domingo, 27 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés.


Domingo de Pentecostés - Ciclo B

        


       ¡espíritu santo, ven!






TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                   

Primera Lección: Ezequiel 37: 1-14

Segunda Lección: Hechos 2: 1-21

El Evangelio: Juan 15: 26-27, 16: 4b-15

Sermón

INTRODUCCIÓN

En los últimos días de Jesús sobre la tierra, el Señor anunció a los Apóstoles las tribulaciones que deberían afrontar en un futuro próximo. Ninguno de ellos tenía conciencia aún de que la misión del Maestro, pasaba irremisiblemente por su sacrificio expiatorio, el cual implicaba su muerte en la Cruz. Menos aún imaginaban que la tristeza que estaban a punto de experimentar, se convertiría en un gozo indescriptible para ellos y para el mundo entero (Jn 16: 20). Y es en este contexto inaudito y confuso para los discípulos, donde Jesús anuncia la llegada de Aquél que da claridad y luz allí donde solo existe oscuridad, duda e incredulidad: El Espíritu Santo (Paráclito). El Espíritu cuya llegada celebramos hoy, y de la cual no podemos sino seguir dando gracias al Padre, pues sin Él, la conversión y como consecuencia de ella, nuestra Fe en Cristo, serían imposibles. El Espíritu Santo hace posible que el mundo crea en Jesús crucificado y muerto por nuestros pecados, y como rocío puro caído del cielo (S. Ireneo de Lyon), da vida abundante a todos, y nos vivifica para llevar fruto que perdure al mundo.



  • Venciendo la tribulación con el auxilio de la Palabra y el Espíritu Santo

Como ya hemos mencionado, los Apóstoles aún vivían ajenos a las tribulaciones que estaban por venir. Habían caminado con Jesús, escuchado su llamado al arrepentimiento y a la conversión. Habían sido testigos de su reivindicación como el Mesías prometido por Dios y anunciado por los Profetas, y como evidencia de ello, habían presenciado los numerosos milagros que el poder de Dios llevó a cabo a través del Maestro. Sin embargo en sus mentes, toda esta experiencia se limitaba a esperar la restauración del orden conocido por ellos. A una purificación social, moral y religiosa del pueblo de Israel, donde la justicia de Dios ordenaría todo lo que era evidente que estaba trastocado. Ni por asomo eran conscientes de la envergadura del proyecto divino de restaurar y redimir no sólo a los judíos y a Israel, sino que el final de la historia era la redención de todos los pueblos conocidos, del mundo entero. Por tanto, ¿por qué iban a suponer pues o pensar que Cristo debía morir y dejar este mundo?, ¿cómo sería posible sufrir persecución si el Mesías estaba aquí junto a ellos?. Tan convencidos estaban de lo contrario que, como leemos en el Evangelio de hoy, sus corazones se entristecieron, negándose a aceptar la realidad que Jesús les anunciaba: “Antes, porque os he dicho estas cosas, tristeza a llenado vuestro corazón” (Jn 16: 6). Jesús sin embargo anuncia persecución, negación, expulsión, discriminación y finalmente, muerte (v2). Pues el mundo reaccionará con violencia y descrédito hacia la figura de Cristo, como tantas y tantas veces lo hizo respecto a la Palabra de Dios y sus Profetas. Es la reacción clara del pecado ante el anuncio de liberación de Dios hacia el hombre, ya que el pecado se resiste con fuerza a ser desterrado de nuestra naturaleza. Lucha, y desarrolla una fuerza extraordinaria para mantenernos en la esclavitud de la incredulidad. Sabe que la Fe es la estocada definitiva contra él, y la que en Cristo nos libera de las consecuencias nefastas del mismo: la muerte y condenación eternas. Y aquí, en esta lucha sin cuartel, es donde Jesús anuncia la llegada de una luz potente capaz de disipar las tinieblas de este mundo. La llegada de un aliado magnífico, del “Consolador, a quien yo enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre” (Jn 15: 26). Es este Espíritu el que hace posible la conversión del hombre, por medio del testimonio sobre Cristo y su obra, y es el que da Vida por medio de la Palabra de Dios: “él dará testimonio acerca de mí” (v26). Y por tanto, he aquí la clave para la conversión del mundo que aún vive en la incredulidad: la Palabra como testimonio vivo y como eficaz instrumento para la acción del Espíritu Santo. “Escudriñad las Escrituras, pues a vosotros os parece que en ellas tenéis vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn 5 39). !Palabra y Espíritu Santo para la conversión del mundo¡.

