domingo, 28 de octubre de 2012


”¡Sólo Cristo es la Verdad!”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

 

Primera Lección: Apocalipsis 14:6-7

Segunda Lección: Romanos 3:19-28

El Evangelio: Juan 8:31-36

Sermón

         Introducción

¿Existe tal cosa como la verdad?, ¿hay una o muchas verdades?. Vivimos en tiempos donde afirmar una verdad con rotundidad y claridad puede parecer signo de intransigencia o tozudez. Cada cual tiene su verdad y todas las verdades son respetables; tal es la máxima que impera actualmente. Puede que esto tenga cierto sentido en el terreno de lo social, de cara a facilitar la convivencia entre los seres humanos, pero en materia de fe y tal como nos enseña la Palabra de Dios en boca de Jesús, existe ciertamente una sola Verdad, que reluce como el Sol entre tantas verdades aparentes. Y esta verdad es por otra parte indiscutible, sin peros ni opiniones que puedan cuestionarla, de tal manera que aquello que la niega o distorsiona no tiene otra definición para el creyente sino la de falsedad. En este Domingo celebramos además el Día de la Reforma, una fecha señalada por la defensa del puro Evangelio del perdón de pecados, de ésta  Verdad liberadora de que en Cristo el hombre puede encontrar perdón y salvación plenos para su alma. Que sólo por medio de la fe en su muerte y resurrección, el hombre es justificado de pecado y que siendo así, el Señor lo espera para ponerle el vestido de la justicia de Cristo, anillo en su mano y calzado en sus pies. (Lc 15:22).

         ¡No dudemos de la Verdad!

Existe una manera de ser creyente tibia, con ánimo débil y donde cualquier viento arrastra nuestra fe de una parte a otra (Stg. 1:6) haciendo que al fin, esta misma fe se debilite y esté en peligro de caer. Es en definitiva una actitud producto de falta de confianza y sustento en la Palabra de Dios, y que hace que el cristiano termine por no ser capaz de proclamar sin dudar aquellas verdades que son el núcleo fundamental de su fe. En su disputa con Erasmo, el gran humanista de su época, Lutero le reprochó su actitud al negarse e incluso oponerse a defender con vehemencia y valor las verdades Evangélicas proclamadas por los reformadores de su época. Llegados a un punto, y vista la actitud tibia del humanista, Lutero afirmó: “¿Qué es más deplorable que la incertidumbre?” (De servo arbitrio). Porque es cierto que la duda y la incertidumbre, cuando arraigan en un corazón,  pueden derribar la fe de un hombre y dejarla reducida a la nada. Pero para evitar esta situación, para mantenernos sólidos ante las tempestades espirituales de la vida, es necesario estar firmemente cimentados en la roca que es Cristo y su mensaje. Por eso, en su alocución a los judíos que inicialmente habían creído en él, Jesús les conmina a permanecer en su palabra para ser discípulos, pues sólo reteniendo y haciendo propia esta palabra suya puede el creyente seguir a Cristo y poner su vida y su alma en sus manos. Y la palabra de Cristo tiene una particularidad por encima de otras muchas palabras que han sido dichas en este mundo: su palabra es Verdad (Jn 17:17). Y esta Verdad no es como aquellas “verdades” que el mundo nos presenta: discutibles, opinables, adaptables a nuestros criterios, gustos y elucubraciones. No, esta palabra es sólida, imperturbable a las modas o los tiempos, y “más cortante que toda espada de dos filos” (Heb 4:12), pues tiene una función que requiere que sea inmutable: romper las cadenas que atenazan al ser humano, liberarlo de la esclavitud por medio del conocimiento de la Verdad en su vida. Y es por ello que una vez que esta Palabra liberadora nos alcanza, la duda, el temor y la incertidumbre deben desaparecer del corazón del hombre, y una nueva vida plena de confianza y paz aparecer en su horizonte. El Evangelio es un mensaje radical, que rompe con todos los esquemas humanos y hace que hasta el más pusilánime se atreva a dar testimonio incluso a riesgo de su propia vida. Así lo hizo también Pedro, cuando pasó de ser un Apóstol acobardado a un testigo fiel ante los judíos de Jerusalén. (Hech 1:14). Así lo hicieron los príncipes electores ante el Emperador Carlos V, cuando pusieron su cabeza a merced de la espada antes que negar el Evangelio de salvación. Y así, tantos y tantos cristianos que incluso entregando su vida, han dado un testimonio firme para el mundo. Esta es la fuerza de la Palabra que testifica de Cristo, la fuerza que asiste a la Verdad que ha venido a este mundo para liberarlo y darle esperanza, ¿Escuchas tú otras “verdades” que te hacen dudar de la Verdad salvadora de Cristo?;  cierra tus oídos a ellas y permanece en la pura Palabra de Dios que te dice: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (v31-32).

         ¡Libres al fín!

