domingo, 24 de junio de 2012

4º Domingo de Pentecostés.


       Dios sigue llamando a su pueblo




TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

Primera Lección: Isaías 40:1-5

Segunda Lección: Hechos 13:13-26

El Evangelio: Lucas 1:57-80



Sermón

  • Introducción

Vivimos tiempos convulsos, de una llamada crisis que hace ya un tiempo está sacudiendo los cimientos de nuestra sociedad. Existe una preocupación general en el ambiente, donde unos tratan de buscar salida a sus problemas, otros miran con recelo al futuro, y algunos han caído ya en la pérdida de confianza y pronostican lo peor para el porvenir. La economía y sus hijos predilectos: los mercados, quieren convertirse así en nuestros nuevos señores, aquellos que aparentemente determinan quien permanece de pie o quién cae. Y así día a día este entorno que nos rodea, nos aprisiona y asfixia de manera tal que, son pocos los que perciben en esta semi-oscuridad social el hecho de que Dios sigue gobernando nuestros destinos. Que no es ningún indicador económico, ningún banco ni ninguna agencia de calificación los que tienen realmente nuestras vidas en sus manos. Pues Dios sigue siendo el Señor de la Historia, y sigue hablando y llamando a Su pueblo, para que escuchen Su voz, la misma voz que proclama que sólo El puede hacer que “lo torcido se enderece y lo áspero se allane” (Is. 40: 4).

  • Escuchando la voz de Aquél que nos llama

Cuando hay mucho ruido en el ambiente, es difícil poder escuchar la voz de la persona que nos habla. Todo se funde en un rumor que embota nuestros oídos, no permitiéndonos distinguir un mensaje coherente. Si a ello añadimos el ser poco cuidadosos o poner poca atención a lo que se nos dice, entonces el fracaso en la transmisión de un mensaje está asegurado. Y así le ocurrió a Israel, en medio del ruido de las ambiciones humanas, las amenazas y los conflictos políticos, este pueblo a menudo cerró sus oídos a la voz de Dios proclamada por medio de Sus Profetas. Pero escuchaban eso sí, otros mensajes, y seguían otras voces, que a la postre complicaban sus vidas y los llevaban a sufrir penurias: amenazas de invasiones, humillación, deportación en Babilonia, etc. Es lo que ocurre cuando desplazamos del centro de nuestras vidas a Dios, y lo suplantamos por el lucro, la avaricia y la ambición a costa incluso de ser siervos del engaño y hacer de la mentira el aliado perfecto. Pero el pueblo de Dios y los creyentes en general necesitamos vivir atentos siempre a la voz de nuestro Creador; estar atentos a los tiempos que nos toca vivir, sí, pero no dejando de oir la única voz que de verdad debe importarnos. No podemos perder de vista que por encima de las crisis, los problemas y la aparente autosuficiencia del mundo presente, nuestro Dios sigue proclamando un mismo mensaje: “Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios” (Is. 40: 3). Puede parecernos que el mundo vive según sus propias reglas, ahora predominantemente económicas, pero no olvidemos que éste es el mismo mundo necesitado de arrepentimiento y perdón de todos los tiempos desde la caída de nuestros primeros padres. Y aunque muchos siguen cerrando sus oídos a la voz de Dios en Su Palabra, y ponen toda su atención en esta realidad aparente, otros sí han escuchado y entienden que sus vidas necesitan un sentido superior al que esta sociedad puede ofrecerles. Y que este sentido se encuentra sólo en Cristo. Y para estos, todos los días les es proclamada una Buena Noticia, una que ningún problema humano puede acallar o perturbar: “Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado que el doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados” (v2). Dios así nos tiende la mano, nos ofrece perdón, vida y salvación eternas por medio de la sangre de Su Hijo, por encima de nuestros errores y pecados. Una oferta que demanda una inversión razonable, pues sólo requiere arrepentimiento y conversión, pero con el interés más alto que ningún inversor pueda imaginar obtener: la entrada al Reino celestial. Esta es, frente a las ofertas de inseguridad y temporalidad que ofrece el mundo, la oferta de Dios para los hombres. Pero una oferta eso sí, que tiene un plazo limitado para poder acogernos y beneficiarnos de ella: nuestra vida. ¿Puede ofrecernos el mundo algo mejor y más interesante?, ¿Dejaremos pasar pues

esta oportunidad irrepetible?.

