domingo, 26 de febrero de 2012

1º Domingo de Cuaresma.

“La tentación nos fortalece en cristo”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección:

Génesis 22:1-18

Segunda Lección: Santiago 1:12-18

El Evangelio: Marcos 1:9-15


Sermón

INTRODUCCIÓN

Cada vez que rezamos el Padre Nuestro, pedimos ser librados de las pruebas que acarrea la tentación, pues aunque Dios permite que seamos tentados para robustecer nuestra fe, Satanás tiene sin embargo otros fines muy distintos por medio de ella. Hacemos bien pues en no exponernos abiertamente a la misma, pero cuando la padecemos, nuestra fe sin embargo se
fortalece poniendo en funcionamiento todos sus recursos de defensa. En su vida terrenal Cristo también fue tentado, y su victoria sobre la tentación es nuestra mejor garantía de que en Él, nosotros también podemos salir victoriosos de ella. Pues ¡Sólo en Cristo hay victoria sobre la tentación!.

La tentación es vencida sólo por la Palabra de Dios

La lectura de hoy en el Evangelio de Marcos sobre la tentación de Jesús en el desierto es, de las tres existentes junto al Evangelio de Mateo (4:1-11) y Lucas (4:1-13), la más escueta de todas.

Pero contiene los elementos necesarios para evidenciar que, una vez que Jesús fue bautizado y lleno del poder de Dios por medio del Espíritu Santo: “Y luego, cuando subía del agua, vio abrirse los cielos, y al Espíritu como paloma que descendía sobre él” (v10), debía afrontar su primer combate frente al maligno sin más defensa que ser el Hijo amado del Padre. Podemos pensar que era un combate fácil, entre el Hijo de Dios y el maligno, pero no olvidemos que Jesús era igualmente hombre y podía ser tentado por todo aquello que puede minar la voluntad de un ser humano.

Para hacer más patente que Jesús solo tendría como recurso su confianza en el Padre, la lectura nos dice que el Espíritu mismo “le impulsó al desierto” (v12). Este lugar desértico, era temido en la época de Jesús por la creencia de ser morada de demonios y espíritus malignos, y por ello pocos hombres se adentraban en él solos. Era el lugar perfecto para afrontar pruebas espirituales; y para complicar aún más las cosas, la única compañía que tuvo Jesús durante su prueba fueron las fieras (v13). No tuvo pues ventaja alguna respecto al campo de batalla asignado. Pero tampoco pudo Jesús apoyarse en la determinación de la voluntad humana, pues si
leemos en el Evangelio de Mateo y Lucas, se nos dice que Jesús “no comió nada durante aquellos días, pasados los cuales tuvo hambre” (Lc 4:2). Es decir, Jesús fue llevado a los límites de la resistencia humana, ya que a partir de los treinta días sin comer (y Él aguantó cuarenta) un ser humano queda en un estado de debilidad extrema. Jesús debía pues vencer esta batalla
con la sola fuerza de su espíritu y de la Palabra de Dios.

Y allí en el desierto, en este primer cara a cara frontal con Satanás, Cristo resistió la tentación carnal, al rechazar usar su poder para satisfacer los deseos de la carne (Mt 4:4). También
resistió la tentación de usar su poder para tentar a Dios mismo (Mt 4:7), y por último rechazó igualmente postrarse ante el maligno por la promesa del poder y la gloria terrenales (Mt 4:10). Y todo ello lo hizo como se ha dicho, con la sola fuerza de su espíritu apoyado en la poderosa Palabra de Dios. Pues sólo Ella es: “viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y
penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifestada en su presencia.” (Heb 4:12-13). Y esta victoria de Jesús, de aquel que fue concebido sin pecado pero que sufrió las tentaciones de un pecador por nosotros, es una auténtica Buena Noticia, pues en ella se cumple la primera victoria de Cristo sobre el pecado, la cual será completada en el
monte Calvario cuando Jesús pronuncie las palabras que indican que el plan de salvación, de nuestra salvación, ha quedado cumplido: “Consumado es.” (Jn 19:30).

