domingo, 19 de mayo de 2013

Domingo después de Pentecostés.



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                               
Primera Lección: Génesis 11:1-9
Segunda Lección: Hechos 2:1-21
El Evangelio: Juan 14:23-31

“El Espíritu Santo en nosotros”

El último mandamiento que nuestro Señor nos dio antes de ascender al cielo fue “id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.” Mateo 28:19-20. Para nosotros ir y hacer discípulos a todas las naciones es un llamado a compartir nuestra fe y compartir nuestra fe nos obliga a compartir la Palabra de Dios, las Sagradas Escrituras. ¿Obedeces este mandamiento a diario, semanalmente o al menos de vez en cuando? ¿O siempre encuentras  excusas para no compartir tu fe?
¿A veces no compartes tu fe porque no te sientes competente porque no sabes todo lo que deberías? Se puede entender la reticencia a compartir la Palabra de Dios, después de todo, en nuestra iglesia tenemos un gran respeto por la Palabra de Dios, al igual que todos los cristianos. Por eso basamos todos los que creemos en la Biblia y por qué nos tomamos en serio el mandato de Dios, que no hemos de añadir o quitar nada de su Palabra. Pero esto  no nos debe paralizar para compartir nuestra fe, es necesario como explica Lutero en el tercer mandamiento: Debemos temer y amar a Dios de modo que no despreciemos la predicación y su palabra, sino que la consideremos santa, la oigamos y aprendamos con gusto, y a partir de aquí ser testigos de lo que Dios ha hecho, hace y hará por cada uno de nosotros.
En la lectura de hoy de los Hechos, Dios quiere que sepamos que a pesar de todas las excusas que todavía ponemos, nos manda a compartir su fe, pero no nos desprovisto de ayuda. Dios quiere que sepas que el día de Pentecostés el Espíritu Santo vino a equipar a los creyentes para extender el evangelio y para dar cumplimiento de sus profecías y que aún lo sigue haciendo. El día de Pentecostés el Espíritu Santo vino para:
Equipar a los creyentes para extender el evangelio. Unos días antes de Pentecostés, justo antes de que Jesús ascendiera al cielo, les dijo a los discípulos:“ Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días.  6 Entonces los que se habían reunido le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?  7 Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad;  8 pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” Hechos 1:5-8. Anteriormente Jesús también les había dicho: He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto”. Lucas 24:49.
Esto es la obra de como Dios Padre y Dios Hijo mantuvieron sus promesas de enviar al Espíritu Santo a los discípulos para que sea poder de lo alto.
Las lenguas de fuego muestran que el regalo del Espíritu Santo era sobrenatural, hoy día ese regalo es invisible para nosotros. El don del Espíritu Santo ese día fue entre otras cosas tener el valor y la capacidad de anunciar con claridad en los idiomas conocidos que no habían aprendido anteriormente un mensaje de vida eterna en Cristo Jesús. Ese poder fue prometido y dado para que los discípulos sean testigos de Dios al mundo. Ese regalo es el poder de “hablar claramente” las lenguas extranjeras. Por lo tanto, las lenguas de fuego representan de una manera muy hermosa la idea del don espiritual especial de hablar que les fue otorgado a los discípulos. De parte de Dios hubo una finalidad distinta en ese momento al dar este regalo. Fue así que una persona común podía oír las maravillas de Dios en su propia lengua. Dios quiere que cada uno de nosotros sembremos su Palabra claramente allí donde nos ha puesto a vivir, trabajar o estudiar.
La razón por la que había tantos judíos de distintos lugares en Jerusalén era porque Pentecostés fue una de las tres fiestas religiosas más importantes para esta nación, cada judío debía a asistir en Jerusalén, si era posible. El plan de Dios para difundir el Evangelio a través de los creyentes era que personas de otros sitios oyeran las maravillas de Dios en su propia lengua y regresen a sus tierras a compartir el mensaje del Evangelio. Ese mensaje en su estado más simple fue: “Y todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo”. Invocar el nombre de alguien es reconocer que se necesita su ayuda, es confiar en ese nombre para obtener ayuda. Con respecto a Dios es tener fe de lo que significa creer en Jesús como Señor y Salvador. Como aquel que murió en la cruz para pagar por todas mis transgresiones, resucitó para vencer la muerte y asegurarme que yo viviré eternamente junto a Él, para darme la confianza de que el pecado, la muerte y el poder del diablo no tiene más poder sobre mi, porque Él los ha vencido. ¿Qué significa esto para ti? Tú y yo somos llamados a compartir el mensaje de que todo el que invoque el nombre del Señor será salvo. El poder de este mensaje es que puede salvar un alma de la condenación, esta es otra de las razones más importantes para compartir el mensaje. Pentecostés nos da el poder de ser testigos de Dios, de anunciarlo, de confiar en que es Dios quien hará que nuestra proclamación de frutos.