  • Escogiendo la mejor parte

El mundo siempre ha conocido problemas de todo tipo, pues siendo el hombre pecador el entorno sufre las consecuencias del pecado. Así hemos vivido cambios sociales, económicos, guerras, revoluciones, hambrunas, epidemias, etc. Situaciones que preocupan y generan confusión e incluso ansiedad. Pero no debemos olvidar que el trasfondo de nuestras preocupaciones y agobios tiene como fundamento únicamente la debilidad en la confianza en que Dios ordena su creación amorosa y misericordiosamente, y de que todo lo que sucede, aunque no lleguemos a entenderlo, está predispuesto para nuestro bien: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Rom 8:28). Y todos conocemos también la historia de Marta y María relatada en el Evangelio de Lucas, y de la advertencia de Jesús a Marta: “Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas, pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada”(Lc 10:41-42). Aquí tenemos un ejemplo claro de que el mundo y sus problemas no deben apartarnos nunca de la escucha atenta de la voz de nuestro Creador. De nuevo, esto no significa vivir de espaldas al mundo, ignorando los acontecimientos  sino todo lo contrario. Debemos mirar y ser críticos con la realidad, tratando de interpretar la acción de Dios en la misma, pero no confundiendo eso sí, el devenir del mundo y su lógica con la de Dios: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová” (Is 55:8). Porque este mundo tiene un único sentido, que es el de servir y alabar a Su Creador viviendo según Su Ley de Amor para con Él y el prójimo; y por eso cualquier otro sentido humano que le apliquemos, seguirá generando frustración y conflictos únicamente. Y aquí es donde los cristianos estamos llamados a seguir perseverando en nuestro testimonio del Evangelio, más allá de los acontecimientos. El Apóstol Pablo es un buen ejemplo de este espíritu, testificando sin cesar, perseguido, maltratado, expulsado, encarcelado y aún así agradecido de darlo todo por el Evangelio: “por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3:8). Vinimos a este mundo sin nada, y sin nada nos marcharemos de él, por eso, aquello que tenemos y con lo que Dios nos ha bendecido, cuidémoslo. Pero al mismo tiempo cuidemos ante todo de que aquello más importante que poseemos, nuestra fe, no se vea debilitada ante las dificultades de la vida. Que ella sea en Cristo nuestra ancla cuando las aguas desbocadas del mundo parezcan querer sacudirlo todo.

