domingo, 20 de abril de 2014

Domingo de Resurrección.

“El Poder del Amor de Dios en Cristo” TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA Primera Lección: Éxodo 14:10-15:1 Segunda Lección: 1º Corintios15:1-11 El Evangelio: Juan 20:1-18 Sermón La pascua de María Magdalena. Allí está ella, llorando junto al sepulcro. Temprano, ha ido con las otras mujeres tan pronto como les fue posible tras el día de descanso, y trayendo las especias con el fin de preparar el cuerpo para el entierro apropiado. Sin duda María Magdalena tiene un profundo y piadoso amor por su Señor. Se ha arriesgado mucho al ir a la tumba, pero nada de eso le importa. De lo primero que se da cuenta es que la piedra ha sido quitada del sepulcro, la tumba de su Señor ha sido profanada y su cuerpo ya no está allí. Va a ver entonces a Pedro y a Juan con la conclusión lógica: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto”. Pedro y Juan se dirigen a la tumba: Está vacía, salvo por los lienzos doblados con cuidado. ¿Quién haría una cosa así?. Ellos se vuelven, pero María Magdalena no va a ninguna parte. ¿Dónde se puede ir después de que Jesús ha muerto?. Ella sigue llorando, y cuando mira dentro de la tumba, ve a dos ángeles que le dicen: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella repite: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. En verdad, se trata de una mujer que ama profundamente a Jesús y no encuentra consuelo por su muerte. Después se enfrenta al que cree que es el hortelano: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. La respuesta es: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré”. María es una devota de su Señor y no descansará hasta que vea que su cuerpo ha sido debidamente atendido. María llora junto a la tumba, siente un gran amor por Jesús. Ha sido testigo de su poder, porque fue Él quien la libró de siete demonios (Lucas 8:2). Aún después de su crucifixión, aunque muchos huyeron y se escondieron, ella no lo hizo. Ella permanece fiel hasta el final, tratando de cuidar a su Salvador, incluso tras su muerte. Admiramos su amor, su devoción y su entrega. Sería una pésima Pascua si nos quedamos en esta vivencia de María Magdalena. Si este es el final, si toda esta entrega y devoción solo sirve para llorar junto al sepulcro, tenemos un gran problema. Su ejemplo de devoción, amor y duelo, es genuino; pero no trae ninguna esperanza, porque no se cree en la resurrección de entre los muertos. ¿Importa esto?. Claro que si. Si esto termina así, María está más triste y con menos esperanza que al principio, pues está buscando a un Salvador que no puede salvarse a sí mismo. Ella está poniendo su confianza en un hombre muerto. No importa cuán fiel y devota sea, su fe y devoción no harán nada por ella. Hasta aquí el mensaje de la Pascua sería: “No importa cuán dedicado y comprometido seas, al final, no hay esperanza, no hay vida, no hay nada, solo lágrimas”. Gracias a Dios este no es el final de la historia, porque el supuesto hotelano conoce la respuesta a su pregunta: Jesús no está en la tumba porque Él está de pie delante de ella. Él no está muerto. ¡Ha resucitado de entre los muertos! ¡Ha resucitado!. Este no es un día para que María llore y piense en lo que podría haber sido. Este es un día para creer que su vida, no importa cuán grande o pequeña haya sido, no termina en la muerte. Este es un día para llorar de alegría porque la muerte ha sido derrotada y porque Jesús es verdaderamente el Salvador del mundo. Él ha sufrido el castigo de Dios por los pecados del mundo sobre la cruz, pero su Padre no lo ha dejado en la tumba. Cristo está vivo, ha resucitado de entre los muertos. Esto significa que Él ha vencido el pecado, la muerte y el diablo. Pascua es que Dios está vivo y presente. Jesús está fuera de la tumba y no se sacude el polvo de sus sandalias, ni se va al cielo diciendo: “Estoy harto de estos pecadores e ingratos”. Se aparece corpóreamente a María, no es un fantasma, sino que ha resucitado de la muerte en cuerpo y alma. Trae muy buenas noticias: Él está vivo y está vivo para perdonar. A sus discípulos no los llama canallas, cobardes, traidores, los llama hermanos, con quienes quiere reunirse y hablar. El Señor quiere estar con su pueblo y proclamar su Palabra de gracia, para garantizar que sean herederos de la vida eterna. El Señor resucitado también declara a María que Él va a ascender a los cielos y allí, se sentará a la diestra de Dios, Padre Todopoderoso, y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Lejos de lo que María esperaba cuando llegó esa mañana, la tumba no es el final de la historia. Es allí donde la historia comienza a ser grandiosa. Menos mal que no dejamos a María cuando ella estaba llorando en la tumba. Ahora, en lugar de admirar su devoción, podemos regocijarnos con ella. Jesús ha resucitado de entre los muertos, lo que significa que Él ha vencido a la muerte. Está a punto de ascender al cielo, lo que significa que Él gobernará todas las cosas bajo sus pies, para el bien de María y de todo su pueblo. María ya no llora, el Señor ha borrado toda lágrima de sus ojos. Nuestra Pascua. El día de Pascua es una bendición para todos nosotros, porque celebramos nada menos que el triunfo sobre la muerte misma. El triunfo sobre la muerte es real, no es una historia que utilizamos como anestésico, para sentirnos mejor sobre la vida y las dificultades. Nos alegramos de que Cristo haya consumado lo que la ciencia, la medicina y el esfuerzo humano no han podido hacer: vencer la muerte. Él venció para que podamos vivir de verdad en la presencia misericordiosa de Dios. Lo celebramos a sabiendas de que pocos celebrarán este mismo milagro. De hecho, la mayor parte del mundo, no ve ninguna utilidad en creer en la resurrección de Jesús. Para muchos no importa si Jesús resucitó de entre los muertos o no. Razonan: si creer en la resurrección te trae consuelo, entonces es importante que creas en ello. Por otro lado, si la creencia de que llegas al cielo porque vives una buena vida te trae consuelo, entonces es importante que creas en ello. Esta es clave para entender la religión en nuestro mundo de hoy: lo que realmente ocurrió, no importa. Hoy la religión no trata sobre el obrar de Dios, sino acerca de ti. No se trata