La venida del Espíritu Santo con poder de lo alto, no fue sólo para aquellos discípulos de Jesús, presentes en el primer Pentecostés. Jesús ha hecho a cada creyente un testimonio ante el mundo, por la salvación por medio de la fe, somos testigos del poder de la muerte y la resurrección de Cristo. En primer lugar somos testigos porque hemos sido los beneficiarios de su obra. En el bautismo hemos muerto y resucitado con Cristo a una nueva vida. Dios nos ha adoptado como sus hijos, nos ha perdonado todos nuestros pecados y nos permite disfrutar de la eternidad desde ahora. También somos sus testigos cuando hablamos a otros de su obra, aquí tampoco nos deja solos, no nos envía desamparados a hacer esta gran obra espiritual y tampoco nos deja confiar en nuestros esfuerzos para ello. Más bien Dios te dota con dones espirituales diseñados para ti. Pablo nos enseña acerca de la obra del Espíritu Santo en 1 Corintios 12:4-11 “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo”.
Por lo tanto hay un día de Pentecostés cada vez que el Espíritu obra la fe y también cuando da poder a un creyente para que desarrolle sus dones. Todo aquel en quien el Espíritu Santo ha descendido por medio de la Palabra o del Bautismo, puede estar seguro que ha tenido su día de Pentecostés y el Espíritu Santo lo ha equipado para servir con los dones espirituales. Estamos llamados a usar nuestros dones espirituales para el bien común de la comunidad cristiana en su trabajo de llevar adelante la Gran Comisión. Pentecostés significa que esta gran tarea trae consigo el poder de lo alto, que no estamos solos en esta tarea quijotesca. Las preguntas para cada uno de nosotros son ¿Tratamos de descubrir nuestros dones espirituales, desarrollarlos y ponerlos en uso o que nos hemos conformado con quedarnos para nosotros mismos este mensaje de salvación? ¿Estamos utilizando el poder que cada uno de nosotros ha recibido desde lo alto?
El Espíritu Santo nos lleva al cumplimiento de la profecía en Cristo: ¿Por qué algunos dicen que estos hombres sólo estaban borrachos? La conclusión de ellos fue que si alguien habla de repente un idioma extranjero que no estudió, es posible concluir que la persona estuviera borracha y balbuceando algunas palabras. Lo que es difícil de entender es por qué los que se burlaban no escucharon a los que sabían el significado de esas palabras. Pero uno de los efectos de la palabra de Dios en los hombre es el rechazo a la misma y a sus mensajeros, por lo cual no hay que desesperar al no ver los resultados deseados en nuestra labor profética. Somos llamados una  y otra vez a poner los ojos en Cristo, el autor y consumador de nuestra fe para alegrarnos en su obra en nosotros y en su Iglesia.
El libro de Hechos deja claro que Pentecostés es la obra de Dios y no del alcohol en las personas y para ello menciona la profecía de Joel. Así es como Dios quiere que sepas que Pentecostés no fue un acto fortuito, sino que fue el cumplimiento de una de sus profecías, que se profetizó mucho antes del nacimiento de Cristo.
Pedro conocía la profecía y audazmente se levantó y habló a la multitud de judíos, a la que tanto le temía sólo unas semanas antes, cuando con gritos y tenacidad negó incluso conocer a Jesús. Lucas nos dice: “Y en los postreros días, dice Dios, Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, Y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; Vuestros jóvenes verán visiones, Y vuestros ancianos soñarán sueños”  ¿Pero qué significa para profetizar? La palabra significa proclamar o hablar acerca de algo y en el contexto de nuestra fe significa declarar las maravillas de Dios en Cristo Jesús. Aquí los primeros discípulos tienen el privilegio de proclamar las maravillas de Dios por primera vez y los conocemos como los grandes profetas y apóstoles. Con la finalización del Nuevo Testamento, Dios declaró que su revelación estaba cerrada. Es por eso que no puede añadir o restar nada de su Palabra y así no habrá nuevas profecías o revelaciones de Él. Todo lo necesario para la Salvación lo encontramos en su Palabra. Así que cuando hoy hablamos de profetizar estamos hablando de proclamar o hablar acerca de lo que ya se ha escrito. En cualquier momento cualquier creyente habla de lo que la Biblia dice sobre nuestra situación ante Dios. Dios nos llama a todos a ser testigos, de la salvación que tenemos en Cristo Jesús.
Conclusión: Mientras esperamos el regreso de Jesús Dios nos fortalece con su Espíritu Santo por medio de su Palabra y Sacramentos para que seamos sus testigos. Para que tanto nosotros como quienes nos oigan confíen en la profecía del gran mensaje que compartimos “Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” Como entendemos el tercer artículo del Credo Apostólico: Creo que ni por mi propia razón, ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, o venir a él; sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el evangelio, me ha iluminado con sus dones, y me ha santificado y conservado en la verdadera fe, del mismo modo como él llama, congrega, ilumina y santifica a toda la cristiandad en la tierra, y la conserva unida a Jesucristo en la verdadera y única fe; en esta cristiandad él me perdona todos los pecados a mí y a todos los creyentes, diaria y abundantemente, y en el último día me resucitará a mí y a todos los muertos y me dará en Cristo, juntamente con todos los creyentes, la vida eterna. Esto es con toda certeza la verdad. Puedes compartir este mensaje porque en Cristo Jesús, Dios te ha hecho su mensajero y apóstol al perdonarte todos tus pecados.
Pastor Gustavo Lavia.
Congregación Emanuel. Madrid.

