sábado, 19 de febrero de 2011

7º Domingo de Epifanía.

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Levítico 19:1-2, 17-18

La Epístola: 1 Corintios 3:10-11, 16-23

El Evangelio: San Mateo 5:38-48

Sermón

1- JESUCRISTO ÚNICO CIMIENTO SÓLIDO DE LA IGLESIA y DEL CRISTIANO (vers. 10 y 11)

Vivimos en una época en la que todo parece virtual, movedizo, cambiante, inseguro, con escasa base o fundamento. Las leyes humanas cambian, las modas cambian, los tiempos cambian. En la lectura de la epístola de hoy podemos encontrar anclajes en los que afianzarnos, en los que sujetarnos en medio de este torbellino de cambio. Fundamentos sólidos sobre los cuales edificarnos como individuos y como iglesia.

Pablo nos recuerda en los versículos 10 y 11 cuál es el cimiento, el fundamento, la raíz del cristianismo que él había llevado a Corinto. El fundamento no es otro que Jesucristo, la piedra angular.

Los seres humanos podemos inventarnos otros fundamentos, otros cimientos, otras raíces para el cristianismo pero si lo hacemos nos estamos inventando otro cristianismo diferente al de Jesucristo, sus Apóstoles y sus Profetas. Esta carta de Pablo a los de Corinto nos muestra que los cristianos siempre, incluso en el principio hemos tenido la tentación de desplazar a Jesucristo como fundamento del cristianismo.

Quita a Cristo del cristianismo y ¿Qué te queda? Una ONG, en el mejor de los casos. Priva a la iglesia cristiana de la Palabra de su Señor y ¿Qué nos queda? Un club social o benéfico.

¿En qué Jesucristo se fundamenta la iglesia? Sabemos que cuando hablamos de Jesucristo no estamos hablando de un concepto o una idea sino de una persona concreta, de Dios el Hijo encarnado, hecho hombre por nosotros, muerto por nosotros, resucitado por nosotros. No es el Jesucristo maestro de una moral superior. No es el Jesucristo revolucionario social o político. No es el Jesucristo ambiguo del liberalismo teológico. Nuestro fundamento es el Jesucristo de la Escritura, el Jesucristo que es centro de toda la Escritura, el Jesucristo que, en el Evangelio de hoy, como Dueño y Señor de la ley, levanta el listón del cumplimiento de su Santa Ley y nos explica el segundo, el quinto y el sexto mandamiento y nos muestra que el origen de todo pecado está en el corazón cuando desconfía y no ama al SEÑOR. ¿Quién mejor que Él puede explicarnos los Mandamientos? Él, antes de su encarnación dio la Ley a Moisés, es Él quien cumplió toda la ley a la perfección en sus días en la tierra, Él es el que además, fue el Cordero sin mancha muerto por nuestros incumplimientos de la Santa Ley. Este es el Jesucristo en quien nos basamos y fundamentamos: el Salvador del mundo, el amigo de pecadores, el que no vino a condenarnos, sino que vino a rescatarnos, a hacernos libres del pecado, de la muerte, del diablo y de nuestra propia naturaleza.

El Jesucristo en quien la iglesia cristiana, tu y yo nos fundamentamos, es el Jesucristo que edifica su iglesia por medio de su Espíritu Santo, que nos llama con el EVANGELIO y nos ilumina con sus dones, que nos atrae a Él por medio de su Palabra y al que no podemos acercarnos por nuestras propias fuerzas o ingenio.

2- NECEDAD DEL MENSAJE CRISTIANO

El cristianismo siempre ha parecido insensatez, pero hoy día diríamos que lo parece aún más. Y es cierto, el mensaje cristiano es verdaderamente insensato para la lógica humana, no cabe ninguna duda.

El centro del mensaje cristiano es un misterio para el mundo: la salvación, el perdón de los pecados y la vida eterna. Todos son realidades que la sabiduría de este mundo ha borrado de sus diccionarios.

