domingo, 22 de julio de 2012

8º Domingo de Pentecostés.



       ¡Dad de comer al mundo!




TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     



Primera Lección: Jeremías 23:1-6

Segunda Lección: Efesios 2:11-22

El Evangelio: Marcos 6:30-44



Sermón

  • Introducción

Tener hambre es algo natural, y es un aviso del cuerpo el cual nos indica que necesitamos ingerir alimentos para nutrirnos. Sin embargo si no atendemos este aviso, puede ocurrir que en un espacio de tiempo, el cuerpo deje de enviar esta señal. Seguiremos necesitando nutrirnos, e iremos debilitándonos progresivamente, pero llegado un extremo ya no sentiremos hambre. Es lo que ocurre en los países donde azota la plaga del hambre, las personas mueren al final sin siquiera el deseo de alimentarse y por desgracia, casi sin poder ingerir alimento alguno cuando éste aparece. El espíritu sigue un proceso similar al del cuerpo. Necesitamos nutrirlo por medio de la Palabra, de la leche espiritual no adulterada de la que nos habla el Apóstol Pedro (1 Ped 2:2), para que esté fuerte y no desfallezca. Sin embargo, aquellos que se privan de este alimento espiritual constantemente en sus vidas, se debilitan a tal extremo que la Palabra ya no significa para ellos la fuente de vida que es, y con ello ponen en peligro su salud eterna. En la lectura de hoy sin embargo, Cristo provee alimento abundante tanto para el cuerpo como para el espíritu, y aunque en este mundo no siempre dispondrán los hombres del primero por desgracia, podemos estar seguros que el segundo, el alimento precioso de la Palabra de Dios, no faltará. Es la promesa del Señor a la humanidad, aquella que nos asegura salud y vida eterna para nuestras almas.

  • Salir al mundo, ver el mundo, compadecerse del mundo

Una vez más las multitudes seguían a Jesús y a los discípulos, hasta tal punto que el cansancio hacía mella en los propios Apóstoles. Su ministerio llenaba las horas de cada día, librando la batalla espiritual de proclamar la Buena Noticia, de sanar enfermos, de combatir el mal, de enseñar y testificar con sus obras de la presencia del Reino entre los hombres. Y estos obreros necesitaban su merecido descanso, tal como les indicó Jesús. Así también los creyentes haremos bien en tener momentos de sosiego, de buscar nuestros “desiertos”. Aquellos lugares o momentos donde serenar el espíritu y recargar las fuerzas para continuar la Obra de Dios en la tierra. Los discípulos y Jesús mismo no tenían muchas oportunidades como esta, pues la multitud los seguía allá donde iban. Pero Jesús salió “y vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor” (v34). La compasión es la base del Amor de Dios para con los hombres, el fundamento de su Gracia, y aquello que nos hace ver la realidad con los mismos ojos de Jesús. Pues no podemos proclamar el Evangelio si no estamos convencidos de que los hombres lo necesitan en verdad, no como una opción de vida más, sino como una necesidad vital para salvar sus almas. Tenemos que salir y ver las multitudes, pero verlas como Dios las ve, como ovejas lejos de su pastor. Seres que viven en muchos casos según su limitado entendimiento de la vida, sin más referencia que el tiempo que les ha tocado vivir, y sin más objetivo que hacer de la vida misma el objeto de sus esfuerzos y ambiciones. Y por ello es necesario y es la responsabilidad de cada cristiano, contribuir en la medida de sus posibilidades a la proclamación del puro Evangelio de perdón de pecados. De testificar que sólo en Cristo puede el ser humano encontrar un fundamento válido no sólo para esta vida, sino sobre todo para la vida eterna, la verdadera vida. Y esta compasión y este empeño deben acompañarnos cada día, y especialmente debe ser el fundamento de la misión de la Iglesia, y su mayor responsabilidad. Pues si no llevamos a los hombres a Cristo y sólo a Él, estaremos dispersándolos, espantándolos, llevándolos a senderos extraños. Dios pide fidelidad a su Palabra, a su mensaje de salvación, y por ello advierte contra los pastores negligentes: “yo castigo la maldad de vuestras obras, dice Jehová” (Jer. 23:2), pues para el Señor no cuidar adecuadamente de su rebaño es sinónimo de maldad. Al igual que Jesús y los discípulos, hay pues que salir al encuentro, observar, convencidos de la necesidad del Evangelio y finalmente, compadecernos de este mundo, que es lo que nos motiva y moviliza para proclamar y testificar. Para ver en el prójimo no a un extraño con el que no tenemos nada en común, sino a un posible hermano en la fe y coheredero del Reino.

