viernes, 17 de febrero de 2017


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     


Primera Lección: Jeremías 20. 7-13

Segunda Lección: Romanos 6. 12-23

El Evangelio: Mateo 10. 5a, 12-33

Sermón

         Introducción

No es fácil a veces ser testigos de Jesucristo y su Evangelio en nuestra sociedad. Pero todo depende, por supuesto, de qué Cristo y qué Evangelio estemos hablando. Pues si testificamos de un Cristo que nos enseña a dar consuelo y ayuda material a los necesitados y poco más, no será muy problemático testificar de él. Igualmente si testificamos de un Cristo que exhorta a los hombres a convertirse en buenas personas y a vivir una vida más o menos decente, tampoco serán muchos los obstáculos que encontraremos. Hablar del Cristo social y reivindicativo mucho menos será un problema, en una sociedad tan tocada ahora por cuestiones sociales y similares. Y si nos quedamos en la creencia en el Cristo histórico, que vivió hace unos dos mil años, y que pasa por ser uno más de los diversos fundadores de religiones, y que no me compromete a nada en concreto en mi vida, nada habrá que temer por dar testimonio de él.

Sin embargo, Jesús advirtió a los discípulos que, a causa de su nombre, los hermanos darían muerte a sus hermanos, los hijos se levantarían contra los padres, y ellos mismos serían aborrecidos. Entonces, ¿de qué testimonio, y sobre todo, de qué Cristo estamos hablando?. ¿Por qué y a causa de qué debemos asumir que, por causa del nombre de Cristo, se pueden llegar a sufrir tribulaciones,  persecución y, llegado el caso, tener que huir de ciudad en ciudad?. Vamos a profundizar un poco en la realidad de Cristo y su Evangelio, y podremos entender por qué si el cristiano vive demasiado cómodamente su testimonio, y la Iglesia su misión, es que algo ciertamente no va bien.

         Comienza la Misión

Desde los primeros días de su ministerio público, Jesús dejó claro que su Evangelio, su Buena Noticia no debía alcanzar sólo a un reducido grupo de  personas. Era necesario proclamarlo y llevarlo a todos aquellos a los que fuera posible. Y así, podemos leer en el Evangelio de Mateo que Jesús envió a los doce primeros discípulos, los Apóstoles, a proclamar su mensaje a los judíos. Ni samaritanos, ni gentiles, sólo judíos en esta primera misión. Y no es que Jesús rechazase a todo aquél que no fuese judío; ni mucho menos que el Evangelio no fuese para ellos, no. El Señor quería que esta misión, “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (v6), fuese la proclamación del cumplimiento de las promesas mesiánicas que Dios hizo a su pueblo por medio de los profetas: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Is 9.2). Dios estaba cumpliendo estas promesas para Israel en la persona de Cristo, la luz había resplandecido sobre ellos y todos debían saberlo

Debían pues los Apóstoles ir ciudad por ciudad, aldea por aldea, casa por casa, llevando poco más que la Palabra de Dios. Y según su costumbre la llegada sería acompañada de un “!Shalóm¡, la paz sea con vosotros”. Y ciertamente no había mejor comienzo para proclamar al “Príncipe de la Paz” (Is 9.6) que con el saludo de la paz. Pues sólo en Cristo podemos hallar verdadera Paz, no la paz basada en las seguridades humanas, sean cuales sean, sino la Paz que nos ha reconciliado con el Padre, y que nos ha abierto las puertas a las moradas celestiales. No fue una tarea fácil para ellos llevar a cabo esta labor en una tierra dura y árida como Israel,  apegada a siglos de tradiciones religiosas y la búsqueda de la auto justificación ante Dios por medio de la Ley. Jesús venía sin embargo a romper con todo esto, y a anunciar que Dios sólo espera de nosotros, no una multitud de sacrificios u obras que ofrecerle, sino un corazón contrito y humillado: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”(Sal 51.17). Pues sólo un corazón así, podrá entregarse luego a Cristo en fe.

Pero el pueblo de Israel rechazó en gran parte este mensaje de parte de Dios proclamado por los Apóstoles, y Cristo fue finalmente sacrificado para llevar a cumplimiento la promesa de Dios de redimir a su pueblo con la sangre de un inocente: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó de su camino; más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53.6). Y tras esta primera misión, con la que el Señor los preparó y curtió, podríamos decir, los discípulos fueron finalmente enviados con un objetivo más ambicioso si cabe: “id y haced discípulos a todas las naciones” (Mt 28.19). La misión que había comenzado en Israel, se extendía ahora hasta los confines de la Tierra.

         El anuncio de la persecución y el rechazo

La proclamación del Evangelio es algo maravilloso. Por medio de ella se nos anuncia liberación y reconciliación con el Padre por medio de Cristo, y como consecuencia de ello, la promesa de una vida futura en el Reino celestial. Cualquier otra cosa a la que podamos aspirar en este mundo, no será sino basura comparado con la increíble oferta de gracia y Amor del Padre en Cristo Jesús:  Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil 3.8).