·         La acción multiple y eficaz del Espíritu Santo

Jesús comunica a los Apóstoles la necesidad de su partida, de manera que el Espíritu Santo dé comienzo a su obra de conversión: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; más si me fuere, os lo enviaré” (v7). Con estas palabras los discípulos reciben el consuelo de saber que aún sin la presencia física de Cristo en la tierra, la acción de Dios seguirá siendo activa y eficaz. Dios no abandona nunca a su pueblo, y por medio de su Espíritu sigue y seguirá trayendo salvación a los hombres. Y el Evangelio nos aclara de qué manera actúa y qué acciones desarrolla el Espíritu Santo entre nosotros: “ y cuando él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (v8). La primera y necesaria obra es pues mostrar la realidad y gravedad del pecado, el cual es el eje alrededor del que gira la problemática de salvación del hombre. Y como exponente del empeño humano de permanecer en el mismo, Jesús nos enseña que la incredulidad en Él y su obra de redención, son la mayor muestra de ello: “por cuanto no creen en mí” (v9). En segundo lugar el Espíritu ilumina nuestro entendimiento para comprender que, tras la muerte, resurrección y ascensión de Cristo a los cielos, la justicia de Dios ha sido plenamente satisfecha: “de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más” (v10), y que Dios se manifiesta:  “con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fín de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe en Jesús” (Rom 3:26).  El Espíritu proclama pues al mundo la perfecta, gratuita y llena de gracia Justicia de Dios en Cristo, ¡Nuestra Justicia!. Y por último, su obra incluye igualmente anunciar la derrota absoluta de Satanás, proclamar que el mal y aquellos que perseveran en él, ya han sido en realidad juzgados: “por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado” (v11). No podemos entender plenamente el misterio de la conversión, de la obra invisible por la cual un ser humano deja de resistirse a la acción del Espíritu Santo y cree (Hech 7:51). Pero en estas palabras de Jesús, sí podemos entender y ver la secuencia de aquellas verdades que nos es necesario creer y que creemos: rechazo al pecado, justicia de Dios en Cristo y derrota del mal y sus consecuencias eternas. Y todo este conocimiento lo provee abundantemente no nuestra razón o inteligencia, sino el Espíritu de Dios, desde el mismo momento de nuestro bautismo y durante toda la vida del creyente. Él nos sostiene en Fe, y en Él tenemos: “justicia, paz y gozo” (Rom 14:17).

  • El Espíritu Santo vive ahora en nosotros

El Espíritu Santo es entre muchos cristianos, un gran desconocido aún siendo la tercera persona de nuestro Dios Trino. Su acción invisible y misteriosa hace que algunos lo vean como un ser distante y poco conectado con sus vidas. Sin embargo, ¡cuán grave error es tener esta visión!. Pues el Espíritu de Dios en realidad vive en nosotros, mora en nosotros y forma parte de nuestro ser espiritual de manera inexplicable: “Porque vosotros sois el templo del Dios viviente“ (2 Cor 6:16). Pero no sólo mora en nosotros de una manera sobrenatural, sino igualmente real: “o ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros” (1 Cor 6:19). ¡Cuántos son los que ignoran que ahora habita en ellos por la Fe nuestro Dios Espíritu Santo¡. Y es importante saber esto y tenerlo siempre presente, para que nuestras mentes, acciones y nuestra vida en general, traten de honrar a Aquél que mora en nosotros y nos da Vida, aspirando siempre a vivir en consonancia con esta nueva existencia que tenemos en Cristo. De ahí la amonestación del Apóstol Pablo: “y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el dia de la redención” (Ef 4: 30). Y para ello y siguiendo el consejo de Dios en Su Palabra, apartemos de nosotros toda amargura, enojo, ira y todo aquello que ensucia el alma y entristece al Espíritu Santo, y perseveremos en el amor, la misericordia y el perdón tal como nosotros fuimos perdonados en Cristo (v31-32). Así honramos al Espíritu que llevamos en nosotros, y así hacemos de nosotros una morada digna para Él.

Jesús anuncia finalmente que este Espíritu nos guiará a la Verdad, hablando un mismo mensaje de parte de Dios, en armonía perfecta con todo aquello anunciado por Cristo: “él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que  hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (Jn 16:13). Un Dios Trino, un mismo Dios que proclama un mismo testimonio para la humanidad: “que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Ti 1:15), y por ello ¡El Espíritu Santo glorifica a Cristo por siempre!.

CONCLUSIÓN

Los discípulos se hallaron reunidos tal dia como hoy, en el día de Pentecostés. Estaban juntos, y unánimes en su fe (Hech 2: 1), y a punto de experimentar la promesa de Cristo de enviar al Espíritu de Verdad, y de mostrar al mundo que nuestro Dios seguía junto ellos y que sigue junto a todos los creyentes. Que somos fortalecidos en fe y en testimonio gracias a la presencia viva en nosotros de este Espíritu Santo, y que ni las lenguas ni las limitaciones humanas son un obstáculo para que el nombre de Cristo sea proclamado con fuerza a todas las naciones de la Tierra. Nosotros somos hoy esos mismos discípulos, sellados en el Bautismo con el mismo Espíritu y reunidos unánimes en torno a la Santa Palabra de Dios y los Sacramentos. Y damos gracias a Dios en Cristo por enviar a nosotros al gran Espíritu divino, el cual cada día fortalece, renueva y vivifica nuestra fe, por medio de la cual invocamos el nombre del Señor (v21) para salvación. Por eso hoy clamamos con fuerza, !Espíritu Santo, ven!. Que así sea, Amén.

                                           J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 20 de mayo de 2012

Séptimo Domingo de Pascua.


       Jesús ora por nosotros




TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

Primera Lección: Hechos 1:12-26

Segunda Lección: 1º Juan 5:9-15

El Evangelio: Juan 17:11b-19

Sermón

Introducción

Alguna vez te has preguntado ¿qué quiere Dios de ti? ¿Cuál es su voluntad para tu vida?

