domingo, 25 de noviembre de 2012

26º Domingo de Pentecostés.


”Viviendo con la mirada puesta en el Reino de Dios”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     


Primera Lección: Daniel 7: 9-10, 13-14

Segunda Lección: Apocalipsis 1:4b-8

El Evangelio: Juan 18:33-37

Sermón

         Introducción

Los seres humanos no conocemos materialmente más realidad y mundo que éste en el que habitamos. Y estamos tan acostumbrados a él, a sus historias, sus maravillas y sus miserias, que nos parece que no sea posible que exista otro lugar donde podamos habitar. Si nos preguntan por otra posibilidad de vida fuera de él, inconscientemente crearemos en nuestra mente una copia parecida al mismo. Tal es nuestro arraigo en esta tierra que Dios nos dio. Y de tanto habitarla, hemos perdido la conciencia de que en realidad no pertenecemos a ella, sino que, tal como Jesús anuncia en su Palabra, el Reino de Dios y gracias a nuestra fe también, nuestra morada celestial, no son de este mundo. Ante esta realidad los cristianos debemos plantearnos siempre estas preguntas: ¿hemos olvidado vivir con la mirada puesta en el futuro junto a Cristo en su Reino?, ¿tratamos de perpetuarnos aquí, en esta vida?. Pues los creyentes necesitamos vivir con la conciencia de que este mundo tiene un principio y un final para nosotros, y de que los Hijos de Dios tampoco han venido para quedarse aquí, sino para habitar las moradas celestiales junto a nuestro Creador.

         Nuestra verdadera morada

Cuando los judíos llevaron a Jesús ante Pilato, pensaron sin duda que la manera más facil de incriminarlo era presentarlo como un rebelde nacionalista. Y para ello nada mejor que difundir la idea de que Jesús reivindicaba ser el Rey de los judíos. Pues siendo en vano el acusarlo ante los romanos por cuestiones religiosas, buscaron la vía política, la cual sí podía tener consecuencias más graves. Y así Cristo se ve frente a frente ante el poder supremo de su época, el representante del César, el cual sorprendido le lanza un sencilla pregunta: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” (v33). Pero para desconcierto seguramente de muchos que lo esperaban como el Mesías libertador de la opresión romana y terrenal, Jesús sólo reivindica su filiación celestial y deja claro que su poder no está basado en ningún concepto humano, y que si podemos hablar de un reino vinculado a Él, no lo encontraremos aquí, en esta tierra: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuese de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” (v36). Podemos imaginar la sorpresa ante esta respuesta, pues Jesús habla de otra realidad, de un reino donde él tiene servidores y donde existe un orden ajeno al nuestro. Y no es la primera vez en la Palabra en que se nos habla de esta realidad celestial, donde por medio de nuestra fe nos ha sido concedido además a los creyentes, una morada donde habitar eternamente (Jn 14:2-3). Y aquí debemos poner el acento en la que es quizás la consecuencia más significativa de este hecho para nuestra vida: que no vivimos o deberíamos vivir con un fuerte sentimiento de permanencia a esta tierra, y que nuestra actitud debe ser la de sentirnos pasajeros que viajamos hacia un destino más allá de esta realidad. Nuestro guía y nuestro maestro, Jesús, dirige nuestros pasos hacia otros parajes, hacia otros lugares, lejos de todas aquellas cosas que ocupan nuestra mente y nuestros esfuerzos cada día. Un lugar donde los grandes asuntos terrenales, esos que nos invaden cada vez que encendemos la televisión o leemos la prensa, no son sino ruido sin sentido ante la gloria y la majestad con que Dios ilumina su Reino a cada momento. Como seres humanos y pecadores, nos cuesta trabajo entender esta otra realidad, pues de ella sólo nos llega como un reflejo, como un fino rayo de esa luz deslumbrante, el Amor y la misericordia de Dios en Cristo. Y sin embargo este rayo que nos llega, es como un faro de luz pura y clara que ilumina nuestras vidas, y nos guía y protege de las duras rocas del pecado y nos consuela en el sufrimiento. Sin embargo, si permitimos que esas otras luces desenfocadas y deslumbrantes que nos rodean nos cieguen, será inevitable que choquemos contra los arrecifes del egoísmo, la falta de compasión, la mentira, el materialismo y en definitiva de la falta de amor por Dios y su Palabra. El Reino de Cristo no es de este mundo, y nosotros como Hijos de Dios bautizados con el lavamiento de la regeneración y sostenidos por el Espíritu, podemos afirmar que tampoco tenemos morada permanente en esta tierra, y que somos ciertamente ciudadanos de ese mismo reino, en cuya promesa confiamos: “Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí” (Lc 22:29).

         Preparándonos para habitar las moradas celestiales

La humanidad ya ha puesto el pie directa o indirectamente en otros mundos, y en otros lugares remotos del sistema solar, e incluso más allá. Nos preparamos para salir de la Tierra y habitar otros planetas, como plantean algunos visionarios. Estamos planificando de hecho, una nueva vida futura con todo lo que ello implica. Pero sea posible o no nuestra vida fuera de nuestro hogar terrestre, lo cierto es que el hombre se esfuerza hasta sus límites para colonizar otros mundos remotos, y lo hace poniendo lo mejor de su inteligencia, esfuerzo y voluntad en ello. Sin embargo,  parece que este esfuerzo titánico que el ser humano lleva a cabo para este empeño y para muchos otros, no va acorde con el que desarrolla en relación con la preparación necesaria para habitar nuestro hogar celestial. Pero ¿a qué se debe esta apatía espiritual?, ¿por qué el ser humano se muestra tan indiferente en muchos casos e incluso rechaza la invitación de vivir junto a su Creador eternamente?. Jesús anunció a Pilatos cuál era el sentido de su misión en la tierra: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad” (v37). Y del mismo modo nos aclara que sólo ansiando esta verdad, podremos oir su mensaje de salvación: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (v37). Y aquí está ciertamente la clave del problema que hemos indicado sobre la indiferencia e incluso incredulidad : el hombre no escucha esta voz divina, incluso la rechaza, pues en lugar de la verdad prefiere vivir en la mentira de que su vida, desconectada de Dios en Cristo, tiene un sentido pleno, como nos recuerda el mismo Jesús: “porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn 15:5). El hombre entonces, desconectado de la verdadera realidad, crea en su mente la ilusión de que este mundo y su vida son auto suficientes. Que no necesitan un ser trascendente para explicarlo y darle sentido, y que la vida futura es una quimera sin sentido en la que no vale la pena perder los minutos de la vida terrenal. Y así llega a la conclusión de que es mejor invertir el esfuerzo aquí y ahora para una vida terrenal mejor, que hacerlo para una vida en un reino extraño e incierto. Sin embargo, la búsqueda de una vida terrenal mejor, no es opuesta en absoluto a la aspiración de una vida junto al Padre, pues mientras habitamos este mundo, debemos buscar también lo mejor de él. Y de hecho, el Creador del mismo, haciendo que el inicio de su Reino se produzca aquí en la Tierra, ha vinculado indisolublemente nuestra realidad con la realidad celestial: “Se ha acercado a vosotros el reino de Dios” (Lc 10:9). Y ésta para los creyentes, es una noticia gratificante y ¡sorprendente!.