·         Las voces proféticas aún son necesarias

La llamada de Dios a su pueblo es una constante en la historia de la humanidad. Dios no cesa en su empeño de traer redención a este mundo: “Por toda la tierra salió su voz, y hasta el extremo del mundo sus palabras” (Sal 19:4), y al igual que el padre en la parábola del hijo pródigo, Él siempre está a la puerta pacientemente esperando el momento de nuestra conversión. Es su naturaleza misericordiosa la que posibilita el que no seamos desechados y abandonados a nuestra perdición. Y por eso, en los momentos clave el Señor ha traído hombres a este mundo que proclamen su Palabra, que hablen por encima del mundanal ruido y sus problemas, y que hagan tomar conciencia de los senderos erróneos que no debemos seguir. Juan el Bautista fue uno de estos hombres escogidos, con una labor difícil y que como en su caso, con frecuencia acarreaba la muerte. Él fue llamado a ir delante del Señor: ”para preparar sus caminos” (Lc 1: 76)  y a predicar en el desierto de una sociedad donde eran pocos los que oían. Pero aún con todos estos condicionantes, Juan cumplió su misión anunciando a Jesús como el Mesías prometido, el Cristo. Y su voz continúa activa aún, por medio de la llamada que desde entonces y hasta hoy lleva a cabo la Iglesia misma y cada creyente que ejerce su responsabilidad de ser testigo del Evangelio. Estos mismos profetas, en la figura de cada uno de nosotros, son/somos llamados hoy a mantener la voz firme y a decir a nuestra sociedad que este mundo, con todas sus problemáticas, crisis y aparente vida propia, sencillamente pasará. Y que más allá de que el mundo pase, una cosa sabemos cierta: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos (Heb 13:8), y que la llegada del Reino está próxima. Pretendemos arreglar los asuntos mundanos, dejar atado y bien atado cualquier cuestión laboral, económica o social, pero ¿para cuándo dejaremos el arreglar el gran problema del ser humano?, ¿Qué necesita el hombre para tomar conciencia de que lo trascendente es aquello que requiere de sus máximos empeños y atención?. Una sociedad sorda a la llamada de Dios es una sociedad que navega como un barco a la deriva, expuesta a la colisión con el primer Iceberg o escollo que aparezca en su camino. Por eso la Iglesia no es sólo la comunidad de aquellos que nos congregamos alrededor de la Palabra y los Sacramentos, sino la de los que llenos de esta Palabra e insuflados de poder por medio del Espíritu Santo, salen al mundo y testifican con su vida y su palabra de aquello de: “lo que hemos visto y oído” (1 Jn 1:3). ¿Estás ejerciendo tú esta misión?, ¿permites que el mundo y sus problemas te aparten de tu vocación profética?.

  • Conclusión

Asistimos a situaciones de inestabilidad social, de crisis económica y dudas sobre el futuro de nuestro modelo social. Hay personas que están sufriendo especialmente este impacto, y como Iglesia debemos estar junto a ellos y apoyarlos,  proclamando al mismo tiempo que nuestra sociedad necesita ahora más que nunca la Palabra de Dios, para poner serenidad y esperanza donde reina la confusión. Para denunciar que este mundo tiene un Señor, que no está sometido a ninguna ley financiera, y que sigue llamando al hombre a escuchar su mensaje de perdón y amor en Cristo. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21:33). No, la Palabra de Dios no está sometida a la especulación de los mercados, ni se ve afectada por decisiones políticas. Su validez es eterna y su eficacia es absoluta (Is 55:11). Ella será nuestra mejor inversión, aquella que nos dará “tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones ni minan ni hurtan” (Mt 6: 20). Que así sea, ¡Amén!

                                                         J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 10 de junio de 2012

2º Domingo de Pentecostés.



       “El pecado que no será perdonado


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

Primera Lección: Génesis 3:8-15

Segunda Lección: 2ª Coríntios 4:13-5:1

El Evangelio: Marcos 3:20-35

Sermón

INTRODUCCIÓN

Ser cristiano significa, fundamentalmente, vivir confiados en que nuestra relación con Dios, por encima de nuestras ofensas, transgresiones y en definitiva, de nuestros pecados diarios, ha sido restaurada por medio de la obra de Cristo. Esto es de gran consuelo y ciertamente una buena noticia (Evangelio) para todos nosotros. Ya el profeta Isaías anunció de manera muy gráfica el hecho de que Dios, en su infinita misericordia, es un Dios perdonador y misericordioso:  “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como lana blanca” (Is 1:18). Cualquier persona no podrá sino regocijarse con este anuncio de perdón y restauración de parte de nuestro Creador. Mas nos encontramos hoy en el Evangelio con una situación nueva y desconcertante, donde la acción salvífica de Dios entre los hombres es conscientemente rechazada, atacada y acusada de ser obra del maligno, ni más ni menos. Desconcierta pensar que alguien pueda  deliberadamente, oponerse al amor de Dios que restaura, consuela y trae vida y salvación. Pero por muy desconcertante que sea, ello es también posible. Y ciertamente esto es un pecado, pero no un pecado cualquiera, sino en palabras del propio Jesús, un pecado que no será jamás perdonado.