En nuestro texto de hoy, Dios nos ofrece precisamente una visión en sus deseos hacia nosotros. Él nos permite escuchar o leer la oración que Jesús ofreció por nosotros la noche antes de morir. Al escuchar lo que Jesús oró nos enteramos de lo que Jesús realmente quiere para nosotros hoy.

Repasemos la escena en que Jesús hace esta oración. Jesús reunió a sus discípulos a una última cena en el aposento alto en la ciudad de Jerusalén. Él les ha demostrado lo que significa ser un líder que sirve a los suyos, al ponerse de rodillas y de lavarles los pies. Celebró con ellos la última cena de Pascua y al mismo tiempo, instituyó el nuevo pacto en su sangre. Ahora, justo antes de salir a Getsemaní para ser traicionado por Judas, Jesús ofrece, lo que se conoce como su oración sacerdotal. En esta oración, primero Jesús ora por sí mismo, luego por sus discípulos y finalmente por la iglesia como un todo. Hoy vamos a centrarnos especialmente en la oración por sus discípulos, reconociendo que todo lo que Jesús pidió por ellos también se aplica a ti y a mí.

En primer lugar Jesús ora por nuestra protección:

Jesús no realiza esta oración en algún rincón, no se encierra en una habitación, no ofrece esta oración en silencio o  mentalmente. Al contrario, todo lo que Juan registra aquí, fue pronunciado en voz alta, en presencia de los once discípulos. Tu Salvador, el Hijo de Dios, ofrece una súplica apasionada a su Padre celestial intercediendo por ti. Si, Jesús está orando por ti. Es lo que los discípulos deben haber sentido en esa primera tarde de Jueves Santo. Nuestro Señor ora por nosotros.  Pero ¿qué es lo que Jesús pide a Dios para nosotros?

Juan registra la oración de Jesús: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre” ¿De qué nos tiene que proteger o guardar Dios? “protegerlos del Mal (otras traducciones dicen “del maligno”). Este es el principal punto de Jesús en la oración por sus discípulos: que sean protegidos, que sean vigilados, ya que el maligno, vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” 1º Pedro 5:8.

Hay dos maneras en que Dios nos protege del diablo y el mal que acedia nuestras vidas. Una de las alternativas es que Él nos libre del mal para siempre llevándonos al cielo. Pero aquí, en nuestro texto, no es esa lo que la oración de Jesús solicita. ¿Cómo los puedes saber? Debido a que Él mismo dice: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal”. Juan 17:15. Más bien, Jesús ora para que su Padre proteja a sus discípulos mientras están en el mundo.

Esto es lo que Jesús está orando por cada uno de nosotros. “Padre, mientras están en esta vida, mientras están en el mundo, protégelos del Maligno”. Pero ¿Cómo espera Jesús que su Padre nos proteja? “guárdalos en tu nombre” v. 11.  ¿Qué significa esto de  la protección o ser guardados en el nombre de Dios? Bueno, si repasamos el catecismo, veremos que implica el nombre Dios y cuál es su significado. El nombre de Dios, no son sólo los títulos que se le aplican, sino que el nombre de Dios es todo lo que nos ha revelado acerca de sí mismo en su Palabra, en la Biblia. Así que cuando Jesús ora: “Padre, guárdalos en tu nombre”, quiere decir: “Padre, protege a los creyentes del maligno en y por el poder de tu Palabra”.

Pero ahora, sobre una base práctica, ¿cómo funciona esto? En la vida real, ¿cómo la Palabra de Dios nos protege del maligno? La Palabra de Dios nos protege del maligno y nos mantienen unido a Él, a través de sus dos principales enseñanzas. La Ley de Dios nos protege, señalando el bien y el mal. La ley es la señal que nos dice: Precaución. No vayas allí. Detente. No hagas eso. Peligro. Esa actitud es perjudicial para la salud eterna. Haz esto. Sigue por aquí. Estos es lo que no debes hacer y esto es lo que debes hacer.

Desafortunadamente, muchas veces pasamos por alto todas las señales de advertencia de Dios. Terminamos desobedeciendo la ley de Dios y luego viene Satanás y nos ataca. Él nos golpea con sentimientos de culpa y vergüenza, como hizo con Adán y Eva, a fin de que huyamos de Dios y le temamos. Él nos lleva a creer que en nuestra vida no hay esperanza, que no tenemos ninguna posibilidad de ser aceptados por Dios y nuestra vida no tiene sentido. O por otro lado no s exige que para compensar el mal hecho hagamos todo lo mejor posible para reconciliarnos con Dios. Pero esto nos causa más desconsuelo y desesperanzas, ya que tarde o temprano fallamos. Pero ahí es donde otra enseñanza de la Biblia nos ofrece protección contra el Maligno: El Evangelio. Este nos declara que Jesús ha quitado todos nuestros pecados, culpa y vergüenza. En la sangre de Jesús y su justicia, estamos perdonados ante los ojos de Dios. De hecho, a causa de la victoria de Jesús sobre la muerte, podemos estar seguros y confiados que el diablo y todas sus acusaciones y tentaciones, han sido derrotados y vencidos. Ese es el poder, esa es la protección que Jesús quiere que tu tengas y Dios te la da a través de su Palabra oída, leída y unida a los sacramentos. En el bautismo Dios te ha unido a Él, en la Santa Cena su presencia en el pan y vino te perdona y sostiene en la unión con Él.

