lunes, 26 de septiembre de 2011

15º Domingo después de Pentecostés.

“DESTRUYENDO EL ORGULLO EN LA CRUZ DE CRISTO”
TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Lección: Ezequiel 18:1-4, 25-32

Segunda Lección: Filipenses 2:1-13

El Evangelio: San Mateo 21: 23-32

Sermón

Introducción
Uno de los peligros de la vida del creyente, es la arrogancia espiritual. Es decir, aquella condición en que alguien está convencido de haber alcanzado un status ante Dios que le hace inmune a los efectos del pecado. Esta situación puede ser catastrófica para tal persona, pues desde esta perspectiva, se llega a la conclusión de que gracias a nuestra “santidad” personal, Dios está obligado a mantener su pacto de salvación con nosotros. Sin embargo, la Palabra de Dios nos advierte una y otra vez de que no hay nada, aparte de vivir en una justicia perfecta y libre de pecado ante el Creador, que nos haga merecedores de la salvación. Y es importante recalcar esto, pues aún hoy, al igual que en el Israel veterotestamentario, algunos piensan que su piedad y supuesta perfección es suficiente para restablecer la relación con Dios. Otros sin embargo creen que su pertenecía a tal o cual grupo religioso será lo que marque la diferencia. Pero repetimos que sólo una justicia perfecta y libre de pecado, puede ayudarnos a cruzar el abismo que nos separa inicialmente de Dios, y evidentemente, esta justicia no puede ser la de ningún ser humano, sino la de Cristo, el Hijo amado del Padre.

Cristo, modelo de humildad para el creyente

Hemos hablado en ocasiones anteriores de aquellos elementos que conforman una sana actitud en la vida del creyente. Y de entre los varios aspectos que se deben cultivar cada día, uno destaca notablemente: la humildad. Como nos recuerda Jesús, el cual es nuestro modelo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. (Mt 11-29)”. Pues cuando tenemos esta verdad continuamente en nuestra mente y la ponemos en práctica, evitamos caer en el polo opuesto de la humildad: el orgullo y la soberbia. Ya que si caemos en estos aspectos negativos y que son graves pecados en sí mismos, perdemos la perspectiva correcta, y cada vez nos será más difícil reconocernos como aquellas ovejas descarriadas de las que tuvo compasión Cristo (Mc 6:34).

Pues el orgullo lleva a la auto justificación, y de esto, el alma humana tiene una gran experiencia, incluso en los momentos donde se hace más difícil justificarse a uno mismo (Gn 3:12). Pero así es el hombre carnal, buscando continuamente eludir su responsabilidad, en la esperanza de que Dios lo verá como un ser libre de culpa, por encima de sus errores y transgresiones. Sin embargo nuestra relación con Dios no está abierta a juegos de este tipo con él. Pues por encima del hombre hay algo que lo muestra tal y como es, sin máscaras: La Ley de Dios, que no está sujeta a orgullos humanos, pues es Su Ley, y una Ley Santa y perfecta. No podemos eludirla ni rebajarla ofreciendo a Dios justificaciones o nada de nuestra parte, e intentarlo es una muestra de insensatez que trae como consecuencia una seria advertencia de parte de Dios: “Quebrantaré la soberbia de vuestro orgullo, y haré vuestro cielo como hierro, y vuestra tierra como bronce (Lv 26: 19)”.

La justicia de Cristo en el anuncio de Juan

Los estatutos de Dios están ahí, para ser cumplidos íntegramente, si es que queremos escoger esta vía de justificación con el Creador; pues no dudemos ni un momento que si un hombre pudiese cumplir esta Ley divina de manera perfecta, ciertamente tal hombre sería declarado justo ante Dios. Pero al mismo tiempo, sólo en humildad es como reconocemos nuestra debilidad e incapacidad para satisfacer la Ley de Dios de manera perfecta. Y en este punto, debemos tener presente además la advertencia del Apóstol Santiago respecto al cumplimiento de la Ley de Dios: “Porque cualquiera que guardare toda la Ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos (Stg. 2: 10)”. Es decir, si incumplimos uno sólo de los mandamientos una sola vez, incumplimos toda la Ley de Dios, y aquí no caben excusas o argumentos vanos por nuestra parte.