sábado, 11 de mayo de 2013

7º Domingo de Pascua.



”La Unidad por medio de la fe en Cristo”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                      

Primera Lección: Hechos 1:12-26
Segunda Lección: Apocalipsis 22:1-6 (7-11) 12-20
El Evangelio: Juan 17:20-26
Sermón
         Introducción
El mejor testimonio que existe en una familia es ver que sus miembros están unidos. En este tipo de familias, normalmente  los padres corrigen amorosamente y apoyan a los hijos, y los hijos respetan y aman a sus padres. Esto no quiere decir que no haya diversidad de opiniones, deseos e incluso, llegado el caso, problemas más o menos graves en estas familias. Pero aún así y por encima de las dificultades, los une un vínculo más fuerte que es capaz de sobrepasar todas estas circunstancias y hacerlos luchar por mantenerse unidos por encima de todo. Hablamos aquí del vínculo del amor. Y si esto es aplicable a las familias terrenales, ¿qué vínculo une entonces a los miembros de la familia espiritual cristiana?, ¿qué puede ser tan fuerte que les haga tratar de vivir la deseada unidad por encima de las diferencias?. Indudablemente el vínculo que nos une en principio a los creyentes es la fe que hemos recibido por obra del Espíritu Santo. Es este don bautismal el que nos identifica ante Dios y nos hace miembros de la familia espiritual cristiana. Pero igualmente este vínculo de la fe, es asimismo un vínculo de amor, pues no hay mayor amor por el prójimo que ayudarlo a caminar por los senderos seguros del Evangelio del perdón de pecados. Y así, la misión primordial de los creyentes no es sólo preservar la fe propia, sino proclamar también la misma de manera que más y más hombres y mujeres sean recibidos como Hijos amados del Padre. Esta es la verdadera unidad que se sustenta en la fe y en el amor.
         Cristo ruega por la unidad de los creyentes de todas las épocas
Nos sumergimos en la lectura de hoy en una oración de Jesús llena de profundidad. Una plegaria donde tras pedir por los discípulos que lo acompañaban, se pide igualmente por los futuros creyentes que conformarán la Iglesia de Jesucristo (v20), su pueblo. La acción de conversión de la Palabra proclamada y del Espíritu Santo por medio de ella, serían y son los generadores del crecimiento de la Iglesia desde entonces hasta nuestros días. Y Jesús hace aquí una petición muy específica: "para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (v21). Sí, es una petición para que sus discípulos se mantengan unidos, y así en esta unidad den un testimonio válido de Cristo ante el mundo. Pues ¿cómo podrá el mundo creer si los propios creyentes no son una muestra viva de la perfecta unidad que existe entre el Padre y el Hijo?. Además, gracias al sacrificio de Jesús en la Cruz y a la gloria que el Padre otorgó a Cristo por ello, nosotros a su vez hemos recibido de esta gloria por mediación suya, y ahora podemos contarnos igualmente como Hijos amados de Dios. Pues ya no pesa sobre nosotros la condena por nuestros delitos y faltas, sino que nos cubre ahora la Justicia de Cristo (Rom 5:18). Y siendo así Hijos amados, somos igualmente hermanos espirituales de la familia celestial, unidos en un mismo rebaño y guiados por el mismo Pastor divino. Pero fijémonos que el mundo es diverso, en razas, culturas, costumbres, e incluso en la personalidad de cada ser humano. Sin embargo, el sello que hemos recibido en nuestro bautismo nos iguala e integra a todos en un mismo cuerpo: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dió a beber de un mismo Espíritu” (1ª Cor 12:13). Pertenecemos pues a un cuerpo vivo y