         ¡El Reino también es ya una realidad en nuestro mundo!

Tal como ya hemos aclarado, somos ciudadanos del Reino celestial, y esto tiene importantes implicaciones para nosotros. Por ello nuestra primera prioridad en esta vida debería ser profundizar en el conocimiento de la voluntad de Dios, por medio de la escucha de su voz en la Palabra. De ahondar en nuestra relación con Él por medio de la oración, y de poner en práctica aquellas obras que provienen de la fe y que permiten al prójimo sentir por medio de nosotros, el Amor de Dios por ellos: “servios por amor los unos a los otros” (Gal 5:6). Pues el hecho de sabernos pertenecientes a ese Reino celestial que Dios ha preparado para aquellos que en fe han confiado en las promesas del Padre, no debe hacernos perder la conciencia de que este mismo reino no es sólo un acontecimiento futuro, del que no debemos preocuparnos por ahora, sino que ¡se encuentra ya activo aquí en la tierra, entre nosotros! (Mt 12:28, Lc 17:21). El reino no es pues sólo un lugar sino también un tiempo, un momento que tuvo su inicio con la llegada de Cristo a la tierra. Es Jesús mismo quien da lugar al comienzo de este tiempo que llamamos Reino de Gracia, ya que al fín y al cabo, no tiene sentido hablar del lugar en sí, sino de los valores y leyes que rigen en el mismo. Pues el Reino es una nueva realidad, un tiempo mejor y perfecto (Kairós) donde se da inicio a una nueva visión de la vida y de nuestra relación con Dios y el prójimo. Sólo así tiene sentido el que ambicionemos vivir en el mismo, despojados de todo sentimiento egoísta que trate simplemente de reproducir la vida terrenal en él, sino queriendo vivir exclusivamente bajo la ley de Amor y perdón en Cristo como Señor y Rey. Es decir, queremos vivir en el Reino porque sabemos que éste es la máxima expresión del perdón y la misericordia que Dios nos ha concedido por medio de la sangre de su Hijo. Y podemos además vivirlo aquí y ahora también en la acción de Su Iglesia, para que otros puedan experimentar este mismo perdón y misericordia en sus vidas (Gracia), sostenidos por la poderosa Palabra de Dios y la acción vivificante de los Sacramentos. Ciertamente esperamos vivir en este mismo reino convertido en Reino de Gloria, y de una manera plena en la consumación de los tiempos, donde Cristo como Rey se manifestará en toda su majestad y esplendor (Dn 7:13-14). Pero nos encontramos ya de hecho inmersos en este inicio del mismo, sometidos a la acción de la gracia en nuestras vidas, y con la misión de ser instrumentos en las manos del Padre para que Él desarrolle su acción redentora. ¿Vives pues en tu vida de fe la alegría de saberte ciudadano de este Reino de Gracia?, ¿Experimentas  y transmites a otros esta Buena Noticia de que aquí y ahora el Reino de Dios está ya entre nosotros?. Este es sin duda el gran consuelo del creyente, del hombre y la mujer que pueden en fe proclamar: “Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo” (Ap 12:10).¡El tiempo de Reino pues ya ha dado comienzo!.

         Conclusión

Los creyentes vivimos cada día tratando de sacar lo mejor de las posibilidades de este mundo. Aspirando a mejorar nuestra sociedad terrenal y con plena conciencia de ser partes de la misma. Pero al mismo tiempo, nos sabemos ciudadanos de otra realidad, más real aún que esta y el cual es nuestro verdadero destino: El Reino de Dios. Hacia el mismo es a donde nos dirigimos, a ello es a la que aspiramos en fe, y en ello es donde ponemos lo mejor de nuestros esfuerzos diarios. Vivimos pero sabiendo que nada de este mundo nos pertence, y que todo lo tenemos en abundancia en el Reino del Padre. Mantengamos pues viva esta conciencia, tratando de no dejarnos arrastar por las preocupaciones diarias, las necesidades y los afanes de este mundo: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mt 6:33). ¡Que así sea, Amén!                         

                                 J.C.G / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                            

lunes, 19 de noviembre de 2012

25º Domingo de Pentecostés.

“El regreso de Cristo está cerca y nos preparamos para ello”


Antiguo Testamento: Daniel 12:1-3

Nuevo Testamento: Hebreos 10:11-25

Santo Evangelio: Marcos 13:1-13



Es común decir o escuchar: “Esa persona tiene un buen corazón”. Por lo general, con esto queremos decir que son amables, generosos, amorosos o algo por el estilo. Esto puede ser cierto para nuestros parámetros sociales o morales. El problema es que muchas veces llegamos a conocer personas que pueden ser de “buen corazón” pero que al tiempo descubrimos defectos, vicios y pecados que nunca nos hubiéramos relacionado con ellos. Es allí que podemos pensar que si ni siquiera las personas que considerábamos buenas lo son, que nos queda para el resto de los mortales… si las personas que parecían tener una vida perfecta no la tienen… quién la tiene?? Si oímos que Dios nos dice sean perfectos con Él lo es…

El concepto de pureza de Dios es la perfección total. Creemos que ya tenemos suficientemente con esforzarnos en no tener acciones, pensamientos e intenciones pecaminosas. Que cumplir con “no matarás, no cometerás adulterio, no robarás” es un gran esfuerzo. Pero Jesús muestra que la Ley de Dios va más allá, va al corazón: no odiar, no desear a otras mujeres u hombres que no sean nuestros cónyuges, no codiciar. Él nos dice que los planes y deseos de hacer el mal son acciones pecaminosas en sí mismas, incluso sin llegar a cometer dichas acciones. Eso tiene que ser una noticia devastadora para cualquier persona que está construyendo su propia escalera para llegar al cielo, tratando de acceder a Dios por sus propias acciones o buenas obras. Es como subir por una escalera con peldaños agrietados y rotos sólo para darte cuenta de el camino al cielo tiene muchos kilómetros por encima de tu pequeña escalera. Al examinar nuestros corazones, vemos que nunca podremos ser considerados puros o perfectos. El egoísmo, la amargura, los celos, la rivalidad, la codicia afloran de nuestros corazones mas a menudo de lo que quisiéramos. El problema no son solo las consecuencias de nuestros pecados las que tenemos que soportar, sino que esto nos dice que hemos fallado y no alcanzaremos la vida con Dios.