  • La misericordia y el amor de Dios llama a las multitudes

El Evangelio de Marcos nos muestra desde sus primeros versículos a Jesús enfrentándose al mal y la enfermedad,  y liberando a los hombres de la esclavitud de la misma. Así, lo vemos echando espíritus inmundos, sanando a leprosos, paralíticos y realizando otros milagros por medio del poder de Dios: “ Y sanó a muchos que estaban enfermos de diversas enfermedades, y echó fuera muchos demonios” (Mc 1: 34). Esto equivalía a mostrar a los judíos que, siendo el Mesías prometido y el Hijo de Dios, tenía poder también para luchar contra el pecado mismo y sus consecuencias. Y así, Jesús dió inicio a su ministerio mostrando la misericordia divina entre su pueblo, llevando un anuncio fresco y poderoso de perdón y de liberación. Y las multitudes lo seguían, desde Galilea, desde Judea y desde otros muchos lugares, atraídas por esta enseñanza nueva, donde no solo se proclamaba la Palabra, sino que ésta se hacía viva, evidente y sanadora por medio de su presencia. Muchos reconocían en Jesús a aquél que acercaba el Reino de Dios a los hombres, e incluso los mismos espíritus que expulsaba se postraban ante Él y lo reconocían como Hijo de Dios: “Y los espíritus inmundos al verle, se postraban delante de él, y daban voces diciendo. Tú eres el Hijo de Dios” (Mc 3: 11). Pero aún con todo este testimonio, otros no creían en Él, e incluso sus mismos familiares estaban confusos y dudaban, tratando de apartarle de su ministerio público (Mc 3: 21). La acción de Jesús y el anuncio del Evangelio, provocan como vemos reacciones dispares entre los hombres: o bien su aceptación por medio de la acción de conversión del Espíritu Santo, o el rechazo al puro Evangelio de perdón y salvación. Podríamos pensar quizás en una tercera reacción: la indiferencia, pero en realidad esta no sería sino una manifestación más del rechazo mismo. Pues el hombre en su estado natural vive continuamente rechazando la llamada amorosa de Dios, a causa del pecado, y solo misteriosa y milagrosamente es llevado a la fe salvadora por la misma obra del Espíritu. Y una vez convencido de su condición de perdición ante Dios y de su necesidad de restauración por medio de la Obra de Cristo en la Cruz, el ser humano no puede sino dar infinitas gracias a su Creador por esta gracia inmerecida, fruto del amor de Dios hacia los hombres. Sin embargo cabe mencionar aún otra posible reacción ante el anuncio del Evangelio, una que simplemente nos cuesta imaginar que sea siquiera posible. Pues ¿Acaso no hemos dicho que la Obra del Dios entre los hombres no debería ser sino motivo de enorme alegría?. ¿Cómo sería posible pues que alguien, plenamente convencido de su necesidad de perdón y del amor perdonador de Dios en Cristo, aún así rechazara conscientemente esta oferta de restauración de parte de Dios?. ¿Qué diremos pues si además se acusase a esta acción amorosa de Dios de ser obra del maligno?.

