del Evangelio. Todo esto, de paso sea dicho, ofrece la oportunidad de invitar a los demás a escuchar el mensaje de ese Evangelio.

Como ya se ha indicado, tal confesión sincera no producirá luego ni paz ni tranquilidad, sino oposición. Cristo dice: “No penséis que he venido para meter paz en la tierra; no he venido para meter paz, sino espada”. Es cierto que Él es el príncipe de paz, que vino a establecer paz entre Dios y los hombres, y entre los hombres con los hombres y a traer paz al corazón de todo ser humano. Pero para hacerlo, tuvo que deshacer las obras del diablo y oponerse a un mundo de maldad y a todos los enemigos del Evangelio de la paz. Él vino para anunciar a la humanidad que es falsa toda doctrina humana, e imposible el esfuerzo por tratar de salvarse mediante las obras y la justicia del hombre, y que sólo hay esperanza en Él, porque Él es el camino, la verdad, y la vida, y nadie puede ir al Padre sino por Él. También declaró que su enseñanza es la única aceptable a Dios. Bien sabemos que la oposición a Cristo fue tan grande que terminó en la muerte de Él en el madero de la cruz que fue levantada en el Calvario.

El Evangelio de Cristo divide a la humanidad y esta disensión entra en el círculo más íntimo de la sociedad. “He venido para hacer disensión del hombre contra su padre, y de la hija contra su madre, y de la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa”. Cristo no permite que haya amor que supere al amor que le debemos a Él. “El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí”. ¡Es mucho, pues, lo que Cristo exige de sus discípulos! Bien dijo Lutero, refiriéndose a las palabras que se acaban de citar, que si Cristo no fuera el Dios verdadero, lo que aquí dice seria blasfemia, porque sólo Dios puede imponer tales exigencias. Bien sabemos que el amor de los hijos para con los padres y de los padres para con los hijos lo ha sembrado el mismo Dios en los corazones de los hombres; y Dios ordena ese amor cuando en su primer mandamiento con promesa dice: “Honra a tu padre y a tu madre para que te vaya bien y seas de larga vida sobre la tierra”. Pero tan pronto como el amor de padres e hijos contradice al amor que se debe a Cristo, es menester obedecer a Dios antes que a los hombres.

La misma lucha habrá también en el corazón de cada discípulo de Jesús. Antes de conocer a Jesús no hubo lucha porque servíamos sólo al pecado. Al aceptar a Cristo recibimos otro Señor; nos volvimos nuevas criaturas. Tenemos que seguir a Cristo y queremos hacerlo llevando la cruz. La mera palabra “cruz” ya nos indica tribulación y sufrimiento. Mediante una cruz nos salvó el Redentor, y ahora nos da otra cruz con la cual podemos mostrar nuestro amor y confianza. El pecado con que nacimos, el viejo hombre que todavía es parte de nosotros, busca su vida aquí en los placeres y glorias y bienes de este mundo, pero el nuevo hombre, creado en nosotros por el Espíritu Santo, está dispuesto a perder su vida por causa de Cristo. Difícil es crucificar los deseos carnales y vivir para Cristo. Cristo pide que le entreguemos nuestra vida entera.

Al oír estas exigencias del Señor, exclamamos: “Señor, ten piedad de nosotros, no entres en juicio con tu siervo, lejos estoy de ser digno de ti”. Merecemos que nos niegue delante de su Padre.

¡Qué miedo nos infunde cualquier inconveniencia! Somos adictos a la menor resistencia. Con gusto seguimos a Cristo, hasta que nos dice: “Quiero tu tiempo, deseo que sacrifiques tus goces y placeres, necesito tu dinero y bienes para mi reino”.

Que Dios nos perdone por amor de Cristo y nos haga ver la insensatez de los que no quieren
seguir a Cristo. Se gana esta vida, pero se pierde la vida eterna. Se gana el favor de los hombres, pero se pierde el que Cristo nos confiese delante de su Padre celestial. Parece imposible seguir a Cristo, porque es tan difícil seguirle. Pero Cristo, que nos salvó del pecado, también nos da el poder de seguirle. Y para animarnos nos muestra la gran recompensa de los que le confiesan delante de los hombres.