de lo que el Señor ha hecho para ganar tu salvación, se trata de lo que tú crees. Lo que importa es cuán sinceramente lo creas. Si la religión no es sobre el obrar de Dios, sino acerca de ti, entonces lo que crees, sientas y hagas te dará la vida venidera. Por esto es por lo que muchos se alegran cuando clérigos de diferentes creencias contradictorias se unen en la adoración y pretenden que todos adoran al mismo Dios. No te engañes, pocos analizan las religiones por sus enseñanzas o doctrinas. Sin embargo aplauden el sincretismo porque éste desacredita las enseñanzas de cada una de estas religiones: “No importa si crees que eres salvo por Jesús o por las obras, o por cualquier otra cuestión humana. Cree lo que quieras y haz solo el bien”. Se dice que hoy tiene que haber tolerancia: “Hay que aceptar todas las religiones y todo lo que enseñan”. Pero no te dejes engañar: aceptar lo que enseñan todas las religiones es estar obligado a aceptar cualquier creencia aunque sea contraria a la propia. Sin embargo y paradójicamente, la verdad de que solo hay salvación en Jesucristo no será tolerada, porque niega que haya salvación en otras creencias. La gran noticia de Pascua es que Jesús no da opción a otros dioses. Así la demanda de este mundo por la tolerancia es en realidad intolerante, pues el mundo busca quitar a nuestro Señor del centro de la fe. En lugar de ello, se nos susurra seductoramente que la fe no sólo tiene que ver con Jesús, y que lo importante en realidad es creer. No te equivoques, esto es una tentación seductora: muchos quieren que todo gire sobre nosotros y no sobre Dios. Si sufres tal tentación, recuerda a María Magdalena en la tumba. Ella es sincera, está de duelo, se dedica en exclusiva a su Salvador. Esto es lo correcto y apropiado. Sin embargo, todo esto no vale nada si Jesús no resucitó de entre los muertos. Si Jesús se encuentra todavía en la tumba, la fe de María es inútil porque no tiene esperanza en la vida eterna. Por ello es vital que tengamos fe, pero también es vital y más importante que tengamos fe en lo que es la Verdad. Pues no importa cuán sincera sea, la fe en lo que es falso no puede salvar. Es el Señor quien nos da la vida eterna por medio de su muerte en la cruz y es el Espíritu Santo quien nos da la fe para creer en Él. El Señor ha dado a su único Hijo para morir en la cruz por los pecados del mundo, pero el mundo trata de hacer del Hijo sólo un salvador más entre muchos. Esto diluye su sacrificio en la cruz, porque si hubiese en realidad otros caminos al cielo, ¿qué sentido tendría la muerte de Jesús?. Su muerte hubiera sido en vano, algo totalmente innecesario. Necesitamos entender que la enseñanza del mundo, sin Cristo, no ofrece ninguna esperanza. ¿Se podrá dividir el cielo en un reino fantasmal para los que creen que solo queda el alma y nada más y en otro reino físico para aquellos que creen en la resurrección de la carne?. Aquellos que declaran que Jesús no es el Hijo de Dios ¿vivirán junto a quienes confiesan que si lo es? ¿Podrá tu fe en aquello que no es Cristo darte vida cuando estés muerto?. Para muchos esto “no importa”, otros dicen “no te preocupes por ello”. Pero en esto está precisamente en juego tu vida por toda la eternidad. Es por ello que Pablo declara en 1º Corintios 15:17 “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana”. Está claro que lo que crees es importante. Esto lo sabemos porque la Palabra de Dios proclama: Cristo ha resucitado de entre los muertos. El unigénito Hijo de Dios se hizo carne y murió por los pecados del mundo, sufriendo el juicio de Dios por nuestro pecado. Tres días más tarde, resucitó de entre los muertos, está presente y como había prometido, ascendió al cielo. En esta Pascua: Alégrate. Porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, Él vive y reina para siempre. Esta es una buena noticia para el culpable de pecado y por lo tanto es una buena noticia para todos nosotros: El precio por tus pecados ha sido pagado, el sacrificio se ha consumado. Puedes estar seguro que Dios aprueba lo que Cristo ha hecho en la cruz, porque Él ha levantado a su Hijo de entre los muertos. Por lo tanto, estás en verdad perdonado. Estas son buenas noticias para aquellos que se enfrentan a la muerte y es buena noticia para todos: Cristo ha resucitado de entre los muertos y Él nos garantiza en fe esta misma resurrección a nosotros. Aunque te enfrentes a la muerte, ésta no es el fin porque Cristo ha vencido a la tumba. Esta es una buena noticia para los que sufren: Aunque hay que llorar por los que han muerto en el Señor, el Señor declara que seremos consolado. La tumba no es el final de la historia. La Resurrección es el comienzo de la eternidad: ¡Cristo ha resucitado! Cristo ha resucitado y Cristo está presente. Se apareció a María Magdalena en el huerto, pronunciando sus palabras de gracia y perdón. Él no abandona a su pueblo. Él está presente en los medios de gracia. En tu bautismo, Él lavó tus pecados, te unió a su muerte y al compartir su muerte contigo, ya no tienes que morir eternamente a causa de tus pecados. En Su Palabra, Él anuncia sus promesas de fe, asegurando que nos han sido perdonados todos nuestros pecados y que tenemos vida eterna. En su Santa Cena, Él nos da su cuerpo y sangre para el perdón de los pecados. Cristo ha resucitado y Cristo está presente para darnos una nueva vida. Cristo ascendió a los cielos, y “está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos ya los muertos”. Pero Él está presente con nosotros también por medio de sus medios de gracia. Por lo tanto, puedes estar seguro de que no has sido abandonado, porque el Señor que murió y resucitó por ti, sigue obrando en todas las cosas para tu bien. Todo esto es verdad porque Cristo ha resucitado de entre los muertos. Lo que celebramos hoy es nada más y nada menos que el triunfo sobre la muerte, la muerte física y la muerte eterna. Tales bendiciones son derramas sobre nosotros libremente en este día: “Cristo ha resucitado”. Cristo está presente. Cristo ascendió a los cielos. Debido a que estas cosas son ciertamente la Verdad, somos perdonados de todos nuestros pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Amén!. Gustavo Lavia. Pastor de la Congregación Emanuel. Madrid.

Viernes Santo.