  • ¡Dadles vosotros de comer!

Las horas pasaron rápido, llenas y plenas de la maravillosa enseñanza de Jesús. Una enseñanza nueva, que hablaba de un Dios que en su infinita misericordia, no quiere la muerte del impío, sino que viva (Ez.18:23), y que “habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento” (Lc 15:7). Arrepentimiento, conversión del corazón, fe en Cristo y salvación; y todo ello por el Amor de Dios hacia nosotros los hombres. La tarde se echó encima y una vez satisfecha el hambre espiritual de aquellas almas, sobrevino el hambre física, como un resíduo de carnalidad después de haber experimentado un poco del cielo en la tierra por medio de la presencia de Cristo. Los discípulos estaban nerviosos, apartados como estaban de alguna aldea, ¿cómo iba la gente a satisfacer su hambre?, ¿con qué darles de comer?. Y la respuesta de Jesús una vez más es para ellos desconcertante: “Dadles vosotros de comer” (v36). Sin duda en esta ocasión su fe fue puesta a prueba de nuevo, pues ellos, que venían de expulsar demonios, de sanar enfermos y de presenciar milagros maravillosos, aún carecían de la iniciativa para poner en práctica el poder de su fe por ellos mismos: “¿Que vayamos y compremos pan por doscientos denarios, y les demos de comer” (v37). La respuesta de los discípulos presume incredulidad, pues la multitud de personas requería una gran suma de dinero sólo para comprar pan. También a nosotros nos parece que la misión de proclamar el Evangelio es una tarea enorme, desproporcionada en comparación con nuestros recursos. Tenemos falta de obreros para tanta mies, estaría bien tener más y mejores medios. Pero Jesús dice: “Cuántos panes tenéis?” (v38). Los discípulos tenían sólo cinco panes y dos peces. Y con este escaso material Jesús va a producir uno de los más famosos milagros, el de los panes y los peces, donde después de bendecirlos dió de comer a cinco mil personas. ¿Cuántos son nuestros panes y nuestros peces?, ¿cuántos nuestros recursos para alimentar con la Palabra de Dios a los hombres?. Puede que pocos, pero aquí Jesús nos dice: con lo poco la fe puede hacer mucho. ¿y cuánta es nuestra fe?. Recordemos que nada es poco para el Señor, ya que por medio de un hombre Dios liberó a Israel en Egipto frente a un Faraón (Ex 3:12), con un simple pastor derrotó a un poderoso ejército filisteo y levantó a un Rey (1º Sam.17:45), y por medio de un niño nacido en un establo y muerto en una Cruz, redimió al mundo entero. No, nada es poco cuando abunda la fe, pues el poder no está de hecho en los medios, sino en la Palabra de Dios, y la voluntad de usarla para llevar a cabo Su Obra aquí en la tierra. ¿Tenemos pues sólida fe en el Evangelio de Cristo?, ¿tenemos boca, manos y pies?, ¡Adelante entonces!, ¡Demos nosotros pues de comer al mundo!.