2. Ya en esta vida hay recompensa. Aunque tus propios parientes se hagan tus enemigos, habrá empero otros que recibirán a los que confiesan el nombre de Cristo. Y cuando esto sucede, el que confiesa a Cristo recibe la sensación más sublime que el hombre puede recibir en esta vida. Cristo declara: "El que a vosotros recibe, a mí recibe; y el que a mí recibe, recibe al que me envió”. Con esta promesa Cristo nos hace participantes de honra y gloria supremas. Es como si ellos recibieran al mismo Dios. Por medio de nosotros honran a Dios. Nuestras palabras, nuestra vida, nuestros hechos se reciben como divinos. Mediante la confesión que hacemos de su nombre nos hace embajadores del Rey de reyes, mensajeros del santo Dios y Creador, Padre eterno y Príncipe de Paz. Aunque la confesión que hacemos de Cristo nos quite la compañía de los grandes de este siglo, nos hace en cambio socios y amigos de Dios. Por la confesión que hacemos de su nombre somos compañeros de los santos escogidos, de los profetas y siervos de Jehová, como Abraham, padre de todos los creyentes; Noé, predicador de justicia; San Pablo, el más grande de los apóstoles, y miles de otros desde los más grandes hasta los más pequeños que no se avergonzaron de confesar a Jesús.

Y, además de esta honra que recibimos, la confesión que hacemos de Cristo servirá de bendición a los muchos que por ella son llevados a la fe. No hay obra más importante ni más bendita que ésta, porque por medio de ella se salvan almas y vidas. De hijos del diablo hace hijos de Dios, de personas perdidas, hombres salvados y consagrados. Las obras de los que por su confesión son instrumentos en que otros acepten a Cristo, reciben un valor grande delante de Dios. Sus esfuerzos, que antes no valían delante de Dios, Dios mismo los considera muy agradables, porque son hechos en el nombre de Cristo. Y aun las obras más pequeñas, como dar a un discípulo un vaso de agua, serán recompensadas. La confesión que haces de Cristo cambia la vida vana e inútil del hombre en una vida fructuosa, provechosa y agradable a Dios. Tu confesión edifica la Iglesia, gloriosa y eterna, de Dios.

El mundo y el diablo y nuestra propia carne nos inducen a pensar que confesar a Cristo es perder la vida. Pero de perder algo, sólo sería esta vida, que es material, pasajera y temporal.
En cambio esta confesión nos hace retener la vida eterna que Cristo nos ganó por medio de su sangre. Ya en esta vida tenemos lo que ninguno de los incrédulos posee: paz con Dios, felicidad verdadera aun en medio de las aflicciones. Nuestra vida está escondida en Cristo y por medio de
Él todas las cosas cooperan a nuestro bien. Con gozo pasamos por el valle triste de este mundo, abrigando la segura esperanza de peregrinos que caminan hacia la patria mejor en el cielo.
Y la recompensa más gloriosa que el Señor en su gracia concede a todo confesor fiel es la confesión que Él mismo hará de él delante de su Padre celestial. Observad el contraste: Después que le hayamos confesado delante de los hombres, que son todos igualmente pecadores miserables y mortales como nosotros, Él, que es el Rey de reyes, verdadero Dios de verdadero Dios, nos confesará a nosotros, pecadores rescatados de entre la masa perdida de la humanidad, delante de los santos ángeles, en presencia del Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Le oiremos decir a su Padre: “Éstos son míos, los que Tú me diste. Es para ellos que se ha preparado la gloria eterna. Son los que aceptaron el sacrificio que hice por ellos y se lavaron en mi sangre y tomaron la cruz que les di, siguieron mis pisadas y perdieron su vida por causa de mi nombre. No se avergonzaron de mí. Me confesaron delante de los hombres sin temor a las consecuencias. Tampoco me avergüenzo yo de ellos. Han de reinar con nosotros como reyes y sacerdotes para siempre”.

Que la Palabra de Cristo nos fortalezca para que seamos verdaderos confesores de nuestro Redentor, que por todos murió y resucitó por ellos.

Hasta ese día he de confesarte; Para salvarme espero sólo en Ti; Y mi gloria será que Jesucristo No se avergüence, no, jamás de mí.