·         Un pecado que no tiene perdón

La Palabra de Dios es poderosa, y en boca de Jesús esta Palabra hacía milagros y prodigios asombrosos. Y esta manifestación del poder de Dios y de su misericordia era tan evidente que, como hemos dicho, hasta los demonios se retorcían proclamando a Jesús como el Hijo de Dios. Sin embargo los escribas, aquellos que era considerados y se consideraban maestros de la Ley de Dios, mostraron una actitud ante Jesús peor incluso que la de los mismos demonios. Pues si estos, aún a su pesar, reconocían a Jesús como el Mesías divino prometido, los escribas lo acusaron de ser él mismo un servidor de los demonios: “Pero los escribas que habían venido a Jerusalén decían que tenía a Belzeebú, y que por el príncipe de los demonios echaba fuera a los demonios” (Mc 3, 22). Pero ¿cómo es posible que alguien luche contra sí mismo?, respondió Jesús, ¿cómo un reino se rebelará contra él mismo?, pues: “si un reino está dividido contra sí mismo, tal reino no puede permanecer” (v24). Con esta parábola Jesús indica que no hablamos aquí de un servidor de demonios, sino del verdadero Hijo de Dios, que destruye con su Palabra la realidad maligna en la que viven los hombres. Que lucha y somete a las fuerzas del mal con el poder de Dios: “Ninguno puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si antes no le ata, y entonces podrá saquear su casa” (v27). Los escribas sabían y eran conscientes sin duda de que Cristo era el Hijo de Dios, y que sólo por medio del poder de Dios eran posibles todos los milagros que presenciaban. Pero aún así, y con todas estas abrumadoras pruebas, estos hombres en su desprecio absoluto por Cristo y su obra entre los enfermos y desechados de la sociedad de su tiempo, cometieron el mayor de los pecados: blasfemaron contra el Espíritu Santo. Porque toda esta acción de conversión y restauración es precisamente llevada a cabo por medio de la obra del Espíritu Santo. Él es quien convence al mundo de pecado (Jn 16: 8), y el que disemina en el mundo la gracia y el amor de Dios. Así los escribas, al tachar la obra de Dios como obra de los demonios, atacaron y blasfemaron contra el Espíritu divino. Y este pecado nos dice Jesús: “no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno” (v29). Son palabras duras, terribles incluso, pero que señalan que aquel que, una vez consciente de su situación pecaminosa, rechaza y ataca la oferta de salvación y perdón en Cristo Jesús (Evangelio), ya ha sido condenado. Pues la salvación es siempre la obra propia de Dios por medio de su gracia; pero la condenación es responsabilidad exclusiva del hombre llegado el caso, por su incredulidad, su rechazo y su dureza de corazón: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3: 19).

  • Familiares de Jesús por medio de la Fe

Con todo y por encima de los ataques contra Cristo y su obra, los escribas y otras autoridades religiosas de Israel, no pudieron detener al pueblo en su deseo de escuchar a aquél que traía esperanza y una palabra nueva. Y era tal la fuerza de su mensaje, que era frecuente que las casas fuesen desbordadas por el número de personas en ella para escucharle, y que muchos tuviesen que permanecer incluso fuera. Así es como el hombre tocado por el Evangelio, acude a su llamada, sin reparos para sortear dificultades o superar sus propias limitaciones (Lc 19: 3-4), con tal de recibir un rayo de esa luz divina para sus vidas. Y así lo encontraron sus familiares, y mandaron a buscarle al interior de una casa, donde probablemente eran incapaces siquiera de entrar. Pero Jesús contestó ante esta llamada: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?” (v33). Puede parecernos una respuesta despectiva hacia sus propios familiares, los cuales como hemos dicho, querían seguramente por temor, protegerlo y apartarlo de su vida pública. Pero Jesús aquí quiere en realidad hacernos reflexionar sobre aquellas cosas que anteponemos a la voluntad de Dios, y que muchas veces nos apartan de una entrega sin reservas a favor del Evangelio. “He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquél que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (V34-35).  Ni siquiera los lazos familiares, quizás los más fuertes que tenemos en este mundo, son pues excusa para no cumplir la voluntad del Padre, y esto Jesús lo mostrará más claramente aún en el Evangelio de Mateo. “el que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí, y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mi” (Mt 10: 37).Pues ésta es en palabras de Jesús la voluntad de Dios, a lo que Él nos llama. A seguir no nuestras propias ambiciones, no nuestros deseos humanos, no aquellas cosas mundanas que dan una felicidad efímera, sino a Cristo mismo en fe. Un Cristo que nos ofrece, no una vida de éxito, no el cumplimiento de nuestras ambiciosas metas, no la abundancia de bienes, sino una Cruz. Pues la vida del cristiano es caminar cada día cargando con las cruces que encontraremos en ella, pero sobre todo vivir con la alegría y el gozo de saber que Cristo nos lleva a una vida de perdón y salvación por medio de la Fe. Que Él pagó nuestra deuda ante el Padre, y que ahora somos contados entre aquellos a los que aguarda una morada celestial en el Reino.