Así que la prioridad de Jesús para cada uno de nosotros en su oración es que seas protegido del Maligno. La prioridad de Jesús no es que tengas éxito en la vida, a pesar de que el mundo elige el éxito como algo importante, Jesús afirma que para ti lo más importante no se trata de ser popular, estar sano o ser rico. No, la oración de Jesús dice que lo más importante para ti y para mi es que permanezcamos unidos a Dios y así no dejarnos atrapar por las mentiras de Satanás, que nos enrede en el pecado, que sigamos el camino de Judas y nos perdamos para siempre.

Si para Jesús la unión con Dios por medio de su Palabra y la protección del mal es una prioridad que expresa en su oración por nosotros, necesitamos preguntarnos ¿si tú y yo estamos tan preocupados como Él por este tema? ¿Es tu principal prioridad y motivo de oración en la vida pedir: “Padre, protégeme del maligno. Padre, no me dejes perder la fe...”? Orar de esta manera afectará la forma en que miras la vida. Seguramente te llevará a hacerte preguntas como “¿Cómo va a afectar a esta acción particular en mi relación con Dios? ¿Mi relación con estos amigos me ayuda a estar más cerca de o lejos de Dios? ¿Qué riesgo tiene este comportamiento, o actitud hacia la vida eterna?”

Estas son algunas de las cosas que se convierten en importante cuando te das cuenta de que el Salvador está orando para que se te proteja del Maligno. Pero esta no es la única oración que Jesús hacer en su nombre en esta perícopa. Jesús, tu Sumo Sacerdote, no sólo ora por tu protección.

Jesús también está orando por tu santificación.

¿Qué significa esto de que “Jesús ora por tu santificación”? La palabra griega que se utiliza aquí significa literalmente significa “hacer santo”, “consagrado” o “ser apartado”. La idea es dejar a un lado algo para un propósito santo. Por ejemplo, en el Sacramento de la Santa Cena, se consagra el pan y el vino, es decir, que se los distingue y aparta para un propósito santo. Es nuestra manera de hacer saber que no vamos a jugar con las formas o usarlas como fichas en un juego de mesa. Ellos se reservan para un uso muy especial, un propósito divino.

Aquí, en su oración sacerdotal, Jesús está orando para que tu también seas consagrado o santificado, es decir, que seas apartado para un propósito especial, una tarea sagrada, una misión divina. Ahora, si pensamos en cómo encaja esto con lo que Jesús está diciendo, de que sus discípulos deben estar en el mundo, pero no son del mundo. Jesús tiene un propósito para nosotros y no es encerrarnos en un monasterio o apartarnos de aquellos que no comparten nuestra fe. No se trata de formar parte de una determinada comunidad aislada. No, Jesús nos envía al mundo a relacionarnos con nuestros vecinos, para que nuestra luz brille, para ser sal y luz en la tierra. En esta oración Jesús envía a sus discípulos como portadores de un mensaje y a la vez nos está enviando a nosotros también. Pedro nos expresa en su carta que “sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” 1Pedro 2:9. Estamos unidos a Dios y estamos protegidos del mal, no para quedarnos estáticos, sino para anunciar el mensaje de nuestro único y suficiente salvador Jesucristo.

Conclusión

Jesús nos compró con su sangre. Él nos ha escogido para un propósito. Y ese propósito no es simplemente “comer, beber y ser feliz, porque mañana moriremos”. Nuestro propósito no es simplemente tener una vida cómoda. Dios tiene un propósito mucho más alto para nosotros. Nuestro propósito es reflejar su gloria en nuestras vidas, para compartir el amor y el perdón que Cristo logró en la cruz por todos nosotros, con las personas que estamos en contacto, con quienes pasamos tiempo juntos, con quienes compartimos nuestras habilidades y usar el dinero que nos ha dado para ayudar a predicar a Cristo a otros. A la vez que recordamos que tenemos un Salvador que no sólo nos amó y murió por nosotros, sino que también intercede por nosotros ante el trono de Dios. Alégrate de que tu Señor sigue velando por ti, y no sólo eso, sino que también sabes exactamente lo que está pidiendo por ti.

Jesús ora por ti. Él ora para que Dios use su Palabra para protegerte de las tentaciones y acusaciones del maligno. Ora para que Dios te aparte y guíe a llevar a cavo  el propósito divino, la sagrada misión que Él tiene para cada uno de nosotros. Esa es la oración de Jesús. Que sea también nuestra oración. En nombre de Jesús. Amén.

Atte. Pastor Gustavo Lavia

domingo, 13 de mayo de 2012

Sexto Domingo de Pascua.


Sexto Domingo de Pascua -

        


       la fe que vence al mundo






TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     
Primera Lección: Hechos 10:34-48

Segunda Lección: 1º Juan 5:1-8

El Evangelio: Juan 15:0-17

Sermón

INTRODUCCIÓN

El concepto de “victoria” tiene para los hombres, y más en nuestros tiempos, un sentido fuertemente competitivo, de ser capaz de imponernos a un rival, de alcanzar metas y objetivos. A nadie en circunstancias normales se le ocurriría pensar sin embargo que vencer en el sentido espiritual, pueda estar relacionado con ideas tales como acatar mandamientos, amar el enemigo, sacrificarse por el otro etc. Pero para el cristiano precisamente, todas estas ideas conforman tal y como nos enseña la Palabra, el núcleo de la aplicación práctica de su fe cada día. Jesús nos llama a una nueva relación con Él y con el mundo, basada en la obediencia a Dios, el amor y la amistad con Cristo y como máxima expresión de ése amor, la fe en el Hijo de Dios por cuya sangre obtenemos perdón y salvación.



  • Los Mandamientos como expresión del amor entre Dios y los hombres.

¡Cuán difícil nos resulta a los seres humanos someternos a una norma!. El hombre en su estado natural, quiere ser libre y le molesta que se le asignen límites o que se le exija adecuarse a un comportamiento determinado. La voluntad carnal prefiere imponer sus propios criterios y no someterse a nada. Esto ya lo experimentaron nuestros primeros padres en el Edén, cuando estimaron que la única norma que Dios les aplicó, debía ser transgredida para su beneficio personal (Gn 3:6). Sin embargo Jesús hoy nos llama a cumplir los mandamientos de Dios, y nos muestra el ejemplo de su propia persona, donde él mismo los ha guardado todos. Lo más sorprendente para el hombre es que este llamado se hace en nombre ni más ni menos que del amor: “Si guardáreis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre,  permanezco en su amor” (v10). Es decir, los cristianos ya no estamos sometidos a un concepto de la Ley legalista, donde prevalece la letra desprovista de su espíritu (2 Cor 3:6), sino que debemos ser capaces de ver tras los mandamientos de Dios la razón de los mismos, el por qué de su existencia para nuestras vidas. Y Jesús nos enseña que el trasfondo, la razón y la intención de Dios para el hombre en su Ley no es otra que el Amor. Somos llamados a permanecer junto a Él, pues de hecho gracias a la fe ya lo estamos, pero en una relación basada no en la imposición, ni en el mero temor a infringir una norma, sino en la confianza familiar de un hijo con su padre y de un padre con su hijo:  “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor” (v9). Sabemos que la Ley de Dios fue dada a los hombres para su bien, para que la vida pudiese desarrollarse en armonía en relación a nuestro Creador y también en relación al prójimo. Pues en la visión de Dios las relaciones se basan en un fundamento íntimo, donde el amor lo impregna todo; y por eso para Jesús amar a Dios y cumplir sus mandamientos son una misma cosa: “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos” (1 Jn 5: 3). Aquí descubrimos el error de muchos que se llaman a sí mismos cristianos y afirman que la Ley de Dios no se les aplica a ellos; pues la Ley es Santa ya que es ley de Dios, “sus mandamientos no son gravosos” (v3), y además, tal como nos enseña el Apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas: “la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe” (Gal 3:24). Por tanto el cristiano trata de cumplir la Ley en tanto que es voluntad amorosa de Dios para los hombres, y como aquella en la que tomamos conciencia del pecado en nuestras vidas al igual que un espejo refleja nuestra verdadera imagen (Rom 3:20), pero sobre todo como el maestro infalible que, ante la desesperación por las cargas que el pecado trae cada día, nos dirige a las manos amorosas de Jesús. En estas manos en fe descansamos de todo dolor y carga, pues Cristo toma nuestro yugo y lo transforma en una Cruz, donde el decreto contra nuestros pecados queda anulado por medio de Su sangre. ¿Podemos imaginar un acto de Amor más grande que éste?.

·         Viviendo en Cristo por medio del Amor

Tras hablarles a los discípulos de la necesidad de mantener una conciencia clara respecto al cumplimiento de los mandamientos, Jesús condensa la Ley de Dios en un único mandamiento, el cual magistralmente, resume la intención de Dios para los hombres: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (v12). ¡Qué maravilloso es el amor de Dios, que no se limita a una relación egoísta sino que se proyecta hacia el prójimo!. Pues el amor divino no pretende limitarse a una relación estrecha entre Dios y el hombre, sino que nos muestra que éste debe fluir hacia otros e impregnarlo todo. Dios no pretende un amor en exclusiva, sino que quiere que Su amor por nosotros nos sirva y nos abra el camino para un mundo más Sano, menos preocupado del yo y más enfocado en el otro. Pues: “todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios”(1 Jn 3:10). Y es que no podemos amar a Dios y no amar al prójimo al mismo tiempo. Tal cosa es imposible para el creyente, como nos enseña Jesús: “en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25: 40). De nuevo, amar a Dios y al prójimo están tan íntimamente conectados que son acciones inseparables. Y como ejemplo definitivo de la fuerza de este Amor que proviene de nuestro Padre, el Señor lo ejemplifica con su propia acción redentora, su sacrificio vicario por todos nosotros, sus hermanos espirituales y en palabras suyas, sus amigos: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (v13). Hablamos aquí de una amistad que hunde sus raíces en el deseo inquebrantable de Dios para con la humanidad, de dar vida y salvación a todos por medio de la fe. Una amistad que recibimos por pura gracia, y que en contrapartida sólo pide una cosa: obedecer a Cristo, “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (v14). Y este obedecer no será para nosotros una carga pesada (Mt 11: 30), sino alegre y reconfortante, pues consiste en resumidas cuentas en poner en práctica la misericordia y el amor con el hermano y el prójimo en general. Poca cosa parece esta petición en contrapartida por las bendiciones que recibimos cada día de nuestro Padre. ¡Y qué decir si la comparamos con la vida eterna que Jesús nos asegura por medio de su muerte y resurrección!. Y sin embargo, ¡cuánto nos cuesta muchas veces amar y todas las acciones que se derivan de ello, como la caridad (Cáritas) y el perdón!. Pero cuando esto suceda, cuando no estemos dispuestos a satisfacer esta sencilla petición de Jesús, miremos a la Cruz. Dejemos que sea ella la que nos muestre lo asequible que es para nosotros, en comparación con el precio pagado por Dios en su Hijo , el cumplir con aquello que se nos pide .