Si esto ha sacudido su auto-confianza, entonces es algo bueno. La Palabra de Dios debe sacudir la confianza en nuestras obras y nuestra capacidad para llegar a Dios, así no colocaremos nuestra confianza en nosotros mismos a la hora de dar cuentas a nuestro creador. Más bien, necesitamos la confianza de que el escritor a los Hebreos habla. Él dice que podemos tener confianza para “teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne”. Realmente podemos tener una confianza inquebrantable de nuestra presencia en el cielo y de disfrutar la eternidad junto a Dios. No es una confianza en nosotros, sino que confiamos en la sangre de Jesús, que abrió el camino de acceso al Padre. Es a través de Jesús que podemos tener un corazón puro. Esto es lo que sucede: podemos acercarnos a Dios con un corazón sincero, en plena certidumbre de fe con los corazones purificados.

Nuestros corazones son lavados y hechos puros por Cristo. Un corazón perfecto es inalcanzable para nosotros pero nos es dado solo por él. El versículo 14 dice: “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”. De una sola vez la muerte de Jesús nos limpió perfectamente para siempre. El trabajo sobre nuestra santificación, el proceso de ser hecho santo en esta vida, no es completo, pero el versículo 22 dice “purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura”. Una mala conciencia, una persona culpable es limpia en Cristo. El corazón pecador que se ve bajo el juicio de Dios es puesto en libertad por medio de Jesús. Todas las cicatrices, las heridas de los pecados del pasado y las heridas que pesan sobre nuestro corazón están purificadas. La sangre de Jesús nos limpia como una lluvia de agua pura que cae sobre nosotros en nuestro bautismo, lavándonos y dejándonos limpios a la vista de Dios. Dándonos la renovación del Espíritu Santo para continuar la obra de Dios en nosotros a fin de reflejar su amor y misericordia al mundo.

En el bautismo Dios pone un corazón puro en nosotros, tal como lo prometió desde los tiempos del Antiguo Testamento. Nos limpia con agua de toda impureza y pone un corazón y un espíritu nuevo (Ezequiel 36:25-26). Dios prometió que este cambio de un corazón de piedra en un corazón de carne incluiría el don de su Espíritu, para que seamos cuidadosos en obedecer las leyes de Dios (Ezequiel 36:27). Nuestros cuerpos fueron lavados con agua pura, nuestras conciencias limpias, libres de culpa, estamos listos en un nuevo camino de obediencia en la vida. No nos basamos en esta nueva obediencia para acercarnos a Dios. Nuestra confianza está en la sangre de Jesús derramada por nosotros. Esta confianza y plena seguridad de fe en Cristo Jesús, da lugar a la segunda cosa que tenemos que hacer, después de acercarnos con un corazón sincero.

Mantenernos firmes en la profesión de nuestra esperanza. La fe siempre trae aparejada una confesión de si misma, al reconocer o hablar de Dios, de lo que Él nos ha dicho o hecho por nosotros. Mientras que la fe es la confianza en Dios en nuestro corazón, no se queda ahí, sino que nos hace hablar. Nuestra fe no puede permanecer en silencio o invisible. A Pedro y Juan le pidieron que no hablaran de Jesús, y respondieron: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hechos 4:20). Lo mismo sucede con cada cristiano. No podemos mantenerlo embotellado como si no hubiera nada que contar, ni a nadie transmitir este mensaje. La alegría y la esperanza de la salvación que tenemos en Cristo Jesús, naturalmente, produce hablar de ello. Nosotros, como sacerdotes escogidos por Dios hemos sido limpiados y renovados para “proclamar las maravillas” de aquel que hizo grandes cosas por nosotros (1 Pedro 2:9). Esto no quiere decir que siempre será fácil, sencillo y produzca buenas reacciones.

No siempre somos “voceros de Dios”. La sociedad quiere que seamos cristianos mudos, silenciosos ante la oposición o desaprobación, silenciosos cuando llegan oportunidades para hablar de nuestro Dios. Ante una oportunidad para hablar de la bondad de Dios algunas veces no podemos, por miedo o timidez. Necesitamos recurrid a Dios para que abra nuestras bocas, nos provea de oportunidades y nos use como fieles mensajeros. Estamos llamados a aferrarnos a nuestra confesión de esperanza. Aferrarse es lo contrario de ser evasivo, desinterés o vacilación. Es ser firmes y decididos, tener confianzas y certezas. Pero esta confianza y certidumbre no nace de nosotros mismos, sino de la fidelidad de Cristo. La esperanza que tenemos en Él, no es una esperanza que decepciona (Romanos 5:5), sino que es una esperanza segura de que Dios cumple sus promesas. Él imprime esta certeza en nuestros corazones por la fe.

El último punto de la lectura a los Hebreos de hoy es considerar cómo vamos a “estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca”. Motivarnos, instarnos unos a otros a hacer el bien y a mostrar el amor de Dios. No caer en la complacencia o inactividad de la fe, sino ponernos a trabajar en su reino. En la vida hay un escenario completo y complejo para que podamos practicar su amor y buenas obras con sus amigos, familiares, compañeros de trabajo, vecinos e incluso a sus enemigos. Considere cómo podemos alentarnos unos a otros. ¿Hay algún talento especial o don que tengas que puedas poner a trabajar en la iglesia o en la comunidad?