CONCLUSIÓN

¿Qué antepones tú, y qué anteponemos todos a la causa del Evangelio?, es algo que cada día debemos meditar, para que ninguna de estas cosas sea un obstáculo que nos impida ver, como le ocurrió a aquellos  escribas, el gran milagro que cada día Dios lleva a cabo en cada uno de nosotros. El milagro de la vida eterna sellado en nuestro Bautismo, el milagro del perdón llevado a cabo por la Santa presencia de Cristo en el pan y el vino, y el milagro en definitiva de la gracia y el amor de Dios, el cual:”aun estando nosotros muertos en pecados, nos dió vida juntamente con Cristo, por gracias sois salvos” (Ef. 2: 5). Que así sea. ¡Amén!.

                                                         J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

sábado, 2 de junio de 2012

1º Domingo de Pentecostés.

  “En Jesús nacemos cada día “

Textos del Día:

Primera lección: Isaías 6:1-8

La Epístola: Hechos 2:4ª, 22-36

El Evangelio: Juan 3:1-17

Sermón

Gracia, misericordia y paz de Dios Padre, de nuestro Señor y Salvador, Jesús y del Espíritu Santo. Amén.

Hoy es el primer domingo después de Pentecostés, tradicionalmente domingo de la Trinidad. Generalmente hoy se usa el Credo de Atanasio, credo que esta siempre vigente.

Martín Lutero en 1522, dijo en su sermón para este domingo: “Es cierto que 'Trinidad' es un nombre que no se encuentra en ninguna parte de las Sagradas Escrituras, sino que ha sido concebido e inventado por el hombre. Por esta razón, suena un tanto frío y sería mejor hablar de “Dios” en lugar de la “Trinidad”.

Esta palabra significa que hay tres personas en Dios. Es un misterio celestial que el mundo no puede entender. La fe no debe basarse en la razón o las comparaciones, sino que debe ser entendida y establecida por medio de pasajes de las Escrituras, porque Dios es el único que tiene el conocimiento perfecto y sabe cómo hablar acerca de sí mismo. Aunque las palabras “Trinidad” o “Dios Trino y Uno” no se utilizan nunca en la Escritura, en efecto, la Escritura nos muestra un Dios Uno y Trino. Nuestra lección del Evangelio de hoy nos señala a las tres personas de la Divinidad... El Hijo, quien está hablando con Nicodemo. El Padre, el Dios que envió a su Hijo y al Espíritu Santo, sin cuya acción de dar vida, nadie puede ser salvo. Las tres personas de la Trinidad estaban presentes en el bautismo de Jesús. Jesús emerge de las aguas, el Padre hablando: “Tú eres mi Hijo, en quien tengo complacencia”  y el Espíritu Santo descendiendo del cielo en forma de una paloma.

Hay algunos que afirman que los cristianos no adoran a un solo Dios, sino que adoramos a tres dioses distintos. Ellos ven y oyen, nos hablan de las tres personas separadas de la Trinidad y no pueden entender cómo podemos afirmar que adoramos a un solo Dios. Estas personas, por lo general, simplemente están buscando una razón para rechazar el cristianismo y muchas veces rechazan la existencia misma de Dios. Simplemente buscan cualquier motivo para negar la verdad de la Escritura. Nosotros creemos que la creencia de la Trinidad no esta en oposición a lo que dice Dios: “Oye, Israel: El Señor, nuestro Dios, el Señor uno es” (Deuteronomio 6:4)

Nuestros dos credos más comunes, el Niceno y el Apostólico, simplemente asumen que entendemos y aceptamos la Trinidad como un hecho. Estos dos credos suelen ser transcriptos con un párrafo por persona de la Trinidad. El Credo de Atanasio se dirige específicamente a aquellos que rechazan la Trinidad.