que está aún en pleno crecimiento y desarrollo. Y Cristo ruega al Padre por cada uno de nosotros, sus seguidores, para que nos mantengamos unidos a él y a nuestros hermanos. Ayudándonos para cohesionar la familia de aquellos que han sido justificados en su sangre, y sobre todo, siendo testimonios vivos de esa gloria de Cristo que hemos recibido: “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (V22). Esta gloria que nos une al Padre y al Hijo no es otra que nuestra justificación, la cual para Cristo supuso sentarse a la derecha del Padre como Hijo amado, tal como proclama el Credo Apostólico, y para nosotros, es nuestra redención y salvación ante Dios. Vivir nuestra fe en unidad por tanto, tiene una doble dimensión como hemos visto: Vivir unidos al hermano en la fe, ayudándonos a soportar las cargas (Ga 6:2) por medio del amor fraterno (ágape), y vivir también  igualmente juntos el gozo vivificante de saber que por esta fe, estamos reconciliados con Dios por mediación de Cristo.
         La unidad nace de la fidelidad a la Palabra
La plegaria de Jesús en el Evangelio de Juan, pone un énfasis relevante en el llamado a la unidad, y en la importancia de la misma para el testimonio público ante el mundo: Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (v23). Sin embargo es fácil desde una perspectiva humana, caer en el error de enfocar las palabras de Cristo como una simple reivindicación por la unidad eclesial-institucional. Pues se podrían interpretar las palabras de Jesús como un llamado a una mera unidad visible, la cual es más bien un medio para el testimonio del amor de Dios en nosotros. Y para evitar este error de considerar la unidad reivindicada por Cristo sólo como una unidad en lo aparente, debemos contestar primero a una pregunta fundamental: ¿Qué me distingue como miembro de la familia cristiana?. La respuesta evidente a esta pregunta es que, es mi fe en la obra de Cristo. Por tanto, aquello que nos identifica como seguidores de Jesús y miembros de su cuerpo, la Iglesia, no es otra cosa que la fe que confesamos. Una fe que es personal pero que sumada a la fe individual del resto de miembros de la familia creyente, conforma en conjunto y unidad esto que llamamos Iglesia, o reunión de los fieles. Es decir, no podemos reivindicar en primer lugar a la Iglesia, como un ente que pervive en sí mismo aparte de la suma colectiva de los creyentes. Más bien debemos verla tal y como San Pablo nos la presenta, como ese cuerpo vivo formado por cada cristiano bautizado en fe, y donde cada uno tiene un lugar específico en el plan de Dios. Un cuerpo espiritual y que, precisamente por serlo, es inmune a los ataques del mundo y del mal (Mt 16:18). Sin embargo, y como ya se ha dicho anteriormente, la unidad visible es también deseable y sirve a ese testimonio necesario ante los hombres. La Iglesia visible debería testimoniar con una misma voz de la misericordia de Dios para con nosotros: “Os ruego, pues hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1ª Cor 1:10). Testimoniar unidos en definitiva de que Dios nos ama en Su amor por Cristo (v23). Pero ¿dónde encontraremos el cimiento de esta unidad en la fe?, y ¿qué puede hacer que los creyentes se mantengan firmemente unidos en esta común-unión?. Bien, pues si hemos afirmado que la existencia de la Iglesia se fundamenta en la fe de sus miembros, es evidente que aquello que genera y sostiene esta fe será lo que dará consistencia a la unidad deseada. Y hablamos ahora de la mismísima Palabra de Dios, ya que sin fidelidad a esta Palabra que nos da vida y alimenta cada día, no podemos hablar en absoluto