“El Poder del Amor de Dios en Cristo” TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA Primera Lección: Isaías 52:13- 53:12 Segunda Lección: 2º CORINTIOS 5:12-21 El Evangelio: Juan 19:17-30 Sermón En cierta ocasión un periodista me dijo lo que pensaba respecto al cristianismo. Su opinión es la que comúnmente da el moralista o el humanista: “Trato de hacer lo que es recto, y respeto la religión de cada persona en el mundo.” Cuando le pregunté si él se consideraba pecador, replicó con indignación: “No.” Y cuando le pregunté si sentía que necesitaba a Cristo como a su Salvador, respondió sin el menor titubeo: “No; Cristo no entra en este asunto.” Entonces le sugerí cortésmente que no debía usar el nombre de cristiano, ya que el fundamento, el centro y el corazón de esa palabra es “Cristo.” Es evidente que este hombre no había entendido en lo más mínimo el significado de las siguientes palabras de nuestro texto: “Dios estaba en Cristo.” Este amigo había formado para sí mismo la clase de dios que quería tener; había creado un dios a su propia imagen; pero aún no se había enfrentado con el verdadero Dios, que tan poderosamente se ha revelado a sí mismo en lo que sucedió hace 2.000 años en aquel memorable viernes, que ha venido a conocerse con el nombre de Viernes Santo. Tan imposible es separar a Dios del Calvario como lo es separarlo de cualquier cosa que haya sucedido en la historia del mundo. Y precisamente porque el mundo sufrió un cambio tan radical a causa de lo que sucedió en el Calvario, no es definir a Dios debidamente si se pasa por alto el poderoso mensaje del Viernes Santo de que “Dios estaba en Cristo.” Dios estaba en Cristo porque Dios es amor. Lo que sucedió en el Gólgota fue un acto de amor. Es ciego a la hermosura y la gloria del Calvario el que no ve resplandecer, en medio del abatimiento, de la avaricia y de la terrible crueldad, la cruz de Cristo como demostración efectiva del amor de Dios. “Dios da prueba de su amor a nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). El apóstol San Juan declara: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” (1 Juan 4:10). Por unos momentos en este día santo fijemos nuestra vista en la cruz de nuestro Señor a fin de que descubramos con mayor intensidad “El Poder del Amor de Dios en Cristo” 1. Es el poder que crea una nueva relación entre nosotros y Dios; 2. Es el poder que transforma al hombre; 3. Es el único poder que puede vencer al mundo. 1. Al declarar que es el poder que crea una nueva relación entre nosotros y Dios, queremos decir, por supuesto, que hay algo roto en nuestra relación natural con Dios. Todo el que mira a la vida con seriedad y busca a Dios, siente y ve esa rotura. El profeta Isaías se dio cuenta de esto cuando dijo: “pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios” (Isaías 59:2). Fundamentalmente es el pecado de adorarse uno a sí mismo y de rebelarse contra la autoridad y la soberanía de Dios. “los designios de la carne son enemistad contra Dios” es la manera como el apóstol San Pablo hace el diagnóstico (Romanos 8:7). El problema está en cada persona en el mundo. Y he aquí por qué “Dios estaba en Cristo” y por qué “al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros.” A través de los siglos ha resonado el mensaje del Calvario: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). Y: “Cristo llevó nuestros pecados en su cuerpo” (1 Pedro 2:24). Piensa por un momento en lo que eso quiere decir. Piensa por un momento en los pecados de tu propia vida de los cuales tienes conocimiento. Multiplícalos por los billones de habitantes que hay en el mundo. Añade al resultado los billones de habitantes que han pasado de este mundo al otro. Esa inmensidad de pecado, esa carga colosal, onerosa, condenadora de pecado fue puesta sobre nuestro Señor Jesucristo. Por esta razón no te es difícil darte cuenta del poder del amor de Dios en Cristo, y de saber por qué Cristo fue crucificado. Llevar toda la carga del pecado de todo el mundo sólo puede resultar en la muerte; pues “la paga del pecado es muerte.” Y sólo esto explica la siguiente declaración de nuestro texto: “Por todos murió.” Pero tu fe debe ver el poder del amor de Dios allí en el simple hecho de que Jesús murió. Es menester aprender el lenguaje de San Pablo: “Si uno murió por todos, luego todos murieron.” Debes darte cuenta de que a ti te atañe la muerte de Cristo de una manera muy personal e íntima. El gran poder del amor de Dios te ha identificado tan completamente con Cristo que realmente puedes decir: “En Cristo Jesús yo morí por mis pecados en el Calvario. No sólo llevó Él mis pecados sobre sí mismo, sino que también me llevó a mí mismo y me hizo parte de Él.” Cuando comprendes claramente la maravilla de esta gloriosa verdad, entonces comprenderás qué quiere decir San Pablo en Romanos, capítulo 6, al declarar que cuando somos bautizados en Cristo Jesús, somos bautizados en su muerte. Participamos de su muerte. Ya que en Cristo y con Él he muerto por mis pecados, puedo comprender la buena nueva de nuestro texto de que Dios no imputa a los hombres sus ofensas, es decir, no las atribuye a los hombres. Y con razón, pues nosotros morimos por ellas en Cristo. Y aún más. No sólo ha desaparecido nuestra culpa, sino que también el vacío ha sido llenado con el don de la justicia misma de Dios. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en él.” En estas palabras se relata el trueque más grande que se ha hecho en el mundo. Yo doy a Jesús mis pecados; Él me da, mediante la fe en Él, la justicia de Dios. Quizás ningún otro apóstol sintió tan profundamente este poder del amor de Dios como San Pablo. A los filipenses expresó su ardiente deseo de ser hallado más y más en Cristo. “y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:9). Aquí tenemos, pues, el fundamento para una nueva relación con Dios procede de Él. (v. 18.) Es obra absoluta de Él. Mediante el poder de su amor “nos ha reconciliado consigo mismo por Cristo.” Nos ha adoptado en su familia, de modo que podemos exclamar con San Juan: “Ahora somos hijos de Dios” (1 Juan 3:2). Y no es meramente que Dios haya quitado nuestra culpa o cancelado el castigo que hemos merecido a causa de nuestro pecado. No; restauró la comunión personal con Él mismo, haciendo algo por nosotros. No es meramente que Dios haya cambiado de parecer respecto a mí. No; Él me transformó. 2. Cuando un esclavo es liberado, se cambia la condición de un ser humano que se hallaba en la servidumbre. Desafortunadamente, no se obra ningún cambio milagroso en la personalidad o el carácter o la naturaleza de los que se hallaban en la servidumbre. Mucho tiempo se echa para obrar una regeneración y borrar el daño causado por el mucho tiempo de esclavitud de la mente y el aprisionamiento del espíritu. Pero la libertad obrada en el Calvario hace más que anunciar o promulgar nuestra libertad. La Cruz es más que un manifiesto vacío y mecánico. El poder del amor de Dios es tal que “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” (v. 17). La Cruz hace más que meramente anunciar la exculpación legal del culpable pecador; es un poder que produce una transformación interna y crea una comunión nueva y vital y personal con Dios. El viejo punto de vista humano ya ha pasado, y empezamos a mirar la vida desde el punto de vista de Dios. Nuestra filosofía, nuestra perspectiva y nuestra manera de pensar se hacen más y más divinas, porque somos nuevas criaturas en Cristo. La Cruz que ha sido sembrada en nuestro corazón crea un nuevo corazón dentro de nosotros. Existe el verdadero arrepentimiento; un cambio completo de mente acerca de Dios, de nosotros mismos, del pecado y de nuestra salvación. La historia del mundo resplandece con la luz que emana de la Cruz del Calvario, la cual creó una nueva época, sociedad, filosofía, literatura, código moral y un mundo totalmente nuevo. Y el esplendor de la Cruz puede ser visto en todo siglo y en toda civilización en que hombres y mujeres se han entregado al poder del amor de Dios en Cristo Jesús. El cambio, ante todo, marcha en dirección hacia el amor nuestro. “y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” La mayor victoria es la victoria sobre uno mismo. En Cristo hallo el gozo de dejar que Dios sea Dios, y siento satisfacción y suprema felicidad en ser simplemente hijo de Él. Es que ya yo no soy el centro del universo, sino Dios. Él se hace el centro de todo, y el gozo de nuestra vida consiste en pensar como Él piensa, hacer su voluntad y realizar la obra que Él nos ha encomendado. Por la gracia de Dios podemos lograr la altura de San Pablo y exclamar con él: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). Cristo y su amor: esa es la llave, el secreto, el poder de la nueva vida que es eterna. “El amor de Cristo nos constriñe”, declara San Pablo. Su amor nos impulsa, nos estimula. Eso nos hace triunfar. Las grandes victorias de la fe cristiana no se fundan en los afectos débiles y variables de nosotros los pecadores. Son la creación del gran poder reformador y transformador del amor de Dios que hace nuevas todas las cosas. 3. Todas las mañas que han propuesto los hombres para salvar a la humanidad son panaceas anémicas. La teoría de proporcionar espléndidas comodidades educativas y programas de recreación y viviendas modernas y seguridad económica se basa en que si se cambia el ambiente, también cambiará la naturaleza humana. Pero la historia del mundo y la experiencia humana y la revelación divina ponen de manifiesto con la mayor claridad que algún poder tiene primero que cambiar al hombre, y así el hombre transforma el ambiente, y no al revés. El único poder que puede realizar este milagro es el poder del amor de Dios en Cristo. Y la responsabilidad, el reto que debemos sentir vivamente se nos transmite en expresiones como las que hallamos en nuestro texto: “Dios nos dio el ministerio de la reconciliación… Y puso en nosotros la palabra de la reconciliación… Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio nuestro; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” La verdad respecto al amor de Dios resplandece desde la Cruz del Calvario y cubre a todo el mundo. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo.” El mensaje que la Iglesia debe promulgar es claro y poderoso: “¡Reconciliaos con Dios!” El mensaje quiere decir lo siguiente: Acepta la verdad de lo que Dios ha hecho, cree en su mensaje de amor, y deja que este mensaje de amor te transforme. No existe otra esperanza. En este mensaje del Evangelio se halla inherente el poder del amor de Dios en Cristo. Los creyentes somos la voz con que Dios se dirige al mundo. Quiera Dios que este Viernes Santo nos ayude a darnos cuenta de que tenemos la responsabilidad de ser “los oráculos de Dios” de modo que sintamos en lo más profundo de nuestra alma el impulso de Cristo y por ende digamos con San Pablo: “¡Ay de mí si no anunciare el Evangelio!” Amén. P. Gerken.