Nuestra fe nos afirma en la verdad bíblica de la Trinidad y acepta la verdad de la Trinidad, a pesar de que nuestra lógica humana, simplemente no puede entender cómo esto es cierto. El Credo de Atanasio es también el único de los credos antiguos que contiene una amenaza de condenación sobre la herejía, por no creer.

La fe es un don de Dios, dada a nosotros por el Espíritu Santo. La fe que cada uno mantenga íntegra y pura, sin duda permanecerá eternamente. Muchos creen que la fe es una decisión racional humana para aceptar estas cosas. Pero no es así, porque la humanidad esta muerta en pecado, nosotros confesamos que “no podemos por nuestra propia razón o fuerza creer en Jesucristo, nuestro Señor, ni venir a Él, sino que el Espíritu Santo nos llama por el Evangelio, nos ilumina con sus dones, santifica y guarda en la verdadera fe; así como Él llama, congrega, ilumina y santifica a toda la Iglesia cristiana en la tierra, y la conserva en Jesucristo en la única y verdadera fe” (Catecismo Menor, Explicación del Credo Apostólico).

Nicodemo parece haber entendido los inicios de este conocimiento. Las declaraciones que hizo a Jesús: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo” y “¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer” (v. 4) están redactadas de tal manera que parecen casi retóricas. Nicodemo sabe estas cosas, pero ¿cuál es la verdadera respuesta? Jesús tiene la verdadera respuesta: “De cierto, de cierto te, que el que no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (v. 5). Nacido de nuevo a través del agua y el Espíritu, son las condiciones del bautismo, en el que Dios viene a nosotros a través de la palabra de Dios junto con el agua, y la fe que confía en dicha palabra de Dios. Porque sin la palabra de Dios el agua es simple agua y el bautismo no existiría. Pero con la palabra de Dios es un bautismo, es decir, un agua de gracia de vida, un lavamiento de la regeneración en el Espíritu Santo.

Jesús prometió el Espíritu Santo a los discípulos: “Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré de junto al Padre”. El Padre envía al consejero, el Espíritu Santo. El Padre, la persona de la Trinidad, que tiene la más corta declaración en el Credo de los Apóstoles: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y la tierra”. Pero, que gran afirmación general en sólo 11 palabras. Todopoderoso, Creador del Cielo y la Tierra, omnisciente y omnipresente. Esto es lo que confesamos en el Credo de los Apóstoles.

Sin embargo, más allá de estas cosas, Él es nuestro Padre, con todo lo que está implícito en esa palabra. Nos reprende, disciplina, si esas cosas están presentes. Sin embargo, un padre, sobre todo este padre, es mucho más que eso. Sí, Él es estricto en sus juicios, nos dice que estamos equivocados. Nos disciplina. Pero lo más importante es la declaración de Jesús a Nicodemo en la lección de hoy: “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. El Padre, el Todopoderoso, el Creador del Cielo y la Tierra, ha dado a su Hijo unigénito, en sacrificio por nosotros, para lograr el perdón de nuestros pecados.

Nuestra naturaleza humana se rebela a creer esto, exactamente igual que la naturaleza de Nicodemo. Simplemente no quiere creer en el Dios de la Biblia. Queremos construir nuestro propio Dios. Es mucho más fácil de esa manera. Entonces podemos tener un dios que no sea estricto en exigir obediencia a la ley. Podemos tener un dios que simplemente nos dice que todos somos sus hijos y por lo tanto dignos de todos sus dones, incluyendo el don de la vida eterna. Podemos tener un dios que sólo perdona y no corrige a sus hijos por sus pecados. Así podríamos tener un dios que creó el mundo y luego dio un paso atrás y nos dejó evolucionar a nuestro antojo.

