lunes, 26 de septiembre de 2011
15º Domingo después de Pentecostés.
TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Lección: Ezequiel 18:1-4, 25-32
Segunda Lección: Filipenses 2:1-13
El Evangelio: San Mateo 21: 23-32
Sermón
Introducción
Uno de los peligros de la vida del creyente, es la arrogancia espiritual. Es decir, aquella condición en que alguien está convencido de haber alcanzado un status ante Dios que le hace inmune a los efectos del pecado. Esta situación puede ser catastrófica para tal persona, pues desde esta perspectiva, se llega a la conclusión de que gracias a nuestra “santidad” personal, Dios está obligado a mantener su pacto de salvación con nosotros. Sin embargo, la Palabra de Dios nos advierte una y otra vez de que no hay nada, aparte de vivir en una justicia perfecta y libre de pecado ante el Creador, que nos haga merecedores de la salvación. Y es importante recalcar esto, pues aún hoy, al igual que en el Israel veterotestamentario, algunos piensan que su piedad y supuesta perfección es suficiente para restablecer la relación con Dios. Otros sin embargo creen que su pertenecía a tal o cual grupo religioso será lo que marque la diferencia. Pero repetimos que sólo una justicia perfecta y libre de pecado, puede ayudarnos a cruzar el abismo que nos separa inicialmente de Dios, y evidentemente, esta justicia no puede ser la de ningún ser humano, sino la de Cristo, el Hijo amado del Padre.
Cristo, modelo de humildad para el creyente
Hemos hablado en ocasiones anteriores de aquellos elementos que conforman una sana actitud en la vida del creyente. Y de entre los varios aspectos que se deben cultivar cada día, uno destaca notablemente: la humildad. Como nos recuerda Jesús, el cual es nuestro modelo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. (Mt 11-29)”. Pues cuando tenemos esta verdad continuamente en nuestra mente y la ponemos en práctica, evitamos caer en el polo opuesto de la humildad: el orgullo y la soberbia. Ya que si caemos en estos aspectos negativos y que son graves pecados en sí mismos, perdemos la perspectiva correcta, y cada vez nos será más difícil reconocernos como aquellas ovejas descarriadas de las que tuvo compasión Cristo (Mc 6:34).
Pues el orgullo lleva a la auto justificación, y de esto, el alma humana tiene una gran experiencia, incluso en los momentos donde se hace más difícil justificarse a uno mismo (Gn 3:12). Pero así es el hombre carnal, buscando continuamente eludir su responsabilidad, en la esperanza de que Dios lo verá como un ser libre de culpa, por encima de sus errores y transgresiones. Sin embargo nuestra relación con Dios no está abierta a juegos de este tipo con él. Pues por encima del hombre hay algo que lo muestra tal y como es, sin máscaras: La Ley de Dios, que no está sujeta a orgullos humanos, pues es Su Ley, y una Ley Santa y perfecta. No podemos eludirla ni rebajarla ofreciendo a Dios justificaciones o nada de nuestra parte, e intentarlo es una muestra de insensatez que trae como consecuencia una seria advertencia de parte de Dios: “Quebrantaré la soberbia de vuestro orgullo, y haré vuestro cielo como hierro, y vuestra tierra como bronce (Lv 26: 19)”.
La justicia de Cristo en el anuncio de Juan
Los estatutos de Dios están ahí, para ser cumplidos íntegramente, si es que queremos escoger esta vía de justificación con el Creador; pues no dudemos ni un momento que si un hombre pudiese cumplir esta Ley divina de manera perfecta, ciertamente tal hombre sería declarado justo ante Dios. Pero al mismo tiempo, sólo en humildad es como reconocemos nuestra debilidad e incapacidad para satisfacer la Ley de Dios de manera perfecta. Y en este punto, debemos tener presente además la advertencia del Apóstol Santiago respecto al cumplimiento de la Ley de Dios: “Porque cualquiera que guardare toda la Ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos (Stg. 2: 10)”. Es decir, si incumplimos uno sólo de los mandamientos una sola vez, incumplimos toda la Ley de Dios, y aquí no caben excusas o argumentos vanos por nuestra parte.