El centro del cristianismo y la tarea primordial que la iglesia de Jesucristo ha de llevar a cabo son imposibles de creer si no es con los ojos de la fe. Es por eso por lo que muchos han intentado cambiarla, hacerla más terrenal, más tangible, más “práctica”. El teólogo confesante alemán Hermann Sasse afirma “Al enfrentarnos con todas las incomprensiones que el cristianismo ha sufrido y con todos los errores que han surgido en su seno, hemos de ser absolutamente claros: la tarea de la iglesia en el mundo consiste únicamente en predicar la Palabra y administrar los Sacramentos. Todas las demás funciones o actividades que la iglesia lleva a cabo como organismo vivo que es, sirven únicamente a este objetivo. Todas las demás actividades que la iglesia puede ejercer legítimamente en el mundo son subproductos de la predicación y la administración de los Sacramentos. Cristo no tuvo otro propósito al enviar su iglesia al mundo. Solamente al cumplir con esta tarea podemos reconocer la iglesia como tal”.

Para la sabiduría humana es insensato el modo como la iglesia de Cristo se extiende, incluso en muchos sectores del mundo cristiano es difícil de entender. ¿Qué poder tiene la palabra de Dios en una modesta predicación? ¿Qué poder de Dios hay detrás del Bautismo? ¿Cómo el cuerpo y la sangre del Señor se nos dan con el pan y el vino? ¿No sería más eficaz usar técnicas de marketing, espectáculos de masas o medios políticos?

Muchas veces podemos nosotros mismo caer en la tentación de juzgar las cosas según la sabiduría del mundo: ¿Cómo puedo ser cristiano con lo imperfecto que soy? ¿Cómo puedo haber sido bautizado y sentir la rebelión y desconfianza que a veces siento hacia Dios? Usamos nuestra sabiduría y olvidamos las promesas de Dios y la eficacia de su Palabra.

3-SOMOS DE CRISTO

Somos de Jesucristo porque Él nos compró con su sangre, Él es el Señor y Dueño de nuestras conciencias y nos gobierna por medio de su Palabra. No somos de nadie más, ni de Apolos, ni de Cefas. Nadie puede poner otro fundamento ni otras leyes, ni otros mandatos que los que están específicamente en su Palabra. Damos gracias al Señor por el ministerio pastoral, pedimos para que nuestros maestros y pastores sean fieles a Jesucristo y nos prediquen y enseñen con fidelidad, sin añadir ni quitar nada. Los pastores no están por encima de la Palabra sino bajo la Palabra, como el resto de los miembros. Sin embargo son los ministros llamados por la iglesia para ejercer públicamente el oficio de las llaves. No somos miembros del club de fans de este o aquel pastor pero los pastores son instrumentos de Cristo cuando con fidelidad nos traen la Palabra y los Sacramentos.

CONCLUSION

La piedra angular de nuestras vidas es Cristo. Él es nuestro Salvador que viene una vez más a servirnos su Palabra y su Cena en este oficio divino para darnos perdón y vida eterna. Vivamos fundamentados en El y vayamos con alegría a servir a nuestro prójimo con nuestras ocupaciones y compartiendo la Palabra de Verdad. Amen

Javier Sanchez Ruiz

domingo, 13 de febrero de 2011

6º Domingo después de Epifanía.


Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a
La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: Deuteronomio 30:15-20
Segunda Lección: 1 Coríntios 2:6-13
El Evangelio: San Mateo 5:20-37
Sermón
Introducción
Ser justos puede parecer algo relativamente sencillo. Bastaría con seguir y respetar una serie de normas, de pautas de comportamiento, y en teoría podríamos hacer gala de nuestra supuesta justicia. Pero para Dios, el concepto de justicia es algo mucho más profundo, y sobre todo, inalcanzable para el ser humano. Hablamos de la justicia entendida desde la óptica del Todopoderoso, de aquél que es infinitamente justo, de la Justicia con mayúsculas. Desde esta perspectiva, hasta los comportamientos más impactantes del hombre pueden no ser nada más que una pose, pura hipocresía o vanos intentos de auto justificación. Y si hablamos de la justicia necesaria para nuestra salvación, aquella que hace que Dios no vea nuestro pecado, entonces llegamos a una conclusión clara: nuestros esfuerzos por conseguir una justicia propia son sencillamente inútiles.
¿Ser más justos que aquellos que son modelo de “justicia”?
Entre los muchos dones y capacidades que Dios nos ha dado, hay uno que no poseemos y que es de Su total exclusividad: leer los corazones. Si poseyésemos este don, los seres humanos seríamos transparentes los unos para los otros, sin posibilidad de engaño para con el prójimo. Las relaciones serían cristalinas, nada de lo que pensamos, creemos o sentimos acerca de otros sería oculto para los demás. Aunque dada nuestra naturaleza pecadora, y en esta situación de transparencia, las relaciones serían muy difíciles, casi conflictivas continuamente, porque, ¿quién no ha pensado mal de alguien alguna vez?, ¿quién no ha deseado algo negativo para otro?, ¿quién no ha sentido algo en su corazón que no beneficia a alguna persona?. Un mundo así, transparente, sería fuente de enemistad, rencor y problemas, aún más de lo que ya es. Pues somos nefastos controlando nuestras emociones y deseos, por lo que Dios en su infinita sabiduría, se reservó este don de leer el corazón para sí mismo, Aquél para el que nada hay oculto. A nosotros nos queda vivir en relación al prójimo, percibiendo lo que nuestros sentidos pueden evidenciar, básicamente lo que pueden ver y en alguna medida percibir, incluso a riesgo de equivocarnos.
Y así, los judíos veían y percibían a los escribas y fariseos como hombres justos, cumplidores de la Ley, personas pias y modelos de espiritualidad. Ejemplos de hombres de Dios. Hombres con una conciencia de justicia sobre sí mismos tan alta, que se permitían juzgar y acusar a otros de impiedad. Casi podríamos decir que eran la conciencia espiritual de los judíos de su época. ¿Quién dudaría pues de su justicia?. Sin embargo Jesús dice que esta justicia no es suficiente para entrar en el reino de los cielos: “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (v20). ¿Por qué Jesús cuestionaba la justicia de estos hombres?, ¿dónde estaba su error para con Dios?. Sencillamente, la justicia de los escribas y fariseos se proyectaba al exterior de ellos mismos, pero no alcanzaba ni por asomo su propio corazón. Una justicia así no sólo no es justicia para Dios, sino que es, dicho con toda claridad, pecado.
¿Quién puede cumplir esta Ley con el corazón?
La Ley de Dios es vida para el hombre (Dt.30:16, 20), pero esta vida en combinación con el pecado que mora en nosotros, tiene una consecuencia dramática: es muerte para nuestra alma. En este mundo los estatutos de Dios, su Ley, son aquello que nos permite vivir sin aniquilarnos unos a otros, y aquello que nos sirve de guía y espejo para no olvidar lo que somos y aquello a lo que debemos aspirar a ser. La Ley de Dios es perfecta y debemos tratar de cumplirla hasta el fin de nuestros días. Se equivocan pues aquellos que la desprecian, o que piensan que esta Ley no tiene validez para el cristiano: “Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota no una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (v18).