Ya hemos visto cómo la palabra de Cristo hace libre al hombre. Pero ¿acaso somos nosotros esclavos?, ¿no nacemos libres y disfrutamos de esta libertad en nuestra vida?. Los judíos de su época entendieron esta libertad desde un enfoque netamente humano: “jamás hemos sido esclavos de nadie, ¿Cómo dices tú : Seréis libres?” (v33), sin comprender que Jesús habla aquí de una libertad que supera incluso a la libertad física: la libertad del alma. Pues en el terreno espiritual, el ser humano no es más que un pobre esclavo luchando en vano por liberarse: “todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (v34). Su situación es pues similar a la de un preso que tratara de romper con sus manos una cadena forjada con el más tenaz metal. Una cadena que él, así pase toda su vida tratando de romperla, no conseguirá dañar en lo más mínimo, obteniendo al fin sólo cansancio y frustración. Pues cada eslabón de esta cadena se compone de la suma de todos los pecados que el género humano ha ido añadiendo generación tras generación. Es una misma cadena al fin a la que todos estamos unidos y de la que nadie es capaz de soltarse por sus propios medios. Los judíos creían estar libres de ella  por medio de su legalismo, ¡craso error!, pero paradójicamente al menos eran conscientes de su existencia. La situación actual de nuestra sociedad es, nos tememos peor, pues no solo no se quiere oír hablar de esta realidad de la esclavitud del hombre por el pecado, sino que sencillamente siguiendo el pensamiento del mundo actual se la niega.  Pero ¿de qué sirve el médico entonces si previamente negamos la enfermedad?, pues: “No tienen necesidad de médico sino los enfermos” (Lc 5:31). Y , ¿qué nos aprovechará la palabra y obra de Cristo si no escuchamos su advertencia?: “El esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre” (v35). Es decir, que no puede el hombre obtener salvación ni habitar en la casa del Padre eternamente si no es primero liberado del efecto del pecado en su vida, y que esto solamente puede hacerlo Jesucristo: “Asi que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (v36). El Evangelio es Buena Noticia para la humanidad, pero no debemos olvidar que si es en efecto una noticia deseable, lo es precisamente porque la condena que la Ley carga sobre nosotros, es quitada por medio de la sangre de Cristo, y sólo por gracia. Los judíos en su obstinación negaban su esclavitud y precisamente negando su condición se hacían aún más culpables de pecado. Lo mismo se aplica al hombre de hoy, y por tanto,  ¿qué proclamaremos pues al mundo como cristianos?. En primer e imprescindible lugar la necesidad de reconocer lo que somos ante Dios, de nuestra condición de enfermos y necesidad de médico, e inmediatamente después el anuncio de que la sanación de nuestras almas y su libertad ya han sido ganadas para nosotros por Cristo en la Cruz. ¡No perdamos nunca la certeza de esta Verdad!, ¡Somos sanados y libres sólo en Cristo!.

         Nada ni nadie nos separará del Amor de Cristo

Existen sin embargo en este mundo muchas personas que, al igual que en la época de Lutero, sufren la angustia del vacío espiritual en sus vidas. Pues viendo en la figura de Dios la de un juez inmisericorde, lo rechazan y viven faltos del consuelo que sólo un amor como el de Dios puede dar. Otros, creyentes incluso, viven desconectados de la gracia del perdón y la reconciliación que Dios ha dispuesto para ellos en la figura de Cristo y su obra. Conocen a Cristo, sí, pero les ha sido extirpado de este conocimiento la alegría de saberse justificados y herederos del Reino. En sus mentes y corazones, la obra de Jesús es una obra aún incompleta, inacabada, necesitada de que ellos mismos den con su vida y sus obras el último toque que inclinará la balanza. Pero la balanza de la Justicia, en este caso, poco puede inclinarse cuando es contrarrestada con el peso de la Ley. Y por ello miran a la vida futura con la incertidumbre de no estar seguros de si son hijos pródigos a los que su Padre recibirá a las puertas de las moradas celestiales. Si la primera condición del hombre, lejos de Dios es ciertamente terrible, esta última no lo es menos. Pues el Evangelio y Jesús son y deben seguir siendo la alegría de los hombres, pero para ello es necesario que el mundo crea sin dudar el puro Evangelio de la justificación del pecador: que Cristo “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados. Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas” (1 P 2:24-25). Hemos sido pues sanados, y ahora pertenecemos por medio de nuestra fe a Cristo, y nada ni nadie debe hacernos dudar de esta Verdad liberadora. “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rom. 8:35), es la pregunta que Pablo hace a los cristianos de todos los tiempos. Y al mismo tiempo, él nos da también la respuesta: que nada ni nadie puede separar al creyente de este Amor infinito. Esta es la verdadera Buena Noticia, la verdadera liberación y la auténtica alegría que Dios nos ofrece por medio de su Hijo. Es por esto que el cristiano no puede seguir dudando de su salvación, y vivir la angustia, la duda o incluso el miedo a la vida venidera, pues hacerlo significa desconfiar de las promesas de Dios y mutilar en su vida la paz, el consuelo y la alegría que Cristo quiere traernos. Por eso, si alguna vez aparecen en tu corazón las nubes de la duda sobre tu libertad y salvación, aquellas que tratan de ocultar el resplandor de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte por y para tí, mira a Cristo, mira a la Cruz. Allí está dictada la sentencia del Juez supremo, que nos es recordada cada vez que nos acercamos al altar: “Esto es mi cuerpo....esto es mi sangre del Nuevo Pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mt 26:26-28). ¡Para remisión también de tus pecados!, ¡Despeja pues las dudas de tu corazón con esta Verdad consoladora!.

