domingo, 24 de abril de 2011

Domingo de Resurrección.

Jesús, el Hijo de Dios que vence a la muerte

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: Hechos 10:34-43
Segunda Lección: Colosenses 3:1-4
El Evangelio: San Juan 20:1-9 (10-18)
Sermón
Introducción
Vivimos en una aparente realidad donde creemos que todo lo que muere, muerto se queda, y que con ello se llega al final irremediable de la existencia. La resurrección es pues un concepto extraño, difícil de asimilar, una realidad que según nuestro raciocinio presenta matices oscuros y desconocidos. Pues nunca vimos a nadie resucitar, y además el hecho mismo está ligado a otro más desconocido aún: la eternidad. Pero ambos conceptos son un hecho indudable para los cristianos, pues resurrección y vida eterna son nuestro principal horizonte de esperanza. Gracias a la resurrección de Cristo y a nuestra fe recibida en el bautismo, podemos regocijarnos ya de nuestra vida eterna junto a Él. Un sepulcro vacío es la prueba de que la muerte no es ni mucho menos el final, y de que Jesús la ha vencido definitivamente.
  • La losa de la muerte ha sido quitada por Cristo
Diversas pseudo teologías hablan de la resurrección como de un hecho simbólico, una interpretación que la comunidad cristiana desarrolló para dar sentido pleno al sacrificio de Jesús. Otros incluso hablan de una resurrección no física, tratando de negar pero sin afirmarlo claramente, el hecho de que Cristo resucitó realmente con su cuerpo. Nosotros en cambio afirmamos y proclamamos una resurrección real y física, hasta tal punto que Tomás pudo meter la mano en su costado (Jn 20:27), y de que incluso los discípulos comieron con Él (Jn 21:13). Pues la tumba estaba efectivamente vacía, con los lienzos y el sudario como únicas pruebas de que allí, un hombre había estado muerto, y de que ahora ése mismo hombre vivía. Nos dice la Escritura que el discípulo que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó, pues “aún no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos” (v9). Así también nosotros, vivimos muchos momentos sin comprender plenamente el significado de la resurrección de Cristo, de que Él es el primero, que tras Él también nosotros resucitaremos y que “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:4). Ahora pues, nos queda esperar a que se consume la promesa divina de vivir eternamente junto a Él, y de mantenernos firmes en esta fe, de no caer de la misma. Nuestra tumba espiritual y su losa, el pecado, han sido quitados por Cristo, pues “todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hech. 10:43).
Y aquella oscura mañana, María se encontró de golpe con una impactante realidad: la losa que sella una tumba, aquello que marca con su presencia el final definitivo de la vida, había sido quitada. (v1). Podemos imaginar el impacto al ver aquella tumba con su boca oscura abierta, amenazante; y entendemos la reacción de María, que huye y corre presa de la inquietud y el miedo. María no esperaba ver a Jesús resucitado, y precisamente el dejarse llevar por sus propios razonamientos (v2), fue lo que hizo que no recordase las palabras de su maestro, tan cercanas en el tiempo: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11:25). A veces también, estas mismas palabras, suenan como agua que corre en los funerales. Todos los presentes las escuchan, pero pocos las retienen, pues la tristeza, la angustia y la desesperación hacen presa en el hombre, impidiéndole tomar conciencia de que en Cristo, la muerte ya no puede dañarnos, y que no es ni mucho menos el final. En nuestro dolor interior, corremos y huimos como María, buscamos otras explicaciones, y tratamos de escapar de esta realidad que nos aterra.
· “Cristo es quien dijo que era
Sin embargo, la muerte no formaba parte del proyecto de Dios para el hombre, es sólo una consecuencia del pecado (Gn 3:19). La Palabra de Dios nos recuerda una y otra vez que Dios es Dios de vida, y no de muerte: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn 10:10), nos proclama el mismo Jesús. Nuestro Dios reivindica la vida, la cual es una expresión de su amor por nosotros, pues si existimos es precisamente por amor, y para que podamos relacionarnos en ese amor con Él. Y la expresión máxima del amor de Dios para el hombre es Cristo, y concretamente su sacrificio en la cruz por nosotros, pues: “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom.8:32).
Ahora bien, ¿no bastaba con su sacrificio en la cruz?, ¿por qué es tan importante para nosotros la resurrección de Cristo?, saldada la deuda del pecado, ¿no queda el problema del hombre con Dios resuelto? Pudiera parecer que la resurrección es, después de la cruz, un milagro más en la vida de Cristo. Algo que, después de los intensos momentos de la Pasión, parece accesorio, y casi innecesario. Cristo ha pagado con su vida, la carga de nuestra culpa, y de forma instintiva queremos quedarnos en la visión serena de un crucificado, en la consoladora paz de Jesús muerto en la cruz. Pero debemos ir más allá, y llegar como los discípulos hasta el sepulcro mismo, pues como nos explica San Pablo: “si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe” (1 Cor.15:14). Cristo no necesitaba demostrar su divinidad resucitando, pero lo hizo precisamente por nosotros. Pues de su resurrección se desprenden pruebas irrefutables de su condición de Hijo de Dios. Y si es Hijo de Dios, su Palabra es palabra verdadera y todo lo que se desprende de ella también lo es. Pues con su resurrección Cristo nos demuestra que su sacrificio es aceptable para Dios, y con ello el pecado queda vencido y derrotado, así como su consecuencia directa: la muerte física. Esto no es un mero razonamiento lógico, algo que vamos deduciendo intelectualmente y hay que asumir sin más, sino una verdad que hay que aprehender por medio de la fe, y hacerla totalmente nuestra.
Nuestro bautismo: el inicio de nuestra resurrección junto a Cristo
Y hablando de la fe, debemos llegar ahora a un momento fundamental para nosotros. Pues el día de nuestro bautismo, fue también el día de nuestra resurrección espiritual, y paradójicamente aquel día, en el que recibimos nuestra fe, por medio del agua y la Palabra, nuestra vida carnal murió y la verdadera vida, aquella que es eterna, nació y quedó: “escondida con Cristo en Dios” (Col.3: 3). La vida que vivimos ahora pues, no es más que la antesala de aquella que disfrutaremos en las moradas celestiales, por eso los Apóstoles y Cristo mismo nos animan a poner nuestra mira en las cosas “de arriba” (v1). El sepulcro vacío nos indica que los creyentes nos dirigimos hacia una realidad libre de dolor y sufrimiento, una vida donde veremos a Dios frente a frente (Job 19:26). Por eso es importante retener y fortalecer nuestra fe bautismal cada día, pues ella es la llave de esta vida eterna.
Para el que tiene fe, la resurrección de Cristo es una noticia que trae gozo, regocijo y alegría infinita. Por eso los mismos ángeles y Cristo, en los momentos de dolor y temor, nos preguntan tal como hicieron con María: “¿por qué lloras?” (Jn. 20:13). ¿Por qué sufrimos?, nos pregunta Jesús, si ya nos espera nuestra morada celestial junto a Él y junto a los santos. De hecho, la presencia de estos ángeles y la naturalidad en el trato con ella, nos indican que ya compartimos junto a ellos una misma realidad espiritual. Que somos herederos de un lugar celestial que ya no es de disfrute único de los ángeles, y que gracias a Cristo, es sólo cuestión de tiempo el que tomemos posesión de esta nuestra morada. ¿Podemos aspirar a algo mejor?, ¿hay algún motivo de alegría mayor para nosotros que esta noticia?
Conclusión
Ahora, tras la resurrección Jesús nos llama hermanos suyos (v17), pues con la consumación de la misma todas las barreras entre los hombres y Dios han sido completamente superadas. Ahora compartimos plenamente hermandad en Dios, con lo que la separación entre el género humano y nuestro Creador, ha dejado de existir en Cristo. Por eso no podemos quedarnos en la cruz, y tenemos que seguir acompañando a Jesús hasta el sepulcro, y esperar junto al mismo el cumplimiento de su promesa: “en tres días lo levantaré” (Jn 2:19).
Y hoy es ése día de triunfo, de victoria definitiva. Vivamos pues este Domingo con la alegría de ver cumplidas en Cristo todas las promesas divinas. Y creamos firmemente en ellas, pues ser cristiano no es conocer estos hechos simplemente, o vivirlos de una manera festiva tan solo. Ser cristianos es poner nuestra esperanza y nuestra fe en que esta resurrección impacta de lleno en mi vida, que se da por mí, para mi liberación de la muerte y para que junto a los ángeles y Cristo mismo, pueda regocijarme y vivir con paz, gozo y esperanza.
Que el Señor nos ayude a mantener siempre viva esta fe, a fortalecerla con su Palabra, y sobre todo, a compartirla con otros como María y los discípulos hicieron. También ahora nosotros testificamos de la resurrección de Cristo, ahora y siempre, Amén.
J. C. G.       
Pastor de IELE