Pero Jesús demanda mucho más que el mero cumplimiento formal de la Ley, al estilo de escribas y fariseos, No podemos cumplir la Ley exteriormente sin que se cumpla primero en nuestro corazón, no sirve vivir lo aparente por muy piadoso que ello parezca, pues recordemos que Dios tiene el don de leer nuestros corazones, que a Él no podemos engañarlo, que nos conoce mejor que nosotros mismos. Nada de lo que pensamos o deseamos le es oculto; somos transparentes para Él. Y para exponer el nivel de exigencia que Dios pide para su Ley, toma como ejemplos tres mandamientos concretos: el 5º (No matarás), el 6º (No cometerás adulterio) y el 2º (No tomar el nombre de Dios en vano). Son mandamientos donde el corazón juega un papel extremadamente importante y evidente, y es por ello que Jesús los usa como ejemplos de una justicia vacía. Desear el mal para alguien o sencillamente enojarse con él (v22), mirar a una mujer y desearla (v28), abandonar a la esposa (v32), jurar (v33), todas ellas acciones que los seres humanos y muchos creyentes cometen más a menudo de lo que piensan, todo ello es sinónimo de transgredir la Ley de Dios. Pues la Ley no sólo implica cumplir lo que está escrito, sino cumplir con su espíritu también. Y aquí llegamos a una encrucijada para el creyente, pues si visto lo visto, cumplir la Ley en su perfección es de hecho imposible para nosotros, ¿qué otra opción tenemos?, ¿cómo resolver este aparente punto muerto?.
Cristo es el Justo, Cristo es nuestra justicia
Es en este punto en el que Cristo quiere situarnos, en este momento de incertidumbre que nos desorienta, pues aquí Él aparece dándonos la clave para resolver esta situación. Pocos versículos antes de nuestra lectura de hoy, tenemos una anticipación de la respuesta de Dios: “no penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (v17). Es decir, Cristo es aquél que cumplirá la Ley de una manera perfecta, y el que asumirá el pago por nuestra incapacidad para cumplirla. La justicia más perfecta que la de los escribas y fariseos, es aquella que se da sólo en Cristo, el Justo de los justos. Si buscamos esta justicia en nosotros mismos, como hacían aquellos hombres aparentemente piadosos, entonces estamos perdidos. Si usamos la Ley para auto justificarnos antes Dios, entonces la condenación es segura. Cristo habla de la entrada en el Reino de Dios, y para esto la única justificación válida es la suya propia, aquella de la que nos apropiamos por medio de la fe en su obra. Esto es el pilar fundamental de la fe cristiana, aquello sobre lo que la Iglesia se sostiene y sin lo cual cae aparatosamente como enseñaba Lutero.
Ahora bien, con esto no estamos diciendo que no haya que cumplir la Ley, como aspiración de vivir según la voluntad de Dios, pues la Ley fue dada para que vivamos, “amando a Jehová nuestro Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a Él” (Dt.30:20). Nuestra incapacidad para cumplir la Ley en su perfección, no anula el hecho de que debemos tratar de cumplirla, pues en lo que respecta a nuestra vida terrena, es bendición para nosotros. Pero en lo que respecta a nuestra salvación, como hemos dicho, no hay más camino que Cristo y su obra en la Cruz. Esto nos da paz ciertamente, pues sabemos que en Jesús hay salvación y vida, no gracias a nuestros méritos, no gracias a nuestra piedad, aparente o bienintencionada según los parámetros del hombre, sino gracias a Su sangre derramada por nosotros.
Conocer esto y creerlo por fe es tener y poseer la verdadera sabiduría, la que da la Vida, una sabiduría que no es producto del raciocinio, ni aparece rodeada de gloria y honores humanos. Es la sabiduría que viene de Dios por medio del Espíritu que recibimos en nuestro bautismo, pues “el Espíritu todo lo escudriña, aún lo profundo de Dios” (1 Cor.2:10).
Conclusión
Gracias a Cristo, ser justos ante Dios, no debería ser más una preocupación para nosotros. No debe suponer un motivo de angustia ni temor, pues de hecho hay muchas personas para las que el saberse incapaces de vivir según la perfecta Ley de Dios, supone un motivo de sufrimiento interior cada día. En lugar de ver a Dios como un padre amoroso, lo ven como alguien a quien nunca pueden satisfacer, alguien a quien rehuir más que amar. Por eso es importante entender y sobre todo creer en la justicia perfecta de Cristo, y aferrarnos a ella más que a cualquier cosa que nosotros podamos hacer en esta vida. Igualmente es importante que entendamos la Ley de Dios como su voluntad para nuestra vida, de manera que nos perfeccionemos por medio de sus estatutos. Así viviremos en armonía y paz para con Dios, y podremos repetir con el salmista “Tu justicia es justicia eterna, y tu Ley la verdad” (Salmo 119:142).
Que el Señor que nos trajo la justicia de Cristo para nuestra salvación nos ayude a vivir en estas verdades, y nos perfeccione por medio de la sabiduría que proviene del Espíritu Santo, que así sea, Amén.
 J. C. G.      
Pastor de IELE