Entonces, ¿Es realmente posible para el hombre cumplir estos estatutos de Dios de manera íntegra?, y si la respuesta evidente es un no, ¿Quiere Dios acaso la perdición de la humanidad? La respuesta es un nuevo no, pues Dios quiere la vida y la salvación para el hombre, como buen Padre amoroso, y nos lo recuerda una y otra vez en su Palabra: “Porque no quiero la muerte del
que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues y viviréis (Ezq.18: 32)”.Y precisamente por esta incapacidad del hombre en cumplir la Ley de Dios, y obtener con ello vida y salvación, somos llamados continuamente a la conversión y el arrepentimiento:
“Echad de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Ezq. 18: 31)”.Esta proclamación es la misma que la de Juan el Bautista cuando exhorta al pueblo de Israel: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Pero Juan añade además un anuncio: “Preparad el camino del Señor” (Mt 3: 2-3)”.
Vemos que la predicación de Juan es la misma predicación y llamada al arrepentimiento de todos los profetas de Israel, pero tiene un elemento novedoso: el anuncio inminente del Justo de los justos, del Mesías prometido, de Cristo el Señor. Y es precisamente este Justo el que sí puede reclamar el pleno cumplimiento de la Ley de Dios en nuestro nombre, hasta el punto de saldar nuestra deuda con Dios en la Cruz. Pero para apropiarnos de esta Justicia, para hacerla nuestra, debemos desterrar la soberbia que nos lleva a negar lo que somos, y dejar de buscar justicias alternativas que no son más que vanos intentos de auto salvación. Pues esta Justicia de Dios sólo podemos hacerla nuestra por medio de un único camino, el camino de la fe en Cristo: “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él (Rom 3:22)”.
La justicia de Cristo es la única que logra la salvación
Y este fue el caso del pueblo de Israel, cuando transformó el amor de Dios por ellos, y su elección como pueblo escogido para recibir al Salvador y Mesías prometido, en arrogancia y soberbia: “y no penséis decir dentro de vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras (Mt 3:9)”. Y fue precisamente la parte religiosa del pueblo judío (fariseos, sacerdotes, maestros de la Ley..), la que con mayor fuerza cayó en este pecado de la arrogancia. Pues no sólo el pueblo de Israel reclamaba derechos y planteaba continuas exigencias a Dios, sino que una casta religiosa se erigió a sí misma como modelo de santidad, despreciando al resto y especialmente a los pecadores manifiestos.
Olvidaron que ellos, los líderes religiosos, y según la Ley de Dios, eran igualmente pecadores, y que su piedad fabricada a medida, no borraba ni un ápice su pecado. Es más, precisamente por su condición de maestros de la Ley, su situación era aún más delicada ya que no actuaban precisamente por desconocimiento.
Despreciaron la Justicia de Cristo, y aunque dijeron aparentemente “sí voy (Mt 21:30)”, no cumplieron en realidad en su corazón la voluntad del Padre. Por ello los pecadores más notorios (publicanos y rameras), no importa sus pecados, van delante de ellos, pues cumplen la voluntad del Padre cuando finalmente y arrepentidos, sí van a Cristo reconociéndose pecadores. Porque aquí el arrepentimiento es imprescindible, y ésta es la piedra de tropiezo del soberbio, del orgulloso, y de todo aquel que cree que puede lograr su salvación esgrimiendo alguna cualidad personal. No se reconoce pecador, y se auto justifica ante Dios continuamente, en una especie de negociación con el Creador. Sin embargo, el único argumento que nos hace justos ante Dios, no es nuestra piedad, o nuestra santidad personal, o ninguna de nuestras supuestas buenas obras. No, lo único que hace que Dios nos vea blancos como la nieve (Is 1:18) y libres de pecado, es Cristo y Su Justicia. Todo esto es fácil de entender si escuchamos la voz de Cristo, cuando proclama: “No he venido a llamar justos, sino pecadores al arrepentimiento (Lc 5:32)”.
CONCLUSIÓN
Los judíos en general quisieron basar su salvación en la pertenencia al pueblo escogido, y los maestros de la Ley en su supuesta santidad y pureza. Igualmente el hombre ha esgrimido perfección y santidad en nombre propio, y siempre ha buscado fórmulas alternativas para justificarse ante Dios. Pero nada de esto tiene valor en comparación con la Justicia de Cristo. Si escogemos como vía de salvación cualquier cosa que no sea la Cruz de Cristo, estaremos perdidos, pues sólo ella rompió las cadenas del pecado y la muerte. Nuestro Padre conoce nuestra incapacidad para cumplir su Ley a la perfección y continuamente, aún cuando no por ello estamos exentos de tratar de cumplirla. Él dispuso la muerte vicaria de Su Hijo para lograr aquello que para nosotros es imposible: vencer al pecado de manera definitiva. Y sabiendo esto, ¿Qué argumentaremos ante Dios en nuestro favor aparte de Cristo?, ¿Qué cubrirá nuestras faltas aparte de Su sangre?, ¿Qué nos hará limpios ante Dios, aparte de Su Justicia?. Bueno sería mirarnos en el espejo de la Ley, para reconocernos tal y como somos, y entonces, recordar las palabras de Jesús: “Separados de mí, nada podéis hacer ( Jn 15:5)”.