lunes, 18 de abril de 2011

Domingo de Ramos

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17 Domingo de Ramos - Ciclo A Tu reino viene TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA El Evangelio: Juan 12:12-19 Sermón Miedo, Penuria y violencia, ésos son los rasgos característicos del mundo actual. Los grandes descubrimientos y conquistas del espíritu humano de nuestra época se limitan casi exclusivamente a la técnica, y ésta, en su mayor parte, es perfeccionada para la destrucción del género humano. ¡Paradójica situación, la del mundo actual! El ser humano, orgulloso de sus inventos y adelantos técnicos, se siente al mismo tiempo esclavizado, gimiente y aterrorizado ante las creaciones de su propio espíritu! Como cristianos, tú y yo, como seres que no vivimos para el mundo presente solamente, sino a través del mundo para la eternidad dichosa que nos espera, ¿qué actitud asumimos en este mundo? Como cristianos, ¿vivimos realmente en el mundo? ¿O nos apartamos, nos aislamos del mundo escondiéndonos tras el alto muro de nuestros elevados ideales cristianos? Por cierto que hay cristianos tales. Hay cristianos que dicen diariamente el Padrenuestro, que dicen también la petición: “Venga tu reino”, y después de haberla dicho sus manos permanecen juntas, quietas, muertas. Y sus labios permanecen mudos... hasta el día siguiente, hasta la siguiente hora de las plegarias. Para el cristiano consciente y verdadero, activo y responsable, esa petición del Padrenuestro es más, mucho más que una mera frase. Esa petición le recuerda su propio estado de gracia, pero le recuerda también su propio deber de cristiano en este mundo. Un cristiano tal siente arder en su corazón las lágrimas que Jesús derramó en un día como el de hoy sobre una ciudad y sus habitantes. Al recordar ese episodio de las Sagradas Escrituras, el verdadero creyente no puede sino exclamar agradecido y lleno de celo santo: Tu Reino Viene a nosotros y por medio de nosotros. I A nosotros. Domingo de Ramos llamamos este día del Señor. Y recordamos en él un hecho singularísimo en la vida de nuestro Señor Jesucristo. El santo evangelio para este domingo nos cuenta de un Jesús que no se muestra esquivo y apático a los honores que le tributa la muchedumbre, sino de un Jesús que va al encuentro de las alabanzas jubilosas que se le tributan. Es que su hora había llegado. La ciudad de Jerusalén estaba de fiesta. Faltaban solamente unos días para la celebración de la pascua judía. La ciudad toda bullía con esa alegre nerviosidad, llena de expectativa y preparativos, que siempre precede a las grandes festividades. Además, habían venido en esos días numerosos hebreos que residían en lo interior del país y aun en países vecinos. Las grandes festividades pascuales los reunían de nuevo cada año en la ciudad santa. Pero no solamente la próxima fiesta era el comentario principal en que se ocupaba aquella multitud. De boca en boca corría y se repetía un nombre, un nombre ligado a milagros, un nombre ligado a esperanzas milenarias: ¡Jesús, Mesías, rey de Israel! Corazones anhelosos y llenos de expectativa eran los de aquella multitud que sabía que Él estaba en las proximidades, Y de pronto llega, el tan comentado, el esperado. ¿Y cómo viene? Dice el santo evangelista: “Y Jesús, habiendo hallado un asnillo, se sentó en él”. Sentado sobre un humilde asnillo entra Jesús en la ciudad de Jerusalén. Imaginando aquella escena, pensando en la fastuosidad romana de aquella época, a la cual estaba acostumbrado también el pueblo de aquella ciudad, se nos avecina la idea de que la multitud debió encontrar ridícula esa entrada de Jesús de Nazaret. Pero no fue así. Pues Jesús no viene solamente con señales externas de humildad, sino que allí, en esa hora, se cumple una antigua profecía. ¡Jesús viene, Él entra en Jerusalén, así como su Padre celestial lo había anunciado casi 500 años antes por boca del profeta Zacarías. Todo aquello sucedió “según está escrito”, dice el santo evangelista. ¿Y qué estaba escrito? Escrito estaba: “No temas, hija de Sión; he aquí que viene tu rey, sentado sobre un pollino de asna”. Así decía la visión profética y así aconteció cientos de años después, cuando llegó la hora. ¡Es que Dios, el Eterno y Omnisciente, el Santo y el Misericordioso, cumple la palabra que una vez puso en boca de sus profetas y en los oídos de su pueblo! Y por eso aquella multitud también prorrumpe en las antiguas exclamaciones de júbilo con las cuales se recibía a los reyes y héroes victoriosos. Dice el evangelista: “Tomaron ramos, de palmas, y salieron a su encuentro, aclamando: ¡Hosanna! ¡Bendito el rey de Israel, que viene en el nombre del Señor!" Jesús entra en la ciudad, “según estaba escrito”. Jesús entra en la ciudad, “según estaba escrito”. La época que sirvió de marco a esos acontecimientos no era una época feliz para el pueblo judío y las páginas de su historia nacional. En el aspecto material era una nación oprimida y avergonzada bajo el yugo del conquistador romano; era una nación que clamaba por un libertador de la opresión extranjera. En el aspecto espiritual, según las propias palabras del Señor Jesucristo, las multitudes del pueblo eran verdaderamente dignas de lástima, “porque estaban acosadas de necesidad, y andaban dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mat. 