         Conclusión
El 31 de Octubre de 1517, un hombre clavaba un anuncio en la puerta de la Catedral del Castillo de Wittemberg, en Alemania.  Nos recordaba así que la libertad del hombre y su salvación, dependen únicamente de la obra expiatoria de Cristo en la Cruz y de nuestra fe en ella. ¡Y de nada más!. Una verdad que brilla hoy con claridad para el mundo y que recordamos en este día donde proclamamos de nuevo: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres”(v36)”. ¡Sólo por Fe, Solo por Gracia, Sola Escritura, Sólo Cristo!. ¡Que así sea, Amén!                                                                                             
                                         J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo 

domingo, 21 de octubre de 2012

21ª Domingo de Pentecostés.


“Jesús, nuestra entrada al Reino de Dios”

Antiguo Testamento: Eclesiastés 5:10-20

Nuevo Testamento: Hebreos 4:1-13

Santo Evangelio: Marcos 10:23-31

 

Creo que una de las cosas que esta crisis por la cual estamos pasando nos produce es anhelo. Anhelo por aquella manera de vivir que teníamos y que ya no tenemos. Anhelamos la sensación de querer tener un piso o casa con, por lo menos, una o dos habitaciones más de la que teníamos. Anhelo por no poder decidir qué ropa ponernos, mientras que nuestro armario estaba a rebosar de ropa nueva. Por tratar de decidir dónde vamos a almorzar con nuestros amigos mientras en otro sitio del planeta se preguntan si iban a almorzar. Incluso los más pobres de los pobres eran considerados como ciudadanos ricos en otros lugares del mundo. Es por eso que las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy deberían calar hondo y hacernos pensar sobre lo que nos ha pasado y nos pasa en medio de esta crisis. Jesús dijo: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” Marcos 10:23.

El problema de las riquezas.

Las palabras de Jesús son aún más sorprendentes cuando conocemos la imagen y concepto de los ricos en el Israel del primer siglo. Hay una admiración especial que tenemos la mayoría de nosotros hacia las personas que toman un voto voluntario de pobreza con el fin de servir a los demás. Admiramos al médico que abandona sus prácticas en un buen hospital con el fin de atender a los pobres de la ciudad. Admiramos la persona que deja un buen trabajo con el fin de alimentar a los pobres en un país donde los alimentos y el agua son muy escasos. La mayoría de nosotros admiramos, por ejemplo, el trabajo que la Madre Teresa hizo entre los pobres de la India. En la iglesia hemos escuchado las palabras de Jesús sobre la riqueza tantas veces que nos hemos acostumbrado a la idea de que los pobres tienen un lugar especial en el corazón de Dios. Pero esto no era así en el primer siglo en Israel.

Si bien en la cultura bíblica ciertamente estaba mal visto que las personas consigan ser ricas ilegalmente, los que alcanzaron su riqueza a través de un trabajo duro y diligente se consideraban como favorecidos por Dios. Se creía que los lugares de honor en los cielos estaban reservados para las personas que habían obtenido su riqueza de formas legales y la utilizaban para apoyar a la iglesia y la comunidad. Los discípulos sin duda pensaban que los ricos honestos, como el joven del cual nos relata Marcos en los versículos anteriores, eran los más propensos a entrar en el cielo porque eran los favorecidos de Dios.

Por estas cosas, las enseñanzas de Jesús al comparar a los pobres y a los ricos eran muy sorprendentes para el pueblo en aquellos días. Jesús debe haber producido un dolor de cabeza a los discípulos cuando señaló la ofrenda de la viuda y le dijo: “En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía.” Lucas 21:3-4.

Podemos ver la confusión de los discípulos en su respuesta a Jesús en el Evangelio de hoy. Ellos le dijeron: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?” Si las probabilidades de que los ricos son las mismas que las probabilidades de un camello, entonces ¿quién puede entrar en el Reino de Dios? Si el honesto rico no puede entrar, entonces nosotros no tenemos ninguna oportunidad para acceder a la presencia de Dios.

Dios y nuestras miserias.

Es cierto que ninguno de nosotros tiene la más mínima oportunidad. Ese es el mensaje de la ley en el Evangelio de hoy. La enseñanza del Evangelio de hoy no es que sea malo ser rico, sino que nadie es capaz de entrar en el Reino de Dios con su propio esfuerzo o por sus propios medios. Cuando Jesús dijo que los miembros más respetados de la cultura no pueden ganarse la entrada al Reino de Dios, Él estaba diciendo que ninguno de nosotros ricos o pobres podemos ganarnos un lugar en el Reino de Dios. Todos nosotros tenemos tantas posibilidades de entrar en el Reino de Dios como las que tiene un camello de pasar por el ojo de una aguja.

El Espíritu Santo inspiró a David al escribir “He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre.” Salmos 51:5. Pablo escribe en Romanos 5:12 “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. Pablo enumeró algunos de esos pecados en Gálatas y luego concluyó: “acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios”. Gálatas 5:21. Todos estos versículos revelan nuestra naturaleza pecaminosa. Somos pecadores desde la concepción y la única cosa que sucede a medida que crecemos y maduramos es que nuestros pecados tienden a ser más imaginativos y destructivos. Para el hombre es verdaderamente imposible heredar el Reino de Dios por sus propios medios.

Dios y sus riquezas.