Amén. –

Otto E. N.aumann.
Pulpito Cristiano

Adaptado por Gustavo Lavia.

domingo, 3 de octubre de 2010

La Iglesia es el Templo de Dios.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

EFESIOS 2:18-20

Desde la eternidad, cuando Dios concibió el establecimiento de la Santa Iglesia Cristiana, Dios siempre pensó en su Iglesia en relación a las almas de hombres, almas unidas a Él mediante su Hijo Jesús, atraídas y sostenidas por el Espíritu Santo mediante la Palabra de Dios. Por esta razón la palabra Iglesia en las Sagradas Escrituras nunca se refiere a un edificio, nunca a una construcción, sino siempre a personas unidas en la fe con Jesús, ya sean éstas esparcidas y distribuidas por el mundo entero, o congregadas en una ciudad, en un país, o en una región.

¿Querrá decir esto que cuando Dios en la eternidad concibió el establecimiento de la Santa Iglesia Cristiana pensó también en mí? ¡Por cierto que sí! Claro que pensó en mí, en vosotros, en toda la humanidad. 2 Pedro 3:9. Dios desea que todos los hombres se unan a Él y se salven. Veamos entonces si verdaderamente somos miembros de esta Santa Iglesia Cristiana, el templo que Dios el Padre concibió, que Jesús fundó, y que el Espíritu Santo organizó.

La Santa Iglesia Cristiana no fue ideada, planeada o edificada por hombres. La Santa Iglesia Cristiana es completamente la obra de Dios, sin cooperación ni ayuda de hombres. Dios el Padre es el arquitecto de la Iglesia. Desde la eternidad ya concibió una comunión de los santos, unidos mediante Cristo Jesús, como se nos dice en Efesios 1:3-6: “Bendito el Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo: Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor, habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a SÍ mismo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado”.

Desde la eternidad Dios también vio la necesidad de un coordinador, de un organizador. La Iglesia se fundaría en Cristo Jesús, la piedra angular, y el Espíritu Santo revelaría a Jesús mediante la Palabra de Dios. El Espíritu Santo hablarla de la reconciliación, y así por medio de Jesús, atraería los unos y los otros al Padre, como nos dice el v. 18: “Por él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre”. Aquí vemos que desde la eternidad Dios ideó, planeó y organizo la Santa Iglesia Cristiana, la comunión de los santos.

Desde la eternidad Jesús fue nombrado el fundamento, la piedra angular, el eje de la Iglesia, la base de la reconciliación, v. 20. En la era del Antiguo Testamento los profetas fueron inspirados a escribir promesa tras promesa acerca del Mesías, el Salvador, el Reconciliador. Dios reveló a Isaías que iba a fundar su Iglesia sobre una piedra y roca. “Por tanto, el Señor Jehová dice así: He aquí que yo fundo en Sión una piedra, piedra de fortaleza, de esquina, de precio, de cimiento estable." Isaías 28:16. En Salmo 118:22 leemos: "La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo”. En San Lucas 20:17 Jesús recuerda esa profecía al pueblo rebelde. San Pedro y San Juan también se refieren al Salmo 22 cuando anuncian a sus acusadores, Hechos 4:10-13 “Sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, al que vosotros crucificasteis y Dios le resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia. Ésta es la piedra reprobada que vosotros los edificadores, la cual es puesta por cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salud, porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”. Por este mensaje de San Pedro podemos entender mejor las palabras de Jesús en San Mateo 16:18: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Jesús se refiere a la piedra, la confesión de Pedro en el v. 16: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Sobre este Cristo, la piedra angular, sobre quien Pedro estaba fundado, edificaría Cristo su iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerían contra ella.

Desde la eternidad Jesús fue declarado la piedra angular. En el tiempo del Antiguo Testamento, los profetas anunciaron que Él, el Mesías, sería la piedra angular. Cristo mismo acepta este nombre. Los discípulos, especialmente San Pedro en Hechos 4:11 y en 1 Pedro 2:6-8, declaran que Cristo es la piedra angular.

Preguntamos entonces: ¿Qué significa ser piedra angular? La piedra angular no es la única piedra en un edificio, pero sí es la más importante. La piedra angular une, sostiene, sirve para conservar a todas las otras piedras en perfecta simetría. Sin la piedra angular no hay unión, no hay seguridad; hay peligro empero de que tarde o temprano se derrumbe el edificio.