Quien no es tentado, nada sabe de la fe

Jesús estuvo en el desierto durante cuarenta días, pero en su astucia, Satanás no lo tentó hasta que vió que sus fuerza humanas quedaban sumamente debilitadas. Pues tal es su inteligencia, al
buscar en primer lugar las debilidades propias del hombre, para al fín, tratar de destruir nuestra fe: “Sed sobrios y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Ped.5:8). Pues es precisamente esta fe, aquella por medio de la cual
podemos aprehender los méritos de Cristo para nuestra salvación, la que él busca arrebatarnos.

Como explicaba Lutero, las pruebas de las tentaciones son una autentica escuela de Teología cristiana, y quien no es tentado nada sabe de la fe. Pero no por ello debemos exponernos a la misma, pues hacerlo sería pecar quizás sobrevalorando nuestra capacidad de manera peligrosa: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es
débil” (Mt 26:41). Por tanto, se hace necesario tratar de estar preparados y sobre aviso sobre las distintas maneras en que podemos ser tentados y probados. Comentaremos en esta ocasión tres situaciones especialmente peligrosas:

1.- La tentación de la autosuficiencia en la fe: Los cristianos sabemos de la importancia de nuestra fe, pues sin ella estamos muertos espiritualmente hablando. Por eso la fe necesita ser alimentada y nutrida con aquellos medios que Dios ha dispuesto para ello: los medios de gracia.

Por tanto necesitamos acudir a la Palabra de Dios con regularidad para que, al igual que Jesús en el desierto, Ella sea nuestro sostén cuando nuestra voluntad flaquee. Igualmente la Santa Cena y su anuncio de perdón por medio del Cuerpo y Sangre de Cristo, es sustento seguro para resistir los ataques del maligno.

Creer que no necesitamos fortalecer nuestra fe es un grave error.

2.- La tentación de cuestionar la Palabra de Dios: Si Cristo hubiese dudado de la Palabra de Dios, si su confianza en Ella no hubiese sido absoluta, ¿qué poder hubiese tenido para resistir en el desierto?. Quizás sea esta la forma más peligrosa de exponernos a la tentación, pues al minar y
finalmente destruir la confianza en la Palabra, al creyente no le queda nada a qué aferrase en las pruebas de la vida. Y tengámoslo claro, cuando la duda, la flaqueza humana, o cualquier otra debilidad hagan acto de presencia en nuestras vidas, no habrá otra cosa que la Palabra de Dios y sus promesas para sostenernos. Por tanto aquello que nuestra razón no entienda o acepte, debemos llevarlo en oración a Dios, pero nunca a costa de dudar de la veracidad de Su
Palabra, pues: “tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como una antorcha que alumbra en lugar oscuro.” (2ª Ped 1:19).

3.- La tentación de la tristeza: Puede parecer, en comparación con las tentaciones anteriores, que la tristeza es algo banal en este asunto. Pero no nos engañemos, Dios nos ha mandado estar alegres, con un corazón gozoso, pues la tristeza y el abatimiento del mundo llevan a la muerte (2 Cor 7:10), pero la alegría y el gozo del creyente son signos vivos del Evangelio. Permitir a la tristeza o la angustia anidar en nuestro corazón, es permitir al maligno alegrarse de que Jesús no es la fuente de toda nuestra alegría. Con ello no estamos diciendo que no tengamos momentos peores o problemas que atenúen nuestra felicidad, sino que Cristo debería ser aquello que da todo el sentido pleno a nuestra vida. A Cristo lo tendremos siempre con nosotros, y por medio
de la fe: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rom 8:35).

La Cuaresma, un tiempo de meditación y renovación en Cristo

Preguntó un discípulo a un Padre de la Iglesia, ¿cómo poder evitar la tentación?. El Padre respondió: “Hijo mío, no puedes evitar que los pájaros vuelen por encima de tu cabeza, pero sí
puedes evitar que hagan un nido en ella”. Con estas sabias palabras se nos dice que la tentación es inevitable, pero también que precisamente por ello, debemos estar vigilantes, atentos, despiertos en nuestra vida de fe, pues: “Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Stg 1:12).

Este periodo de Cuaresma es un tiempo eclesial idóneo para reflexionar sobre ello, sobre nuestras debilidades, y sobre la fortaleza de nuestro espíritu.

Tiempo propicio para atravesar nuestro desierto particular que es nuestra vida, donde al igual que a Jesús, nos esperan pruebas, tentaciones y peligros. Y no siempre es fácil resistir las muchas maneras en que Satanás nos pondrá a prueba, pero no hay que desesperar si alguna vez somos derrotados en la batalla de la tentación. Pues en Cristo hay perdón y renovación seguros para el
creyente arrepentido. ¡Aférrate pues a la Palabra de Dios que proclama a Cristo, tu Redentor del pecado!.

CONCLUSIÓN

Resistir la tentación forma parte de la lucha diaria del creyente, pues a los ataques del
maligno, se suma el impulso de nuestra propia naturaleza pecadora. Cada día enfrentamos nuevas pruebas, y aunque Dios ciertamente no nos tienta (Stg 1:13), sí permite la tentación para que nuestra fe se purifique y crezca.

Sabemos además que Él no nos hará pasar pruebas mayores de las que podamos resistir (1ª Cor 10:13). Por tanto en este tiempo litúrgico tan señalado, meditemos en los sufrimientos, pruebas y tentaciones de Cristo, para al fín, enfocar la mirada en las nuestras y ver cómo en ellas, Dios nos
perfecciona y moldea a imagen de Nuestro Salvador. Y no desfallezcamos, pues la victoria de Cristo sobre la tentación, ¡es también nuestra victoria!.

Que así sea, Amén.

J.C.G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 12 de febrero de 2012

6º Domingo de Epifanía - Ciclo B

“CRISTO NOS SANA Y LIMPIA”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 12-02-2012
Primera Lección: 2ª Reyes 5:1-14
Segunda Lección: 1ª Coríntios 10:19-31, 11:1
El Evangelio: Marcos 1:40-45

Sermón

Introducción

La enfermedad es una dura componente de la realidad del ser humano. Todos estamos expuestas a ella sin excepción, y cuando aparece, distorsiona en mayor o menor medida nuestra vida. Aparte de los problemas intrínsecos de salud que genera, y otros de tipo práctico con el trabajo, estudios, la familia o el simple dia a dia; nos afecta también mental y emocionalmente dependiendo de la gravedad de la misma. Pero cuando hablamos además de enfermedades graves y/o contagiosas, un nuevo elemento aparece en el horizonte, que viene a empeorar aún más la condición del enfermo: la exclusión social y la soledad en el sufrimiento. Aquí es donde se muestra el lado más terrible de la misma. Pero la enfermedad tiene igualmente su equivalente en la vida del espíritu: el pecado. Y de una manera sombrosa tiene similitud también en los efectos negativos que produce para el ser humano, pues si la enfermedad daña y tiene poder para destruir el cuerpo, el pecado tiene un poder igual de terrible para destruir el alma y la vida incluso de aquellos que disfrutan de la salud física más excelente. Sabemos no obstante, que Dios es el Señor de la vida y la muerte, como nos recuerda la Palabra, e igualmente es Señor de nuestra alma. Y para ella especialmente y su salud, derrama Dios su misericordia y su perdón por medio de Cristo Jesús.

• El pecado nos lleva a la marginalidad del Reino de Dios

En nuestra historia reciente, una enfermedad se diseminó por el mundo llevándose la vida de miles y miles de personas. Una enfermedad sinónimo de rechazo, temor y marginalidad; me refiero al “síndrome de inmuno deficiencia adquirida”, más conocida como SIDA. Esta enfermedad no sólo atacó la salud de muchas personas, sino que creó alrededor de ellas una barrera que durante mucho tiempo las relegó a las sombras y la oscuridad. Algunas murieron olvidadas y en una soledad atroz. A la enfermedad se sumaba además una velada acusación moral sobre los enfermos, que hacía aún más cruel y dura la agonía. Afortunadamente la medicina y la información han conseguido romper este círculo vicioso, y hoy las perspectivas son mucho más alentadoras.

Pero en la época de Jesús, esta misma situación se vivía con una enfermedad casi desconocida ahora para nosotros: la lepra. Ser leproso era lo peor, en sentido no sólo médico (pues en principio no había cura), sino también social. Al leproso y a su ya de por sí horrenda dolencia, se le aplicaban los estatutos de la ley ritual, y se le relegaba a la soledad mientras durase su enfermedad: “Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada” (Lev. 13: 45-46).Y si bien la Ley de Dios no pretendía castigar aún más al enfermo, sino impedir que su enfermedad se diseminase al resto del pueblo, permitiendo además la reinserción del afectado en caso de cura (Lev 14:1-57), en la práctica el leproso era marginado a vivir una muerte en vida, rechazado por todos y al que todos miraban a través de su enfermedad, para no ver en él más que a un pecador manifiesto. Pues la enfermedad era y es, no lo olvidemos, una consecuencia de la limitación de la vida humana a causa del pecado (Gen 4:19). Y el pecado ciertamente nos margina igualmente y separa de Dios, excluyéndonos de su Reino: “el alma que pecare, ésa morirá” (Ez 18:4), y esta es una dura realidad que debemos tener siempre presente. Pues al igual que un diminuto virus es capaz de alterar todo un organismo humano, el pecado cuando se asienta confortablemente en nosotros, nos impacta, y llegado el caso domina. Toma el control de nuestra mente y hasta de nuestra vida entera. Y lo peor es que, al igual que la lepra, no tiene cura humana que pueda combatirlo. Y aquí es donde entra en juego el amor de Dios por nosotros, pues lo que para nosotros es imposible, para Dios no lo es, y así “como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Rom 5: 12), la gracia, la Justicia y el perdón para la vida eterna llegaron mediante Jesucristo nuestro Señor.

• La fe que rompe la marginalidad del pecado

Los milagros que Jesús realizó, además de mostrar que Él era el Mesías revelado, y que el poder de Dios actuaba a través suya: “Y toda la gente procuraba tocarle, porque poder salía de él, y sanaba a todos” (Lc 6:19), son también una prefiguración palpable de la sanación espiritual que Cristo trae a la humanidad. Pues si bien es cierto que el pecado tiene poder para apartarnos de la presencia de Dios, no es menos cierto que esta enfermedad del espíritu es combatida eficazmente por aquellos que, como el leproso, reconocen en Jesús al verdadero Hijo de Dios por medio de la fe. Y nosotros, “leprosos” en nuestro diario pecar, también decimos ante Él: “si quieres puedes limpiarme” (v40), y también hincamos la rodilla reconociendo que sólo en Cristo hay sanación y restauración, pues no olvidemos que: “no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech 4:19). Y ya hemos dicho que los leprosos vivían el castigo de la marginalidad, de ser apartados del pueblo; y del mismo modo el pecado nos margina y nos expulsa fuera de nuestro hogar celestial, del refugio amoroso del Reino de nuestro Padre. Pero Cristo rompe esta maldición y muestra su misericordia con el género humano anulando el decreto de nuestra condenación: “justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5:1). El Reino pues, no es excluyente, sino integrador, y Jesús mostró públicamente esta verdad sanando a leprosos, ciegos, paralíticos, ¡e incluso resucitando muertos!. Todos ellos acusados de pecado a causa de su enfermedad o discapacidad (Jn 9:2), y precisamente por aquellos que olvidaron que las consecuencias de la realidad del pecado, no sólo se manifiestan en la debilidad y fragilidad de la vida humana, incluída la enfermedad, sino también en las acciones o inacción del corazón. Y es que, entre las enfermedades, la peor de todas era y es la falta de amor hacia el prójimo (1ª Cor. 13:1). Sólo esta falta de misericordia podía cegar a aquellos que aún siendo testigos del poder de Dios en Cristo, se negaban a admitir que tenían ante sí al mismísimo Mesías anunciado.

Pues para ellos era más importante vivir aferrados al legalismo y sus obras de auto justificación, que admitir que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que viva (Ez 18:32), y que al igual que el padre de la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32), Dios siempre está en el camino esperando nuestro regreso, para imponernos el manto de su amor y el anillo de la Justicia de Cristo que nos dice: “Quiero, sé limpio” (v41).

• Profetas por medio de la fe en Cristo

La Escritura enseña que aquél leproso fue sanado, y quedó limpio; e inmediatamente Jesús le conminó a presentar las ofrendas estipuladas en la Ley de Moisés (Lv 14:1-32). No porque fuese necesario para aquel hombre hacer algo más para lograr su curación, pues su fe fue suficiente, sino “para testimonio a ellos” (v44). Para que fuesen testigos de que Dios estaba entre su pueblo como anunciaron los Profetas, y que la enfermedad y cualquier consecuencia del pecado, incluída la muerte, han sido vencidas por Cristo. Jesús además, conminó al leproso a no publicar el milagro que se acababa de realizar. Pero seamos comprensivos, su alegría y por encima de ella, el haber experimentado el poder sanador de Jesús en su vida hizo imposible el silencio. Y es que, aquellos que lo han experimentado, los que han sido transformados por este poder, es inevitable que se conviertan a su vez en profetas y proclamadores del Evangelio. ¡Tal es el poder de esta Buena Noticia!. Aquellos sin embargo que nunca fuimos leprosos, o ciegos, o paralíticos físicamente hablando, no debemos olvidar que también en nosotros se llevó a cabo un milagro que nada tiene que envidiar al de la lectura de hoy. Pues éramos muertos y fuimos llamados a la vida en Cristo: “despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef :514), y hemos experimentado en nuestro Bautismo el poder regenerador y vivificador de Dios por medio del Espíritu Santo. E igualmente, hemos sido rescatados de la marginalidad del pecado y llevados a las puertas del Reino por medio de la fe. Y al igual que nosotros, aún hay muchos que necesitan experimentar este poder sanador, este tránsito de muerte a vida y que esperan, como el leproso agradecido, que comencemos a “publicar mucho y divulgar el hecho” (v45). Ésta es ahora nuestra misión profética como creyentes y como Iglesia: anunciar a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado de entre los muertos para darnos vida eterna junto al Padre: “y esta es la vida eterna: que te conozcan a tí, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn 17: 3).

CONCLUSIÓN

Jesús realizó muchos milagros relacionados con la enfermedad, y curó a ciegos, paralíticos, leprosos, moribundos etc. Al hacerlo mostró no sólo misericordia y que Él era el Mesías anunciado, el Emmanuel prometido, sino también que tiene poder para romper las cadenas de las consecuencias del pecado: la enfermedad y la muerte. Y con ello igualmente nos muestra que tiene el poder de anular el decreto de nuestra condenación, lo cual consiguió con su sacrificio en la Cruz y su resurrección de entre los muertos. Ya no estamos excluidos y marginados del Reino, sino que por el amor de Dios en Cristo Jesús tenemos acceso a una nueva realidad, una nueva esperanza de Vida en su sentido más pleno, pues “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene vida” (1ª Jn 5:11-12). Amén.

J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 5 de febrero de 2012

5º Domingo de Epifanía.

“La Predicación de Cristo”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Isaías 40:21-31

Segunda Lección: 1º Corintios 9:16-23

El Evangelio: Marcos 1:29-39

Sermón

En el Evangelio de hoy, Jesús dice: “Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido”. Y luego dice, “Y Jesús iba por toda Galilea, predicando en las sinagogas”. Del mismo modo, en la epístola de hoy, Pablo dice: “¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1Corintios 9:16) Las lecturas hacen hincapié en la importancia de la predicación del mensaje de Dios. NO es novedad que esto era una prioridad para Jesús de la misma manera que lo fue para Pablo e Isaías. Pero ¿Por qué fue tan importante para ellos? Y ¿Por qué la predicación sigue siendo tan importante hoy en día? ¿Por qué es importante para ti que estas leyendo u oyendo?