Aunque puede ser imposible para el hombre, es posible para Dios. Jesús dijo: “Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios”. Dios es Todopoderoso y nos ama entrañablemente. Él nos ama tanto “que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Juan 3:16-17. No tenemos los recursos para entrar en el Reino de Dios, pero el Reino de Dios mismo tiene lo que necesitamos para que nosotros entremos en él. Siempre oramos para que venga el Reino de Dios, cuando oramos el Padrenuestro diciendo: “Venga a nosotros tu Reino”.

El Reino de Dios viene a nosotros por medio del verdadero Dios-hombre, Cristo Jesús. En Jesucristo, Dios tomó naturaleza humana y se humilló a sí mismo para vivir con nosotros bajo la ley. En su humildad, Él guardó la ley por nosotros. Incluso se humilló a sí mismo hasta la muerte en la cruz. Su muerte, la muerte de un hombre perfecto, santo e inocente, hizo por nosotros lo que era imposible hacer por nosotros mismos. Él hizo posible que el Reino de Dios sea realidad en nosotros y así estar en el Reino de Dios.

El Espíritu Santo aplica y afianza esa obra de Dios en nosotros. Él hace que lo imposible sea posible, real y concreto. El Espíritu Santo obra en nosotros por medio de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo nos da la Palabra de muchas maneras. Cuando leemos su Palabra y estamos a solas con Dios. Cuando lo compartimos entre nosotros hablando de sus bondades y promesas. Cuando nos reunimos con nuestros hermanos Cristo para aprender y estudiar su voluntad. Cuando escuchamos en el Oficio Divino la absolución y predicación y también recibimos a Cristo, en su verdadero Cuerpo y Sangre, con y bajo el pan y el vino en la Santa Cena. Hemos recibido la Palabra de Dios en nuestro Bautismo, donde Dios nos ha dado la fe salvadora y cubierto de Cristo. El Espíritu Santo usa generosamente todas estas formas de alimentar nuestro espíritu con la Palabra de Dios. A través de esa Palabra, Él crea y sostiene la fe en nosotros. Él nos da la fe que cree que el sufrimiento y la muerte de Jesús Cristo quitan y borra todos nuestros pecados. A través de esa fe es que un camello pasa por el ojo de la aguja, es decir, los ricos y los pobres por igual entran al Reino de Dios creyendo en Cristo como su Señor y Salvador.

Esto es el evangelio. Es la gracia pura y simple, inmerecida y no solicitada. Así es como Dios viene a nosotros. Es un escándalo para el hombre, porque por naturaleza no queremos la gracia de Dios. Queremos trabajar y hacer algo. Queremos buscar a Dios. Queremos ser el que lo encuentre. Queremos algo de crédito para nosotros mismos. Queremos que se nos vea mejor de lo que somos. Queremos tener cosas buenas para contar sobre nosotros mismos. Realmente no queremos esa cruz. Pero por más que sintamos esas cosas, para los hombres es imposible obtener a salvación. Pero Dios, desborda de gracia y la distribuye por medio de su Palabra. A la pregunta “¿Y quién podrá ser salvo?” cabe la respuesta: Todo el que crea y sea bautizado. Todo el que deja de intentar salvarse por si mismo. Todo el mundo que esté dispuesto a descansar simplemente en la gracia de quien lo trajo todo a la existencia: Jesucristo nuestro Señor.

Conclusión

El evangelio de hoy sigue Evangelio de la semana pasada. La semana pasada nos enteramos de cómo un joven rico se fue triste, porque el oro era su dios. Esta semana, Jesús usó la dificultad que este joven tuvo para enseñarnos que ninguno de nosotros, ricos o pobres podemos entrar en el Reino de Dios por nuestra cuenta. En su lugar, el Reino de Dios viene a nosotros, porque nada es imposible para Dios. Ya sea que seamos ricos o pobres, el don del Espíritu Santo otorgándonos la fe en la obra de Jesús Cristo pone el Reino de Dios en nosotros y a nosotros en el Reino de Dios.

Lo que es imposible para el hombre, Dios lo hace posible. Él llama, congrega, ilumina y santifica a cada uno de nosotros. El Espíritu nos quita de la oscuridad e incluso por medio de pruebas, persecuciones y dificultados nos sostiene por su poder en la Palabra y los Sacramentos. Nos transforma en esas piedras vivas del templo del Reino de Dios. Es cierto que esto no siempre es cómodo, pero tiene la ventaja de ser cierto.

¿Y quién podrá ser salvo? La respuesta es “Todo el mundo” porque la gracia de Dios es sobreabundante a través de ese hombre en la cruz, Jesucristo.

Pastor Gustavo Lavia

domingo, 14 de octubre de 2012

20º Domingo de Pentecostés.