Jueves Santo.

“LA CENA DEL SEÑOR” TEXTOS. Primera Lección: Éxodo 12.1-14 Segunda Lección: 1º Corintios 11:23-32 El Evangelio: Mateo 26:17-30 Sermón El Dr. Martín Lutero, en su Catecismo Menor, contesta de la siguiente manera a la pregunta sobre la esencia y la finalidad de la Santa Cena: “La Santa Cena es el verdadero cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con el pan y el vino, para que los cristianos comamos y bebamos, instituido por Cristo mismo.” Cuerpo y sangre, sacrificio y reconciliación de la pascua judía, los símbolos que presagiaban la venida del Mesías, el verdadero sumosacerdote que sería a la vez el Cordero del sacrificio, todo eso se nos viene a la mente al leer estas palabras del apóstol San Pablo. Nuestra Iglesia Luterana siempre vuelve a insistir sobre ese punto y la doctrina bíblica en cuanto a la Santa Cena. Puede decirse que la doctrina sobre la Santa Cena es la piedra de toque de las iglesias cristianas. Es una doctrina fundamental. Todos los que anteponen su razón humana o su tradición a la enseñanza bíblica sobre ese sacramento, se encuentran en la misma condición espiritual lamentable en que se encontraban aquellos cristianos de Corinto, de los cuales dice el apóstol en nuestro texto: “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados.” Por eso, con la misericordiosa ayuda del Espíritu de Dios, meditemos sobre este bendito sacramento de la Cena del Señor: Su origen. ¿Dónde tuvo su origen la Santa Cena que los corintios habían profanado con su modo de celebrarla? El santo apóstol explica en su epístola el origen de ese sacramento, y por cierto, su explicación encierra desde un comienzo un leve reproche dirigido a aquellos que habían cometido abusos en la celebración de ese sacramento. Así dice el apóstol: “Porque yo recibí del Señor lo que también os entregué.” Aquí tenemos su origen: “Yo recibí del Señor”, declara el apóstol. Él no había recibido ese don celestial, ese bendito sacramento, de los demás apóstoles, como podría suponerse, ni porque viera la costumbre de su celebración en las demás congregaciones cristianas de aquella época. No, “Yo lo recibí del Señor”, al igual que todo el evangelio que él predicaba; pues de ese evangelio predicado por él dice en Gálatas 1:12 que lo había recibido “por revelación de Jesucristo.” Así como el Señor resucitado y glorificado le había revelado a San Pablo, su apóstol, el Evangelio, el mensaje de la reconciliación entre Dios y los hombres, así ese mismo Señor autorizó a ese apóstol también la transmisión a las congregaciones cristianas de este importante documento sobre el origen y el sentido de la Santa Cena. “Del Señor” había recibido el apóstol ese sacramento. ¡Con cuánta emoción escribía el apóstol esta palabra: Señor. Tal vez ningún otro apóstol sentía tan profundamente la emoción que encerraba ese nombre. Pues fue a este apóstol, cuando aún no era tal, sino que era un enemigo acérrimo de la secta cristiana, a quien le apareció el Señor con señales de poder y manifestaciones de gracia. Iba en camino hacia Damasco, en camino hacia la injusticia y la violencia, cuando al fanático Saulo de Tarso entonces le apareció repentinamente una clarísima luz y un nombre se interpuso en su camino y en su vida: ¡Jesús de Nazaret! ¡El Señor que lo llamaba por su nombre! Luego y durante años ese apóstol estuvo a la espera de otro llamado de su Señor, hasta que finalmente llegó ese llamado. Llegó ese llamado del Señor cuando su gracia divina había transformado totalmente al fariseo fanático, ciego y rígido en el apóstol iluminado, humilde y amante. Ahora, cuando el apóstol habla en su Epístola a los Corintios sobre el origen de la Santa Cena, y les dice: “Porque yo recibí del Señor lo que también os entregué”, entonces ese Señor es Jesús de Nazaret, aquel que había transformado su vida. También para el apóstol ese Señor es ahora “el camino, la verdad y la vida.” Cuando él habla aquí del Señor, entonces se refiere a aquel sobre quien escribió lleno del Espíritu Santo en su Primera Epístola a Timoteo, diciendo: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre; el cual se dio a sí mismo en rescate por todos” (2:5-6). De ese Señor recibió el encargo para la administración de la Santa Cena en las congregaciones cristianas, también en la congregación de Corinto. ¿No lo sabían acaso aquellos creyentes? ¿Acaso estaban en incertidumbre? ¿Habían, acaso, entendido mal sus palabras? ¡Imposible! Pues lo que el apóstol había recibido del Señor, eso, dice, “también os he enseñado.” Desde un principio, cuando el apóstol Pablo estuvo personalmente en Corinto, él enseño a aquellos cristianos ese don de gracia y perdón, enseñó de su origen, su significado y las bendiciones eternas que para ellos encerraba ese sacramento. Él les había entregado, y compartido con ellos, todo lo que él mismo había recibido del Señor; pues precisamente este mismo apóstol, con su característico celo cristiano, escribió a esa misma congregación en Corinto: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel.” (1 Corintios 4:1-2). Acto seguido el santo apóstol vuelve a recordar a los corintios la historia sobre la institución de la Santa Cena. Con un lenguaje llano y sencillo les trae a la memoria los hechos del Jueves Santo. ¡Cuántas veces les habría contado los pormenores de aquella noche trágica, de aquella reunión íntima y solemne! ¡Cuántas veces les habría contado ya de aquella mesa, alrededor de la cual se miraban el amor de Dios con la duda de los apóstoles y la traición de Judas! Era la última Cena; sobre la mesa se proyectaba la sombra de la Cruz. Y dice San Pablo, que el “Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí.” Tal es la historia sobre el origen y la institución de la Cena del Señor. Esto sucedió “la noche que fue entregado.” La misma noche en que el Hijo del hombre, a quien le fue “dado todo el poder en el cielo y en la tierra”, exclamó, sin embargo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38). La misma noche en la cual un ángel del cielo hubo de consolar al Rey de reyes y Rey del cielo en medio de su angustia y sufrimiento. Esa misma noche Jesús tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed… Y de la misma manera tomó la copa… diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, cuantas veces la bebiereis, en memoria de mí. Si el santo apóstol recuerda a los cristianos con tanta exactitud el origen de la Santa Cena y la ocasión en que fue instituido ese sacramento, entonces él no solamente quiere corregir la profanación en que habían incurrido aquellos cristianos, sino también llamarles la atención sobre las bendiciones que ellos perdían al celebrar la Cena del Señor en la forma que lo hacían. Consideremos también nosotros siempre que la Santa Cena es un sacramento; en el cual, por medio de ciertos elementos externos, en unión con la Palabra, Dios ofrece y comunica a los hombres y sella en ellos la gracia adquirida