Al parecer ya era un problema en la iglesia del primer siglo que los cristianos dejaban de congregarse. Se estaba convirtiendo en un mal hábito. Hoy tenemos el mismo problema. Muchas veces nos pasa que el Oficio es sólo una de las muchas tareas en nuestra lista de tareas y que a menudo se cancela cuando surgen otras prioridades. ¿Es posible ser cristiano sin unirse a una comunidad? La respuesta es que sí, es posible. Es algo así como ser un estudiante que no va a la escuela. Un soldado que no se une al ejército. Un ciudadano que no paga sus impuestos ni vota. Un vendedor sin clientes. Un vendedor en una isla desierta. Un padre sin familia. Un jugador de fútbol sin equipo. Para decirlo de manera más bíblica, sería como un ojo que cree que no necesita un cuerpo.

Los cristianos encontramos en el tercer mandamiento una clara llamada a permanecer en la Palabra de Dios. Pero más que hacerlo porque es un mandamiento, simplemente lo hacemos por la misma razón que comemos. No podemos sobrevivir sin comida y así también nuestra fe se moriría de hambre sin la Palabra de Dios y los Sacramentos. Es como alejarse de la fuente de la salud y alimento y esperar sobrevivir. La vivencia comunitaria de la fe cristiana en las Escrituras es inconfundible. Se nos describe como una edificio espiritual montado sobre piedras vivas, un sacerdocio santo (1 Pedro 2:5), un cuerpo con miembros unidos y articulados entre sí (Efesios 4:19, 1 Corintios 12), los miembros de la familia de Dios (Efesios 2:19). Nosotros no estamos destinados a estar solos. La iglesia es el lugar principal donde estimularnos al amor y a las buenas obras. Es el lugar donde nos animamos unos a otros y preparamos para una vida marcada por la confesión de nuestra esperanza. Nos preparamos para vivir en el mundo como creyentes confesando a Dios. Porque sabemos que el día en que vendrá a buscarnos se acerca. El próximo domingo se celebra el último domingo de nuestro Año Eclesiástico y es en esta época del año donde nos afianzamos en el prometido regreso del Señor.

La expectativa de su regreso nos llama a examinar la forma en que llevamos adelante toda esta vida cristiana. Y de nuevo veremos que un corazón limpio, una confesión de fe son sólo la nuestra, por la misericordia y la sangre de Jesucristo, no por cualquier éxito o el logro de los nuestros. Confesamos nuestros pecados y volvemos a la única fuente de misericordia prometida. Sólo por lo que Jesús ha hecho, por morir y resucitar por nosotros podemos tener la confianza de que Él nos ha abierto el camino al Padre. Él descendió del cielo para llevarnos a estar con Él. Así que si dejamos nuestras escaleras, consideramos que es una buena cosa pero nuestra confianza no descansa en nosotros mismos, sino en el Dios que es fiel a lo que Él ha prometido. Día a día estamos preparándonos para el día final cuando Cristo regrese, cuando nuestra esperanza se haga realidad y vamos a entrar en el cielo por el camino que es Cristo. Con un corazón puro por su sangre vamos a ver a Dios. A partir de este día en adelante y hasta ese día, acerquémonos a Dios con corazón sincero.

Atte. Pastor Gustavo Lavia

domingo, 11 de noviembre de 2012

24º Domingo de Pentecostés.


”Ofrendando tu vida al Señor”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

 

Primera Lección: 1º Reyes 17:8-16

Segunda Lección: Hebreos 9:24-28

El Evangelio: Marcos 12:38-44

Sermón

         Introducción

Ofrendar es un acto de generosidad que implica desprendernos de algo para entregarlo desinteresadamente a otro. Normalmente asociamos la palabra ofrenda con las obras de caridad, o con la asistencia a los pobres. Y del mismo modo se entiende frecuentemente la ofrenda de una manera económica, como si esta sólo pudiese darse en forma de dinero. Sin embargo, como cristianos podemos y debemos entender la ofrenda como algo más profundo y de mayor alcance, y como el signo tangible de una manera específica de relacionarnos fundamentalmente con Dios. Pues tras la ofrenda hay una actitud y una intención que expresan cómo nos relacionamos con el Creador en nuestra vida. En realidad para el creyente, su vida entera es una ofrenda a Dios, donde vivimos con conciencia de que todo lo que tenemos y somos, desde nuestras posesiones, familia, salud, trabajo y un largo etcétera, en realidad son ofrendas que hemos recibido previamente del Señor por Amor. Y entre todas ellas sobresale en gran manera el perdón y la reconciliación ganadas para nosotros por Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz.

         Sea toda la gloria para Cristo

En la lectura del Evangelio de hoy, encontramos dos momentos distintos pero relacionados entre sí en cuanto a la enseñanza que Jesús nos transmite. En primer lugar nos encontramos de nuevo con los escribas, como ejemplo de una actitud errónea en cuanto a la manera de relacionarnos con el Señor. Pues estos, en lugar de ser transmisores del amor de Dios por su pueblo, y de dirigir las miradas de los creyentes hacia Él, preferían concentrar la atención y las miradas ajenas en ellos mismos: “Guardaos de los escribas, que gustan de andar con largas ropas, y aman las salutaciones en las plazas y las primeras sillas en las sinagogas, y los primeros asientos en las cenas” (v38-39). Por medio de sus vestimentas y actitudes, se esforzaban por impresionar al pueblo, usando la aparente piedad de una religiosidad estricta para convertirse ellos en el centro de atención. Y se situaban igualmente en lugares destacados, entendiendo que era el lugar que les correspondía y que merecían por su supuesta dignidad. En su relación con el Señor, era evidente que no buscaban en primer lugar la gloria de Dios, sino la propia. Torcían así las palabras del Salmista: “No a nosotros, Oh Jehová, no a nosotros, Sino a tu nombre da gloria” (Salmo 115:1). Y los escribas usaban además su posición social para satisfacer su deseos más bajos y carnales: “que devoran las casas de las viudas, y por pretexto hacen largas oraciones. Estos recibirán mayor condenación” (v40). Pues cuando queremos ocultar la gloria de Dios en el mundo y tratamos de sustituirla por la gloria del hombre, el pecado que habita en éste se manifiesta aún con mayor fuerza y evidencia. De ahí lo peligroso de permitir a nuestro ego tomar el control de nuestra vida, olvidando quiénes somos y que nuestro papel aquí debería ser sin embargo el proclamar las maravillas de Dios, y fundamentalmente las que ha llevado a cabo abriendo para nosotros en Cristo las puertas del Reino. Pero precisamente vivimos en una sociedad que ama la vanagloria personal y fomenta el culto a la imagen del hombre. Una sociedad donde Dios ha sido despojado de la gloria que le pertenece y sustituida por la gloria de gobernantes, deportistas, personajes públicos o simplemente por personas dispuestas a exponerse públicamente y a desvelar su vida personal e íntima para arañar un poco de fama. Una época donde cada vez son menos los que miran a Dios, y fijan su atención en el hombre, y donde se hacen ciertas las palabras de San Juan: “Pues amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Jn 12: 43). Pero no debe ser así entre nosotros los cristianos, sino que hagamos nuestras las palabras del Apóstol Pedro cuando nos advierte para que seamos personas sencillas, sumisas, y lejos de todo intento de vanagloriarnos en nosotros mismos: “Revestíos de humildad, porque: Dios resiste a los soberbios, Y da gracia a los humildes” (1ª P 5:5). Y aquí de nuevo ¿quién será nuestro modelo sino Cristo mismo?, ¿quién sino aquél que se humilló hasta la muerte por tí y por mí?. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29) nos dice Jesús. No al hombre pues, sino miremos al Señor y oremos también para que este mundo recapacite y vuelva en humildad sus ojos a Cristo: “para que en el nombre de Jesús, se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra” (Fil 2:10).