Entonces, ¿Es realmente posible para el hombre cumplir estos estatutos de Dios de manera íntegra?, y si la respuesta evidente es un no, ¿Quiere Dios acaso la perdición de la humanidad? La respuesta es un nuevo no, pues Dios quiere la vida y la salvación para el hombre, como buen Padre amoroso, y nos lo recuerda una y otra vez en su Palabra: “Porque no quiero la muerte del
que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues y viviréis (Ezq.18: 32)”.Y precisamente por esta incapacidad del hombre en cumplir la Ley de Dios, y obtener con ello vida y salvación, somos llamados continuamente a la conversión y el arrepentimiento:
“Echad de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Ezq. 18: 31)”.Esta proclamación es la misma que la de Juan el Bautista cuando exhorta al pueblo de Israel: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Pero Juan añade además un anuncio: “Preparad el camino del Señor” (Mt 3: 2-3)”.

Vemos que la predicación de Juan es la misma predicación y llamada al arrepentimiento de todos los profetas de Israel, pero tiene un elemento novedoso: el anuncio inminente del Justo de los justos, del Mesías prometido, de Cristo el Señor. Y es precisamente este Justo el que sí puede reclamar el pleno cumplimiento de la Ley de Dios en nuestro nombre, hasta el punto de saldar nuestra deuda con Dios en la Cruz. Pero para apropiarnos de esta Justicia, para hacerla nuestra, debemos desterrar la soberbia que nos lleva a negar lo que somos, y dejar de buscar justicias alternativas que no son más que vanos intentos de auto salvación. Pues esta Justicia de Dios sólo podemos hacerla nuestra por medio de un único camino, el camino de la fe en Cristo: “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él (Rom 3:22)”.

La justicia de Cristo es la única que logra la salvación

Y este fue el caso del pueblo de Israel, cuando transformó el amor de Dios por ellos, y su elección como pueblo escogido para recibir al Salvador y Mesías prometido, en arrogancia y soberbia: “y no penséis decir dentro de vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras (Mt 3:9)”. Y fue precisamente la parte religiosa del pueblo judío (fariseos, sacerdotes, maestros de la Ley..), la que con mayor fuerza cayó en este pecado de la arrogancia. Pues no sólo el pueblo de Israel reclamaba derechos y planteaba continuas exigencias a Dios, sino que una casta religiosa se erigió a sí misma como modelo de santidad, despreciando al resto y especialmente a los pecadores manifiestos.

Olvidaron que ellos, los líderes religiosos, y según la Ley de Dios, eran igualmente pecadores, y que su piedad fabricada a medida, no borraba ni un ápice su pecado. Es más, precisamente por su condición de maestros de la Ley, su situación era aún más delicada ya que no actuaban precisamente por desconocimiento.

Despreciaron la Justicia de Cristo, y aunque dijeron aparentemente “sí voy (Mt 21:30)”, no cumplieron en realidad en su corazón la voluntad del Padre. Por ello los pecadores más notorios (publicanos y rameras), no importa sus pecados, van delante de ellos, pues cumplen la voluntad del Padre cuando finalmente y arrepentidos, sí van a Cristo reconociéndose pecadores. Porque aquí el arrepentimiento es imprescindible, y ésta es la piedra de tropiezo del soberbio, del orgulloso, y de todo aquel que cree que puede lograr su salvación esgrimiendo alguna cualidad personal. No se reconoce pecador, y se auto justifica ante Dios continuamente, en una especie de negociación con el Creador. Sin embargo, el único argumento que nos hace justos ante Dios, no es nuestra piedad, o nuestra santidad personal, o ninguna de nuestras supuestas buenas obras. No, lo único que hace que Dios nos vea blancos como la nieve (Is 1:18) y libres de pecado, es Cristo y Su Justicia. Todo esto es fácil de entender si escuchamos la voz de Cristo, cuando proclama: “No he venido a llamar justos, sino pecadores al arrepentimiento (Lc 5:32)”.