·         Comida abundante y sin fin para toda la humanidad

Doce cestas llenas sobraron de aquel banquete milagroso, donde todos comieron y se saciaron abundantemente. Cinco mil personas fueron alimentadas partiendo de cinco panes y dos peces. ¿no es esta comida, este milagro, un anuncio de que Cristo puede satisfacer y llenar igualmente el hambre espiritual del mundo?, ¿no es un testimonio de que Él es verdaderamente el Hijo de Dios que quita el pecado del mundo?. No debemos olvidar sin embargo en este momento, las palabras de Jesús: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda Palabra de Dios” (Lc 4:4). Porque el hambre del mundo carnal es insaciable; hoy comemos, pero mañana tendremos hambre de nuevo. Por contra, la Palabra de Dios satisface por siempre, pues es alimento divino e inagotable para el alma. Y así, el Señor nos nutre y fortalece por medio de ella diaria y abundantemente, y de este alimento, al igual que ocurrió con los panes y los peces, hay de sobra para el mundo entero, para cada uno de los seres humanos que pueblan la tierra. Pues para todos fue proclamada esta Palabra de Vida y salvación. Pero en esta lectura se nos muestra además otro hecho destacable, que nos lleva ineludiblemente a otro milagro, a otro banquete: “Entonces tomó los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió los panes, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante; y repartió los dos peces entre todos” (v41). Pues Cristo, la noche en que iba a ser entregado instituyó otro banquete divino, por medio del pan y el vino (Mc 14:22-25). Un banquete donde se ofrece perdón y salvación, por medio de su cuerpo y sangre, y que también provee comida abundante y sin fin para los creyentes. Por medio de pan y peces Jesús combatió el hambre carnal, y ahora por medio de pan y vino, cuerpo y sangre, combate el pecado y la muerte. Y todo ello por el poder de esta misma Palabra de Dios, y el poder del Espíritu Santo, el cual ablanda los corazones endurecidos, y consuela a las almas que andan en este mundo sin pastor. Tenemos pues un mandato claro de Jesús: dar de comer al mundo. Y este mandato nos obliga como cristianos y como Iglesia, a compadecernos del mundo sufriente, del prójimo necesitado y abatido; pero por encima de todo a alimentar a la humanidad con la comida y bebida celestial que Dios provee en abundancia: “y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo” (1 Cor. 10:3-4).

  • Conclusión

El mundo padece hambre, hambre física en muchas partes del planeta, una tragedia en estos tiempos de abundancia tecnológica, productiva y consumista. Cristo no fue indiferente a este hecho, y nos llama a ayudar al prójimo necesitado, pues: “en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25: 40). Su mirada compasiva no era ajena a las necesidades humanas. Pero su mirada abarcaba mucho más que esta vida carnal, y se extendía a la plenitud de la vida eterna, nuestra verdadera Vida. Y es aquí donde el llamado a llevar alimento al alma humana, para que pueda cruzar los umbrales del Reino celestial, cobra toda su relevancia. La Palabra de Dios es el maná caído del cielo, para que los hombres se nutran y vivan, en el sentido pleno de la palabra. Y nosotros los cristianos, somos los sirvientes de Dios para llevar a los hombres este alimento divino. Cristo, el pastor de nuestra almas nos llama a esta tarea de servicio, y no, no necesitas mucho para ello, te basta tu fe. ¡Que así sea, Amén!                                         
J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                           

viernes, 13 de julio de 2012

6º Domingo de Pentecostés.


       FIELES A LA MISIÓN DE CRISTO




TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     



Primera Lección: Ezequiel 2:1-5

Segunda Lección: 2ª Coríntios 12:1-10

El Evangelio: Marcos 6:1-13



Sermón

  • Introducción

Vivimos en un mundo donde es evidente y palpable el incremento de personas en las que la fe cristiana ya no tiene un papel fundamental en sus vidas. El secularismo avanza arrinconando a los creyentes y relegándolos a un mero papel anecdótico en la sociedad e incluso atribuyéndoles un papel negativo y obstaculizador para el avance de la misma. En países de Europa donde el cristianismo era hasta hace unos años un elemento fundamental de su esencia espiritual y cultural, se pueden ver iglesias casi vacías, e incluso algunas son vendidas y  reconvertidas en museos o centros sociales o de ocio. La incredulidad florece y crece al parecer de manera significativa, al menos en nuestra sociedad occidental, donde el numero de bautizos desciende de manera alarmante. Pero, ¿vivimos realmente en una sociedad incrédula o es que la gente está poniendo su credulidad al servicio de otros mensajes y opciones de vida?. ¿Por qué la Palabra de Dios no tiene eco en los corazones de muchos hombres y mujeres hoy?, ¿Es esto algo nuevo en realidad o por el contrario ha sido una constante en la historia de nuestra fe cristiana a lo largo de los siglos?, y ¿Qué debemos hacer los cristianos ante este panorama poco alentador en principio?.

  • ¿Incredulidad o rechazo a la Palabra de Dios?