9:36). Hacia ese pueblo que estaba en la desgracia y se hallaba descarriado vino el Mesías y Rey en ese día memorable. Mansa y humilde es la actitud de ese rey hacia sus súbditos. No en vano había dicho: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mat. 11:29). Mansa y humilde fue sin duda también la mirada con que ese rey observaba a aquella muchedumbre. Allá lejos sus ojos divisaban una cruz solitaria y una angustia sobrehumana. Hacia allí se encaminaba decididamente, como un rey que sabe que saldrá victorioso aun antes de entrar en la lucha final. También eso “estaba escrito”; pues ese rey era aquella simiente de la mujer que le quebraría la cabeza a la serpiente. .. “Bendito el rey de Israel”, seguía clamando la multitud. Al oírlos, al mirar con sus ojos divinos en sus corazones entusiasmados, pero vacíos de anhelos espirituales, aquel rey lloró sobre aquella ciudad y sus habitantes, diciendo: “¡Oh si hubieras conocido, tú, siquiera en este tu día, las cosas que hacen a tu paz! ¡Mas ahora están encubiertas de tus ojos!” (Luc. 19:42). Sí, ningún pueblo y ninguna ciudad han vuelto a experimentar en tal medida la gracia de Dios y su buena voluntad como lo experimentaron en aquel día Jerusalén y sus habitantes. ¡En aquel día Dios fue al encuentro de los hombres con toda magnificencia! ¡Aquel día, el Espíritu de Dios puso en los labios de los hombres el testimonio de la verdad... y los hombres estaban ciegos! En esta hora Cristo el Rey viene a ti. A ti se dirige, cuando dice: “Decid a la hija de Sión”, a ti te nombra como un miembro que eres de la Iglesia Cristiana. Hoy como entonces Él viene a ti y los demás hombres con su mensaje de la reconciliación, el Evangelio de la paz, diciéndote también a ti, “según está escrito”: “No temas; porque yo te he redimido; te he llamado por tu nombre; tú eres mío” (Is. 43:1). ¡Oh, quiera Dios que conozcas, tú, en este tu día, lo que sirve a tu paz! Dondequiera que se predica el Evangelio de Cristo, allí está Cristo llamando a la puerta de los corazones y diciendo: “No temas, hija de Sión; he aquí que viene tu rey”. Sí, Dios viene a nosotros porque nosotros no pudimos ir a Él. Manso y humilde viene, sin fastuosidad, sin ánimo de impresionar a los pobres y hacerlos sentirse más pobres. Por esta razón vino su Hijo al mundo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no perezca, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Por causa del amor de Dios para con los hombres, nosotros podemos exclamar hoy llenos de gozo: “¡Tu Reino viene hacia nosotros!” Pero ese mismo amor divino que experimentamos en nosotros debe impulsarnos también a que exclamemos, llenos de amor y celo santo, en segundo lugar, II Tu Reino viene, por medio de nosotros. Entre aquella multitud que recibió con hosannas y bendiciones al Señor Jesús a las puertas de Jerusalén había presentes tres clases definidas de personas. Una clase de aquellas personas estaba formada por ese grupo que el santo evangelista describe en los versículos 17-18, diciendo: “La gente, pues, que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro, y le levantó de entre los muertos, daba testimonio de ello. Por esto también la multitud salió a recibirle; porque oyeron decir que él había hecho este milagro...” Seguramente que estos últimos formaban la inmensa mayoría de aquella muchedumbre, la que con más entusiasmo y poder gritaba sus hosannas y sus: ¡bendito sea! Ese grupo numeroso se encuentra con frecuencia en aquellos lugares donde se reúnen muchedumbres. Aquí están presentes, “porque oyeron decir que él había hecho este milagro”. Días más tarde están presentes, porque quieren ver a quién Poncio Pilatos va a darle finalmente la libertad, si a Barrabás, el ladrón, o si a Jesús de Nazaret. Y solamente horas más tarde gritan de nuevo. “¡Quítale, quítale! ¡Crucifícale!...” Oh, el Señor Jesús conocía a ese grupo. Lo conocía tan bien, que de él dijo: “Este pueblo con los labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Mar. 7:6)... ¿Será necesario, amigos, que le busquemos ubicación a este grupo en la sociedad de nuestra época actual? Yo creo que no. El otro grupo que notamos entre la multitud que esperaba a Jesús en aquel día está descrito con las siguientes palabras en el versículo 19: “Por tanto los fariseos dijeron entre sí: ¡Ya veis que no aprovecháis nada! ¡He aquí que el mundo se va tras él!”. . . Seguramente este segundo grupo no era tan numeroso como el primero. Éste era un grupo algo apartado, silencioso, hosco, suspicaz y fanático. Pocos contactos amables habían tenido ellos con Jesús de Nazaret. En los oídos de este grupo resonaban aún aquel juicio y aquella pregunta que cierto día les dirigiera ese Jesús, cuando los apostrofó: “¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo evitaréis la condenación del infierno?” (Mat. 23:33). Estos fariseos y sus semejantes no amaban realmente al pueblo que pretendían conducir. No lo amaban, pero tenían necesidad del apoyo y la aclamación de ese pueblo. Eran gentes que no podían vivir sin las alabanzas y loas de sus prójimos. Y ahora, al ver que la muchedumbre aclamaba al odiado Jesús de Nazaret, “dijeron entre sí: ¡Ya veis que no aprovecháis nada! ¡He aquí que el mundo se va tras él!”