CONCLUSIÓN

Los judíos en general quisieron basar su salvación en la pertenencia al pueblo escogido, y los maestros de la Ley en su supuesta santidad y pureza. Igualmente el hombre ha esgrimido perfección y santidad en nombre propio, y siempre ha buscado fórmulas alternativas para justificarse ante Dios. Pero nada de esto tiene valor en comparación con la Justicia de Cristo. Si escogemos como vía de salvación cualquier cosa que no sea la Cruz de Cristo, estaremos perdidos, pues sólo ella rompió las cadenas del pecado y la muerte. Nuestro Padre conoce nuestra incapacidad para cumplir su Ley a la perfección y continuamente, aún cuando no por ello estamos exentos de tratar de cumplirla. Él dispuso la muerte vicaria de Su Hijo para lograr aquello que para nosotros es imposible: vencer al pecado de manera definitiva. Y sabiendo esto, ¿Qué argumentaremos ante Dios en nuestro favor aparte de Cristo?, ¿Qué cubrirá nuestras faltas aparte de Su sangre?, ¿Qué nos hará limpios ante Dios, aparte de Su Justicia?. Bueno sería mirarnos en el espejo de la Ley, para reconocernos tal y como somos, y entonces, recordar las palabras de Jesús: “Separados de mí, nada podéis hacer ( Jn 15:5)”.

Por tanto, abandonemos toda pretensión de lograr la salvación por nuestra piedad, santidad personal o cualquier otra cosa, que al fin no es más que orgullo y prepotencia, y dirijamos nuestra mirada a Cristo, el cual ofrece vida eterna abundante a todo aquel que, como los pecadores e impíos arrepentidos, dicen en certidumbre de fe “sí” y siguen al Buen Pastor de sus almas. Que así sea, Amén.