Cuando leemos en el Nuevo Testamento acerca de la reacción de la gente ante Jesús y su mensaje, vemos que existen momentos puntuales donde la muchedumbre acudía en masa a escucharlo. Eran cientos los que se le acercaban buscando aquella luz, aquel milagro, aquella palabra que pudiese cambiar sus vidas. Los pobres, los enfermos, los marginados lo seguían a Él y a sus discípulos buscando algo tan simple incluso como el tocar su manto: “y le rogaban que les dejase tocar siquiera el borde de su manto; y todos los que le tocaban quedaban sanos” (Mc 6:56). Sin embargo, aunque las Escrituras constatan la huella profunda que Jesús dejó entre su pueblo, podemos afirmar que el cristianismo y concretamente el Evangelio del perdón de pecados, aún generando reacciones populares impactantes, no fue desde sus inicios un mensaje asumido masivamente. En el Evangelio de hoy, podemos comprobar incluso la desconfianza que mostraron los más cercanos a Jesús respecto de su misión redentora. Teniendo como tenían el conocimiento de las Escrituras para poder ver que en Jesús se cumplían todas las promesas anunciadas a Israel desde la antigüedad, aún así le mostraban un rechazo casi visceral. “Ni aún sus hermanos creían en Él” (Jn 7:5), y para el resto de vecinos o allegados, incluso su cercanía a ellos la convertían en un argumento más para la desconfianza: “¿De dónde tiene este estas cosas?, ¿Y qué sabiduría es esta que le es dada, y estos milagros que por sus manos son hechos?” (Mc 6:2) . La acción redentora de Jesús entre sus conocidos no provocó en sus corazones mayor simpatía o alegría, sino todo lo contrario: “se escandalizaban de él” (v3). Jesús proclama entonces un axioma que ya se cumplió entre los profetas de Israel, aquellos que clamaban al pueblo por sus pecados y traiciones a su Dios: “No hay profeta sin honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa” (v4). Pues la dureza del corazón humano ante la Palabra de Dios puede ser tal, que incluso la cercanía, la amistad o la familiaridad que en principio pudieran parecer una ventaja para la proclamación, se pueden llegar a usar igualmente para el rechazo, el desprecio o la mofa. El creyente al igual que Jesús, está expuesto a ser ignorado, despreciado o incluso combatido al proclamar la verdad liberadora del Evangelio de Cristo. ¿Has experimentado estas situaciones al tratar de dar un testimonio de tu fe ante otros?. Si ha sido así, entonces que no desfallezca tu ánimo ni tu entrega, pues has experimentado el rechazo no a tí, sino a la Palabra de Dios a causa del pecado. Y ello es prueba evidente de la necesidad de redención del hombre y de la importancia de continuar la Gran Comisión que Cristo encomendó a sus discípulos (Mt 28: 16-20).

  • El rechazo como comienzo de la misión

Jesús inició su misión en la tierra viviendo en su persona el rechazo a su obra y su mensaje. Pero lo que parecía una situación de partida desfavorable, no fue obstáculo para continuar con más ahínco su labor entre su pueblo. Del asombro por la incredulidad que mostraban, pasó rápidamente al trabajo en la vid de su Padre : “Y recorría las aldeas de alrededor, enseñando” (v6). Y así debe ser igualmente entre nosotros, pues no hemos sido llamados a una labor fácil ni cómoda, sino a arar con decisión campos de dura tierra (Lc 9:62), a pescar en aguas profundas y peligrosas (Lc 5:4), a cargar pesadas cruces (Mt 10:38), a andar sobre aguas amenazadoras (Mt 14:29), a no temer a las tormentas (Lc 8:25), a no callar ante las multitudes (Lc 19:37), y en definitiva a beber llegado el caso de un cáliz amargo como la hiel (Mc 10:39). Estas son las condiciones de nuestra misión, que en resumidas cuentas significan que el mundo no nos recibirá con los brazos abiertos, y que muchas veces hablaremos en el desierto, donde acaso algún alma tocada por el Espíritu nos escuchará. Que los medios de gracia no serán recibidos siempre como la bendición divina que son para el hombre, sino llegado el caso despreciados. Que seremos acusados de ilusos, anticuados, y hasta un peligro para la modernidad. Y para todo ello debemos estar preparados, para que cuando experimentemos estas situaciones nuestra fe y con ella, nuestra tarea apostólica en  la sociedad no se tambalee. Nuestra fe y el trabajo de testimonio que ella implica, requieren tener la claridad de que, en palabras del propio Jesús: “si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Jn 15:18). No, no llevamos un mensaje exitoso para los oídos de esta sociedad, pero aún así este mundo está necesitado de oírlo y de recibirlo, pues hoy como en los tiempos de Jesús, el pecado sigue clavando su aguijón en las vidas de las personas. Siguen siendo todavía muchos los que viven entre los muertos de espíritu (Ef 5:14), ajenos a la gran distancia que los separa de su Creador, y sin que nadie les proclame que en Cristo y sólo en Cristo hay perdón y reconciliación eternas por medio del arrepentimiento y la fe en la Cruz salvadora. Pero todo esto y el rechazo de gran parte del mundo a Cristo, no hace sino confirmarnos lo necesario de seguir sujetando firmemente el arado abriéndonos paso. Sólo así seremos siervos útiles para que el Espíritu Santo siga dando testimonio, sabiendo que la semilla del sembrador divino, unas veces será devorada antes de tiempo, otras se secará por falta de arraigo, otras morirá sin dar fruto, pero finalmente y con total seguridad en muchos casos caerá en buena tierra, dará fruto y producirá cosecha abundante: “Y éstos son los que fueron sembrados en buena tierra: los que oyen la palabra y la reciben, y dan fruto a treinta, a sesenta, y a ciento por uno” (Mc 4: 20).