Por tanto, abandonemos toda pretensión de lograr la salvación por nuestra piedad, santidad personal o cualquier otra cosa, que al fin no es más que orgullo y prepotencia, y dirijamos nuestra mirada a Cristo, el cual ofrece vida eterna abundante a todo aquel que, como los pecadores e impíos arrepentidos, dicen en certidumbre de fe “sí” y siguen al Buen Pastor de sus almas. Que así sea, Amén.
J. C. G. , Pastor de IELE
jueves, 15 de septiembre de 2011
sábado, 10 de septiembre de 2011
“CRISTO, FUENTE DE TODO PERDÓN”
- El amor de Dios en Cristo: Fuente de todo perdón
- La justicia de Cristo mantiene vivo el pacto de perdón divino
- Vivir el perdón para conformarnos a la mente de Cristo
domingo, 4 de septiembre de 2011
13º domingo después de Pentecostes.
“Confía en Dios en Toda Desgracia”
TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Antiguo Testamento: 1 Reyes 19:9-18
Nuevo Testamento: Romanos 9:1-5
Evangelio: Mateo 14:22-33
Cierto día, Jesús dijo a sus discípulos: “Si tuvieseis fe como un grano de mostaza, podríais decir a esta montaña: Pásate de aquí allá, y se pasaría”. Al hablarles así les muestra qué fuerza tendrían a su disposición si tuvieran una cosa, la fe, esto es, la firme confianza en Dios.
Pero al hombre por lo general le falta esa firme confianza. Si le sobreviene una calamidad, una desgracia; si su situación se pone sería, fácilmente se inclina a la desesperación, y pronto se hace la siguiente pregunta: ¿Cómo podré soportar estos tiempos tan difíciles? Tal hombre ha olvidado que hay un remedio para toda situación precaria. El texto para esta ocasión nos llama la atención a este remedio mostrándonos que ninguna otra cosa podrá transformar al hombre débil en un hombre fuerte, al pesimista en optimista y al triste en alegre, sino sólo la confianza en Dios. Tan pronto como depositamos nuestra confianza en el Señor, ya no estamos solos, sino que con nosotros está el Señor de Sabaot.
1. Con cinco panes y dos peces Jesús había dado de comer a cinco mil hombres. Éstos, profundamente conmovidos, querían proclamarle como su rey, lo que era también del agrado de sus discípulos y significaba directamente una tentación para ellos. Entonces Jesús los “obligó a entrar en la barca e ir delante de él” al otro lado, aunque el tiempo no era muy propicio. Desde los montes soplaba un viento, que, durante la noche alcanzaba mucha fuerza. Quizás los discípulos esperaban alcanzar la costa opuesta antes de medianoche y antes que se desatara la tempestad. Pero Jesús sabía muy bien que Él mismo los impulsaba con esto a una situación peligrosa y que en tal angustia iban a necesitar su ayuda. Su intención era que en medio de la tribulación y angustia comprendieran que Jesús mismo los había llevado a esa situación difícil. Pero podemos suponer que en aquella hora peligrosa no se habían acordado de este hecho, sino que solamente vieron las olas y “que el viento era contrario”. Su mayor deseo era que cesase el viento y que las olas se sosegasen, a fin de librarse de aquella angustia. No se dieron cuenta de que el Señor y Maestro, superior a todo contratiempo y a quien el mar y el viento obedecen, regía aquella situación. No vieron que no puede llegar a nosotros ninguna tribulación que, a la postre, no haya sido permitida por Dios mismo. Y por eso, sufrieron aún más en aquella situación precaria porque les faltaba la fe que dice: Esta calamidad no es por causa de las olas, sino por causa de Dios. Sólo se fijaron en "que el viento les era contrario" y no pensaron en el hecho de que su Señor mismo los había puesto en aquella situación.
Lo mismo ocurre también en nuestros días. Todavía hoy el Señor Jesús ve que andamos sobre caminos malos y peligrosos, que las cosas terrenales nos inquietan sobremanera y que estas cosas nos apartan de la meta celestial. Dios observa que ya no oramos como debemos, que ya no tenemos verdadero interés en leer y escuchar la Palabra de Dios, que consideramos todo esto como algo secundario, y que disminuye nuestro esfuerzo por llevar una vida conforme a la voluntad de Dios. Dios observa todo esto y decide, pues, llevarnos al mar de las angustias.