J. C. G. , Pastor de IELE

sábado, 10 de septiembre de 2011

CRISTO, FUENTE DE TODO PERDÓN

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: Génesis 50: 15-21
Segunda Lección: Romanos 14:1-12
El Evangelio: San Mateo 18: 21-35
Sermón
Introducción
El perdón es uno de los más bellos misterios de la vida de fe, y decimos misterio pues encierra en sí mismo una fuerza capaz de transformar las experiencias más desoladoras (odio, rencor, enemistad…), en paz y descanso para el espíritu. Pues cuando pedimos perdón y/o perdonamos, restauramos algo que había sido dañado, sanamos una herida abierta, volvemos a establecer un puente para una relación sana con el prójimo. Pero aún siendo tan positivo y saludable para el alma y la mente, puede convertirse en algo increíblemente difícil incluso para los creyentes. Pues reconozcamos que a veces nos resulta difícil perdonar o pedir perdón, y que en ocasiones, nuestro orgullo y nuestro “Adán” interior, nos impiden vivir con sencillez y buena disposición el perdón. Y sin embargo si no somos capaces de perdonar, nuestro espíritu sufre y queda empobrecido, vivimos en una semi-oscuridad que no nos permite mirar hacia adelante con alegría, y nos ancla en el pasado como quien carga una pesada losa. En definitiva, sin el perdón que brota del amor, nuestra fe se ve debilitada pues, si no somos capaces de experimentar el perdón plenamente ¿cómo podemos pretender vivir precisamente el Evangelio del perdón de pecados?
  • El amor de Dios en Cristo: Fuente de todo perdón
El perdón sólo se puede entender desde una perspectiva divina, es decir, como una acción nacida de la misericordia y el amor de Dios: “Sed pues misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso (Lc. 6:36)”. Pues nuestra naturaleza caída exige satisfacción por cada ofensa que recibimos, por cada mal que se nos infringe, y eso aún cuando por ser nosotros mismos también pecadores y hacedores del mal, no merecemos tales satisfacciones. Si lo pensamos detenidamente, por cada mal que recibimos, casi con total seguridad, nosotros aplicamos a otros un mal equivalente, por activa o por pasiva. Y sin embargo siendo Dios precisamente el que, por ser infinitamente santo y fuente de toda santidad (“Habéis, pues de serme santos, porque yo Jehová soy santo “ Lv 20:26) , podía exigir al hombre el pago ineludible por sus pecados y maldad, es este Dios el que una y otra vez perdona al hombre. Perdonó la vida a Caín después de matar a su hermano (Gen 4:15), perdonó al género humano corrupto salvando en el Arca un remanente para que el hombre no desapareciera de la faz de la Tierra. Perdonó a Israel y soportó sus continuas quejas y lamentos en el desierto por cuarenta años, tras liberarlos de Egipto llevándolos a la tierra prometida. Y así una y otra vez, hasta consumar el perdón supremo por medio de Su Hijo en la Cruz. Dios es misericordioso y perdonador (Sal 103:8), pues tal es su naturaleza amorosa de Padre.
Y precisamente por el desequilibrio existente entre el mal que hacemos y el abundante perdón que recibimos de Dios cada día, José, ante el temor de sus hermanos a ser castigados por su maldad, responde: “¿Acaso estoy yo en lugar de Dios? (Gen 50: 19)”. Es decir, ¿acaso soy yo tan infinitamente santo y puro como para exigir y aplicar justicia por mi mano y no perdonar? Yo, que soy perdonado desde que sale el Sol hasta que se pone, ¿no he de perdonar a estos mis hermanos? Como hombre sabio e inspirado por Dios, José era consciente de su situación ante su Creador, y esa conciencia de ser perdonado y amado, hizo nacer en él la capacidad de perdonar a otros generosamente. Pues precisamente si podemos perdonar, es por el hecho de sabernos receptores cada día del perdón de Dios en nuestras vidas. Amamos y perdonamos porque Él nos amó y perdonó primero en Cristo Jesús (1 Jn 4:10).
  • La justicia de Cristo mantiene vivo el pacto de perdón divino
Pero la mente humana, con su capacidad de raciocinio, aplica muchas veces esta facultad para sus propios intereses egoístas, y así, aún sabiendo de la importancia fundamental del perdón, trata de sacar algún partido en beneficio de nuestro “Adán” carnal. Por eso Pedro pregunta “¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí?, ¿hasta siete? (Mt 18:21)”. Una vez estaría bien, dos quizás podría hacerlo, pero así, ¿hasta cuántas veces debo soportar la ofensa del hermano?. Todo debe tener su límite, le dice la mente carnal a Pedro, y siete veces debe ser suficiente, piensa. Jesús responde “No te digo hasta siete sino aún hasta setenta veces siete. (Mt 18: 22)”, lo cual en el significado numérico judío de esta cifra, significa perdonar siempre. Cada día, cada hora, cada minuto, Dios nos aplica a los creyentes el perdón divino ganado por Cristo en la Cruz con su sangre. Si Dios nos retirase su perdón un solo segundo, seríamos irremediablemente condenados eternamente, y sin embargo la sangre del Salvador mantiene vivo de manera permanente este pacto de perdón, por medio del cual Dios cuando nos mira, no ve nuestro pecado, sino la justicia de Cristo que nos cubre por medio de la fe.