·         Sin alforja y sin sustento para el camino

El compromiso cristiano no es fácil como hemos visto, por la propia naturaleza de su misión: convencer al mundo de su pecado, de la justicia ganada por Cristo y del juicio por la victoria del Hijo de Dios sobre el mal (Jn 16:8), y todo ello por medio de la proclamación de la Palabra. Y Jesús, para esta complicada empresa conminó a sus discípulos a no llevar :”nada para el camino, sino solamente bordón; ni alforja, ni pan, ni dinero en el cinto, sino que calzasen sandalias, y no vistiesen dos túnicas” (v8). Es decir, fe absoluta en que ellos, sus vidas y su testimonio están totalmente en las manos del Padre, que cuidará de que nada les falte y los sostendrá llegado el caso hasta en el martirio por la fe como el caso de Esteban, el cual mientras era apedreado: “invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hech. 7:59) y aún perdonaba a sus castigadores. Pues los discípulos de Cristo necesitamos como única seguridad para esta misión, el don divino de nuestra fe. Y es precisamente esta fe la que ante el rechazo, la incredulidad y la falta de respuesta al Evangelio de perdón de pecados, hace que perseveremos en esta comisión que ha sido encomendada a la Iglesia de proclamar esta Palabra que nos sustenta, y de administrar los Sacramentos para perdón de pecados y salvación. Poco más necesitamos, aparte de la confianza en  que la Palabra de Dios: “no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Is. 55:11). Con esta promesa de parte de Dios mismo, podemos vivir con la seguridad de que en la aparente incredulidad de esta sociedad, aún hay muchos que responderán a esta Palabra, y que nuestra misión es alcanzarlos allí donde estén. Puede ser entre nuestra propia familia, vecinos, amigos, compañeros de trabajo e incluso personas desconocidas para nosotros. Están ahí, aguardando como el eunuco a que un discípulo del Señor vaya en su busca y que de ese encuentro surja el diálogo que esperan los ángeles para gozarse: “Aquí hay agua, ¿Qué impide que yo sea bautizado?. Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios” (Hech.8:36).

  • Conclusión

Felipe buscó al eunuco en el desierto y lo encontró, y al igual que a él, el Espíritu nos guía también a nosotros en esta vida al encuentro de aquellos que aún no han confesado el nombre de Cristo. No será una misión fácil ni quizás exitosa, pues sobre la Palabra de Dios pretenden alzarse hoy como siempre, otras palabras que atrapan a los hombres y los apartan del Evangelio. Aún así debemos perseverar, como aquellos primeros discípulos que caminaban por caminos de sequedad e incredulidad, pero que aún así: “predicaban que los hombres se arrepintiesen, Y echaban fuera muchos demonios, y ungían con aceite  a muchos enfermos, y los sanaban” (v12-13). Ellos son el ejemplo a seguir y la demostración de que el Reino en verdad, está cerca. Que así sea, ¡Amén!.
                                          J.C.G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla