TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: Jeremías 20. 7-13
Segunda Lección: Romanos 6. 12-23
El Evangelio: Mateo 10. 5a, 12-33
Sermón
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Introducción
No es fácil a veces ser
testigos de Jesucristo y su Evangelio en nuestra sociedad. Pero todo depende,
por supuesto, de qué Cristo y qué Evangelio estemos hablando. Pues si
testificamos de un Cristo que nos enseña a dar consuelo y ayuda material a los
necesitados y poco más, no será muy problemático testificar de él. Igualmente
si testificamos de un Cristo que exhorta a los hombres a convertirse en buenas
personas y a vivir una vida más o menos decente, tampoco serán muchos los
obstáculos que encontraremos. Hablar del Cristo social y reivindicativo mucho
menos será un problema, en una sociedad tan tocada ahora por cuestiones
sociales y similares. Y si nos quedamos en la creencia en el Cristo histórico,
que vivió hace unos dos mil años, y que pasa por ser uno más de los diversos
fundadores de religiones, y que no me compromete a nada en concreto en mi vida,
nada habrá que temer por dar testimonio de él.
Sin embargo, Jesús
advirtió a los discípulos que, a causa de su nombre, los hermanos darían muerte
a sus hermanos, los hijos se levantarían contra los padres, y ellos mismos
serían aborrecidos. Entonces, ¿de qué testimonio, y sobre todo, de qué Cristo
estamos hablando?. ¿Por qué y a causa de qué debemos asumir que, por causa del
nombre de Cristo, se pueden llegar a sufrir tribulaciones, persecución y, llegado el caso, tener que
huir de ciudad en ciudad?. Vamos a profundizar un poco en la realidad de Cristo
y su Evangelio, y podremos entender por qué si el cristiano vive demasiado
cómodamente su testimonio, y la Iglesia su misión, es que algo ciertamente no
va bien.
•
Comienza la
Misión
Desde los primeros días de su
ministerio público, Jesús dejó claro que su Evangelio, su Buena Noticia no
debía alcanzar sólo a un reducido grupo de
personas. Era necesario proclamarlo y llevarlo a todos aquellos a los
que fuera posible. Y así, podemos leer en el Evangelio de Mateo que Jesús envió
a los doce primeros discípulos, los Apóstoles, a proclamar su mensaje a los
judíos. Ni samaritanos, ni gentiles, sólo judíos en esta primera misión. Y no
es que Jesús rechazase a todo aquél que no fuese judío; ni mucho menos que el
Evangelio no fuese para ellos, no. El Señor quería que esta misión, “a las
ovejas perdidas de la casa de Israel” (v6), fuese la proclamación del
cumplimiento de las promesas mesiánicas que Dios hizo a su pueblo por medio de
los profetas: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que
moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Is
9.2). Dios estaba cumpliendo estas promesas para Israel en la persona de
Cristo, la luz había resplandecido sobre ellos y todos debían saberlo
Debían pues los Apóstoles ir ciudad
por ciudad, aldea por aldea, casa por casa, llevando poco más que la Palabra de
Dios. Y según su costumbre la llegada sería acompañada de un “!Shalóm¡, la
paz sea con vosotros”. Y ciertamente no había
mejor comienzo para proclamar al “Príncipe de la Paz” (Is 9.6)
que con el saludo de la paz. Pues sólo en Cristo podemos hallar verdadera Paz,
no la paz basada en las seguridades humanas, sean cuales sean, sino la Paz que
nos ha reconciliado con el Padre, y que nos ha abierto las puertas a las
moradas celestiales. No fue una tarea fácil para ellos llevar a cabo esta labor
en una tierra dura y árida como Israel,
apegada a siglos de tradiciones religiosas y la búsqueda de la auto
justificación ante Dios por medio de la Ley. Jesús venía sin embargo a romper
con todo esto, y a anunciar que Dios sólo espera de nosotros, no una multitud
de sacrificios u obras que ofrecerle, sino un corazón contrito y humillado: “Los sacrificios de Dios
son el espíritu quebrantado; Al corazón contrito y humillado no despreciarás
tú, oh Dios”(Sal
51.17). Pues
sólo un corazón así, podrá entregarse luego a Cristo en fe.
Pero el pueblo de Israel rechazó en gran parte este mensaje de parte de
Dios proclamado por los Apóstoles, y Cristo fue finalmente sacrificado para
llevar a cumplimiento la promesa de Dios de redimir a su pueblo con la sangre
de un inocente: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se
apartó de su camino; más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is
53.6). Y tras esta primera misión, con la que el Señor los preparó y
curtió, podríamos decir, los discípulos fueron finalmente enviados con un
objetivo más ambicioso si cabe: “id y haced discípulos a todas las naciones”
(Mt 28.19). La misión que había comenzado en Israel, se extendía ahora
hasta los confines de la Tierra.
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El anuncio de la
persecución y el rechazo
La proclamación del Evangelio es
algo maravilloso. Por medio de ella se nos anuncia liberación y reconciliación
con el Padre por medio de Cristo, y como consecuencia de ello, la promesa de
una vida futura en el Reino celestial. Cualquier otra cosa a la que podamos
aspirar en este mundo, no será sino basura comparado con la increíble oferta de
gracia y Amor del Padre en Cristo Jesús:
“Y ciertamente, aun estimo todas
las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar
a Cristo” (Fil 3.8).
Sin
embargo, la Buena Noticia del Evangelio, lleva implícita otra noticia menos
agradable pero de la que es necesario tomar conciencia previamente: que somos
pecadores desde nuestro nacimiento (Sal 51.5), y que el pecado nos
aparta y aleja de la presencia de Dios. Es por ello que la primera llamada
antes de la proclamación del Evangelio, es la llamada al arrepentimiento: “El
tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed
en el Evangelio” (Mr 1.15). Y aquí es donde encontramos el primer problema
con el ser humano, pues su corazón de manera natural e instintiva, rechazará
esta realidad de su necesidad de arrepentimiento, de su pecado, y la combatirá
en su interior. Sí, el pecado mora en nosotros y es como una coraza que nos
envuelve e impide ver con nitidez la Verdad, aún teniéndola frente a nosotros,
pues: “el hombre natural no
percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no
las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1ª Cor 2.14). Así el hombre, en su estado natural, se rebelará y
cerrará su corazón a la proclamación del Evangelio, y puede ocurrir que, cuando
llegue a ver esta Buena Noticia como una seria amenaza para sus seguridades, para
sus ídolos personales, y en definitiva, para una vida donde prevalece su propia
voluntad y no la de Dios, entonces ignore, rechace, ridiculice o ataque y trate
de destruir todo intento de proclamación del Evangelio, y en casos extremos
incluso a aquellos que lo proclamen, y:“el hermano entregará a la muerte al hermano, y
el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los hará
morir. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre” (v21-22). Todo aquel que ha
proclamado la necesidad de
arrepentimiento y conversión del corazón, y anunciado el perdón ganado por
Cristo por nosotros en la Cruz, ha podido experimentar en algún momento aquello de lo que Jesús nos
advirtió. Puede ser que sólo haya sido en forma de indiferencia, o de abierto
rechazo, o que haya sido ridiculizado. Es posible que haya sufrido
discriminación o el vacío a causa de su testimonio. Hoy incluso, son muchos aún
los que pagan con la cárcel, la tortura o su vida el ser testigos de Cristo. De
todo ello sin embargo ya se nos advirtió, pues: “El discípulo no es más que su
maestro, ni el siervo más que su señor.
Bástale al discípulo ser como su
maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia llamaron Beelzebú,
¿cuánto más a los de su casa?” (v24-25). Somos llamados sin embargo a
perseverar, y a confiar en que nuestro testimonio, sirve al Espíritu Santo para
su obra de conversión. Por ello ante el rechazo o la persecución, como nos
enseña el profeta Jeremías: “Avergüéncense los que me persiguen, y no me avergüence
yo“ (Jer
17.18).
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Sin temor con Cristo
El temor a la
persecución o al rechazo, conlleva el peligro de dejar de ser fieles al
testimonio de Cristo. Y hay dos manera claras de hacerlo: la primera es
silenciando este testimonio, ocultando la luz del Evangelio de perdón de
pecados, pero: “¿Acaso
se trae la luz para ponerla debajo del almud, o debajo de la cama? ¿No es para
ponerla en el candelero?” (Mr 4.21). Como creyentes somos
llamados a dar un testimonio permanente, pues en verdad nos ha sido dicho: “Vosotros
sois la luz del mundo” (Mt 5.14).Así cada creyente, llegado el momento, se
convierte en un nuevo Apóstol de Jesucristo, y su testimonio de palabra y de
vida, es como una luz que alumbra a sus semejantes. La otra forma de no ser
fieles al testimonio al que hemos sido llamados es más sutil, y por ello
peligrosa. Se trata de proclamar un perdón sin arrepentimiento. Pues ya hemos
dicho que el principal problema del hombre es su negativa a reconocerse
pecador, y necesitado de la gracia y misericordia de Dios en Cristo. Algunos
entonces, ante el temor al rechazo, optan por mutilar la proclamación íntegra
del Evangelio, la cual llama, no a los que se creen justos, no a los que se
creen sanos, pues: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los
enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr 2.17). Por
tanto, una proclamación del Evangelio que no venga precedida de una llamada al
arrepentimiento no será sino un tipo de leche espiritual adulterada de la que
nos advierte el Apóstol Pedro (1ª P 2.2). Será la pomada sobre la
infección que no ha sido sanada, y tendrá como efecto el que los impenitentes
serán reafirmados en su impenitencia, y confortados con falsas promesas de un
perdón que en verdad no pueden recibir.
No tengamos pues temor de llamar al arrepentimiento y la
conversión de los corazones, y proclamar seguidamente el puro Evangelio del
perdón de pecados en Cristo Jesús, pues: “A cualquiera, pues, que me
confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre
que está en los cielos.
Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres,
yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (v32-33).
Conclusión
A nadie le gusta ser
aborrecido, pero esta puede ser precisamente, la recompensa de aquellos que proclamen
íntegramente y en fidelidad a Jesús y su Evangelio. Pero si tratamos de evitar
esta situación de rechazo, con una proclamación
que no llama a los pecadores al arrepentimiento para llevarlos luego a
Cristo, debemos entonces revisar qué y a quién proclamamos. Pues Cristo vino a
buscar a los perdidos, a los pecadores, a los desheredados del Reino, para
justificarlos ante el Padre, para ganar su perdón definitivo y darles vida
eterna. Y éste es el puro Evangelio, y la Buena Noticia para todos los pecadores
arrepentidos, que:“Dios muestra su amor para
con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues
mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la
ira” (Rom 5.19). ¡Que así sea, Amén!. J.
C. / Pastor de IELE