Del mismo modo, nuestra vocación de perdón como creyentes debe funcionar de manera permanente, sin límites. Perdonar es además, uno de los testimonios de fe más importantes, pues al hacerlo, ejemplificamos el amor de Dios para con el prójimo, por encima incluso del mal recibido. En esto las palabras de Cristo son el exponente máximo de la visión que debe conformar la personalidad del creyente: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen… porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? (Mt 5: 44-46)”.
  • Vivir el perdón para conformarnos a la mente de Cristo
No debemos olvidar además, que el perdón no es un mero pacto formal y de compromiso, sino una disposición que debe tener su origen en nuestro corazón (Col 3:23). El perdón debe ser completo y sincero, sin peros, sin rescoldos que se aviven a la menor ocasión. Esta es quizás la faceta más complicada a la que se enfrenta el creyente, pues de lo que hablamos es de desarrollar una actitud perdonadora y compasiva permanente respecto al prójimo, y no meramente la resolución de conflictos o agravios puntuales. Y para poder llegar a esta actitud, es necesario trabajar nuestra personalidad, rebajando ese estado que nos lleva a tensar demasiado algunas veces, nuestro juicio sobre otros. Porque si tenemos el listón de nuestro ego demasiado alto permanentemente, puede ocurrir que nos sintamos ofendidos con demasiada facilidad también. Cierto autor expresó esta misma idea de una manera más coloquial cuando dijo que, no debemos tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos.
En este punto es bueno recordar también las palabras del Apóstol Pablo, y tenerlas presente en nuestra vida: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? (Ro. 14:4)”. Y los cristianos sabemos ciertamente quiénes somos: pecadores redimidos por la sangre de Cristo, hombres justificados gracias a la misericordia divina. Esto nos hace ser conscientes de que andamos en esta vida sin poder atribuirnos mérito alguno, ni exigir nada, y sí vivir perdonando y recordando las palabras de aquel rey del que nos habla Jesús: “¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? (Mt 18: 33)”. Porque en definitiva de lo que hablamos aquí es de misericordia y no de otra cosa. Y en esto tenemos un modelo perfecto: Cristo, el cual nos indica que debemos ser “misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso. (Lc 6:36)”. Siguiendo su ejemplo (Mt 11:29), Jesús nos recuerda una y otra vez la actitud correcta del creyente, la que lleva a adquirir la mente de Cristo (1 Co. 2: 16): mansedumbre y humildad.
¿Y cómo podemos desarrollar esta capacidad misericordiosa y perdonadora? En primer lugar, tomando conciencia de la necesidad permanente de la acción del perdón en nuestras propias vidas. Somos pecadores justificados y perdonados (Ro. 5:1), y la Palabra de Dios nos ilustra continuamente de ello, por lo que el contacto con la misma es fundamental. Dios nos invita igualmente cada domingo a recibir dicho perdón, por medio de la Santa Cena. En ella podemos experimentar toda la profundidad y riqueza de la misericordia divina en Cristo. Esta experiencia, nos impulsa y anima a llevar al mundo, con nuestro testimonio de vida, este amor perdonador que recibimos por medio del pan-cuerpo y vino-sangre de Cristo (Mt 26:26-28). En resumen, hablamos de hacer uso de los medios de gracia dispuestos por Dios para nuestra conversión y renovación de nuestra vida. Y siempre tenemos a nuestra disposición también la confesión privada con el Pastor, o la confesión fraterna con los hermanos. Son muchas como vemos, las posibilidades del creyente para avivar y nutrir la conciencia desde la perspectiva de la misericordia y el perdón. ¡Aprovechémoslas!
CONCLUSIÓN
Vivir el perdón como una faceta sana y natural de nuestra personalidad cristiana, es una necesidad siempre, pero quizás mayor aún en nuestros tiempos. Vivimos en una sociedad donde pedir y ofrecer perdón es visto como un signo de debilidad, como algo más propio de niños o personas sin carácter. Pero precisamente la Palabra de Dios nos recuerda que como creyentes, el perdón debe formar parte de una sana praxis cristiana. Para ello nada mejor que ponerlo en práctica en todos los ámbitos de nuestra vida: familia, amigos, trabajo y con el prójimo en general. Pues todo aquel que piensa que puede buscar salvación en el Evangelio y a la vez negar el perdón a su prójimo, vive en un grave error y no ha entendido la dinámica de la salvación (Mt 18:35). ¡Vayamos pues a Cristo en busca de perdón, y salgamos al mundo siendo testigos activos de la capacidad renovadora y sanadora del amor de Dios!. Porque sólo en y desde Cristo, podemos hablar de un perdón verdadero. Que así sea, Amén.
J. C. G. Pastor de IELE