Sin embargo, la Buena Noticia del Evangelio, lleva implícita otra noticia menos agradable pero de la que es necesario tomar conciencia previamente: que somos pecadores desde nuestro nacimiento (Sal 51.5), y que el pecado nos aparta y aleja de la presencia de Dios. Es por ello que la primera llamada antes de la proclamación del Evangelio, es la llamada al arrepentimiento: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el Evangelio” (Mr 1.15). Y aquí es donde encontramos el primer problema con el ser humano, pues su corazón de manera natural e instintiva, rechazará esta realidad de su necesidad de arrepentimiento, de su pecado, y la combatirá en su interior. Sí, el pecado mora en nosotros y es como una coraza que nos envuelve e impide ver con nitidez la Verdad, aún teniéndola frente a nosotros, pues: el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1ª Cor 2.14). Así el hombre, en su estado natural, se rebelará y cerrará su corazón a la proclamación del Evangelio, y puede ocurrir que, cuando llegue a ver esta Buena Noticia como una seria amenaza para sus seguridades, para sus ídolos personales, y en definitiva, para una vida donde prevalece su propia voluntad y no la de Dios, entonces ignore, rechace, ridiculice o ataque y trate de destruir todo intento de proclamación del Evangelio, y en casos extremos incluso a aquellos que lo proclamen, y:“el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los hará morir. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre” (v21-22). Todo aquel que ha proclamado la necesidad  de arrepentimiento y conversión del corazón, y anunciado el perdón ganado por Cristo por nosotros en la Cruz, ha podido experimentar  en algún momento aquello de lo que Jesús nos advirtió. Puede ser que sólo haya sido en forma de indiferencia, o de abierto rechazo, o que haya sido ridiculizado. Es posible que haya sufrido discriminación o el vacío a causa de su testimonio. Hoy incluso, son muchos aún los que pagan con la cárcel, la tortura o su vida el ser testigos de Cristo. De todo ello sin embargo ya se nos advirtió, pues: El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor.
Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa?” (v24-25). Somos llamados sin embargo a perseverar, y a confiar en que nuestro testimonio, sirve al Espíritu Santo para su obra de conversión. Por ello ante el rechazo o la persecución, como nos enseña el profeta Jeremías: Avergüéncense los que me persiguen, y no me avergüence yo“ (Jer 17.18).

         Sin temor con Cristo

El temor a la persecución o al rechazo, conlleva el peligro de dejar de ser fieles al testimonio de Cristo. Y hay dos manera claras de hacerlo: la primera es silenciando este testimonio, ocultando la luz del Evangelio de perdón de pecados, pero: ¿Acaso se trae la luz para ponerla debajo del almud, o debajo de la cama? ¿No es para ponerla en el candelero?” (Mr 4.21). Como creyentes somos llamados a dar un testimonio permanente, pues en verdad nos ha sido dicho: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5.14).Así cada creyente, llegado el momento, se convierte en un nuevo Apóstol de Jesucristo, y su testimonio de palabra y de vida, es como una luz que alumbra a sus semejantes. La otra forma de no ser fieles al testimonio al que hemos sido llamados es más sutil, y por ello peligrosa. Se trata de proclamar un perdón sin arrepentimiento. Pues ya hemos dicho que el principal problema del hombre es su negativa a reconocerse pecador, y necesitado de la gracia y misericordia de Dios en Cristo. Algunos entonces, ante el temor al rechazo, optan por mutilar la proclamación íntegra del Evangelio, la cual llama, no a los que se creen justos, no a los que se creen sanos, pues: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr 2.17). Por tanto, una proclamación del Evangelio que no venga precedida de una llamada al arrepentimiento no será sino un tipo de leche espiritual adulterada de la que nos advierte el Apóstol Pedro (1ª P 2.2). Será la pomada sobre la infección que no ha sido sanada, y tendrá como efecto el que los impenitentes serán reafirmados en su impenitencia, y confortados con falsas promesas de un perdón que en verdad no pueden recibir.

No tengamos pues temor de llamar al arrepentimiento y la conversión de los corazones, y proclamar seguidamente el puro Evangelio del perdón de pecados en Cristo Jesús, pues: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.
 Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (v32-33).

Conclusión

A nadie le gusta ser aborrecido, pero esta puede ser precisamente, la recompensa de aquellos que proclamen íntegramente y en fidelidad a Jesús y su Evangelio. Pero si tratamos de evitar esta situación de rechazo, con una proclamación  que no llama a los pecadores al arrepentimiento para llevarlos luego a Cristo, debemos entonces revisar qué y a quién proclamamos. Pues Cristo vino a buscar a los perdidos, a los pecadores, a los desheredados del Reino, para justificarlos ante el Padre, para ganar su perdón definitivo y darles vida eterna. Y éste es el puro Evangelio, y la Buena Noticia para todos los pecadores arrepentidos, que:Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom 5.19). ¡Que así sea, Amén!. J. C. / Pastor de IELE