”Heredando la vida eterna por medio de la Fe”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     
 

Primera Lección: Amós 5:6-7

Segunda Lección: Hebreos 3:12-19

El Evangelio: Marcos 10:17-22

Sermón

         Introducción

Todos los creyentes y probablemente muchos que no lo son, se han planteado en alguno o muchos momentos de sus vidas la cuestión de la vida eterna. Y al igual que los discípulos (Mc 10:26), y el joven rico del Evangelio de hoy, es posible que aún se pregunten: ¿Qué haré para ganarla?, ¿cómo conseguirla y por cuáles obras o medios?. Porque la mente natural del hombre tiende a creer que esta vida eterna hay que ganarla, y por nuestros propios medios meritorios. Que debe existir un mecanismo aquí en la tierra para ser merecedores de la misma. Sin embargo, la Palabra nos dice precisamente algo muy diferente: que la vida eterna no puede ser ganada ni siquiera por los que se creen fieles cumplidores de la voluntad de Dios y su Ley. Pues esta vida eterna en definitiva no está al alcance del hombre por nada que él pueda humanamente hacer en ella, y que la salvación es un asunto que Dios ya ha resuelto en Cristo para la humanidad. Y si no entendemos esta verdad evangélica, el Evangelio del perdón de pecados seguirá siendo desgraciadamente mal entendido entre los mismos cristianos y “locura a los que se pierden” (1 Cor. 1:18).

         ¿Cómo heredar la vida eterna?

La pregunta del joven rico en el Evangelio de Marcos es quizás, entre los creyentes de todos lo tiempos, la más repetida y la que ha suscitado más momentos de meditación y reflexiones. ¿Cómo alcanzar los umbrales del cielo?, ¿qué hacer para agradar a Dios y ganar su favor?. En la época que le tocó vivir a Lutero, este problema suscitó amplias y grandes polémicas, y hasta engaños terribles como las indulgencias compradas con dinero. Además la muerte era algo mucho más cercano a los seres humanos e inesperada, y pensar en la muerte llevaba inevitablemente a pensar en la vida eterna, y principalmente, en como ser merecedores de la misma. Y al igual que en aquellos tiempos, el ser humano incluso hoy, sigue pensando en gran medida que esta vida celestial hay que merecerla, y para ello ganarla. “¿Qué haré para heredar la vida eterna?” (v17), es la pregunta que el joven le dirige a Jesús, y fijémonos que la pregunta no empieza con un “cómo heredar” sino con un “qué haré”. Pues este joven judío piadoso, estaba acostumbrado a una relación con Dios basada en ganar el favor divino por el cumplimiento de la Ley; y una Ley que él mismo afirmaba cumplir. Con lo cual podemos suponer que simplemente esperaba de Jesús la confirmación de que él ya era de hecho merecedor de esta vida celestial. Por contra Jesús inicia su discurso ante la bondad atribuida hacia su propia persona por el joven rico, con una afirmación rotunda: “Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios” (v18). Con esta frase Cristo iguala a todos los seres humanos en un problema común: que en verdad no hay nadie que pueda jactarse ante Dios de ser bueno y un fiel cumplidor de Su voluntad. Y esto es así a causa de un elemento también común a los seres humanos: el pecado. Pues mientras caminamos por esta tierra no podemos ser otra cosa que pecadores, ya que está en nuestra naturaleza el querer vivir de espaldas a Dios y su voluntad y regir nuestra vida según nuestra propia visión y voluntad: “He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal 51:5). Por tanto si queremos plantearnos la posibilidad de la vida eterna, es necesario primero mirar hacia nosotros mismos y vernos no como creemos que somos, abundando en nuestra propia justicia, que fue lo que le sucedió al joven, sino como Dios nos ve en realidad. Y para ello nada mejor que usar como espejo la propia Ley de Dios: “los mandamientos sabes” (v19), nos dice Jesús. Pero ¡ojo!, los mandamientos no son simple letra que enumera meras actitudes y comportamientos. Si lo entendemos así, la Ley de Dios no nos será de utilidad para ver nuestro reflejo real  en ella. Por contra, la Ley de Dios tiene un espíritu que impregna cada uno de sus preceptos, y es este espíritu el que discierne las verdaderas intenciones de nuestro corazón.  Pues es en el corazón donde radica la sinceridad y el por qué de aquello que hacemos. El joven rico podía creer tener resuelto el problema de su salvación, pero se encontró conque su situación de partida no distaba mucho de la de otros a los que él podría considerar pecadores impenitentes. ¿Cómo entonces podremos nosotros ser merecedores de la eternidad prometida?. ¿No es suficiente la Ley de Dios para ello?. ¿No basta tratar de cumplirla aunque sea de manera imperfecta?.

         La Ley y el Evangelio

Muchas personas creen que la Ley de Dios, al ser un compendio de mandamientos, es algo que con esfuerzo y determinación debería ser fácil de cumplir. Al fin y al cabo esta Ley nos habla de cosas que hay que hacer y de otras que no hay que hacer. Se pudiera pensar entonces que su cumplimiento es algo relacionado con la voluntad humana y nada más. Y ciertamente la Ley podría llegar a ser relativamente fácil de cumplir si nos quedásemos en lo exterior meramente, de lo que se ve al ojo común. Sin embargo la Palabra nos enseña que la voluntad de Dios para los hombres tiene más que ver en realidad con aquello que anida en nuestros corazones: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre“ (Mr 7:21-23). Y siendo así, la Ley de Dios nos exige una intención pura y perfecta del corazón en cada momento, y además el cumplimiento íntegro de la misma y de cada uno de sus mandamientos: “ni una jota ni una tilde pasará de la Ley” (Mt 5:18). Y ya hemos visto cómo este joven rico afirmaba cumplir los mandamientos de Dios, lo cual desde una óptica humana era probablemente cierto. Sin embargo Jesús no lo alabó por este hecho, ni tampoco le garantizó la entrada al Reino por ello, sino que viendo las profundidades de su corazón le mostró que estaba lejos del cumplimiento íntegro de la Ley. Y es que cualquier cosa que atrape nuestra voluntad y deseo, será el dios que gobierne nuestra vida, y el obstáculo para cumplir no ya toda la Ley de Dios, sino siquiera como en este caso el primer mandamiento de la misma: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Dt 5:7). Pues este joven tenía en realidad otros dioses terrenales, que en la práctica eran en su vida más poderosos que la Ley de su Dios: sus riquezas. Los discípulos quedaron aterrados ante esta situación pues, si un aparentemente joven justo no puede ganar el cielo con esta justicia: “¿quién pues podrá ser salvo?” (Mr 10:26). Los cristianos sabemos sin embargo, que para nosotros el cumplimiento íntegro de la Ley es imposible, pues nuestra voluntad pecaminosa lo impide. La Ley es perfecta, pero nosotros estamos lejos de serlo. ¿Cómo obtener entonces esta herencia divina por medio de Ella?, ¿por cuál medio agradaremos a Dios entonces?. Y aquí es donde entra en juego la fuerza liberadora del Evangelio, pues no es por nuestra propia justicia o santidad por lo que podremos traspasar los umbrales de las moradas celestiales. Sólo pues la fe en la obra de Cristo en la Cruz será la llave que abra estas puertas para nosotros, pues Él y sólo Él ha cumplido de manera perfecta la Ley por y para nosotros, y pagado el precio de nuestra salvación con su sangre. Él “que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes  y sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap 1:5-6). ¿Eres consciente de tu incapacidad en cumplir de manera perfecta la Ley de Dios?, no desesperes y aférrate a la Cruz, la nueva Ley del Amor de Dios en Cristo. Pues esta Ley sí puede salvarte aún en tus errores y pecados, ya que está rebosante de la gracia y misericordia divinas para tí.

         La Fe es la respuesta

El Señor le indicó al joven rico dónde radicaba el pecado en su vida, aquél que hacía que de hecho no cumpliese la Ley de Dios. No le indicó sin embargo un mandamiento nuevo, como se pudiera pensar, sino que compendió los mandamientos en uno sólo: amar a Dios y al prójimo sobre cualquier otra cosa en este mundo, incluidas sus muchas riquezas: “anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás tesoro en el cielo” (v21). Y Jesús, amando a este joven como querida oveja de su rebaño, lo llamó también a seguirle: “ven sígueme, tomando tu cruz” (v21). Este Amor es el que nos llama al seguimiento también a nosotros, y a dejarlo todo llegado el momento. ¿Y cómo seguirle si no nos impulsa a ello la fe?, pues seguir a Cristo no es cuestión simplemente de querer tener un modelo ético-moral a imitar, o convertirlo en un icono inspirador para los momentos difíciles. Quien hace esto con la figura de Cristo desperdicia la mejor parte de su obra y la esencia del por qué vino a este mundo. Seguir a Cristo sin embargo, implica entregar por medio de la fe nuestra vida presente y futura en sus manos, confiando en que por medio de su sacrificio en la Cruz, fuimos comprados a gran precio para salvación y vida eterna: “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:20). Pues no olvidemos que el cristiano no vive en la incertidumbre de su salvación futura, sino en la seguridad de que esta salvación ya lo ha alcanzado y es suya por medio de la fe en Cristo: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom 10:9). No hay por tanto obra que tú puedas hacer para agradar a Dios en relación a tu salvación, pues no hay obra más grande que aquella realizada por Jesús en el Calvario en beneficio de toda la humanidad. Y para hacer tuyo el beneficio de la obra expiatoria de Cristo sólo necesitas una cosa: fe. Pide pues como los discípulos: ¡Señor, auméntame la fe! (Lc 17:5).

         Conclusión

El joven rico se fue triste, pues su corazón estaba con sus riquezas, y por ello lejos de Dios, pues “donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc 12:34). En su confusión pensó que podía ganar la vida eterna por su propia justicia, por sus propias obras, sin ser consciente de que el hombre está incapacitado para cumplir de manera perfecta y por tanto válida la Ley de su Dios a causa del pecado. Sin embargo aquella pregunta trascendental“¿qué haré para ganar la vida eterna?”, obtuvo una respuesta clara de Cristo: Déjalo todo y sígueme; deja de aferrarte a la felicidad de este mundo y sígueme; ama a Dios y al prójimo sobre todas las cosas y sígueme; déja de intentar ganar el cielo por tí mismo y sígueme. Cristo es pues la respuesta definitiva a esta pregunta, para el joven rico y para toda la humanidad, pues sólo Él hace posible la salvación y vida eternas para el mundo entero por medio de la fe en su Obra. ¡Que así sea, Amén!                                               

                                      J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                            

domingo, 7 de octubre de 2012

19º Domingo de Pentecostés.