¿Cómo es Jesús la piedra angular de la Santa Iglesia Cristiana? ¿Cómo une, sostiene, y conserva Jesús a todos los hombres en perfecta armonía con Dios? Tenemos que recordar que sin Jesús no hay base de unión, de armonía, de paz. En vez de haber paz y armonía, por razón de nuestro pecado, existe enemistad entre Dios y los hombres. Los hombres son rebeldes. El hombre sigue insultando a Dios, despreciando lo que Dios en su bondad le ofrece. El hombre cree que con sus obras merecen favores de Dios. Cuando Dios no acepta sus obras, el hombre reacciona como el niño que se enoja y llora cuando su madre no acepta para comer las tortas de barro que el niño le ofrece. Así en su estado natural, quiere decir, sin fe en Jesús, Dios ve al hombre como a un rebelde, un cadáver, un parásito, incapaz de agradar a Dios, algo repulsivo a Dios, digno sólo de eterna condenación y perdición.

Es imposible pensar en unión, fraternidad, armonía, paz si con nuestros pecados insultamos así a nuestro Dios. Sin reconciliación no puede haber paz, unión, comunión. Como esta reconciliación no podían realizarla los hombres, como dice el Salmo 49:7-8: “Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate, (porque la redención de su vida es de gran precio, y no se hará jamás)", Dios mismo tuvo que obrar la reconciliación. Su amado y eterno Hijo Jesús tuvo que cumplir perfectamente los requisitos de la Ley, satisfacer por completo la santa voluntad de Dios, además aplacar la justa ira de Dios a causa de todos los pecados y todas las ofensas cometidas por los hombres.

En el tiempo fijado en la eternidad llegó el reconciliador como nos dice San Pablo en Gálatas 4:4-5: “Venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió su Hijo, hecho de mujer, hecho súbdito a la ley, para que redimiese a los que estaban debajo de la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”. Leemos también en 3:13: “Cristo nos redimo de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición; porque está escrito: maldito cualquiera que es colgado en madero”. En 2 Corintios 5:19 se nos dice: “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo a si, no imputándole sus pecados, y puso en nosotros la palabra de reconciliación”. ¿Como Dios podía estar reconciliado con el hombre pecador? V. 21: “Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él." En este último pasaje Dios el Padre no deja duda alguna, sino que abiertamente declara que estaba reconciliado con los hombres por medio de Jesús.

Según Dios el Padre, Jesús cumplió los requisitos de la Ley, Jesús pagó con su vida todos los pecados y ofensas. Por medio de Jesús, Dios el Padre puede mirar a cualquier hombre con misericordia y amor. Por los méritos de Jesús, Dios el Padre puede perdonar al más vil pecador.

Jesús es la diferencia. Jesús es el eje. Jesús es el centro. Jesús es la persona que nos une al Padre. Sin Jesús no hay perdón, reconciliación, paz, unión, comunión, vida eterna. Dios mismo declara a Jesús la piedra angular, la piedra de la Santa Iglesia que une todo el edificio. En 1º Corintios 3:11 Dios inspira a San Pablo “Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo."

¿Cuándo comenzó a funcionar esta Santa Iglesia Cristiana? Comenzó a funcionar en el momento en que fue concebida en la eternidad. Nuestros primeros padres, Adán y Eva, fueron los primeros en esta tierra en hacerse miembros de la Iglesia. Antes de entrar el pecado en el mundo hubo un constante intercambio de pensamientos entre Dios y el hombre; hubo perfecta armonía, perfecta unión.

Cuando Adán y Eva se rebelaron contra Dios, se desprendieron de Él. A causa del pecado cayeron del poder de Dios a poder distinto, a un poder enemigo al de Dios. Cayeron bajo el poder del pecado y de la muerte. Otro poder ejercía entonces en sus miembros y los movía a hacer todo lo contrario a la voluntad de Dios. En vez de amar a Dios como antes, tenían miedo a Dios; en vez de escuchar su Palabra, se oponían a ella; en vez de confesar que habían pecado, argumentaban, acusaban, y se excusaban. En medio de todo esto no podía haber armonía, unión, comunión entre Dios y el hombre. Dios no había creado al hombre para que éste muriera y viviera separado de Él, sino para que viviera siempre con Él. Según su decisión eterna, Dios anunció su plan de reconciliación. Antes de echarlos del Edén, el Espíritu Santo les anunció el proto-evangelio, Génesis 3:15. En el momento en que se arrepintieron y aceptaron la promesa de salvación, volvieron a unirse íntimamente con Dios. Mediante la fe en la promesa de salvación estaban edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo

Jesucristo mismo, v. 20.