de unidad, pues no olvidemos que la Iglesia está llamada a proclamar una y siempre la misma Verdad, no muchas. Y esta Verdad tiene su voz y su testimonio precisamente en las Sagradas Escrituras. Ellas son pues el cimiento de esta unidad en la fe, y no podrá existir unidad o común unión entre los creyentes si se da la espalda a aquello que la voz de Dios ha establecido en ella. La Iglesia Luterana declara pues en relación a la unidad que: “Para la verdadera unidad de la iglesia cristiana es suficiente que se predique unánimemente el evangelio conforme a una concepción genuina de él, y que los sacramentos se administren de acuerdo a la Palabra divina” (Confesión de Augsburgo, Art. VII, Libro de Concordia, pag.30.2). Busquemos pues la unidad en aquello que no cambia, que no es manipulable, que no responde a otros intereses salvo a los de Dios: Su Palabra.
         El dolor de la separación será restaurado en el Reino
 Tras la llamada de Jesús a la unidad de sus discípulos, la oración apunta ahora a horizontes más profundos: Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v24). Jesús pide ahora que Dios en su misericordia permita que los creyentes sean reunidos en torno a él en el Reino, y es aquí en realidad donde la unidad de la Iglesia se consumará de manera perfecta. Y esto es así gracias a que ya existe en verdad una unidad espiritual entre todos aquellos que han confesado a Jesús como su salvador por medio de la fe: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe  en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gal 3:26). Pero es evidente que la cristiandad en este mundo se halla fracturada de manera visible, y como hemos dicho la división visible que las distintas iglesias mantienen, es un obstáculo para que el mundo reciba el testimonio de la perfecta unidad entre el Hijo y el Padre. Una unidad que tiene su máxima expresión en la voluntad de Cristo en cumplir el plan de salvación que Dios, desde los mismos orígenes del pecado, ya estableció para nuestra redención. La división no ayuda por tanto a la proclamación del puro Evangelio, y esto es una realidad que debemos asumir por la incapacidad del hombre a causa del pecado en seguir la voluntad de Dios expresada en su Palabra. Esta incapacidad producirá siempre en la tierra divisiones y separaciones, y por tanto sólo podemos orar, trabajar y aspirar a conseguir esta unidad que Cristo nos pide con el límite definitivo de la autoridad de la Palabra, y tener el consuelo de que será en el Reino del Padre donde la Iglesia triunfante será reunida en una unidad perfecta. Este debe ser mientras tanto nuestro consuelo y nuestra paz aquí en la tierra, por encima del dolor por la separación existente entre los creyentes de distintas iglesias.
         Conclusión
La aspiración a la unidad de los cristianos es legítima y además es una llamada de Cristo al mundo creyente. Pero esta unidad debe ser conseguida únicamente bajo la autoridad de la Palabra de Dios para que, precisamente, responda a la voluntad divina. Nosotros hemos conocido a Cristo, y en él a Dios: Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste” (v25). Y es este conocimiento en la fe, el que nos une por ahora  en el Espíritu a los creyentes aquí en la tierra. Busquemos pues profundizar en este conocimiento por medio del conocimiento de la Palabra; vivamos nuestro encuentro personal con Cristo en los Sacramentos, y así mantendremos fortalecida la verdadera fe que unifica al pueblo de Dios. ¡Que así sea, Amén!.
                                                 J.C.G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo

domingo, 5 de mayo de 2013

6º Domingo después de Pascua.



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                               

Primera Lección: Hechos 16:9-15
Segunda Lección: Apocalipsis 21:9-14, 21-27
El Evangelio: Juan 5:1-9

 

 “¿QUIÉRES SER SANO?”

 

INTRODUCCIÓN
Ninguno de nosotros es tan necio como para rehusar ser curado de cualquier enfermedad que le aqueje. Miles de personas se han entregado a la ciencia médica con gran empeño para mejorar las condiciones físicas de la humanidad. Se lee repetidas veces en los periódicos que el hombre actual vive un 20% más que hace 100 o más años. De momento es fácil aceptar esta aseveración, debido a que vemos y hemos constatado la eficacia de gran cantidad de
Medicamentos que estamos prontos a declararlos maravillosos. ¿Es ventad que el hombre vive más ahora que antes? Hay una verdad incontrovertible: Proporcionalmente la corriente de defunciones diarias no ha mermado y esta corriente no es sólo de ancianos de más de 100 años, sino de todas las edades; ni tampoco sólo con motivo de guerras o asesinatos, sino de muerte llamada natural.
Otra verdad contundente es que hace 3000 años el rey David declaró que la vida del hombre era de 70 años; que si en los más fuertes llegaba a los 80, eso era con muchas penas y sufrimientos. Ahora preguntamos: ¿Ha cambiado este promedio en la actualidad? podemos decir que un hombre común a los 80 años es fuerte? Hay que aceptar los hechos; el hombre está mortalmente enfermo. Pero continuemos meditando sobre esto, tomando como tema la pregunta de Jesús:
¿QUIÉRES SER SANO?
Podemos sintetizar lo dicho con estas palabras: El hombre no puede evadir la muerte. El hombre camina rumbo al sepulcro desde que nace. ¿Por qué? Porque lleva la muerte en si mismo. La expresión de Dios: “El día que desobedezcas, ciertamente morirás”, dicha al hombre cuando éste de veras era sano, sin la muerte en él, no fue una sentencia propiamente hablando, sino una advertencia de las consecuencias fatales del acto de desobedecer a Dios. El hombre desobedeció y en el mismo momento el hombre fue mortal: Envejeciendo, enfermando y volviendo al polvo de donde fue tomado. Este resultado es lo que aún en la actualidad experimentamos y vemos a diario.
La pregunta hecha por Jesús al paralítico: “¿Quieres ser sano?” comprendiendo solamente la curación de su parálisis, no liberaba al enfermo de su destino físico final. La razón de aquella curación contiene una gran enseñanza para nosotros.
Consideremos algunos detalles de aquel acontecimiento. El enfermo tenía 38 años viviendo como paralítico. Largos y pesados 38 años sin la simple posibilidad de arrojarse a aquel estanque maravilloso. Éste es el ejemplo material de la gran enseñanza espiritual.
Todos nosotros ya nacemos enfermos; mortalmente enfermos del alma por el virus llamado pecado, del cual no podemos librarnos a pesar de nuestro esfuerzo. No hay tampoco quien nos pueda dar la medicina, excepto Cristo. El hombre no puede ser salvo por las obras de la ley, porque la ley sirve para mostrarnos nuestros pecados, acusarnos y condenarnos, “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él, porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” Romanos 3.20. La ley solo revela nuestra enfermedad pero no nos ofrece el remedio. La salvación solo viene a nosotros por medio de la gracia de Dios revelada en Jesucristo.
Cristo nos pregunta si queremos ser sanos. Quizás esa pregunta nos parezca fuera de lugar, porque pensamos con nuestra lógica que él debería de sanarnos sin preguntarnos. Ésta es otra enseñanza clara de que es el hombre quien es objeto de la curación de Dios, o sea, es salvado. Dios no obliga a nadie. El Señor provee todo desde el momento que pregunta si queremos ser salvados. Su palabra viene a nosotros y si a pesar de esta posibilidad, decimos, no, Cristo no nos cura contra nuestra voluntad.
Otra enseñanza es nuestra propia confesión ante él de nuestra inutilidad. Esto es, nuestro reconocimiento de que nuestro propio deseo de ser sanos no nos da la sanidad. Es necesario que esta realidad venga desde fuera de nosotros.
La pregunta del Señor no quiere decir que él nos ayuda en nuestro esfuerzo, sino que es Él quien nos cura o salva totalmente, sin nada de nuestra parte.