... Creo que tampoco a este segundo grupo necesitamos buscarle ubicación en la sociedad humana actual; pues los falsos profetas, tanto en el sentido material como en el sentido espiritual, forman legión en nuestros días. Y queda, finalmente, un tercer grupo que observamos entre la muchedumbre de aquel Domingo de Ramos. Nos lo imaginamos un grupo bastante reducido. El santo evangelista lo menciona en el versículo 16, diciendo: “Estas cosas no las entendieron sus discípulos al principio; mas cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban escritas de él, y que ellos habían hecho estas cosas con él...” Los discípulos se mantenían cerca del Señor. Jesús estaba sentado sobre los vestidos que algunos de ellos habían puesto sobre el asnillo. Otros de los discípulos tendían sus vestidos por el camino para que Jesús cabalgase como sobre una blanda alfombra. También los discípulos aclamaban al Señor Jesús. Y la aclamación de ellos agradaba al Señor, tanto, que respondió al reproche que le hacían los fariseos al respecto, diciéndoles: “Os digo que si éstos callasen, las piedras clamarían” (Luc. 14:40). Y ellos seguían aclamando. Verdad es que ellos “no entendieron estas cosas al principio”, no sabían cuál era la verdadera causa de aquella jubilosa recepción que la muchedumbre hacía a su querido Maestro, ni tampoco sabían por qué ellos mismos entonaban las proféticas alabanzas de los Salmos. Pero ellos eran los discípulos. Ciertamente, el uno o el otro se sintieron luego escandalizado y desorientado por el episodio que días después se desarrolló en Getsemaní y en Gólgota. Pero cuando el Señor resucitado les ordenó que se reuniesen en Galilea y le esperasen, ellos obedecieron. Ellos eran los discípulos. Ellos estaban reunidos y mirando al cielo cuando el Señor ascendió allí, ellos estaban reunidos y orando, tal como les fue ordenado, aquel maravilloso día de Pentecostés. .. Y “cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban escritas de él, y que ellos habían hecho estas cosas con él”, dice el santo evangelista. Los discípulos se acordaron, leyendo las profecías del Antiguo Testamento, recordando los episodios de su vida en compañía con el Señor, “de que estas cosas estaban escritas de él”. En este tercer grupo descubrimos esta particularidad: ¡eran lectores, eran estudiosos que escudriñaban las Sagradas Escrituras! Esa lectura y la bendita ayuda del Espíritu Santo los condujo finalmente a un conocimiento tan seguro y firme, feliz y constante, que aun ante la amenaza de la prisión y la muerte misma, estos discípulos declaraban: “Pues en cuanto a nosotros, no podemos dejar de hablar las cosas que hemos visto y oído” (Hech. 4:20)... Y en consecuencia, esos discípulos del Señor, sus apóstoles, hablaban, predicaban el Evangelio de la salvación sin temor, sino con alegría y entusiasmo, convicción y celo santo. Ellos mismos se consideraban apóstoles, enviados, mensajeros del Rey Jesús, el Salvador del mundo. Así dice al respecto el apóstol Pablo: “Nosotros pues somos embajadores de parte de Cristo, como si Dios os rogara por medio de nosotros: ¡Os rogamos, por parte de Cristo, que os reconciliéis con Dios!” (2 Cor. 5:20). Así, amigos, llevó adelante este tercer grupo la obra de la evangelización. ¡Eran doce hombres solamente! Pero al mismo tiempo eran doce apóstoles, doce seres humanos que no podían dejar de hablar las cosas que habían visto y oído. ¿Y qué alcanzaron esos doce hombres? Esto: ¡conquistaron el mundo! Sí, el mundo no pudo convertirlos a ellos, ¡pero ellos convirtieron al mundo! Por medio de ellos el mundo conoció el Reino de Gracia, conoció la salvación eterna del hombre por los méritos de nuestro Señor Jesucristo. ¡Estos doce hombres cambiaron el curso de la historia y de la civilización humana! Tú también conoces esa doctrina de los apóstoles. Quizás la conoces desde pequeño. ¿Has salido alguna vez, con estos tus conocimientos dichosos, por estas calles de Dios para conquistar almas inmortales para su Reino? ¿Dices también tú, como dijeron aquellos apóstoles: no puedo callarme, tengo que hablar de lo que he visto y oído? Por cierto, sería triste si tú procedieras como muchos cristianos lo hacen, que hablan de sus convicciones religiosas sólo cuando los obligan los demás, y lo hacen entonces con una falta tal de entusiasmo que se asemejan a los comerciantes escrupulosos que se ven obligados a vender la mercadería de cuya calidad ellos mismos dudan. ¡Oh, que tú experimentaras y dijeras con el santo apóstol, que declara: “Pues no me avergüenzo del evangelio; porque es poder de Dios para salvación a todo el que cree!” (Rom. 1:16). Al hacer tu plan de trabajo en el Reino de Dios, no es necesario que antes te formules un gran programa. Recuerda aquel hermoso himno, que dice: Si como elocuente apóstol no pudieres predicar, de Jesús decirles puedes, cuánto al hombre supo amar. Si no logras que sus culpas reconozca el pecador, puedes conducir los niños al benigno Salvador. Para cada cristiano, también para ti, hay un puesto de trabajo en el Reino de Dios, así como hay también para cada uno, también para ti, un lugar ya destinado en su Reino de Gloria, el cielo. Quiera conceder Dios, que al llegar hoy a la petición del Padrenuestro, que dice: “venga tu reino”, tú digas: ¡Venga tu Reino también por medio de mí! Heme aquí, ya voy, Señor”. Amén. David Schmidt. Pulpito Cristiano.