·         Liberados de la servidumbre del pecado ahora somos llamados a la amistad con Dios

La amistad, cuando es verdadera, es una de las experiencias más reconfortantes que hay en la vida. Saber que alguien se preocupa por tí, sentirse apreciado, querido, apoyado. Se suele decir que, quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Y no podemos dejar de maravillarnos de que Cristo, no sólo nos ha revelado el conocimiento de Dios mismo en su persona: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14: 9), sino que también nos ha revelado Su voluntad redentora para con el hombre: “todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (v15). Y es en esta entrega total de Jesús para con nosotros, donde ahora somos llamados “amigos”, un título inmerecido para nosotros, pero que restaura nuestra relación con Dios, rota por el pecado. Dios ya no nos ve como sus enemigos, como aquellos que rechazamos con obstinación su Ley, sino como aquellos que por medio de la Fe, hemos vencido al mundo, pues: “Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios” (1Jn 5: 5). Y para nosotros, no hay verdad más cierta que esta filiación divina de Cristo, y ahora también de nuestra amistad con Él. Pero Jesús, que conoce perfectamente la mente del hombre, y sabe de su facilidad para reinterpretar la verdad a su conveniencia, nos deja claro algo que es importante recordar, para que la Gracia sea el vehículo exclusivo de la misericordia de Dios, y no la atribuyamos a otras cosas : “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros” (v16). Es decir, no ha sido nuestra supuesta bondad, razón o decisión personal la que nos ha llevado a los pies de la Cruz, sino que la llama misma de la Fe que llevamos en nuestros corazones se debe ni más ni menos que al Amor de Dios cuando, “estando muertos en pecados, y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Col 2: 13). Por tanto, si alguien quiere enorgullecerse de algo a causa de su Fe, no piense ni por un momento que esta se debe a otra cosa que al Amor de Dios y su misericordia. Siendo así pues, ¡proclamemos nuestra fe!, ¡llevemos fruto que permanezca! (v16), pero no olvidemos nunca que, si alguno quiere gloriarse de algo: “gloríese en el Señor” (1 Cor 1: 31).



CONCLUSIÓN

Nos acercamos a las puertas de Pentecostés, donde el Dios que “en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hech 10: 35), se revelará a los discípulos por medio de la llama de Vida del Espíritu Santo. El mismo Espíritu que mora en nosotros y que nos sostiene a diario, dándonos el testimonio de la Verdad. Y a nosotros sólo se nos pide una cosa: Amar. Amar a Dios en su Palabra y en su Ley, amar al prójimo como fruto de nuestro amor por el Creador, amar a Cristo y permanecer en su amor, amar al Espíritu Santo como “Señor y dador de vida”, y amar al mundo “anunciando el evangelio de paz por medio de Jesucristo” (Hech. 10: 36). Este es el gran mandamiento que Cristo nos llama a cumplir, y nuestra gran comisión en esta vida. ¡Que así sea, Amén!                                                           

 J.C.G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 6 de mayo de 2012


               Permaneced en Mí: Expresión de la Relación entre Cristo y el Cristiano”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                          06-05-2012

Primera Lección: Hechos 8:26-24

Segunda Lección: 1 juan 4:1-11

El Evangelio: Juan 15:1-8



Antes de subir por última vez a Jerusalén, Jesús dirigió a sus discípulos varios discursos sublimes y consoladores. De uno de estos proceden las palabras recién leídas en el Evangelio. Allí Jesús exhorta y ruega a sus discípulos: “Permaneced en mí, en unión conmigo”, y añade varias razones de por qué ellos debían dar cumplimiento a ese ruego. Lo que aquí se dice, debe ser también para nosotros motivo de constante preocupación. Así como Jesús tiene puestos en nosotros sus ojos día y noche cuidando de conservarnos en unión con Él, así también nosotros debemos esforzarnos día y noche por mantener viva y estrecha nuestra relación con Él. Consideremos pues ahora, guiados por el Espíritu Santo e iluminador, y para provecho de nuestras almas: El Ruego de Jesús a los Suyos: Permaneced en Mí, como Expresión de la Relación entre Cristo y el Cristiano.

I “Permaneced en mí”, así ruega Jesús a sus discípulos, a nosotros todos. Tres breves palabras, y sin embargo, ¡cuan profundo es su significado! Si alguien me pide que permanezca en él, esto presupone que ya estoy con él. Si no fuese así, tendría que decirme: ¡Ven a mí! De modo que si Jesús nos ruega: permaneced en mí, sus palabras expresan que ya estamos en compañía de Él, que somos sus amigos y hermanos. ¿Con qué, amados míos, hemos merecido ser llamados amigos de Jesús? La Palabra de Dios afirma: “Éramos por naturaleza hijos de ira”, Efesios 2:3 y en el Tercer Artículo del Credo confesamos: “Creo que por mi propia razón o poder no puedo creer en Jesucristo, mi Señor, ni venir a Él”. Todos sabemos y sentimos que somos pecadores. Un pecador es quien transgrede los mandamientos de Dios y no puede ser amigo de Dios; antes bien, debe sentir temor ante el santo Dios, puesto que Dios amenaza castigar a todos los que traspasan sus mandamientos.