         Confiando plenamente en el Señor

En la segunda parte de la lectura de hoy, encontramos a Jesús presenciando las donaciones de pueblo judío en el arca de las ofrendas a la entrada del templo. Y ciertamente entre el pueblo había personajes acomodados y ricos que ofrendaban en gran medida. Lo hacían a la vista de todos y ostentosamente, llamando la atención de otros por su supuesta generosidad y devoción.  Pero Jesús en esta ocasión sin embargo, fija su atención en otra escena bien distinta que se desarrolla en el mismo lugar: “Y vino una viuda pobre, y echó dos blancas, o sea, un cuadrante” (v42). Una pobre viuda es aquí el modelo que sirve para presentarnos el enfoque correcto de la relación del creyente con su Dios, en contraste con la actitud de los escribas. Pues esta viuda, junto con los enfermos y los niños, no solo no buscaba alabanza o vanagloria propias, sino que formaba parte del grupo de los débiles y desposeídos de la sociedad de su época. Pues una viuda sin sustento estaba expuesta a la pobreza y la miseria, y más si poseía familia en forma de hijos. Una viuda representaba al elemento más débil de su época: la mujer, expuesta además a la falta de protección familiar y material de un marido. Si difícil era la vida para una mujer en estas condiciones, lo era aún más si ya la había alcanzado la pobreza, señal de que ningún hombre la había vuelto a querer por mujer. Y esta viuda en su humildad sin embargo, no solo no reprimió su ofrenda, justificándola con su situación personal de pobreza, sino que confió plenamente en su Dios y puso su vida entera en sus manos, y es por ello un modelo de fe para el creyente pues: “Los que confían en Jehová son como el monte de Sión, que no se mueve, sino que permanece para siempre” (Sal 125:1).  ¿Cómo está nuestro nivel de confianza en nuestro Dios?, ¿nos entregamos a Él en fe, sea cual sea nuestra situación personal, y confiando en que recibiremos infinitamente más que lo que podamos dar en esta vida?. Estemos atentos sin embargo a que nuestra relación con Dios no se sustente nunca en el interés, en un mero intento de intercambio de fe a cambio de prosperidad y bienestar. No olvidemos que no predicamos la gloria, sino la Cruz, y que nuestra herencia y tesoro no están aquí en esta tierra (Mt 13:44). Y que al igual que la viuda, es posible que Dios se relacione con nosotros también en la pobreza y en la adversidad, y que ello deba ser así. Por tanto, acerquémonos a Dios con confianza, poniendo a sus pies nuestra vida entera, lo que somos y tenemos, en la seguridad de que Él cuida de nosotros, y de que no hay ofrenda pequeña ante el Señor, si nace de un corazón sincero y humilde.

         Nuestra vida entera como Ofrenda

Hemos visto pues que la viuda pobre nos enseña a acercarnos a Dios con humildad y con confianza plenas. Su ofrenda es un testimonio de cómo poner a los pies del Señor nuestra vida y nuestras seguridades. También los cristianos ofrendamos, y ofrendamos igualmente con dinero para sostener la obra del Señor por medio de su Iglesia. Pero tengamos en cuenta que no siempre nuestra ofrenda a Dios debe estar basada específicamente en el dinero, pues nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras oraciones y nuestra atención al prójimo son también ofrendas aceptables para Dios. Todo aquello que hacemos desde la fe por y para nuestro Creador y nuestro prójimo son ofrendas valiosísimas  que podemos ofrecerle. Sin embargo nuestra relación con Dios puede correr el peligro de relacionamos con Él no a base de máximos como hizo la viuda, sino a base de mínimos: mínimos momentos de oración, mínima escucha de su voluntad en su Palabra, mínima participación y recepción de su perdón en la Santa Cena, mínima ayuda al prójimo, mínima colaboración con la proclamación del Evangelio. O también podemos pretender mantener una relación con Dios basándonos simplemente en lo que nos sobra: orar cuando me sobre tiempo, leer la Palabra cuando me sobre tiempo, asistir a los Oficios cuando me sobre tiempo, ofrendar o ayudar a otros cuando me sobre tiempo y dinero, etc, etc. Al final Dios y el prójimo siempre se llevan las sobras. Y así, podemos dosificar nuestra vida de fe sin interferir nunca en nuestros propios intereses, y por supuesto cómodamente. Pero ¿es esta la relación que Dios quiere mantener con nosotros?. Tengamos en cuenta sin embargo que nuestro Padre actúa justo de la manera contraria respecto a nosotros sus hijos, en una relación no de mínimos ni de sobras, sino de máximos: máxima disponibilidad para escuchar nuestras oraciones y plegarias, máxima presencia de su Espíritu en su Palabra y los Sacramentos (medios de Gracia), máximo Amor y sostén tanto en la prosperidad como en la desgracia, y máxima entrega en la figura de Cristo en la Cruz. Él no escatima nada por nosotros como podemos comprobar. Por tanto, ¿cómo vivimos pues nuestra relación con Dios?, ¿es a base de mínimos y sobras o con entrega y generosidad?. Debemos tener conciencia de que detrás de todo lo que somos o hacemos esta nuestro Creador, y de la importancia de fundamentar nuestra vida en una sana relación con Él. Aprendamos pues de la viuda, con humildad, sin vanagloria personal, con confianza plena y con generosidad para con Dios: “de cierto os digo, esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento (v43-44)”.