domingo, 4 de septiembre de 2011

13º domingo después de Pentecostes.

Confía en Dios en Toda Desgracia

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Antiguo Testamento: 1 Reyes 19:9-18

Nuevo Testamento: Romanos 9:1-5

Evangelio: Mateo 14:22-33

Cierto día, Jesús dijo a sus discípulos: “Si tuvieseis fe como un grano de mostaza, podríais decir a esta montaña: Pásate de aquí allá, y se pasaría”. Al hablarles así les muestra qué fuerza tendrían a su disposición si tuvieran una cosa, la fe, esto es, la firme confianza en Dios.

Pero al hombre por lo general le falta esa firme confianza. Si le sobreviene una calamidad, una desgracia; si su situación se pone sería, fácilmente se inclina a la desesperación, y pronto se hace la siguiente pregunta: ¿Cómo podré soportar estos tiempos tan difíciles? Tal hombre ha olvidado que hay un remedio para toda situación precaria. El texto para esta ocasión nos llama la atención a este remedio mostrándonos que ninguna otra cosa podrá transformar al hombre débil en un hombre fuerte, al pesimista en optimista y al triste en alegre, sino sólo la confianza en Dios. Tan pronto como depositamos nuestra confianza en el Señor, ya no estamos solos, sino que con nosotros está el Señor de Sabaot.

1. Con cinco panes y dos peces Jesús había dado de comer a cinco mil hombres. Éstos, profundamente conmovidos, querían proclamarle como su rey, lo que era también del agrado de sus discípulos y significaba directamente una tentación para ellos. Entonces Jesús los “obligó a entrar en la barca e ir delante de él” al otro lado, aunque el tiempo no era muy propicio. Desde los montes soplaba un viento, que, durante la noche alcanzaba mucha fuerza. Quizás los discípulos esperaban alcanzar la costa opuesta antes de medianoche y antes que se desatara la tempestad. Pero Jesús sabía muy bien que Él mismo los impulsaba con esto a una situación peligrosa y que en tal angustia iban a necesitar su ayuda. Su intención era que en medio de la tribulación y angustia comprendieran que Jesús mismo los había llevado a esa situación difícil. Pero podemos suponer que en aquella hora peligrosa no se habían acordado de este hecho, sino que solamente vieron las olas y “que el viento era contrario”. Su mayor deseo era que cesase el viento y que las olas se sosegasen, a fin de librarse de aquella angustia. No se dieron cuenta de que el Señor y Maestro, superior a todo contratiempo y a quien el mar y el viento obedecen, regía aquella situación. No vieron que no puede llegar a nosotros ninguna tribulación que, a la postre, no haya sido permitida por Dios mismo. Y por eso, sufrieron aún más en aquella situación precaria porque les faltaba la fe que dice: Esta calamidad no es por causa de las olas, sino por causa de Dios. Sólo se fijaron en "que el viento les era contrario" y no pensaron en el hecho de que su Señor mismo los había puesto en aquella situación.

Lo mismo ocurre también en nuestros días. Todavía hoy el Señor Jesús ve que andamos sobre caminos malos y peligrosos, que las cosas terrenales nos inquietan sobremanera y que estas cosas nos apartan de la meta celestial. Dios observa que ya no oramos como debemos, que ya no tenemos verdadero interés en leer y escuchar la Palabra de Dios, que consideramos todo esto como algo secundario, y que disminuye nuestro esfuerzo por llevar una vida conforme a la voluntad de Dios. Dios observa todo esto y decide, pues, llevarnos al mar de las angustias.

Repentinamente los problemas tocan a nuestra puerta. Sentimos que los vientos son contrarios. Las olas nos azotan. Y entonces nos lamentamos por “la mala suerte” que nos toca a nosotros, en tanto que a otros les va bien. Entonces nos quejamos de los tiempos malos en que vivimos; aún más, se nos hace más pesada nuestra carga. En momentos tales Jesús nos muestra en su Evangelio que nos falta lo que proporciona alivio y verdadera ayuda en la desgracia, esto es, la firme convicción de que Dios mismo nos lleva a esos tiempos de angustia, y que si Él lo hace, también sabe que lo necesitamos.