A pesar de esto, Jesús nos ruega: Permaneced en mí. Con esto quiere decirnos: Yo sé que por naturaleza estabais alejados de mí. Yo sé que a causa de vuestros muchos pecados estabais bajo el dominio de Satanás, y con él deberíais haber sido condenados al fuego del infierno, para castigo eterno. Yo sé también que por vuestra propia iniciativa no podíais ni queríais venir a mí. Más precisamente por esto yo vine a vosotros a esta tierra. Yo, el verdadero y eterno Hijo de Dios, me hice hombre en bien vuestro y llegué a ser vuestro hermano, para arrancaros del poder del diablo y del infierno. Yo cargué con vuestros dolores, en vuestro lugar padecí la ira y el castigo de Dios, con mi muerte en la cruz pagué lo que vosotros habíais merecido. Mediante la predicación de mi Evangelio os llamé hacia mí y os di justicia; porque todo aquel que cree en mí y en mi Palabra, es tenido por justo ante el Padre celestial, al tal Dios le perdona todas sus iniquidades, le condona su deuda contando a su favor los méritos míos. Así vosotros sois ahora míos, yo mismo os doy el derecho de ser llamados amigos e hijos de Dios. Y puesto que sois míos, yo os sostuve hasta el día de hoy con amor y fidelidad, os proveí de todo lo necesario para la vida, y fui en toda dificultad y aflicción vuestro fiel socorro y dulce consuelo. Y así lo haré también en lo futuro, hasta el fin de vuestros días; y cuando termine vuestra corta vida terrenal, os daré vida, paz y gozo eternos en el cielo. Por esto os ruego: Permaneced en mí. ¿Os dais cuenta ahora, amados míos, de cómo estas pocas palabras de Jesús encierran todo el inmenso, divino amor del Salvador para con los pobres hombres?

Pero hay más aún. Si alguien me ruega: Permanece en mí, lo hace porque piensa que yo quizás pueda tener la intención de irme. Así también nos ruega Jesús: Permaneced en mí; pues a pesar de que ahora sois míos, estáis diariamente en peligro de abandonarme.

Vosotros diréis: ¡Jamás suceda esto! Para siempre permaneceremos en Jesús, en su Palabra, en su Iglesia. Sin embargo, más de uno que confiaba en sí mismo tan firmemente, luego me abandonó. No debéis desestimar la astucia del diablo; éste os tienta con seducciones que al principio parecen insignificancias, y si no estáis siempre alerta, os arrastra a la perdición cuando menos lo pensáis. Recordad el ejemplo de Adán y Eva; también ellos querían ser obedientes a Dios, y de pronto se dejaron seducir por la serpiente, quebrantaron la orden divina, comieron de la fruta prohibida, e introdujeron así el pecado al mundo. Recordad el ejemplo de Caín: primero no hizo más que airarse con su hermano, y después fue y le mató. Así el diablo aún hoy arma sus acechanzas a los hombres y trata de separarlos astutamente de mí, el Salvador. Más de uno que quería ser cristiano sincero comenzó por tener uno de esos pequeños “pecados favoritos”, nada más; quizás le gustaba jugar por dinero, o hacer de vez en cuando algún negocio fraudulento, o beber una copita demás, o usar palabras poco decentes; pero poco a poco el diablo llevó al tal hombre al extremo de que el pecado aparentemente pequeño se convirtió en vicio grande. Más de uno pensó en un principio: No será cosa tan grave si este domingo no asisto al Oficio Divino; alguna vez el hombre puede divertirse también y paulatinamente adquirió el hábito de usar el tiempo del culto para sus diversiones, y así su celo por la Palabra de Dios se enfrió y se apagó. Por esto nos ruega Jesús, cuidaos bien, no os dejéis ahogar por los afanes y placeres de esta vida, sino antes, permaneced en mí. ¿Y qué será nuestra respuesta a ese ruego del buen Señor? ¡Oh! exclamemos como el salmista: “¿A quién tengo en el cielo sino a ti? y comparado contigo nada quiero en la tierra.” Salmo 73:25.

Y algo más nos revelan las palabras de Jesús: su dolor por los que le abandonan. Si alguien me ruega: Permanece en mí, demuestra con ello que mi partida no le causa satisfacción, sino pena. Así Jesús quiere decir con su ruego: Si me abandonáis, si os volvéis indiferentes hacia mí y hacia mi Palabra, si perdéis la fe en mí, si preferís confiar en vosotros antes que en mí, si os agrada más vivir como los incrédulos que como un hijo de Dios, ¡qué pesar me causáis entonces! Pues en tal caso, todo mi afán y cuidado por vosotros fue en vano, en vano me entregué por vosotros a la muerte, en vano fue también todo el amor que os dispensé. Y si entonces ya no halláis paz para vuestras almas, si os aterra la mala conciencia, si os hundís en la desesperación a causa de vuestros pecados y finalmente os perdéis para siempre, la culpa de ello es exclusivamente vuestra, y en nada os podré ayudar ya, puesto que rechazasteis mi gracia y redención. Por esto os ruego como vuestro bondadoso Salvador que soy: ¡No me abandonéis, sino permaneced en mí!