         Conclusión

Vivimos en un mundo centrado en sí mismo, donde la búsqueda del placer, la fama y la notoriedad abundan por doquier. Al igual que ocurría con los escribas, la humildad, la sencillez y la alabanza al Creador son sistemáticamente desechados por la búsqueda de la gloria y auto alabanza humanas. Malo será que el hombre crea ser señor absoluto de su destino y no tenga conciencia de su lugar en la creación: “Porque ¿qué es vuestra vida?, ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Stg 4: 14). Jesús sin embargo nos muestra hoy cuál debe ser nuestra actitud como personas de fe: humildad, entrega, confianza plena en el Creador, y sobre todo, ofrendar con nuestra vida entera, con todo lo que somos. Y si el Señor entregó por nosotros a su Hijo amado, ¿le ofreceremos nosotros lo mínimo?, ¿escatimaremos con Él nuestra ofrenda de vida?. Por tanto, “Dad a Jehová la honra debida a su nombre, traed ofrenda, y venid delante de Él” (1 Cr 16:29).¡Que así sea, Amén!                         

                   J. C. G. /  Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                           

domingo, 4 de noviembre de 2012

23º Domingo de Pentecostés.


“Somos Hijos de Dios”

Antiguo Testamento: Apocalipsis 7:9-17

Nuevo Testamento: 1º Juan 3:1-3

Santo Evangelio: Mateo 5:1-12

 

Una de las cosas que la Reforma sacó a la luz es nuestra filiación o relación con Dios. “Somos hijos de Dios”. ¿Tenemos razón para creerlo? ¿No es una presunción que siendo pecadores, nos adjudiquemos un título tan honorable? Quizá hoy alguien dirá que es un nombre muy común y que no hay necesidad de otorgarle tanta importancia, pues todos somos hijos de Dios porque Él nos creó y nos sostiene aún con lo necesario para el sostén de nuestros cuerpos. Pero hoy no hablamos de nuestra creación y conservación corporal por parte de Dios. Ahora nos referiremos al ser hijo de Dios de una manera especial. Pero ¿Puede uno ser hijo de Dios más que por la creación? ¿No es hipócrita el que insiste en llamarse hijo de Dios? No es ni presunción, ni egoísmo. Dios mismo llama hijos suyos a ciertas personas. Él mismo confiere esta dignidad. En nuestro texto bíblico, 1 Juan 3:1-9, el apóstol San Juan escribe por inspiración del Espíritu Santo que somos “llamados hijos de Dios” y que “somos hijos de Dios”.

¿Cómo llegamos a ser hijos de Dios?

Juan nos dice: “Mirad”. He aquí tiene algo muy importante que decirnos y es lo siguiente: “Cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” v1, y “Muy amados, ahora somos hijos de Dios” v2. “Somos hijos de Dios” porque Dios nos amó y tiene que ser la verdad porque la Biblia así lo dice.

Veamos cómo no llegamos a ser hijos del Padre celestial. Nuestros pri­meros padres, Adán y Eva, fueron creados santos, sin pecado. Fueron creados a imagen de Dios. Fueron sus hijos. Pero ellos desobedecieron a Dios. Comieron del fruto del árbol prohibido. Por su desobediencia pecaron contra Dios y ya no eran santos sino pecadores. Perdieron la imagen de Dios. Ya no eran sus hijos. ¿Qué tenemos que ver con lo que ellos hicieron? Mucho. El pecado y la perdición de ellos pasaron a todos sus descendientes. La Biblia dice, Romanos 5:12: “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a todos los nombres, pues que todos pecaron”. El diablo tentó a Adán y Eva, y cuando éstos comieron del árbol prohibido por Dios, ya no eran hijos de Dios sino hijos del diablo. Nosotros, a causa de ellos, también perdimos la dicha de ser hijos de Dios y pasamos a ser hijos del diablo. “El que hace pecado, es del diablo; porque el diablo peca desde el principio”, dice nuestro texto, v. 8.

Pablo describe ese estado terrible en Efesios 2:3: “Entre los cuales (los desobedientes) todos nosotros también vivirnos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos; y éramos por naturaleza hijos de ira, también como los domas”. Igualmente en el versículo doce del mismo capítulo dice: “En otro tiempo estabais sin Cristo, alejados de la república de Israel, y extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo”. Las consecuencias del pecado fueron desastrosas para Adán y Eva y para todo ser humano. “Éramos por naturaleza hijos de ira” y estábamos “sin Cristo, sin esperanza y sin Dios en el mundo”. Esta es la verdadera descripción de todo hombre, mujer y niño en el mundo por naturaleza. Así son todos al nacer. Así son todos los que no creen en Cristo. No importa que sean ricos o pobres; que sean personas decentes o de malas costumbres. La Biblia dice que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”, Romanos 3:23. Aun nosotros “éramos por naturaleza hijos de ira”, “del diablo”, v. 8.Cuando Dios dijo a Adán y Eva que no comieran “del árbol del conocimiento del bien y del mal", añadió lo siguiente: “Porque el día que de él comieres, morirás”, Génesis 2:17. ¿Pudo Dios pasar por alto esa transgresión? No. Él es justo y tuvo que castigar. El fin de todos los desobedientes “hijos de ira”, “del diablo”, pecadores, incrédulos, a pesar de fama, fortuna, cultura, o lo que sea, a menos que la ira de Dios sea quitada, es la condenación eterna en el infierno “donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga”, Marcos 9:46. “La paga del pecado es muerte”, Romanos 6:23.

No cabe duda de que este castigo del infierno es para todos los hijos de ira desde Adán y Eva hasta el último hombre que haya de nacer. Nosotros no fuimos hijos de Dios al nacer sino hijos de ira, del diablo. Y estábamos sujetos al castigo del infierno. Heredamos la culpa de Adán y Eva, el pecado original. Este pecado heredado pronto se manifestó en nosotros en pecados de pensamientos, palabras, y obras. Estos pecados se llaman pecados actuales.

Nuestro texto menciona cierto pecado diciendo que el mundo no conoce a Dios, v. 1. ¿Qué quiere decir no conocer a Dios? No conocer a Dios quiere decir no reconocerle como al Señor, no creer en Él y no servirle. Esto es pecado. “Cualquiera que hace pecado, traspasa también la ley; pues el pecado es transgresión de la ley”, v. 4. “El que hace pecado, es del diablo”, v. 8. El fruto del pecado original es el pecado actual. Mateo 7:17 dice: “El árbol malvado lleva malos frutos”. También estos pecados de pensamientos, palabras, y obras merecen el castigo en el infierno.