Repentinamente los problemas tocan a nuestra puerta. Sentimos que los vientos son contrarios. Las olas nos azotan. Y entonces nos lamentamos por “la mala suerte” que nos toca a nosotros, en tanto que a otros les va bien. Entonces nos quejamos de los tiempos malos en que vivimos; aún más, se nos hace más pesada nuestra carga. En momentos tales Jesús nos muestra en su Evangelio que nos falta lo que proporciona alivio y verdadera ayuda en la desgracia, esto es, la firme convicción de que Dios mismo nos lleva a esos tiempos de angustia, y que si Él lo hace, también sabe que lo necesitamos.
Esto se puede entender por propia experiencia: la desgracia y la tribulación son cien veces más severas si no las recibimos de las manos de Dios. Pero desgraciadamente existen tantos cristianos a quienes les falta esta primera parte de la confianza en Dios, esto es, la convicción de que es la mano del Dios todopoderoso la que nos lleva a cualquier situación difícil. Si consideramos esto seriamente, entonces todas las quejas y murmuraciones no pueden menos que desaparecer.
2. Aún más, nuestros lamentos se transformarían en la siguiente exclamación de gozo: Dios está con nosotros en la tribulación. Aquel viento que primeramente había sido contrario a los discípulos, paulatinamente se había transformado en tempestad furiosa. Ellos lucharon con todas sus fuerzas para salvar su vida. Cayó la noche; pero todavía no habían alcanzado la mitad del mar. “Más a la cuarta vigilia de la noche Jesús vino a ellos caminando sobre el mar. Y los discípulos, viéndole andar sobre el mar, se turbaron, diciendo: ¡es un fantasma! y gritaron de miedo”. Pensaban que aquel fantasma les diría que pronto morirían entre las olas. Entonces Jesús no esperó más, sino que les habló diciendo: “Tened ánimo: yo soy; no tengáis miedo”. En seguida le reconocieron y recibieron gran ánimo en sus corazones turbados. La fe de ellos se fortaleció cuando se dieron cuenta de que el Señor estaba con ellos en medio de aquel peligro.
¿No es verdad que a veces la desgracia que nos acomete nos parece ser un fantasma del que no podremos librarnos; un fantasma que nos domina a pesar de los esfuerzos que hacemos para defendernos? Y después sigue el temor, como el que sintieron los discípulos, que hasta gritaron de miedo. Pero he aquí que en nuestra tribulación Jesús nos habla en su Palabra y nos dice: “Tened ánimo: yo soy; no tengáis miedo”. Pronto nuestro corazón recobra la serenidad. Poco antes no sabíamos qué hacer a causa de la inquietud, que nos parecía fantasma. Pero acto seguido se nos acerca nuestro Salvador y nos dice, en medio de todas las olas furiosas de la tribulación: “Yo soy; no tengáis miedo”.
Puede ser que, para muchos hombres, lo futuro se les presente como un fantasma aterrador. Es también inevitable que el diablo mismo, con sus huestes, meta su mano en todas las intranquilidades, en las tormentas, guerras, levantamientos y en todo lo que está amenazando tanto en las cercanías como en el horizonte lejano. Pero también es verdad que Dios permanece siendo el Señor sobre todos los pueblos, sobre todos los tiempos y sobre cada individuo, y que sin su voluntad no sucede nada. Por eso queremos escuchar con verdadera fe la voz tranquila y apacible de nuestro Salvador, que nos dice: “Tened ánimo: yo soy; no tengáis miedo”. Entonces comprenderemos con gratitud que Dios, por medio de esa tribulación, quiere atraernos hacia sí.
3. Después de haber recibido ánimo los discípulos, Pedro, el más impulsivo de ellos, piensa que debía mostrar que, a pesar del pavor, tenía aún una fe firme. Momentos antes había temblado ante las olas furiosas. Luego quiere mostrar empero a las olas que ya no las teme, y se propone ir al encuentro de Jesús. Mucho es su valor; pero también mucho es el amor que tiene a Jesús. Pero antes de poner su pie sobre las olas, quiere saber si Jesús aprueba su intención. Por eso, grita desde la barca: “Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. Y sólo después de haber oído la respuesta de Jesús: “Ven”, abandona la barca considerando la demostración de su valiente fe como lo más importante en aquel momento. Pero Jesús quiere enseñar a él y también a los otros discípulos, que lo más importante es la comprensión de que Él quiere atraer a los hombres hacia sí por medio de la tribulación.