“Jesús, el matrimonio y el divorcio”

Antiguo Testamento: Génesis 2:18-25

Nuevo Testamento: Hebreos 2:1-13

Santo Evangelio: Marcos 10:2-16

 

Sin duda este tema puede ser uno de los temas más impopulares que podríamos hablar. Se podría buscar otros temas para predicar, por ejemplo sobre el antiguo Testamento o la Epístola. Pero no podemos dejar pasar por alto el hecho de que el tema de la lectura del Evangelio nos rodea y muchas veces nos toca de cerca. El divorcio nos ha tocado a todos de una u otra manera, con familiares, amigos o personalmente. Todos sabemos de matrimonios rotos, divorcios e infidelidades. ¿Cómo es posible hablar de Dios creando al hombre y a la mujer para estar en una relación de matrimonio para toda la vida sin cargar de culpa a la gente que se ha divorciado? ¿Incluso a los que han tenido problemas en el matrimonio y lo han pensado? Este texto no responde a todas las preguntas que tenemos sobre el matrimonio y el divorcio. Jesús solo dice sólo una cosa al respecto: el divorcio es un pecado.

Nuestro problema. Creo que, si de verdad queremos escuchar lo que Dios tiene que decir al respecto, tenemos que dejar que su Palabra hable. Tenemos que ver lo que Jesús está haciendo en este texto. Tenemos que ver el propósito por el cual dice lo que está diciendo. Observemos primero con la claridad el texto Marcos, allí se nos dice lo que pasa. La primera frase es: “los fariseos y le preguntaron, para tentarle”.

Estas personas, estos fariseos, querían “probar” a Jesús. Es necesario saber que esta pregunta sobre el divorcio era un gran debate teológico en aquellos días. Algunos de los líderes religiosos argumentaban que Dios sólo permite el divorcio por razones de “infidelidad y abandono”. Otros opinaban que el divorcio estaba posible por muchas otras razones, como por ejemplo que “no les gustaba la comida que hacia su mujer”. No tenemos nada que envidiar con las posturas que tenemos hoy día. La pregunta que se plantea es “¿Es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?” Pero sabemos que a los fariseos no les interesaba saber sobre el divorcio y si es legal separarse, sino que estaban poniendo a prueba a Jesús por medio de esta discusión. Ellos quieren atraparlo, ya que cualquier respuesta que pudiera dar o argumentar sería un motivo para crear escandalo y acusarlo de “hereje”. Quieren dejarlo entre la espada y la pared. Pero no es una buena idea la de tratar de atrapar a Jesús en esta clase de retorica, porque en su lugar Él da vuelta esta situación y devuelve la trampa a los fariseos para que ellos sean los que estén en una situación desesperada. Lo hace por medio de una pregunta: “¿Qué os mandó Moisés?” Es una pregunta que se puede responder de manera muy simple: “Moisés permitió dar carta de divorcio y repudiarla”. El caso parece zanjado y finalizado, pero Jesús va más allá y ahonda en el tema.

Jesús les  cito otra de las cosas que Moisés había escrito por inspiración de Dios: “Por la dureza de vuestro corazón os escribió este mandamiento; pero al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne; así que no son ya más dos, sino uno. Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre. Marcos 10:5-9

 Jesús, en realidad, recuerda una parte diferente de la Biblia, como diciendo “estáis buscando y leyendo en el lugar equivocado”. Ante situaciones complejas, lo mejor es volver a lo básico, hay que volver a los orígenes. Jesús les plantea que antes de hablar de divorcio es necesario hablar de la creación del matrimonio.

Dios creó al hombre y a la mujer para unirse en matrimonio para toda la vida, siendo una sola carne. En su creación Dios no permite el divorcio por algún motivo en particular,  no se permite el divorcio en absoluto. Así es como Jesús pone el razonamiento humano patas para arriba.

Escuchamos a Jesús y nos estremecemos al igual que lo hicieron los fariseos. Los fariseos querían conocer las excepciones a las reglas de Dios. Nosotros también queremos saber las excepciones a las reglas de Dios. Por eso preguntamos: “¿Qué pasa cuando el cónyuge es infiel? ¿Qué pasa cuando un matrimonio es realmente malo y dañino? ¿Qué pasa cuando la vida de una mujer está en peligro? ¿Qué pasa cuando yo no la quiero? ¿Y qué si.…?” Pero Jesús no responde a todas estas preguntas. Él no habla de todas las situaciones pecaminosas que pueden acontecer en el matrimonio, no va a las cosas rotas, a lo egoístas que somos los seres humanos, a  las violencias psíquicas, emocionales y físicas que puede haber en las relaciones. Él no está hablando de cómo el pecado destruye lo que Dios ha unido. Él está hablando acerca de cómo Dios diseñó la unión permanente del matrimonio. Él está hablando sobre lo que Dios quiere para los casados.

Lo que tenemos en común con los fariseos es que queremos hablar de excepciones. Queremos saber cuándo podemos divorciarnos. Queremos saber cómo hacerlo correctamente y de manera legal ante Dios. Pero muchas cosas en nuestro entorno son “legales o licitas”. La pornografía es legal. El aborto es legal. El matrimonio homosexual es legal. La cosa es que, sólo porque sea legal no significa que sea correcto ante Dios.