Es posible que una de las cosas que más afectaban al inválido haya sido la desesperación o el fatalismo. Después de tantos años de sufrimiento, creería que ese era su destino, que no había nada que hacer con él. Llega al pozo creyendo que algún otro sería sanado, menos él, era lo que pasaba habitualmente, así como muchos cristiano van a la iglesia, no porque realmente crean que va a pasar algo maravilloso o transformador cuando comen el pan y beben el vino u oyen la Palabra de Dios Muchos creen que si Dios mueve las aguas es para otros y no para ellos.
Ahora bien, sabemos que nada es imposible para Dios y podía habernos salvado con sólo decir: “Tus pecados son perdonados”. Pero nuestra enfermedad es de tal naturaleza que fue necesario preparar la medicina. Esta preparación y consumación como ya lo sabes, se efectuó en la cruz del Calvario. Porque, siguiendo las palabras del profeta, fue así: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; ... él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. E1 apóstol Pedro, con la sabiduría del Espíritu Santo, nos confirma, refiriéndose a Cristo: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombre, en que podamos ser salvos”.
Los hombres nos podrán indicar que podemos salvarnos así o así y en verdad hay multitud de indicaciones; pero, fuera de la señalada por Dios, quien ha sido el ofendido, todas las demás indicaciones son falsas.
Cualquier ayuda o salvación en tema espiritual tiene que venir de fuera de nosotros, porque la vida eterna, la salvación y el perdón de los pecados no está dentro nuestro o en la naturaleza, no podemos encontrar esto en la meditación, la concientización o la autorrealización. La Salvación  es algo que está fuera de nosotros, que nos viene de Dios. Surge un gran problema cuando creemos que tenemos la capacidad de lograr nuestra liberación, salvación o sanidad interior. Este poder solo lo recibimos del sacrificio de Cristo por nosotros y de su resurrección, por medio de su Palabra y Sacramentos.
ERES SANO Y SALVO
Por lo dicho, queda claro que la pregunta de Cristo: “¿Quieres ser sano?” se nos hace a todos los hombres. Y será que “el que en él creyere, será salvo”. Esto es, que nuestro Señor te pregunta a ti y me pregunta a mí: “¿Quieres ser salvo?”
Yo ya respondí a mi Salvador que sí; y como Él no miente, estoy seguro de que ya estoy salvado. Es más, siento en mi alma el efecto de su perdón. El efecto consiste en la tranquilidad que siento en mi alma; aparte de que a pesar de mi imperfección, mis sentimientos hacia mi prójimo se van asemejando a la voluntad expresada por mi Señor y Salvador: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Hay algo que necesitamos aclarar: El paralítico no hizo absolutamente nada para ser sano; el Señor lo hizo todo. Ahora quizás preguntes, amado lector, esto es también verdad respecto a nuestra salvación: Que no tenemos más que disfrutar y estar seguros del perdón de nuestros pecados, porque somos completamente salvados, sin hacer nada de nuestra parte. ¡Cierto! Es idénticamente igual. Ven al Señor tal cual estás, confesando tu inutilidad y aceptando su buena voluntad para contigo y serás salvo, completamente salvo, sin ningún mérito, dignidad o esfuerzo de tu parte.
APLICACIÓN
Permítaseme solamente añadir una palabra. Aquel hombre quedó totalmente sano por Jesús. Pero cuando ya estuvo sano, Jesús mismo le dijo: “Levántate, toma tu lecho, y anda”. Esto es, el sano no puede continuar echado como si aún estuviese enfermo. Estaba sano, debería moverse, andar. Como alguien dijo: “El movimiento se demuestra andando”. Por la gracia de Dios conoces tus limitaciones y pecados, pero por sobre todo conoces el amor de Dios que viene a tu encuentro para curarte de esos males.
La palabra que Jesús usa para andar no indica solo el poder caminar, sino que incluye la manera de vivir, ahora podemos vivir como personas que hemos sido sanadas o curadas por medio del evangelio de Cristo.
Asimismo nosotros, al quedar completamente salvados por Cristo, no hay razón para continuar pecando; por el contrario, ahora estamos con el poder espiritual para no sólo no pecar, sino para hacer lo que es bueno y agradable a Dios. Amén.
Andrés Melendes. ¡Proclamad!.
Adapatado por Pastor Gustavo Lavia. Congregación Emanuel. Madrid.