Pero ya no somos hijos del diablo tambaleando en el precipicio de la eternidad para pronto caer en el infierno. ¿Qué sucedió para que ya no seamos hijos del diablo sino hijos de Dios? ¿Acaso nos libramos nosotros mismos o nos rescató alguna persona de la esclavitud del diablo y el castigo eterno? No, nunca. No conocíamos a Dios. No teníamos el poder espiritual para allegarnos a Dios. Estábamos muertos en delitos y pecados. Así como un cadáver no tiene poder para darse vida corporal, así tampoco tiene poder espiritual para conocer a Dios el que está muerto en pecado, el que es hijo del diablo. Ningún ser humano podía salvarnos. Dice la Palabra de Dios: “Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate. (Porque la redención de su vida es de gran precio, y no se hará jamás)”, Salmo 49:7-8. Martín Lutero expresa esta verdad en una respuesta a sus Preguntas Cristianas: “Debemos aprender a creer que ninguna criatura ha podido pagar por nuestros pecados”.

Pero, ¿cómo fuimos librados del poder del diablo? Oíd con atención. “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios... Muy amados, ahora somos hijos de Dios” vs. 1-2. Somos hijos de Dios porque Él nos dio su amor. No fue la voluntad de Dios que nosotros, pecadores e hijos de ira y del diablo, permaneciéramos en la amarga esclavitud del diablo y sufriéramos en el tormento del infierno. “Dios es amor”, 1 Juan 4:8. Dios no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”, 2 Pedro 3:9. Pero, ¿cómo pudo Dios amarnos a nosotros que fuimos tan pecadores y que le habíamos ofendido tantas veces?

Yo sé que Dios es amor, es misericordioso. ¿Cómo pudo Él amarnos? ¿No tuvo Él que castigarnos? El gran amor de Dios aun antes de la creación del mundo trazó el plan por el cual Él pudo tener compasión de nosotros. “Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él”1º Juan 3:5. “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo”, v. 8b. Hijos de Dios, estas palabras son las Buenas Nuevas; son el Evangelio. Estas palabras debemos aprenderlas de memoria y creer con todo el corazón. Estas palabras explican cómo Dios pudo darnos su amor y llamarnos sus hijos.

En el consejo del Trino Dios antes de la creación del mundo fue hecho el plan que se verificó al venir Cristo al mundo en el cumplimiento del tiempo para dar su vida en rescate por muchos, aun por todos los hijos de ira, del diablo. Nosotros merecimos el castigo, pero Dios nos amó y su Hijo Jesucristo voluntariamente asumió la responsabilidad de guardar la Ley por nosotros, de quitar nuestros pecados, y de deshacer las obras del diablo. Cristo guardó al pie de la letra los Diez Mandamientos. “No hay pecado en él (Cristo)”, v. 5b. Lo que Él hizo al cumplir la Ley fue acreditado a nuestro favor. Cristo quitó “los pecados del mundo”. El gran profeta Isaías escribió por inspiración del Espíritu Santo y profetizó cómo Cristo quitaría nuestros pecados. “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto: y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados”. (53:3-5.) El pecado tuyo, el mío, y el de todo el mundo fue puesto sobre Cristo. Él sufrió y murió por todos nosotros, sin excepción. “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, Juan 1:29b. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”, 1 Juan 1:7. Vemos a Cristo en el huerto de Getsemaní sufriendo la agonía del infierno a causa de nuestros pecados. Oímos a Él decir en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Marcos 15:34. Y un poco antes de su muerte en la cruz le oímos decir: “Consumado es”, Juan 19:30. Él había hecho todo lo necesario para salvar a todos y a cada uno. No sólo cumplió la Ley por nosotros y quitó nuestros pecados, sino que también dejó sin efecto las obras del diablo. Por el pecado que el diablo trajo al mundo la muerte pasó a todos los hombres. Ésta fue una obra del diablo. Dios no nos creó para morir sino para vivir. Pero por el pecado la muerte reinó sobre nuestros cuerpos, y el castigo del infierno, que es la segunda muerte, sobre nuestras almas. Para deshacer la obra del diablo, vencer la muerte y restituir la vida, Cristo también resucitó de entre los muertos al tercer día, como había dicho. Él triunfó sobre el infierno. Este triunfo de Cristo sobre el diablo se nos da a nosotros. “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, mas conforme al espíritu”, Romanos 8:1. Como Cristo destruyó el poder que el diablo tenía para llevarnos al infierno, para condenarnos, asimismo triunfó Él sobre la muerte. Tampoco quedaremos en nuestros sepulcros. Él nos dice en Juan 14:19: “Porque yo vivo, y vosotros también viviréis”. En 2 Timoteo 1:10 leemos que Cristo “quilo la muerte, y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio.”

¿Cómo es que somos hijos de Dios? Nada hubo en nosotros para merecer el amor de Dios. Fue el puro amor de Dios lo que le movió a tener compasión de nosotros. Y Cristo voluntariamente se hizo nuestro divino Substituto. Él cumplió la Ley por nosotros y quitó nuestros pecados. Y por su resurrección destruyó las obras del diablo. Por el amor del Padre y los méritos de Jesucristo nosotros, pecadores indignos, tenemos el gran honor de ser hijos de Dios. A Dios gracias por el gran amor con que nos amó. Gloria a Cristo por su muerte en la cruz y también por su resurrección. Por eso decimos con Juan: AHORA SOMOS HIJOS DE DIOS.

¿Cuándo Somos hijos de Dios?