domingo, 6 de febrero de 2011

5º Domingo de Epifanía.

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Isaías 58:5-9

La Epístola: 1 Corintios 2:1-5

El Evangelio: San Mateo 10:24-33

Sermón

El horror y la vergüenza ante la cruz se hacen cada vez más generales en medio de la cristiandad. No hay duda de que mu­chos se hicieron miembros de la Iglesia, esperando encontrar provechos temporales en el cristianismo; pero no para seguir a Jesús y llevar la cruz en pos de Él. Éstos harán mucho alarde de su cristianismo mientras éste no exija ningún esfuerzo; pero si viene alguna prueba o algún sufrimiento por causa del Sal­vador, muy pronto se alejan de Jesús y hasta militan en el cam­po enemigo. Los creyentes verdaderos deben saber que fueron llamados para llevar la cruz en pos de Jesús. Con la ayuda del Espíritu Santo aprenderemos del evangelio leído que al Confesar a Jesús, experimentaremos

I. Hostilidad del mundo

II. La bondad de Dios.

I. Jesús informa a sus discípulos que en el mundo no sólo ex­perimentarán la ingratitud, sino también la persecución de parte de los incrédulos. Les dice: “El discípulo no es mejor que el Maestro, ni el siervo mejor que su Señor. Le basta al discípulo ser como su Maestro, y al siervo ser como su señor; si al padre de familia le llamaron diablo, ¿cuánto más a los de su casa?” Hasta podría suceder que el mundo matare a algunos de los creyentes por puro odio al Señor.

Dirigiéndose a sus discípulos, habla a los que en este mundo le confiesan delante de los nombres. Estos confesores de Jesús no llevan una vida apacible. Jesús mismo les dice que Él los envía como ovejas entre los lobos. A sus doce discípulos había informado que serían entregados en los concilios y azotados en las sinagogas de los judíos; que serían perseguidos tanto por los judíos que se llamaban el pueblo de Dios como por los gentiles. Todos los perseguirían por causa del nombre de Jesús.

No podéis esperar otra cosa, dice Jesús a sus discípulos. A mí me dicen que tengo demonio, me odian, me rechazan, me per­siguen. Yo soy vuestro Señor y Maestro. Todavía le esperaba un bautismo que le angustiaba. Y con razón. Sabemos con qué odio los judíos y los gentiles se ensañaron con el Inocente. Su crucifixión no fue la consecuencia de un juicio, sino que había sido resuelta con anticipación por los cabecillas de los judíos y luego fue impuesta por la turba.

Si esto sucedió a Jesús, el Maestro y Señor, ¿qué podrían esperar los discípulos, sus confesores, en este mundo? No po­drían esperar sino un verdadero fuego de tribulaciones. No en vano les dijo Jesús: “Si fueseis del mundo, el mundo os amaría como a cosa suya; mas por cuanto no sois del mundo, sino que yo os he escogido del mundo, por esto os odia el mundo. Acor­daos de aquella palabra que os dije: “El siervo no es mayor que su Señor”. Si me han perseguido a mí, a vosotros también os perseguirán”. En este sentido los apóstoles también instruían a los fieles, luego de haber experimentado ellos el odio del mundo. Pedro escribe: “A esto mismo fuisteis llamados; pues que Cristo también sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo, pa­ra que sigáis en sus pisadas”. Y Juan dice: “No os mara­villéis, hermanos, si os odia el mundo”. Y Pablo escribe a los Corintios: “Siendo vilipendiados, bendecimos; siendo per­seguidos, lo sufrimos; siendo infamados, rogamos: hemos ve­nido a ser como el desecho del mundo, y la escoria de todas las cosas, hasta el día de hoy”. Y concluye Pedro: “Amados míos, no extrañéis el fuego de tribulaciones que está sucediendo entre vosotros, para probaros, como si alguna cosa extraña os aconteciese; sino antes regocijaos, por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo”. Esto es lo que debemos espe­rar de parte del mundo incrédulo, cuando confesamos a Je­sús: “Seréis odiados de todos por causa de mi nombre”.

Al confesar a Jesús, experimentaremos la malquerencia del mundo. El Maligno incitará a todos sus siervos a suprimir el testimonio de Jesús. Este testimonio estorba al infierno y a todos sus secuaces. De allí viene la malquerencia de los incré­dulos. ¿Qué será de los confesores en semejantes condiciones aterradoras? Pues que pueden estar seguros de la bienqueren­cia del Padre en los cielos.

II. Jesús consuela a sus confesores. Aunque les dice que sean cautelosos como serpientes y sencillos como palomas a fin de que por su propia culpa no susciten la ira de los adversarios astutos, y por otra parte que se cuiden de no entregar una sola verdad divina por amor a los hombres o para complacer a los hombres; sin embargo los fortalece, diciéndoles: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero al alma no la pueden matar; temed más bien a Aquel que puede destruir así el alma como el cuerpo en al infierno”. Por eso otra vez los llama a confesarle: “Lo que os digo en tinieblas, decidlo en la luz; y lo que oís al oído, pre­gonadlo desde los tejados”.