Jesús respondió desde la creación perfecta del mundo. La respuesta de Dios es: No lo hagas, nunca. En otras palabras el divorcio nunca es la voluntad de Dios para el matrimonio. Esto no quiere decir que el divorcio nunca pueda suceder. Pero este no es el punto que Jesús trata aquí. No se puede entrar en una discusión de “excepciones” sin hablar sobre la elección entre males. A veces tenemos que aceptar el divorcio como el menor de dos males. A veces, en este mundo por causa del pecado el divorcio será una realidad. Pero el divorcio siempre es pecaminoso. El problema es que todo el mundo piensa que su situación puede llegar a encajar dentro de las excepciones y en lugar de utilizar el divorcio como un mal menor, el pecado más pequeño se convierte en el más grande. Jesús pasa por alto toda discusión sobre las excepciones. Pero nosotros todavía queremos averiguar más. Queremos justificarnos a nosotros mismos, a nuestros familiares, a veces incluso a nuestros hijos. Pues bien, los discípulos tenían las mismas preguntas. Más tarde, al estar solos con Jesús, le repiten nuevamente la pregunta. Y Jesús les da otra respuesta muy clara. Él les dijo: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra ella y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio. Marcos 10:11-12.

Jesús lo dice aún más claramente. Lo dice incluso con más fuerza y lo más políticamente incorrecto. Tal vez Jesús ponga todo tu mundo patas arriba y comiences a preguntar: “Bueno pero… ¿qué pasa con esta situación o una situación así?” Jesús sólo nos dice lo que Dios espera. Para nosotros es difícil escuchar esto, porque nos muestra que estamos en serios problemas. Esta es la ley de Dios, que nos mira directamente a la cara. Queremos usar el regalo del matrimonio de manera distinta a como Dios nos lo da. Dios es el creador del matrimonio y es quien nos da las indicaciones para usarlos y tratarlo de la mejor manera, a fin de que dure y cumpla la función para lo cual fue creado. Pero siempre volvemos a la caída de Adan y Eva. Es la esencia del pecado, querer saber más que Dios. Es el centro mismo del pecado decir que queremos decidir por nosotros mismos lo que es mejor para nosotros. Estamos queriendo ser un dios para nosotros mismos. Ese es el pecado que habita en nuestros corazones. Por supuesto, que nuestros pecados no son sólo en relación con el matrimonio. Queremos tener el control de cada aspecto de nuestras vidas. Queremos ser capaces de tener rencor a un hermano o familiar, porque piensan de manera diferente sobre las cosas que hacemos. Queremos ser capaces de llegar a un acuerdo con nuestros vecinos sobre cuestiones morales incluso cuando no están de acuerdo con la Escritura. Queremos ser capaces de engañar un poquito sobre las fabulosas ofertas de un determinado negocio para hacerlas más rentables. Queremos ser capaces de hablar acerca de cómo otros miembros de la iglesia no viven de acuerdo a nuestras expectativas, sin reconocer que nosotros no vivimos según las expectativas de Dios. En nuestra vida y en nuestro matrimonio el problema no son los pecados que cometemos, es el pecado que está en nuestros corazones y la dureza de nuestro corazón para pedir perdón por ello. Es querer decidir por nosotros mismos lo que está bien o mal, queremos ser nuestro propio dios. Ese es el pecado que nos separará del verdadero Dios para siempre y si no fuera por nuestro Salvador, Jesús, estaríamos esclavizados por este tipo de pensamientos por siempre. Una de las formas que nos pueden ayudar a entender exactamente lo que Jesús ha hecho por nosotros para poner fin a nuestra separación es buscar en como Dios quiere que sea para nosotros el matrimonio. Eso es lo que Pablo hace en su carta a los Efesios.

Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Efesios 5:22-27

Cuando vivimos el matrimonio como Dios lo estableció, tenemos una imagen del amor de Dios y el perdón de Jesús. El perdón en Jesucristo es el fundamento de un buen y exitoso matrimonio. Se trata de mujeres que se someten a sus maridos y de maridos que aman a sus esposas... “como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella”.

El perdón es la base de nuestra relación con Dios. Así como Pablo dice, todo se basa en lo que Cristo hizo por nosotros. Él nos santifica, mediante la limpieza con agua y su Palabra. Estar bautizado es ser incorporado como miembro de la iglesia, la novia de Cristo. Pablo dice que Cristo se entregó por la Iglesia, su Esposa. Eso habla de la cruz. El marido da su vida por su novia, para protegerla, para mantener su bienestar por encima del suyo, sacrifica todo por ella. Eso es lo que hizo Jesús. Nuestro pecado, nuestro rechazo al control de Dios sobre nuestras vidas merece un divorcio permanente de parte de Dios. Pero Jesús nos lleva a Dios como su novia perfecta porque él tomó nuestro lugar en el castigo y condena. Él lleva a cabo nuestro bienestar por encima del suyo, sacrifica su vida por la nuestra. Sufre la separación permanente de Dios en la cruz, por eso grita “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Mateo 27:46. Por eso, cuando Dios nos busque en el juicio sólo verá que hemos sido lavados, que somos “sin mancha ni arruga ni cosa semejante”, que somos “santos y sin mancha” gracias a la entrega de Jesús.

Hay un montón de cosas para decir sobre el matrimonio en estos días, pero ninguna tan importante es la imagen que Dios nos da como forma de entender su relación con nosotros en Jesús. A causa de lo que Jesús ha hecho por nosotros, es que no queremos entender el matrimonio de otra manera a la forma que Dios lo define. A causa de lo que Jesús ha hecho por nosotros queremos someternos a la voluntad de Dios para nuestras vidas y nuestros matrimonios. A causa de lo que Jesús ha hecho tenemos una relación para siempre con Dios, mediante la fe en Cristo Jesús. Amen.

Pastor Gustavo Lavia