Hay dos conceptos entre algunos que se llaman cristianos que son completamente falsos. Algunos alegan que nadie puede estar seguro de su salvación y otros aseveran que es necesario pasar por cierta experiencia o sentir algo cuando uno se salva. Es importante saber con seguridad cuándo uno es hijo de Dios. Juan escribe en los primeros dos versículos de nuestro texto que Dios “nos ha dado” su amor y que “ahora somos hijos de Dios”. ¿A quiénes escribió Juan? Él dirigió su epístola a cristianos, creyentes en Cristo. Sus palabras inspiradas por el Espíritu Santo fueron, y aún lo son, para todas las personas que creen que Cristo vino para quitar sus pecados y para deshacer las obras del diablo. Los que no creen en Cristo y por ende son hijos del diablo, no pueden ni quieren reclamar para si estas palabras de nuestro texto. Pero vosotros sois cristianos, creyentes en Cristo. Estas palabras son para vosotros. Vosotros sois hijos de Dios AHORA porque creéis en Cristo. Dice la Biblia, Gálatas 3:26: “Todo: sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”. Todo e1 que ahora cree en Cristo como en su Salvador personal es hijo de Dios. Así pues es erróneo, antibíblico, decir que uno no puede estar seguro de su salvación, de ser hijo de Dios, o que es necesario pasar por cierta experiencia o sentir algo cuando se salva.

Dios nos amó, y Cristo llevó a cabo la obra de la salvación. Nuestra salvación no depende de nosotros sino del Dios Trino.

El Dios que no miente nos dice a nosotros, que creemos en Él, que AHORA somos sus hijos. Así pues que AHORA mismo somos hijos de Dios. Aun ahora cuando el diablo, el mundo y mi propia carne me tientan y tratan de arrebatarme de las manos de Dios, no debo desesperar sino recordar que Cristo dice: “Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, ni nadie las arrebatará de mi mano”. En este mundo tenemos mucha tribulación.

Puede ser que venga mayor sufrimiento que el que ya hemos experimentado. Hay peligro de perder la fe cuando pasamos por alguna aflicción. Pero sabed bien que “AHORA somos hijos de Dios”. Cristo nos dice: “Estas cosas os he hablado, para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción: mas confiad, yo he vencido al mundo”, Juan 16:33.

Y qué de lo futuro… ¿Qué será de mí en la hora de mi muerte y en la eternidad? Con Pablo decimos: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, los más miserables somos de todos los hombres”,1º Corintios 15:19.

No temáis. Gracias a Dios, nuestro texto también nos dice que no sólo AHORA, sino también en lo futuro, en la hora de la muerte y después de la muerte, soy hijo de Dios. “Muy amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él apareciere, seremos semejantes a él, porque le veremos como Él es”. Ahora no parece que soy hijo de Dios y mucho menos parece que vendrá el tiempo cuando tendré otra vez la imagen de Dios en su plenitud. Ahora ando en la carne. Tengo el viejo hombre. Pero cuando Cristo venga otra vez, entonces seré como Él es. “No hay pecado en Él (Cristo)”. En el gran día del Juicio seré resucitado por Cristo. Mi pobre cuerpo, que fue sepultado para volver al polvo de la tierra, será resucitado para tener cuerpo glorificado. No habrá ni mancha ni arruga de pecado en mí. ¿Cómo sabemos que vamos a ser hijos de Dios, santos, sin pecado, en la eternidad? Lo sabemos porque Dios nos dice que “le veremos (a Cristo) como Él es”. Cristo nos promete: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, Mateo 28:20. Otra preciosa promesa para animarnos como hijos de Dios para lo futuro y la eternidad es la Palabra de Dios en 1º Corintios 2:9: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que ha Dios preparado para aquellos que le aman”. ¿Cuándo somos hijos de Dios los que creemos en Cristo? ¡Ahora y por toda la eternidad!

En qué Consiste Nuestro Deber Como Hijos de Dios

Somos hijos de Dios ahora y lo seremos también en la eternidad. Es una gloriosa esperanza porque Dios nos amó, porque Cristo quitó nuestros pecados y destruyó las obras del diablo!

¿En qué consiste nuestro deber como hijos de Dios? “Cualquiera que tiene esta esperanza en él, se purifica, como él también es limpio", v. 3. Este texto enseña que nuestro servicio razonable es llevar una vida cristiana, pues Dios en su amor y por los méritos de Cristo, sin merecimiento nuestro nos hizo sus hijos, para ahora y para la eternidad. Aquí se enseña la santificación; el hacer buenas obras. Esta purificación, esta vida limpia, no es para ganar ni merecer el ser hijo de Dios, sino para mostrar mi gratitud y que quiero ser como mi Señor.

Hemos recibido la gracia de Dios que nos salvó por la sangre de Cristo. Pablo pregunta: “¿Pues qué diremos? ¿Perseveraremos en pecado para que la gracia crezca?” él mismo contesta: “En ninguna manera”, Romanos 6:1-2. Tampoco queremos pecar, porque “cualquiera que hace pecado, traspasa también la ley; pues el pecado es transgresión de la ley”, v. 4. Y “cualquiera que peca no le ha visto (a Cristo), ni le ha conocido”. El que peca, se engaña a si mismo y es engañado por otro, v. 7a. O expresado en otras palabras: “El que hace pecado, es del diablo, v. 8a.

Nosotros que somos hijos de Dios y esperamos en Cristo para permanecer hijos de Dios, llevamos una vida cristiana porque el que peca es del diablo y no de Dios. Nosotros no somos del diablo sino de Cristo.

También queremos seguir el ejemplo de Cristo. Cristo “es limpio”, v. 3. “No hay pecado en él (Cristo)”, v. 5b. Ahora estamos en Cristo, y nuestro texto dice que “cualquiera que permanece en él, no peca”, v. 6a. Cristo “es justo”, v. 7b y “el que hace justicia, es justo", “como él (Cristo) también es justo”. Ya que Cristo nos ha dicho que somos sus testigos aquí en el mundo (Hechos 1:8), queremos que nuestra vida sea un testimonio contra “las obras del diablo”, v. 8b.

¿Podemos cumplir con nuestro deber como hijos de Dios? ¿Podemos permanecer en Cristo y no pecar? v. 6a. Sí, podemos. Por supuesto, no por mi propio poder sino por el poder del Espíritu Santo. “Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado, porque su simiente está en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios”, v. 9. No es el diablo el que reina en mí, sino Cristo. Soy nueva criatura en Cristo (2º Corintios 5:17), y “todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, Filipenses 4:13.

Hermanos, nosotros que éramos hijos de ira, del diablo, sujetos a condenación, ahora somos hijos de Dios y lo seremos también en la eternidad porque Dios nos amó y porque su Hijo Jesucristo murió y resucitó por nosotros. Y ya que tenemos la esperanza de la vida eterna en Cristo, llevemos una vida cristiana. Amén.

Pulpito Cristiano. Pastor Harry H. Smith.

Adaptado pastor Gustavo Lavia