por los méritos de Cristo Jesús. ¡La Santa Cena contiene lo más precioso que el cielo pudo ofrecer a la tierra! Sobre su contenido. Mucho se ha escrito y discutido sobre el contenido de la Santa Cena, no en cuanto a su contenido material o terrenal, pan y vino, sino en cuanto a su contenido celestial y espiritual, el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo. Este punto de doctrina, fundamental para el verdadero creyente, fue también decisivo en el cisma que se produjo y que perdura en la Iglesia cristiana del mundo. Fundamental es ese punto de doctrina también para el santo apóstol Pablo, que en nuestro texto se dirige a los cristianos de Corinto, citando textualmente las palabras de institución del Señor Jesús: “Tomad, comed. Esto es mi cuerpo, que por vosotros es partido… Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre.” Basándonos en estas palabras inconfundibles de nuestro Redentor, los cristianos de nuestra Iglesia creemos y enseñamos que en el Sacramento del Altar, juntamente con el pan y el vino, están contenidos y presentes el cuerpo y la sangre de nuestro Redentor. Y esa presencia no es simbólica sino real, tan real como que realmente estaba presente el cuerpo del Señor al ser clavado en el madero de la cruz; tan real, como realmente fue derramada su santa y preciosa sangre sobre aquel madero de la cruz, como precio de la redención de todos nuestros pecados, y para librarnos de la muerte y del poder del diablo. Así dice el mismo apóstol en su Epístola a los Romanos: “Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira.” (5:8-9). Y San Juan, en su primera Epístola, proclama esta consoladora verdad: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.” Por eso, cuando tú y yo asistimos a la Mesa del Señor y cuando allí el ministro de Dios nos dice: “Tomad, comed. Esto es el verdadero cuerpo de vuestro Señor Jesucristo. Tomad, bebed. Esto es la verdadera sangre de vuestro Señor Jesucristo”, entonces esos dones celestiales están realmente contenidos y presentes en la Santa Cena. Así dice San Pablo “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (1 Corintios 10:16). Eso no quiere decir otra cosa que: el pan y el cuerpo de Cristo, el vino y la sangre de Cristo están unidos en la Santa Cena, de manera que el comulgante que come el pan se pone en comunión con el cuerpo de Cristo, y el comulgante que bebe el vino se pone en comunión con la sangre de Cristo. Las palabras de nuestro Señor no son ambiguas. También con este sacramento y su presencia real en el mismo, Él cumple su consoladora promesa, hecha a los creyentes de todos los tiempos: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mateo 28:20). Sobre su objeto. Así como hay maestros y predicadores que niegan y deforman con su doctrina humana la clara enseñanza de la Sagrada Escritura con respecto al contenido de la Santa Cena, así también los hubo y hay que enseñan doctrinas erróneas en cuanto al verdadero objeto de la Santa Cena. No es ésta la ocasión para citar esas doctrinas equivocadas y humanas, sino que es la hora de decir la verdad tal como la encontramos en la Santa Biblia y en las palabras de nuestro texto. La presencia del bendito cuerpo y la preciosa sangre de nuestro Redentor en la Santa Cena tienen un objeto. San Juan Bautista, señalando al Señor Jesús, exclamó: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29b). El Señor Jesús declara el objeto de su estancia visible entre los hombres, diciendo: “El Hijo del hombre ha venido para salvar lo que se había perdido” (Mateo 18:11). Y San Pablo explica la bendición y el fruto de esa venida del Hijo de Dios al mundo pecador, diciendo: “Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él” (2 Corintios 1:21) … Sí, Cristo Jesús, “verdadero Dios, engendrado del Padre desde la eternidad, y también verdadero hombre, nacido de la virgen María”, es Aquel de quien da testimonio el santo vidente en el Libro del Apocalipsis, diciendo: “Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación;” (5:9). Eso lo hizo, tal como lo confesamos en la explicación del Segundo Artículo del Credo Apostólico, “para que yo sea suyo, y viva bajo Él en su reino y le sirva en eterna justicia.” El precio pagado por nuestra redención fue su santa y preciosa sangre, su inocente Pasión y muerte. Somos su propiedad, por sus méritos, temporal y eternamente. Y para recordarnos la realidad y el precio de nuestra redención, Cristo instituyó la Santa Cena. Y para consolarnos en nuestras angustias terrenales, para fortalecemos en nuestra fe cristiana, para aumentar nuestra certeza en la esperanza de alcanzar la salvación y bienaventuranza eterna, Cristo instituyó ese bendito sacramento. Allí, en ese sacramento bendito, Él siempre vuelve a aseguramos: “esto es mi cuerpo, que por vosotros fue entregado; esto es mi sangre, que por vosotros fue derramada”. Tal es el objeto de la Santa Cena. “Haced esto en memoria de mí”, dice el Señor Jesús. Y el apóstol, en nuestro texto, acota estas palabras del Señor y explica a los creyentes de Corinto y a los de todos los tiempos y lugares: “Porque cuantas veces comiereis este pan y bebiereis esta copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que él venga.”. ¡Cuánta seriedad encierra esta explicación del apóstol! Cada vez que participáis de la Santa Cena, “proclamáis la muerte del Señor.” Esto es, el que participa del Sacramento del Altar, considerando los dones celestiales contenidos en el mismo, proclama con su participación, da un testimonio público de que es discípulo del Señor, proclama su fe personal en la obra expiatoria de Él. El gozo que recibe el corazón y el espíritu del creyente en la Santa Cena, debe expresarlo luego el comulgante cristiano con palabras y obras en este mundo. En realidad, toda la vida del cristiano debe ser una proclamación de la muerte del Señor, pues esa muerte significa la vida y la bienaventuranza eternas para el hombre. Y esa proclamación debe perdurar “hasta que él venga.” Cuando Cristo vuelva en gloria y poder para el Juicio del mundo, cuando Él venga para dar a los suyos el reino preparado desde la eternidad, entonces ya no habrá más observación de este sacramento, pues entonces los suyos le verán tal cual es. Entretanto, empero, vale para nosotros la amonestación del apóstol, que dice: “De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa.” Habiendo meditado sobre el origen, el contenido y el objeto de la Santa Cena, habiendo aprendido la bendición terrenal y eterna que encierra para nosotros este sacramento, no podemos sino tomar a pechos esa seria amonestación final del santo apóstol. Cuando en la Santa Cena tú oyes la voz cariñosa de tu Redentor que te invita: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os daré descanso”, entonces respóndele: Tal como soy de pecador, Sin otra fianza que tu amor, A tu llamado vengo a Ti: Cordero de Dios, heme aquí Rvdo. David Schmidt

Domingo de Ramos.

“¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA Primera Lección: Isaías 50.4-9a Segunda Lección: Filipenses 2.5-11 El Evangelio: Juan 12.12-19 / Mateo 26.1-27 Sermón •Introducción El pueblo de Jerusalén vivió fuertes emociones con la llegada de Jesús aquél día, como un acontecimiento extraordinario y algo de suma importancia para ellos. ¡Hasta los fariseos estaban allí presenciando el momento!. Y con su llegada a la ciudad principal de Israel, Jesús dio inicio a una nueva etapa en el cumplimiento de las promesas divinas. En ella, Jesús se presentaba ante el pueblo en el tiempo final de su ministerio público, para cumplir al fin en el Gólgota la voluntad redentora de Dios Padre. La redención del género humano estaba cerca, y aunque los discípulos no eran aun plenamente conscientes de ello, todo por lo que habían dejado sus ocupaciones y entregado sus vidas, cobraría pronto sentido en una cruz y en un sepulcro vacío. Así también, nuestra fe, y nuestra entrega confiada a las promesas del Padre, volverán a cobrar sentido pleno nuevamente tras el próximo Viernes Santo, para ser finalmente iluminados con la resplandeciente realidad del Domingo de Pascua. Será este un día, de mayor celebración si cabe. Pero entremos hoy, en este Domingo de Ramos con Jesús, en esta Jerusalén que hoy lo espera, bendice y aclama. •Esperando al Rey de nuestra vida El Domingo de Ramos marca el inicio de la última semana de Cuaresma, donde rememoramos los acontecimientos de la Pasión de Cristo. Es uno de estos momentos trascendentes en la celebración cristiana, ya que en esta semana se concentran precisamente gran parte de los hechos de la vida de Jesús, que dan sentido y consistencia a nuestra fe. Y con su llegada a Jerusalén, Jesús daba cumplimento a la promesa de Dios de enviar a su ungido, al verdadero Rey de Israel y de este mundo. No eligió sin embargo para esta llegada hacerlo con gran pompa, ni con la majestad que le correspondía, sino sentado sobre uno de los más humildes animales: “No temas, hija de Sion; he aquí tu Rey viene, montado sobre un pollino de asna.” (v15). Ni siquiera los propios discípulos fueron aún conscientes del significado de esta llegada (v16), y sólo después tomaron conciencia de que, en este sencillo acontecimiento, se cumplía la promesa de Dios para su pueblo. Sin duda el momento tuvo que ser memorable. Allí estaba Jesús, del que todos sabían ya que había rescatado de la mismísima muerte a su amigo Lázaro (Jn 11.38-44). Era recibido entre aleluyas, hosannas y bendiciones por todos, con multitudes honrándolo con ramas y palmas. ¡El Rey de Israel por fin llegaba entre su pueblo!. Y así, aquél día fue el día en el que Jesús, el Mesías prometido, inició en el tramo final de su vida, un tiempo de testimonio y proclamación final de las buenas nuevas del Reino. Estaba próximo el cumplimiento del plan de salvación. Y este es el tiempo que conmemoramos hoy, en esta nueva Semana Santa que hemos esperado todo un año para celebrar, y para rememorar dentro de ella de nuevo otro hecho aún más importante para nuestras vidas: el momento en que Jesús se dirigió al que sabía era el destino donde le aguardaba la Cruz. No se resistió, ni dudó, ya que en realidad toda su vida fue una preparación para recorrer el trayecto que le llevaría a entregar su vida por nosotros. Fue siervo obediente hasta el final: “Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos” (Is 50.5-6). Aún faltarán unos días más para que se cumpla esta Palabra de Dios, proclamada por medio del profeta Isaías. Pues será necesario que antes, Jesús lleve a cabo otros hechos de suma importancia para nosotros los creyentes, y que serán pilares fundamentales en nuestra vida diaria de fe. Por ello es importante reflexionar en el sentido que esta llegada de Jesús a Jerusalén tiene aún hoy para nosotros, pues marca el inicio de nuestra liberación definitiva de las consecuencias del pecado, y de nuestra reconciliación con Dios Padre por medio de Cristo Jesús. Este Domingo es un día de celebración y gozo, un día especial en verdad, y donde exclamamos nosotros también: “¡Hosanna!¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!” (v13). •Un mandamiento, una promesa y una advertencia La semana que siguió a su llegada a Jerusalén fue intensa, llena de momentos impactantes para sus discípulos. El primero de ellos llegó cuando Jesús les anunció su muerte: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipie de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (v32). De esta manera Jesús daba a entender que con su muerte, Satanás sería finalmente derrotado y que Él rompería las cadenas de la muerte y nos abriría las puertas del cielo. Él, el Rey de Israel y del mundo, había venido a servir hasta sus últimas consecuencias. Pero, ¿le quedaba algo más que hacer antes por nosotros?. Para empezar en esa semana, Jesús nos dejó el ejemplo de su entrega, de su servicio, y nos insta a hacer lo mismo con nuestro prójimo. Será su exhortación tras lavar los pies a sus discípulos: “Porque ejemplo os he dado, para que como yo he hecho, vosotros también hagáis” (Jn 13.15). Así ahora, y en palabras de Lutero, el cristiano que es libre en Cristo, es al mismo tiempo siervo de todos. Pues liberados por Cristo de la esclavitud del pecado, somos libres e instados a amar como Dios nos amó a nosotros en Él: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (v34-35). Ser discípulos en el Amor, este es el mandamiento final de Jesús para nosotros. Tras este mandamiento, Jesús nos indica también el camino seguro al Padre, que no es otro que Él mismo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”(v6). La indicación estaba clara, y no hay equívoco posible, pues Cristo anuncia que Él y sólo Él es el camino que conduce a la reconciliación del hombre con su Creador. Por tanto, cualquier otro camino que sea ofrecido a los seres humanos, no es más que engaño cierto. Pero sabiendo Jesús que iba al Padre pronto, y de nuestra debilidad y facilidad de ser apartados de la verdadera fe, no quiso dejarnos solos, y así recibimos ahora una nueva promesa de consuelo y fortalecimiento: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (v26). Será este Espíritu Santo el que a través de los medios de gracia (Palabra y Sacramentos), estará permanentemente con nosotros, reafirmando nuestra fe, fortaleciéndola y alimentándola para que no desfallezca. Pues muchos serán los momentos de la vida en que será puesta a prueba, más sin embargo, descansamos en la tranquilidad de las propias palabras de Jesús: “No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (v27). Sin embargo en este tiempo Jesús nos dejó también una seria advertencia: que el mundo, el mismo mundo que lo aclamaba y seguía tras sus milagros, el que lo recibía con palmas y vítores aquél día, no sólo lo abandonaría a su suerte en la Cruz, sino que llegaría a aborrecerlo a Él y a sus discípulos: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (v19). ¿Cómo sería esto posible?. Jesús nos advierte que el mundo ama las cosas del mundo, y desprecia las cosas de Dios. Es así desde la caída de nuestros primeros