Pero este no es el Dios que está en la Biblia. El Dios de la Biblia es severo, es muy exigente y es partidario de la disciplina. El verdadero Dios demanda de nosotros... y no podemos lograr lo que Él exige. Él exige que guardemos su ley y no con regularidad, sino siempre. Él exige que “le amemos con todo el corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente” (Mateo 22:37) y tendemos a amar a las cosas más que a Dios. Él exige que “amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos” y no podemos hacer esto, ya que somos demasiado egoístas y orgullosos. Sin embargo, este es un Padre verdadero, que perdona cuando se lo pedimos. Este es un Padre que ama de verdad a todos sus hijos, incluso a los que van por mal camino.

Este es el Padre que dio a su verdadero Hijo, para ser el sacrificio por nuestros pecados. Pero exactamente ¿qué y por qué, se produjo ese sacrificio? “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree tenga vida eterna” (v. 14-15). Esto es el “qué” del sacrificio. El Hijo del Hombre, Jesús, tiene que ser levantado como Moisés levantó la serpiente en el desierto. Este Jesús, que instruye a Nicodemo, un miembro del Sanedrín, el consejo de gobierno de Israel, que a su tiempo lo condenarán a morir en la cruz.

El paralelismo entre la serpiente de Moisés y Jesús en la cruz es notable. Moisés pidió la liberación para el pueblo de Israel en el desierto cuando Dios envió serpientes venenosas para castigarlos por su incredulidad. Cuando Moisés hizo lo que Dios instruyó y colocó una serpiente de bronce en un palo, cualquier persona que había sido mordida mortalmente podía mirar esta serpiente de bronce en el poste y ser salvo. Ni la serpiente de bronce, ni el poste donde ella estaba, tenían poder para salvarlos, solo la fe de que Dios los iba a perdonar y salvar como lo había prometido.

Nuestra liberación pasa por la misma fe. Jesús fue colocado sobre un poste, una cruz, y colgó en ella hasta la muerte. En su crucifixión y muerte, Él lleva sobre sí todos los pecados del mundo. Todos y cada pecado que tenemos: los pecados que recuerdas, los que has confesado y los que no nos acordamos, también. Todos y cada uno de esos pecados nos llevan al mismo final: la muerte eterna y la condenación. Sin embargo, en su muerte, Jesús pagó la pena que el Padre había pedido por nuestra desobediencia. Así que el Espíritu Santo nos ha traído la fe de la salvación ganada por Jesús en la cruz en el Calvario.

El “por qué” del sacrificio es “para que todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino que el mundo sea salvo por Él”.

El Dios Uno y Trino decidió crear al hombre a su imagen. Él no quiere destruir su creación. Así que el Padre envió al Hijo al mundo para ser un sacrificio por nuestros pecados y el Espíritu Santo crea la fe en que el Hijo, y en su obra redentora, nos garantizan la vida eterna.

Tenemos esa fe, que nos es dada por el Espíritu Santo, por lo tanto sabiendo que Jesús nos ha “rescatado y ganado de todos los pecados, de la muerte, y del poder del diablo, no con oro o plata, sino con su santa y preciosa sangre y con su inocente pasión y muerte, para que seamos suyos, y vivamos bajo Él en su reino, y le sirvamos en eterna justicia, inocencia y bienaventuranza, así como Él ha resucitado de entre los muertos, vive y reina en la eternidad” (Catecismo Menor. Explicación del el Credo, 2º artículo).  Esta es la fe que nos fue dada por el Espíritu Santo, fe que no podemos guardar ni callar.

En Cristo. Pastor Gustavo Lavia.