Dios no ha de desamparar a los que le confiesan. “Cuan­do os entregaren, no os afanéis sobre cómo o qué habéis de decir; porque en aquella misma hora os será dado lo que habéis de decir; porque no sois vosotros quienes habláis, sino el Espí­ritu de vuestro Padre que habla en vosotros”. Hay más: Dios siempre ha de proveerles un lugar donde pueden confesar el nombre de su Salvador. “Cuando... os persiguieren en una ciudad, huid a otra; porque en verdad os digo que no acabaréis de andar las ciudades de Israel, hasta que venga el Hijo del hom­bre”. Venga lo que quiera; opónganse los que quieran; la verdad del Evangelio se confesará en todo el mundo y delante de todos los hombres.

Los incrédulos, como ya hemos oído, tratarán de suprimir el Evangelio y sus confesores. Entonces éstos levantarán sus ojos y sus voces al Padre celestial. Dice Jesús: “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? y ni uno de ellos caerá a tierra sin vuestro Padre. Más aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Por tanto no temáis; vosotros valéis más que muchos pajarillos”. ¡Qué consuelo! El Padre celestial, sin cuya voluntad no cae un solo pajarillo, ha contado hasta los cabellos de la cabeza de los confesores. Ni un solo cabello caerá sin su voluntad. ¿Por qué han de temer, pues, a los hombres malos que se oponen a la verdad salvadora que los creyentes confiesan?

Hay más todavía. Podría ser que uno y otro de los confe­sores de Jesús perdiesen su vida temporal por la maldad de los enemigos de Jesús. ¿Qué habrán perdido? Absolutamente nada. Al contrario, han ganado. “A todo aquel... que me confesare delante de los hombres, le confesaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos”. Si Jesús los confiesa delante de su Padre celestial, los confesores de Jesús entrarán en la vida perdurable y gloriosa en el cielo, aunque perdieren su vida terre­nal por la ira y el odio de sus contemporáneos. Pensad en Este­ban, el primer mártir del cristianismo. Fu” ejecutado como un reo; pero su Salvador le confortó con una visión gloriosa; y Es­teban, invocando a Cristo, entregó su espíritu.

¿Acaso todo esto no es una prueba fehaciente de que los confesores de Jesús experimentarán la bienquerencia del Padre que está en los cielos? Este mismo Padre nos dice: “No temáis el vituperio de los hombres, ni os acobardéis con motivo de sus ultrajes”. “¡No temas, porque no serás avergonzado!” “No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde”. Cuando pasares por las aguas, estaré contigo, y si por los ríos, no te anegarán; cuan­do anduvieres por en medio del fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti: porque yo soy Jehová tu Dios, el Santo de Israel, Salvador tuyo”.

Los confesores de Jesús experimentarán la bienquerencia de su Padre celestial en su vida terrenal mientras confiesan el nombre de Jesús delante de los hombres. Y la experimentarán también en el Juicio Final. Entonces Jesús mismo los confesa­rá como los suyos delante de todos los hombres y los recibirá en la gloria como los benditos de su Padre y les dará posesión del reino destinado a ellos desde la fundación del mundo.

Confesemos, pues, a Jesús. Confesémosle siempre. Confe­sémosle delante de todos los hombres. No en vano nos dice el Señor glorificado: “No temas las cosas que vas a sufrir... Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”. Y al fin de nuestra vida terrenal oiremos decir al mismo Señor: “¡Muy bien, siervo bueno y fiel! en lo que es poco has sido fiel, sobre mucho te pondré: entra en el gozo de tu Señor”. Confesemos a Jesús, “el cual nos amó, y se dio a sí mismo por nosotros”.

Estad por Cristo firmes, Es nuestra la victoria

Soldados de la cruz. Con Él por capitán;

Alzad hoy la bandera Con Cristo venceremos

En nombre de Jesús. Las huestes de Satán. Amén.

A. T. Kramer. Pulpito Cristiano.