padres, y sus consecuencias aún perduran. Por ello no es de extrañar que la Iglesia sufra rechazo o incluso persecución cuando en fidelidad, proclama la Palabra de Dios. ¡Y deberíamos extrañarnos si no es así!. •Todo está dispuesto Poco más quedaba por hacer en esta última semana de la vida de Jesús, pero lo que quedaba era de una importancia tal, que Jesús lo dejó precisamente para el final. Se celebraba en aquel tiempo la Pascua judía (pesaj en hebreo), la conmemoración de la liberación de Israel de su esclavitud en Egipto. Fiesta importantísima los judíos, que se celebraba con una comida donde se comía cordero o cabrito con hierbas amargas y panes sin levadura. Fue este el momento escogido para instituir un nuevo medio de gracia para los creyentes, la Santa Cena, dando así a la cena pascual un nuevo y trascendental sentido : “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre” (Mt 26.27-29). Éste es su gran regalo para nosotros antes de su muerte, pues en este banquete divino, en este Evangelio condensado en el pan y el vino, cuerpo y sangre de Cristo, tenemos a nuestra disposición siempre el perdón de pecados, como reafirmación para nuestra fe de aquel perdón ganado en la Cruz por todos nosotros. Y será ahí, hasta su segunda y definitiva vuelta a la tierra, en ese pan y en ese vino, donde podremos encontrar a Cristo, y donde lo hallamos repartiendo de nuevo su Amor y perdón a todos los hombres. Ahora sí, la obra de Jesús estaba completada, y podía prepararse para tomar la Cruz con la que nos liberaría de nuestra esclavitud. Conclusión Un nuevo Domingo de Ramos estamos celebrando hoy. Un día de júbilo y alegría por la llegada del Salvador, del Rey de Israel y del mundo. Y una semana tenemos ante nosotros hasta el Domingo de Pascua. Una semana para meditar y recordar todo lo que Jesús hizo por nosotros, hombres perdidos y rescatados con el nuevo pacto en su sangre. Pero éste Domingo es para nosotros anticipo del día en que Jesús ha de volver de nuevo a la tierra, y donde aquellos que lo esperan en fe, volverán a gritar: “¡Hosanna!¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!” (v13). Seamos pues y hasta entonces, confortados en esta promesa cierta de Cristo, pues: “desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mt 26.64). ¡Que así sea, Amén!. J.C.C / Pastor de IELE/Congregación San Pablo

domingo, 6 de abril de 2014

5º Domingo de Cuaresma.

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA Primera Lección: Ezequiel 37:1-14 Segunda Lección: Romanos 8:1-11 El Evangelio: Juan 11:17-27, 38-53 “ Jesús es tu Vida” En el invierno, incluso un cementerio bien cuidado, es un lugar terriblemente desolador para visitar. A pesar de que los árboles, arbustos y flores se plantan cuidadosamente para dar color y belleza al lugar de descanso de los seres queridos, sigue siendo un sitio de luto y dolor. Con la llegada el invierno, con sus fríos y bajas temperaturas, la vida parece que se retira: lo verde desaparece, el césped se vuelve marrón, las hojas se caen y las ramas parecen simples palos. En esas semanas de invierno, es un lugar donde todo parece muerto. Pero no es así, aunque a veces parece que nunca va a pasar, el sol brillará en lo alto, dará calor y luz, y el cementerio será un jardín diferente. Durante todo el invierno, los árboles y arbustos y el césped no están muertos para siempre, sino que están latentes, esperando Al sol para manifestar la vida. Lo que vale para los árboles también es válido para el pueblo de Dios ya que el Hijo de Dios vino a traer vida. La Gloria de Dios en la Tumba de Lázaro El Hijo de Dios llega tarde a Betania. Su amigo Lázaro ha estado enfermo por un tiempo. Ahora Lázaro ha muerto, lleva enterrado en una tumba cuatro largos días. Haría falta más que un milagro habitual para traerlo a la vida. Lázaro tenía dos hermanas, María y Marta. Marta sale al encuentro de Jesús y hace una curiosa confesión de fe. Ella dice: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Tiene toda la razón: ella sabe que Jesús tiene el poder de curar y que podría haber salvado a Lázaro mientras todavía estaba vivo. Sin embargo, parece que cree que el poder de Jesús es más débil que el de la muerte: ella piensa que Jesús puede sanar a las personas que todavía están vivas pero no puede dar vida donde ya no la hay. Ella continúa diciendo, “Pero también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará”. Pero sus palabras a lo largo de este texto indican que ha puesto límites a lo que Jesús puede hacer. Jesús le dice lo contrario: “Tu hermano resucitará”. Marta cree que sabe lo que lo que quiere decir, por lo que ella dice “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final”. Aquí hay algo para tener en cuenta: EL ÚLTIMO DÍA es simplemente el último día. Es Jesús quien resucita a los muertos, porque Jesús es el conquistador de la muerte. Si Jesús decide levantar a los muertos en otro día, Él puede hacerlo. Su poder no está encadenado al último día: donde quiera que esté, es el Señor de la vida. Esto es lo que Él proclama a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” Ella responde: “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo”. Ella no sabe todo lo que eso significa, pero confía en que Jesús es el Salvador. Jesús va a la tumba, profundamente conmovido y llorando. Ahí tienes a tu Salvador, que se identifica con su pueblo. A pesar de que sabe que va a resucitar a Lázaro de entre los muertos, se duele con María y Marta. Llega a la tumba y ordena que la piedra sea quitada. Marta objeta que Lázaro ha muerto y su cuerpo se debe haber descompuesto en los últimos cuatro días. ¿Por qué hacer eso más evidente? La respuesta de Jesús: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” La gloria de Dios está a punto de mostrarse ante la tumba de Lázaro. Jesús ora en voz alta para que la gente pueda saber que el Padre también es parte de este milagro, que Él ha enviado a su Hijo para hacer su obra y su voluntad. Habiendo dejado claro esto clama a gran voz: “¡Lázaro, ven fuera”. Y Lázaro salió de la tumba. Jesús habló y fue así. Esa es la gloria de Dios en acción: Jesús es la Resurrección y la Vida. Dónde Él está, está la vida, porque Él es la vida y Él da vida por medio de su Palabra. Él habla y llama a Lázaro a vivir y Lázaro vive de nuevo. De los que oyen y ven el milagro, muchos creen, pero algunos van y dicen a los fariseos lo que Jesús ha hecho. Los fariseos convocan al Consejo para discutir esta señal milagrosa y preguntar “¿Qué haremos?” Su temor le hace decir: “Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él”. Hay personas que no pueden soportar que otras personas crean en el Hijo de Dios y que este les de vida eterna. Los fariseos tienen un miedo legítimo, aunque tienen miedo de que si todo el mundo cree en Jesús, esto provocará los romanos y acaben con ellos como nación. En otras palabras, Jesús podría haber demostrado que es mayor que la muerte, pero para ellos eso no significa que Él es más grande que César y sus ejércitos. Pero si Cristo es más grande que la muerte ¿no sería mayor que el rey de Roma? ¿No sería mejor