En situaciones análogas, después de haber recobrado el valor, no debemos olvidarnos de dirigir a Jesús la siguiente pregunta: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”. Podemos estar seguros de que Jesús contestará a cada uno: “Ven”; pues el Señor, mediante cualquiera angustia, persigue el fin de que nos acerquemos más a Él. Pero aunque el Señor, con cada prueba severa, nos invita así, su invitación no es empero escuchada en la mayoría de los casos. La reacción común consiste en que el hombre, después de una experiencia triste, piensa así: “Ahora debo trabajar en lo terrenal con doble afán para compensar lo perdido. Ahora debo trabajar también los domingos para ganar lo perdido”. A esto sigue luego negligencia en la oración, en la lectura de la Biblia y en la asistencia a los cultos divinos.
Todo esto no dejará de entristecer al Salvador y de inducirlo a exclamar: Mi intención era fortalecer la fe de este hombre por medio de la tribulación. Quería mostrarle que no debiera estar tan apegado a las cosas terrenales. Pero su actitud es peor que la anterior. Yo esperaba que avergonzado dijera como Pedro: “Señor, manda que yo vaya a ti”, y con gozo le habría contestado: “Ven, ven más cerca de mí persistiendo en la oración, luchando tenazmente contra el pecado, confiando firmemente en que yo dirigiré tu vida. Pero resulta que por la tribulación se apegó más a lo terrenal. La tribulación no trajo ninguna ayuda a su alma.
¡Quiera Dios que no tenga Él que lamentarse así de nosotros! Si, por el contrario, somos atraídos más cerca de Dios mediante alguna desgracia o cualquiera dificultad, podemos abrigar la firme esperanza de que al fin Dios acudirá a socorrernos. Oigamos lo que sobre esta verdad nos dice nuestro texto.
4. Pedro, después de haber bajado de la barca, camina valientemente sobre las aguas para ir a Jesús. Más, de golpe, se levanta delante de él una ola enorme, de modo que Pedro se espanta y comienza a hundirse. Y, aunque su fe se ha debilitado, muestra, no obstante, que no ha perdido la convicción de que Dios siempre puede salvarle. Por eso, no trata de salvarse por sus propias fuerzas volviendo a los discípulos en la barca; sino que clama al Señor, diciendo: “Señor, sálvame”... Y sucede lo que ha creído. Aún más, el Señor ayuda también a los otros discípulos, pues entra en la barca, y en seguida se calma el viento y el mar se sosiega.
También nosotros podemos de igual modo confiar en que Dios nos librará de cualquiera angustia. Lo peor de una situación angustiosa consiste siempre en que el hombre no pueda ver el fin de una tribulación. Por otra parte, donde se vislumbra tal fin, se despierta en seguida la esperanza de que por fin vendrá un día en que terminará todo mal y toda incertidumbre. Así los hijos de Dios pueden decir en los días tristes: “Tenemos un Dios que salva”. Reconocemos que no podemos prescribir a Dios la hora de su ayuda. Pero la ayuda vendrá seguramente; y aunque es verdad que podrá haber una angustia que nos acompañará hasta la muerte, nunca olvidemos que nuestra vida no acaba con la muerte, y además podemos constatar que Dios realmente libra a los suyos de cualquier pesar.
“Si tuvieses fe”. Ésta es la palabra que debemos recordar en todo tiempo. Ya hemos comprendido de cuántas fuerzas enormes, de cuánto consuelo, paz y alegría dispondrá el alma si en los tiempos críticos no pierde esta cosa importante: la verdadera confianza en Dios. Podemos prescindir de tantas cosas si el momento nos lo exige. Pero, a una cosa nunca podremos renunciar: a la confianza en Dios. ¡Dios nos ayude a mantenernos firmes en esa fe en medio de todo tiempo borrascoso hasta la última crisis, hasta el día de la última angustia, cuando tengamos que abandonar la barca de nuestra vida para poner nuestro pie sobre las aguas turbulentas de la muerte! Que entonces veamos venir a Jesús a nuestro encuentro en la Palabra y los sacramentos y le digamos: “Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti”. Entonces podremos oír de sus labios la hermosa invitación: “Ven”, y Él nos librará de la angustia postrera, de modo que al quebrarse la barca de nuestra vida alcanzaremos felizmente las orillas plácidas de la eterna bienaventuranza. Amén.