Desde que el hombre cayó en el pecado, el Espíritu Santo ha seguido llamando, iluminando y convirtiendo a los hombres a la fe en Jesús. El mismo Espíritu Santo inspiró a hombres a escribir la Palabra, como nos dice San Pedro: "La profecía no fue en los tiempos pasados traída por voluntad humana, sino los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados del Espíritu Santo." Mediante el fundamento de los apóstoles y profetas, el Espíritu Santo reveló al hombre el plan de salvación por medio de la fe en Jesús. Mediante la Palabra, el Espíritu Santo invita, insta, convence, fortifica. El fundamento de su mensaje es siempre Jesús. Sin Jesús las Sagradas Escrituras no tendrían fundamento ni mensaje. Pero Jesús, la piedra angular, une el primer libro de los profetas con el último de los apóstoles y evangelistas en un glorioso mensaje.

Otro hecho que no podemos olvidar: Nadie puede llegar a ser miembro de la Santa Iglesia Cristiana sin el Espíritu Santo. En el v. 18 se nos dice: “Por él, Jesús, los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre.” 1 Corintios 12:3 lo explica así: “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo.” El Espíritu Santo aplica la receta que Dios Padre ha prescrito y el Hijo Jesús ha llenado.

El Espíritu Santo asegura, además, a los que por la fe en Jesús son miembros de la Iglesia, las bendiciones de esta comunión de los santos. Aunque por naturaleza erais miembros de otro reino, de otro poder, ya por Jesús no sois extranjeros ni advenedizos, sino juntamente ciudadanos con los santos y domésticos de Dios, v. 10. San Pablo repite aquí algo que ya habla anunciado en los vs. 12 y 13: “En aquel tiempo estabais lejos... mas ahora habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo”. Por la sangre de Cristo somos santos y familiares de Dios. 1 Juan 1:7: “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”. Limpio de todo pecado significa santo. Si ya no tenemos pecado, tampoco hay condenación, como nos dice Romanos 8:1: “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, mas conforme al espíritu”. El haber sido declarados justos por medio de Jesús significa que existe paz y estamos en unión con Dios. Romanos 5:1: “Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”.

Vemos, pues, que la Santa Iglesia Cristiana es el templo de Dios. Fue planeado por Dios, fundado por Jesús, organizado y preservado por el Espíritu Santo. La Iglesia es santa porque ella es obra de Dios. Es santa también porque los miembros son santos, santificados mediante la fe en la redención de Jesús. A la Iglesia pertenecen únicamente los creyentes en Cristo Jesús. El que no acepta a Jesús como a su único y suficiente Salvador, no es miembro, aunque sea el más rico comerciante, el alumno más inteligente, el trabajador más esmerado. Y a la Iglesia pertenecen todos los creyentes. Aun los más pobres y despreciados, los que a su vez pueden haber sido los más viles pecadores, los de débil fe, todos pertenecen, todos son hijos de Dios, todos son miembros de la Iglesia, la comunión de los santos.

¿Eres tú miembro de la Santa Iglesia Cristiana? Recuerda que no basta decir: “Yo fui bautizado, yo fui confirmado, yo voy a la iglesia, yo contribuyo con regularidad, yo enseño a niños y adultos, yo distribuyo folletos”. Nada de esto te hace miembro de la Santa Iglesia Cristiana. Sólo la fe en los méritos de Jesús te hace miembro de la Iglesia. Si puedes decir: “No confío en mí mismo; sólo en el amor y sacrificio de Jesús”, entonces eres miembro de la Santa Iglesia Cristiana.

Como no te es posible llamar a Jesús Señor sin el Espíritu Santo, tampoco te es posible sin Él permanecer en la fe. Es necesario que cada día te aferres más en la Palabra de los apóstoles y profetas, la Palabra de Dios, y digas con San Pablo en Romanos 1:16: “No me avergüenzo del evangelio; porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”. Amén.

Sermón escrito por Roberto G. Huebner. Pulpito Cristiano.