domingo, 10 de abril de 2011

5º Domingo de Cuaresma.

Cristo es la resurrección y la vida

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Ezequiel 37.1-3 (4-10) 11-14

Segunda Lección: Romanos 8.11-19

El Evangelio: San Juan 11.1-53 o 11.47-53

Sermón

INTRODUCCIÓN

La desesperanza, falta de ilusión, la desconfianza, la ausencia de proyectos e impulso, la falta de fe son síntomas muy negativos que pueden afectar a todo un pueblo y envolvernos en una vorágine destructiva. Nuestro proyecto de bienestar puede fracasar, y las promesas de cambio y ayuda pueden desvanecerse. Nos viene el bajón y si ya no tenemos fuerzas que nos hagan salir de esa situación, nos abatimos y secamos por dentro. Ya no creemos que nuestra situación va a cambiar. Quedamos propensos a la depresión o al indiferentismo. Ya nada nos importa ni motiva más que el seguir un día más. Por la creciente situación mundial de crisis, paro, guerras, catástrofes, violencia, pérdida de valores, migración, etc. muchos están viviendo estos síntomas. La falta de confianza y esperanza es un enemigo poderoso que puede arruinarnos para siempre. Deseamos volver a una situación mejor, pero no llega ¿Te has sentido desfallecer alguna vez?

El valle de los huesos secos

Un pueblo que pierde la esperanza y está sin ánimos, incluso cuando aún respira, es un pueblo que está con un pie en el sepulcro, muerto por dentro, vacío, seco. Por él ya no brotan los ríos frescos de esperanza e ilusión por un proyecto que lo motive a seguir adelante y lo mantenga vivo interiormente. Esto es lo que nos dice el profeta Ezequiel que le pasaba al Pueblo de Israel. Habían perdido ya la esperanza de regresar del exilio al que estaba sometido en Babilonia. Para ellos regresar a Israel significaba volver a la vida. Ellos habían creído en la promesa del Dios que les decía que estaban “a punto de volver” Ez. 6:8. Sin embargo el pueblo entró en tal pánico y desesperación que le resultaba difícil ya confiar y esperar con ilusión y fe en aquellas promesas y por ello declaran “se han perdido nuestras esperanzas y estamos cortados del todo” Ez. 37:11