Hemos oído así el ruego del Salvador, un ruego que nos atañe a todos nosotros, ya que todos deseamos ser amigos de Jesús y salvados por Él. Y por esto os ruego también yo, que fui puesto por Dios entre vosotros como vuestro predicador y consejero espiritual, ¡permaneced en vuestro Salvador!

Ahora bien, para respaldar su ruego, Jesús aduce aún algunas razones que le impulsan a expresar tal ruego.

II. No cabe duda, sin Jesús nada podemos hacer. Una vez que el sarmiento ha sido cortado de la vid, no puede ya producir fruto alguno. Así tampoco podrá ya hacer obra buena alguna el hombre que se separó, que apostató de Dios. El que no ama a Dios sobre todas las cosas, no podrá ni querrá guardar sus mandamientos. Bien, pero: ¿no conocemos también nosotros personas que sin ser creyentes en Cristo hacen no obstante mucho bien, y hasta lo hacen a nosotros mismos? ¿Qué diremos de éstos? Si un incrédulo hace algo que a ojos humanos parece bueno, lo hace mayormente para cosechar alabanzas, o porque espera obtener con ello alguna ventaja. Y aunque no fuera así, aunque una persona se mostrase amable con otros por cierta bondad natural, esto no quiere decir que sus obras necesariamente han de ser buenas ante los ojos de Dios, por más que lo parezcan ante la vista nuestra. “El nombre mira a los ojos, mas Jehová mira al corazón”, 1 Samuel. 16:7. Caín presentó al Señor un sacrificio, al parecer exactamente como su hermano Abel, y sin embargo, sólo el sacrificio de Abel fue del agrado de Dios. ¿Por qué? Porque Abel era hombre piadoso; Caín en cambio abrigaba pensamientos de envidia y de odio. En el reino de Dios rige esta regla: Todo lo que no es de fe, es pecado, Romanos 14:23. La fe es lo único que decide. Quien posee fe, es justo y bueno ante Dios, pues por la fe viene el perdón de pecados. Quien no posee fe, es y será siempre un pecador perdido y condenado, por más intachable que nos parezca su conducta. ¿Veis ahora cuan importante es el ruego de Jesús “Permaneced en mí”?

Jesús prosigue: “El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden”. v. 6. El que se aparta de Jesús, no sólo no puede ya hacer el bien, sino que tampoco quiere hacerlo. Creyente aún, vivía como hijo de Dios, pero al poco tiempo se puede constatar justamente lo contrario. Ni bien el sarmiento es cortado de la vid, comienza a secarse. Un hombre tal se hace siempre más indiferente hacia la voluntad de Dios, sus pecados y vicios alcanzan siempre mayor predominio y así ocurre a menudo que un amigo de Dios se convierte con asombrosa rapidez en su enemigo. Como es recogido el sarmiento seco y echado al fuego para ser quemado, así llegará también la hora en que el Señor en su justa ira recogerá a todos los impíos y los echará en el fuego del infierno donde les sobrará tiempo para maldecir su apostasía que los condujo a ese lugar de tormentos. Por esto el ruego de Jesús es al mismo tiempo una seria advertencia a todos nosotros: Permaneced en mí, pues sólo así vuestra alma quedará a salvo de la desdicha sin fin.

Finalmente el Señor menciona una razón más por qué hemos de permanecer en Él: porque Él cuida tan paternalmente de que podamos permanecer en Él. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”, v. 7. Si permaneciereis en mí, dice Jesús, también mis palabras permanecerán en vosotros. Si no dais las espaldas a vuestro Salvador, Él se os manifestará siempre de nuevo en su Palabra. Siempre de nuevo os hablará por boca de los que anuncian el Evangelio y siempre de nuevo os asegura cuánto os ama, cómo os quiere socorrer en toda necesidad, con cuánta longanimidad os perdona todos vuestros pecados y cuan vivamente desea reuniros a todos consigo en el cielo. Pero no sólo es Dios el que habla; también nosotros podemos hablar a Él: “pedid todo lo que queréis, y os será hecho”. Con toda franqueza podemos dirigirnos a Él en nuestras oraciones, podemos confiarle nuestras preocupaciones grandes y pequeñas, seguros de poseer en Él a un amigo que en todo momento nos escucha y que tiene también la voluntad y el poder de darnos lo que más nos conviene, y esas conversaciones mutuas, las promesas divinas dirigidas a nosotros, y nuestras súplicas dirigidas a Dios, constituyen un lazo fuerte que une a criaturas y Creador. ¿Habríamos de romper nosotros ese lazo anudado por Dios mismo, y seguir nuestro propio camino sin Dios? ¡Cuan ingrato, insensato y funesto sería tal proceder! Por tanto, tomemos siempre a pechos, en nuestro propio bien, el ruego de Jesús: ¡Permaneced en mí! Y exclamemos como Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? ¡Tú tienes las palabras de vida eterna: y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!” Juan 6:68-69.  Amén.

Rvdo. Érico Sexauer