Esto se puede entender por propia experiencia: la desgracia y la tribulación son cien veces más severas si no las recibimos de las manos de Dios. Pero desgraciadamente existen tantos cristianos a quienes les falta esta primera parte de la confianza en Dios, esto es, la convicción de que es la mano del Dios todopoderoso la que nos lleva a cualquier situación difícil. Si consideramos esto seriamente, entonces todas las quejas y murmuraciones no pueden menos que desaparecer.

2. Aún más, nuestros lamentos se transformarían en la siguiente exclamación de gozo: Dios está con nosotros en la tribulación. Aquel viento que primeramente había sido contrario a los discípulos, paulatinamente se había transformado en tempestad furiosa. Ellos lucharon con todas sus fuerzas para salvar su vida. Cayó la noche; pero todavía no habían alcanzado la mitad del mar. “Más a la cuarta vigilia de la noche Jesús vino a ellos caminando sobre el mar. Y los discípulos, viéndole andar sobre el mar, se turbaron, diciendo: ¡es un fantasma! y gritaron de miedo”. Pensaban que aquel fantasma les diría que pronto morirían entre las olas. Entonces Jesús no esperó más, sino que les habló diciendo: “Tened ánimo: yo soy; no tengáis miedo”. En seguida le reconocieron y recibieron gran ánimo en sus corazones turbados. La fe de ellos se fortaleció cuando se dieron cuenta de que el Señor estaba con ellos en medio de aquel peligro.

¿No es verdad que a veces la desgracia que nos acomete nos parece ser un fantasma del que no podremos librarnos; un fantasma que nos domina a pesar de los esfuerzos que hacemos para defendernos? Y después sigue el temor, como el que sintieron los discípulos, que hasta gritaron de miedo. Pero he aquí que en nuestra tribulación Jesús nos habla en su Palabra y nos dice: “Tened ánimo: yo soy; no tengáis miedo”. Pronto nuestro corazón recobra la serenidad. Poco antes no sabíamos qué hacer a causa de la inquietud, que nos parecía fantasma. Pero acto seguido se nos acerca nuestro Salvador y nos dice, en medio de todas las olas furiosas de la tribulación: “Yo soy; no tengáis miedo”.

Puede ser que, para muchos hombres, lo futuro se les presente como un fantasma aterrador. Es también inevitable que el diablo mismo, con sus huestes, meta su mano en todas las intranquilidades, en las tormentas, guerras, levantamientos y en todo lo que está amenazando tanto en las cercanías como en el horizonte lejano. Pero también es verdad que Dios permanece siendo el Señor sobre todos los pueblos, sobre todos los tiempos y sobre cada individuo, y que sin su voluntad no sucede nada. Por eso queremos escuchar con verdadera fe la voz tranquila y apacible de nuestro Salvador, que nos dice: “Tened ánimo: yo soy; no tengáis miedo”. Entonces comprenderemos con gratitud que Dios, por medio de esa tribulación, quiere atraernos hacia sí.

3. Después de haber recibido ánimo los discípulos, Pedro, el más impulsivo de ellos, piensa que debía mostrar que, a pesar del pavor, tenía aún una fe firme. Momentos antes había temblado ante las olas furiosas. Luego quiere mostrar empero a las olas que ya no las teme, y se propone ir al encuentro de Jesús. Mucho es su valor; pero también mucho es el amor que tiene a Jesús. Pero antes de poner su pie sobre las olas, quiere saber si Jesús aprueba su intención. Por eso, grita desde la barca: “Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. Y sólo después de haber oído la respuesta de Jesús: “Ven”, abandona la barca considerando la demostración de su valiente fe como lo más importante en aquel momento. Pero Jesús quiere enseñar a él y también a los otros discípulos, que lo más importante es la comprensión de que Él quiere atraer a los hombres hacia sí por medio de la tribulación.