Ver a un pueblo seco, vacío, deshidratado, abrazado por el implacable calor de la desesperanza es una imagen trágica y desoladora. La vida huye de ahí y se impone la muerte que arrasa con todo a su paso. Esta imagen dista mucho de aquello que nos dijo Jesús “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva" Juan 7:38. Tristemente esta sequía ocurre en el interior de muchas personas, incluidos nosotros que podemos atravesar momentos de sequía interior. Pero también le sucede a la iglesia, el pueblo de Dios. Ella puede perder de vistas las promesas de Cristo, desorientarse y perderse en el sinsentido y la desesperación. Puede perder el rumbo, su ilusión y esperanza. Por eso nada mejor que hidratarse con las promesas de Cristo, con la seguridad de su presencia y la confianza en su poder para hacer posible lo que nos promete aún cuando de momento no lo veamos. Una iglesia que no lee, oye, estudia y se nutre constantemente de la Palabra de Dios es una iglesia que no podrá escuchar la voz del Señor que le infunde confianza y la guía cuando atraviesa momentos difíciles, como pueden ser los valles de sombra y muerte que describió David en el Salmo 23. Sin Palabra y sin Sacramentos, la desesperación está garantizada, porque por muy pueblo de Dios que te llames o por muy hijo de Dios que te consideres, si no llega el agua, pronto llega la sequía. Nuestra vida de fe debe ser fortalecida en el perdón y las promesas de Cristo, en quien tenemos vida.

¿Pueden revivir los huesos secos?

A esto deberíamos responder que no, pero ante esta misma pregunta hecha por Dios, Ezequiel dijo: “Señor, tu lo sabes”. Ezequiel sabiamente puso en manos de Dios el asunto ya que quien había formado a ese pueblo, también tenía poder para reanimarlo. Y he aquí la buena noticia del Evangelio: Dios quiere revivir, reanimar, resucitar a su pueblo de aquel cementerio de huesos en el que se ha metido. Dios quiere reanimarte a ti que estás desesperado, desilusionado por las circunstancias que sean. A ti que te sientes sin motivaciones, sin ganas, sin ilusión, sin fe, ni esperanza. Esta es la Buena Noticia. Dios tiene poder para sacarte de ahí y darte vida.

Dios no deja a su pueblo en la sepultura, Dios no deja a sus hijos en la muerte. Dios atiende nuestro caso. Él es un Dios vivo y poderoso, y actúa enviando profetas que anuncien su Palabra, por medio de la cual da vida por medio de su Espíritu Santo. El profeta Ezequiel experimentó el poder del ministerio de la proclamación de la Palabra. Dios le envió a hablar y los huesos secos revivieron. El pueblo de Dios se revitalizó y el Espíritu los vivificó. Ahí está la clave, ahí radica nuestra vida ¡Fortalezcámonos en su Palabra y Sacramentos!

Resurrección de lázaro: Cristo nos da seguridad y Confianza sobre la muerte

Otra vez encontramos, como en el caso del ciego de nacimiento en el evangelio del 3º domingo de Cuaresma, a Jesús diciendo que la situación a la que se enfrenta tiene un propósito que va más allá de la misma enfermedad y posible muerte de Lázaro. Ésta sería una oportunidad para que el Hijo de Dios sea glorificado. Tal es así que Jesús no llega hasta que su amigo está muerto. La resurrección de Lázaro tiene un objetivo concreto y no sienta precedente, es decir que a partir de Lázaro no todos resucitan tras su muerte, sino que esperamos al día final.

En la resurrección de Lázaro encontramos un ejemplo del poder de Cristo antes de ir Él mismo hacia su muerte. Con este acto nos deja evidencia de su poder para que creamos y confiemos plenamente en Él y su promesa de resurrección. Marta dice que sabe que en el día final resucitarán los muertos, y nosotros también lo sabemos, pero en ocasiones necesitamos muestras de ese poder, queremos verlo con nuestros propios ojos como Tomás. Sabemos que sucederá algún día, sí, pero ¿ahora qué? Por ello Cristo amorosamente nos atiende aún cuando nuestra necesidad manifieste una fe débil. Y para que todos vean y reconozcan su gloria y poder y nos quede testimonio a nosotros de que eso sucedió y sucederá también con nosotros, resucita a Lázaro.

Lo que nosotros no podemos controlar nos aterra y desconcierta. La muerte no es algo que dominamos. Ella se impone y se acabó todo para nosotros. Es un enemigo que acaba con nuestras vidas y contra el cual no podemos luchar. Sin embargo Dios sí que controla la muerte y está por encima de ella. El objetivo de la resurrección de Lázaro era que veamos en que buenas manos estamos. ¡Cristo tiene poder para resucitar a los muertos así como Él mismo lo ha hecho después de su pasión y muerte! Es un mensaje de victoria. Si el enemigo más poderoso que tenemos está vencido y en la fe en la obra de Cristo nuestra resurrección y vida eterna está asegurada ¿a que hemos de temer en este mundo? ¿Qué podrá amedrentarnos? Cristo hoy nos confronta a su promesa “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá… ¿Crees esto?” ¿Qué respondes tú?