abandonar una ciudad en la tierra con el fin de seguir a Aquel que resucita a los muertos a la vida Eterna? No para los fariseos. Ellos prefieren sacrificar a Jesús con el fin de mantenerse en el lugar que están pero al final van a perderlo de todos modos. Es Caifás el que expresa esto: “ni os dais cuenta de que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca”. Sacrificar a uno para salvar a muchos. Una decisión muy práctica. Sin darse cuenta, también es muy profética. No tienen ni idea que Dios usará su mal para el bien de todos: cuando su plan se llevó a cabo finalmente en la cruz, la muerte de Jesús no sirvió para sacarlo del medio. La muerte de Jesús será el sacrificio por los pecados de la personas, todas las personas, tanto judíos y gentiles. Porque Él murió en la cruz por los pecados del mundo y porque se levantó de nuevo al tercer día, su promesa resuena a todo el mundo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. La Gloria de Jesús en nuestra Vida Muchos lloramos en diferentes momentos. En el último año quizá hemos perdido algún ser querido, partes de nuestra familia, amigos y conocidos, pero que no eran parte de nuestra comunión en este lugar. Dios quiere traernos paz. Cristo ha muerto y ha resucitado de entre los muertos. Él es el conquistador de la muerte. Él no solo es la resurrección y la vida en el pasado, como si Él se esfumase después de resucitar a Lázaro de entre los muertos. Él no es solo la resurrección y la vida sólo en el futuro, en el último Día. Él también es la resurrección y la vida ahora. Ahora y para siempre. Donde está Jesús, está la vida. Eso es lo que Jesús hace, está presente perdonar los pecados, también está presente para dar la vida. Por su perdón, anuncia que la vida eterna es tuya, porque Él ha hecho todo para llevarlo a cabo por medio de su muerte y resurrección. En tu bautismo, Jesús te llamó: ¡Ven Fuera! Ven fuera de la esclavitud del pecado, porque yo te hago mi hijo en este día. Ven fuera de la oscuridad del pecado, porque Yo soy la luz del mundo. Ven fuera de la muerte, porque “Yo soy la Resurrección y la Vida”, y hare que vivas para siempre por el agua y la Palabra. Su resurrección en el bautismo es un milagro mayor que el de Lázaro en la tumba: Jesús dio vida física al cuerpo de Lázaro y dicha vida la perderá nuevamente en algún momento. Pero a ti Jesús te ha dado vida eterna: ya la tienes. A menos que el Señor regrese, tu cuerpo finalmente morirá. Tu alma no, estarás vivo para siempre y el Señor resucitará tu cuerpo, en el último día. Donde está Jesús, está la vida. Él está presente para perdonar los pecados por medio de su Palabra de vida. Él habló para traer a Lázaro de la muerte. Él puso sus palabras en la boca de Ezequiel y esas palabras hicieron que los huesos secos vivieran. Este día te ha anunciado su perdón. Estas Palabras no están vacías: te dan la vida, renuevan la vida eterna en ti. Está presente para dar vida en la cena del Señor. Te da su mismo cuerpo y sangre, y te lo da para el perdón de los pecados. Él te da esto para mantenerte vivo, porque donde hay perdón de los pecados también hay vida y la salvación. Esto es cierto para ti ahora. Es real para aquellos que lloran, que murieron en la fe. Los que murieron en la fe no están muertos, porque el Señor no es el señor de los muertos, sino de vivos. Sus cuerpos descansan en la tumba por ahora, pero viven aún hoy con Cristo en el cielo. Tu tienes su promesa: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. Esto es un llamado de atención para estar en guardia contra las tentaciones del diablo, que quiere robarte esta vida. Cuidado con el error de Marta, que pensaba que el poder de Jesús era genial, pero limitado, en realidad sólo es bueno para obrar maravillas donde hay vida. Al hacerlo, ella pensó que Jesús era más débil que la muerte. Constantemente tienes la tentación de creer que Jesús es una buena ayuda en esta vida, pero nada más que eso. El peligro aquí es doble. Por un lado, no tendrás ninguna esperanza en la eternidad, porque piensas que Jesús solo mejora el tiempo que dure esta vida. Por otro lado, te quedarás decepcionado de Jesús si tu vida empeora o afrontas distintos problemas, pensaras que Jesús no tiene el poder para mejorar estas situaciones. Él no ha venido a hacer de la vida algo dulce y placentera. Él ha venido a librarte de la muerte y de la tumba eterna. En su voluntad y sabiduría, no promete una vida fácil. Lo que hizo en la cruz significa que te ha liberado de este mundo, del pecado y de la muerte para llevarte a la vida eterna. Ahora conoces el mayor regalo de Dios, que Jesús es la Resurrección y la Vida, y que todo el que vive y cree en Él, no morirá jamás. Ten cuidado con el pecado de los fariseos, que prefirieron matar a Cristo y perder la vida con el fin de aferrarse a una nación que de todas maneras les causó la muerte. Algunos se sienten tentados por los pecados, incluso ha aferrarse a ellos en lugar de arrepentirse y recibir el perdón. Pecados donde se cree que renunciar a ellos sería demasiado doloroso, por lo que se prefiere callar y desesperar. Con tales pecados, estás aferrándote a cosas que te matan, cosas que muy probablemente pierdas. Con tales pecados, estás rechazando a Cristo y su vida que nunca te fallará, porque perdura por toda la eternidad. En Marcos 8, Jesús declara: “porque ¿de qué le aprovechará al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma? Por tanto, el que se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles”. (Marcos 8:36-38). Aferrarte a tu pecado es avergonzarse de su Palabra. Estar avergonzado de Su Palabra es rechazarlo a Él y la vida que Él da. El Señor da tiempo para arrepentirse. Arrepentíos, porque el Señor de la vida ha muerto tu muerte y ha resucitado para perdonarte. Él está presente para darte el perdón. No desesperes, pueblo arrepentido de Dios. Él murió por todos, Él promete “todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. Esta promesa es para ti. Es para todo el pueblo de Dios que se han arrepentido y que han muerto en la fe. Conclusión: En la primavera, un cementerio bien cuidado es un lugar bonito. El césped se vuelve verde, los árboles, sus hojas y las flores se abren cuando el sol se instala dando vida con su luz y calor. Puede ser un hermoso jardín. Pero el follaje renovado es sólo un indicio, sólo una sombra. Martín Lutero dijo una vez que, para el cristiano, un cementerio no es el lugar de descanso final de los muertos, un lugar de huesos secos. Es un lugar de granos plantados, semillas sembradas. Los que murieron en la fe están vivos con Cristo, aun a la espera de la resurrección de sus cuerpos y en el último día, el Señor dará luz a esos cuerpos en la restauración final de la vida. En efecto, Cristo regresará en gloria y donde está Jesús, está la vida. Esa es tu esperanza y la de todos los que mueren en Cristo. Él es la Resurrección y la Vida, y Él te ha dado la vida, porque has sido perdonado por todos tus pecados. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén Gustavo Lavia. Pastor de la Congregación Emanuel. Madrid. Iglesia Evangélica Luterana Española.