En situaciones análogas, después de haber recobrado el valor, no debemos olvidarnos de dirigir a Jesús la siguiente pregunta: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”. Podemos estar seguros de que Jesús contestará a cada uno: “Ven”; pues el Señor, mediante cualquiera angustia, persigue el fin de que nos acerquemos más a Él. Pero aunque el Señor, con cada prueba severa, nos invita así, su invitación no es empero escuchada en la mayoría de los casos. La reacción común consiste en que el hombre, después de una experiencia triste, piensa así: “Ahora debo trabajar en lo terrenal con doble afán para compensar lo perdido. Ahora debo trabajar también los domingos para ganar lo perdido”. A esto sigue luego negligencia en la oración, en la lectura de la Biblia y en la asistencia a los cultos divinos.

Todo esto no dejará de entristecer al Salvador y de inducirlo a exclamar: Mi intención era fortalecer la fe de este hombre por medio de la tribulación. Quería mostrarle que no debiera estar tan apegado a las cosas terrenales. Pero su actitud es peor que la anterior. Yo esperaba que avergonzado dijera como Pedro: “Señor, manda que yo vaya a ti”, y con gozo le habría contestado: “Ven, ven más cerca de mí persistiendo en la oración, luchando tenazmente contra el pecado, confiando firmemente en que yo dirigiré tu vida. Pero resulta que por la tribulación se apegó más a lo terrenal. La tribulación no trajo ninguna ayuda a su alma.

¡Quiera Dios que no tenga Él que lamentarse así de nosotros! Si, por el contrario, somos atraídos más cerca de Dios mediante alguna desgracia o cualquiera dificultad, podemos abrigar la firme esperanza de que al fin Dios acudirá a socorrernos. Oigamos lo que sobre esta verdad nos dice nuestro texto.

4. Pedro, después de haber bajado de la barca, camina valientemente sobre las aguas para ir a Jesús. Más, de golpe, se levanta delante de él una ola enorme, de modo que Pedro se espanta y comienza a hundirse. Y, aunque su fe se ha debilitado, muestra, no obstante, que no ha perdido la convicción de que Dios siempre puede salvarle. Por eso, no trata de salvarse por sus propias fuerzas volviendo a los discípulos en la barca; sino que clama al Señor, diciendo: “Señor, sálvame”... Y sucede lo que ha creído. Aún más, el Señor ayuda también a los otros discípulos, pues entra en la barca, y en seguida se calma el viento y el mar se sosiega.

También nosotros podemos de igual modo confiar en que Dios nos librará de cualquiera angustia. Lo peor de una situación angustiosa consiste siempre en que el hombre no pueda ver el fin de una tribulación. Por otra parte, donde se vislumbra tal fin, se despierta en seguida la esperanza de que por fin vendrá un día en que terminará todo mal y toda incertidumbre. Así los hijos de Dios pueden decir en los días tristes: “Tenemos un Dios que salva”. Reconocemos que no podemos prescribir a Dios la hora de su ayuda. Pero la ayuda vendrá seguramente; y aunque es verdad que podrá haber una angustia que nos acompañará hasta la muerte, nunca olvidemos que nuestra vida no acaba con la muerte, y además podemos constatar que Dios realmente libra a los suyos de cualquier pesar.

“Si tuvieses fe”. Ésta es la palabra que debemos recordar en todo tiempo. Ya hemos comprendido de cuántas fuerzas enormes, de cuánto consuelo, paz y alegría dispondrá el alma si en los tiempos críticos no pierde esta cosa importante: la verdadera confianza en Dios. Podemos prescindir de tantas cosas si el momento nos lo exige. Pero, a una cosa nunca podremos renunciar: a la confianza en Dios. ¡Dios nos ayude a mantenernos firmes en esa fe en medio de todo tiempo borrascoso hasta la última crisis, hasta el día de la última angustia, cuando tengamos que abandonar la barca de nuestra vida para poner nuestro pie sobre las aguas turbulentas de la muerte! Que entonces veamos venir a Jesús a nuestro encuentro en la Palabra y los sacramentos y le digamos: “Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti”. Entonces podremos oír de sus labios la hermosa invitación: “Ven”, y Él nos librará de la angustia postrera, de modo que al quebrarse la barca de nuestra vida alcanzaremos felizmente las orillas plácidas de la eterna bienaventuranza. Amén.