Vivificados por el Espíritu

Para quienes degustamos la vida y nos gusta, la muerte supone un contrapunto difícil de entender, aceptar y preferimos evitarla. La muerte es un enemigo implacable. Se presenta y acaba con nosotros, nos exprime la vida, nos deja “secos”. Ella puede dejar abatidos a mucho que transitan por este mundo sin esperanza, entregados al catastrofismo de la nada, del no sé que será de mí, del sin sentido. La muerte puede generar miedo o una vida distendida y entregada simplemente a los placeres terrenales ya que como reza el dicho “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Según la doctrina que tengamos de la muerte, así será nuestra vida y esperanzas en ella. Por eso Pablo se encarga de predicarnos la Palabra de Dios a fin de que como cristianos no desmayemos, y olvidemos la promesa, sino con ella en mente andemos con fe, ilusión y esperanza. Porque aquel mismo Espíritu Santo que volvió a la vida a aquellos huesos secos, y que hizo posible la resurrección de Jesucristo, es el mismo Espíritu vive en nosotros y hace que nuestras vidas tengan vida en abundancia. Somos hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Correremos la misma suerte que Cristo. Padeceremos el signo de la cruz con problemas, dificultades, persecuciones, difamaciones, etc., y al final nos llegará la muerte también. Pero tras ella vendrá la resurrección y una vida nueva y plena en la presencia de Cristo quien nos ha redimido.

La resurrección de Cristo es de vital importancia para el ser humano y trae una visión totalmente distinta y esperanzadora. Nos muestra una alternativa divina a nuestra trágica condición humana. Un pueblo que pierde de vista la muerte y la resurrección de Cristo es un pueblo que se seca, por más apariencia de vida que pueda mostrar. Es un pueblo con medio pie en el sepulcro. Son huesos secos que pululan sin saber para qué ni hacia dónde. Pero Gracias al amor y la misericordia de Dios, la humanidad toda ha sido objeto de su atención y por ello así como envió a Ezequiel, envió a Cristo y este a sus discípulos y así como Pablo asumió su lugar y tarea en este mundo, nosotros hoy también tenemos una misión, una razón de ser como cristianos y como iglesia y es nada más y nada menos que proclamar la poderosa palabra de Dios a fin de que él Espíritu Santo, como lo viene haciendo a lo largo de la historia, también de vida y resucite a muchos en estas generaciones.

CONCLUSIÓN

En Cristo hay vida y vida en abundancia. Como cristianos no podemos dejar de nutrir nuestra fe y esperanza con la Palabra y los Sacramentos, pues nos secaremos poco a poco. Allí hay perdón de pecado y vida eterna. Ellos son medios y señales vivas dónde de la presencia y cuidado de Dios. Proclamémoslo siempre. Amén.

Pastor Walter Daniel Ralli

martes, 5 de abril de 2011

4º Domingo de Cuaresma.

Dios rompe las leyes de nuestra naturaleza

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Oseas 5.14-6.2

Segunda Lección: Romanos 8.1-10

El Evangelio: Mateo 20.17-28

Sermón

INTRODUCCIÓN

Hay leyes que se pueden romper y otras que no puedes infringir. Por ejemplo, no debe, pero puede romper el nuevo límite de velocidad. Puede no cumplir la ley del cinturón de seguridad, incluso, si se lo propone, puede estacionar donde no está permitido, pero no puede romper las leyes de la naturaleza, y no importa cuánto se esfuerce en ello. No puede caminar sobre el agua. Se ha logrado extender la longevidad de las personas, pero todavía no se ha descubierto la manera de derrotar a la “ley de la muerte”. El hombre todavía no ha encontrado la manera de romper con la ley de la gravedad.

Dios, por supuesto, no tiene ningún tipo de problemas con estas leyes. En la Biblia se nos relata como Dios rompió algunas leyes de la naturaleza cuando hizo que el sol se detuviera (Josué 10:12-14). Jesús también rompió una serie de leyes de la naturaleza, como por ejemplo cuando caminó sobre el mar de Galilea. En su resurrección de entre los muertos, fue contra la ley de la vida y la muerte y seguramente se rompió la ley de gravedad cuando ascendió al cielo.

En la lectura de la carta a los Romanos, Dios rompe con algunas “leyes de la naturaleza”. Rompe dos leyes que parecen inmutables, inalterables e inquebrantables. Leyes que para nosotros son imposibles de romper pero para Dios no.

La ley natural del pecado y la muerte:

Si hay algo que nos une a los humanos, es que tanto los sabios como a necios, ricos y pobres, del norte o del sur, tenemos el 100% de probabilidades de morir. No creo que podamos vencer estas probabilidades. De hecho, nadie cree que no va a morir. Todo el mundo entiende que es una parte natural de la vida. La muerte es sólo una ley de la naturaleza. Aunque en realidad la muerte no estaba contemplada en el plan original de Dios. La idea de Dios fue que la tasa de mortalidad fuera del 0%. Pero el pecado entró en el mundo y con él la muerte. Es por eso que Pablo menciona la “ley del pecado y la muerte”. El pecado y la muerte son inseparables. Pablo describe exactamente la forma en que están vinculados al escribir a principios de Romanos, “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). El pecado es la causa, y la muerte es el efecto. En otra parte de Romanos pone “Porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).Así como hay una ley natural, que hace que al soltar una patata se caiga al suelo, también hay una ley de Dios que dice que aquellos que han pecado deben recibir la muerte. Pero no sólo estamos hablando de la muerte física sino que aquí también estamos hablando de la ley que declara la muerte del alma, de la muerte eterna.

Estamos sujetos a la ley del pecado y la muerte. Porque el pecado está en tu vida y en la mía somos culpables ante Dios. Estamos vinculados al pecado y también a la muerte. Esto se ha convertido en una ley de la naturaleza para nosotros, que simplemente no podemos romper. No podemos quitar nuestros pecados y por lo tanto no podemos quitar la muerte, física o eterna de nuestras vidas. No podemos escapar de la condena que nos espera.

De acuerdo con la ley del pecado y la muerte, nos espera una condena por cumplir. Sin embargo, Pablo comienza la lectura, “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. ¿Qué condena nos espera? Pablo dice: “No hay condena...” Eso suena como si Dios hubiese roto una de las leyes de la naturaleza del pecado y la muerte. Dios nos exige la perfección. Es evidente que no hemos sido perfectos. Él dice que la paga del pecado es la muerte y la condena eterna. Sin embargo, nos asegura que no hay condenación para nosotros. ¿Cómo puede ser eso?

A pesar de romper una ley natural, Dios no ha comprometido su santidad o su justicia. Pablo escribe: “lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne”. La paga del pecado sigue siendo la muerte. Pero, como se nos recuerda en esta Cuaresma, Dios pagó el precio del rescate con la vida de Jesús. Pablo dice que mediante el envío de su Hijo como sacrificio por el pecado, Dios condenó al pecado en el hombre pecador. Dios no cambió su justicia. La condena no cayó sobre nosotros, sino en Jesús.

La ley de la condena no ha cambiado. Tampoco lo hicieron las demandas de Dios a la santidad. La ley fue impotente para lograr nuestra santidad debido a la debilidad de nuestra naturaleza pecaminosa. Jesús nos da su santidad, Él guardó la ley perfectamente y fue castigado en nuestro lugar.

La ley del pecado y la muerte dicen que debemos ser condenados, pero Pablo escribe: “No estamos bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). La antigua ley era una ley de pecado y muerte, pero la gracia, del Espíritu da vida, la fe en Jesús, obrada por el Espíritu Santo, dice que para aquellos que están en Cristo Jesús, para los que creen en él, no hay condenación.

Dios rompe la ley de la mente pecadora. Seguramente sabes lo difícil que es cambiar la forma de pensar de algunas personas ¿no? Algunas personas creen que sus ideas son prácticamente leyes inamovibles, que no hay manera de cambiarlas. De hecho, es como si fueran incapaces de pensar de otra manera. Tú y yo somos así.

Nuestra mente no quiere sujetarse a la manera de pensar de Dios, sino que quiere inventar su propio camino, sus propias ideas al respecto de Dios y de cómo establecer una buena relación con Él. Por naturaleza somos incapaces de hacer otra cosa que no sea contradecir a Dios.

Pablo nos describe cuando escribe “los que son de la carne piensan en las cosas de la carne… Porque el ocuparse de la carne es muerte…”. Allí nos damos cuenta de que ha habido momentos en los que nuestra naturaleza pecaminosa nos gobernó, cuando fue una “ley” para nosotros que nos llevó a querer agradar a Dios con nuestras propia ideas corruptas. Sin embargo, Pablo escribe: “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.”

La buena noticia es que no estamos gobernados por nuestra naturaleza pecaminosa. Esa ley natural, que siempre nos trae pensamientos pecaminosos y nos hace vivir en pecado, la ha roto la presencia del Espíritu Santo. Tan cierto como Dios el Padre envió a su Hijo a romper la ley del pecado y la muerte, es que el Espíritu Santo obra en nuestros corazones y mentes y rompe la ley de la naturaleza pecaminosa. Es como si Dios hubiese realizado un trasplante de cerebro o personalidad en nosotros o un trasplante de actitud.

Después de ver lo que Dios ha hecho por nosotros, después de ver cómo ha roto la ley del pecado y la muerte y la sustituyó por la santidad, la justicia y la vida de Cristo, después de escuchar ese mensaje, después que Dios genera la fe, nuestra mente cambia.

¿Qué tan completa es la transformación que ha tenido lugar? Se puede ver en la palabra “ocuparse” que implica “poner el corazón en algo”. Esto indica un cambio completo, no sólo en las acciones, sino también en voluntad y en mente.

Ahora puedes ver las cosas de otra manera y vivir según “el Espíritu de Dios”. Vemos la riqueza de la vida no como algo con que alimentar los deseos de nuestra naturaleza pecaminosa, sino como algo con que alimentar los deseos del Espíritu de Dios que vive en nosotros. Nuestros deseos seguirán siendo hostiles a Dios, incluso negándose a someterse a Dios. Pero debido a que confiamos en que Dios ha roto la ley del pecado y la muerte, nuestro deleite está en servir a Dios y a nuestro prójimo.

Ahora vemos de manera diferente la Palabra de Dios. Considerando que la intención de nuestra carne es la de evitar en lo posible obedecer a Dios, ahora a medida que “somos controlados por el Espíritu” queremos más y más que el Espíritu trabaje en nosotros a través de su Palabra e invertimos más y más tiempo con la Palabra, ya sea en la iglesia o en nuestras casas. Al vivir nuestra fe nuestras vidas parecen estar violando las leyes de la naturaleza.

Conclusión. Existen algunas leyes que simplemente no podemos romper, como la ley de la gravedad. Tampoco podemos romper la ley del pecado y la muerte. Pero Dios en su amor por todos y cada uno de nosotros la ha roto medio del sacrificio de Cristo. Este Sacrificio nos llega por medio del Bautismo, la Palabra y la Cena del Señor. Allí Dios nos dice “no temas tus pecados te son perdonados por la pasión, muerte y resurrección de Jesús”. Dios nos concede su Espíritu Santo, para que podamos alabarlo por romper la ley del pecado y la muerte. En Dios vivimos con una mente “controlada por el Espíritu”, una mente de “vida y la paz”.

Atte. Pastor Gustavo Lavia