Después de todo, el termino predicar se ha vuelto muy negativo en nuestros días. “No me sermonees” o “ya me estas dando el sermón”, dicen algunos. La mayoría tiene una idea mala de la predicación. Algunas personas se mantienen alejadas de la iglesia porque creen que no necesitan que alguien los sermonee, no quieren que se alguien les diga lo que tienen que hacer o dejar de hacer.

Nosotros deberíamos preguntarnos periódicamente ¿qué es predicar? Para ello debemos pensar no tanto en lo que es según el estereotipo social, sino más bien, ¿Qué es la predicación de acuerdo con el punto de vista bíblico?

Comencemos con lo que la predicación no es. La predicación no es una mera cita de pasajes de la Biblia. A pesar de que la predicación parezca ser completamente bíblica no siempre lo es. No es sólo cuestión de acumular pasajes de la Biblia. Se puede tener un sermón lleno de versículos bíblicos, sacados de contexto o aplicados incorrectamente y esto no sería una predicación cristiana verdadera. Muchas sectas y falsas iglesias también usan la Biblia.

La predicación no es hablar de moral, no es decirle a la gente qué hacer y cómo vivir, sin darles el poder para hacerlo. Decirle a la gente que necesitan vivir con un propósito o dándoles diez pasos sobre cómo vivir su mejor vida, no es una predicación cristiana. Dar discursos sobre las causas socio-políticas, ya sean de derecha o de izquierda, no es la predicación distintiva del cristianismo bíblico.

La predicación no es primordialmente educativa, el aprendizaje de hechos o información, la adquisición de conocimientos para almacenar en la cabeza no es la finalidad de la predicación. A pesar de que esta siempre implica aprender y crecer en el conocimiento. Eso es un proceso, pero no es el objetivo primario de la predicación.

La predicación no es un entretenimiento. No consiste en encadenar una serie de lindas historias o chistes para mantener a los clientes u oyentes satisfechos. Pero eso no es una predicación bíblica verdadera. La predicación no se basa en trucos de argumentación o coherencia, ni siquiera en la personalidad de quien hablar para tener peso o poder. Mucho menos depende de que el predicador se la pase dando gritos o repitiendo frases una y otra vez.

No es entretenimiento. No es mera información. No es transmitir moral o para dar consejos. No es una sucesión de citas de la Biblia, con o sin sentido. Esos son ejemplos de lo que la predicación no es, aunque puedes encontrar gran una cantidad de predicadores que creen que es así. Las imitaciones baratas de la predicación bíblica pueden ser muy populares y atractivas. Un predicador puede ser muy exitoso con este tipo de producto. Pero no por ello es correcto, por lo menos no a los ojos de Dios.

A muchos les pregunto ¿Qué busca en la Iglesia o en la predicación de los domingos? En muchos casos también tengo que preguntar ¿qué busca Dios en la predicación? ¿Cómo mide él el éxito en la predicación? La mejor palabra que respondería a esta pregunta es “fidelidad”, ya que la predicación agradable a Dios no es muy exitosa y popular de acuerdo a las normas del mundo.

Nuestro viejo hombre no quiere saber nada de Dios e intentará huir de su Palabra lo más lejos posible, ello puede significar refugiarse en un sitio donde la Palabra de Dios sea tergiversada y sirva para afianzarme en las ideas erróneas o pecados favoritos.

Entonces ¿Cuál es la predicación fiel y agradable a Dios? Simplemente es la proclamación de su Ley en todo su rigor y del Evangelio de Jesucristo para la salvación de los oyentes, en toda su dulzura. Eso es lo que se debe buscar y escuchar en la predicación de una Iglesia.

La predicación tiene autoridad. Viene con toda la autoridad de Dios detrás de ella. Cristo envía a sus predicadores a predicar. Jesús le dice a sus predicadores que “El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió”. (Lucas 10:16). El predicador es llamado embajador de Cristo, hablando sus propias palabras y predicando en su nombre. Cuando escuchas predicar a una persona que se transmite fielmente la Palabra, debes saber que es tan bueno como si Cristo mismo estuviera aquí hablando contigo. Esa es la autoridad que Dios le dio a su Iglesia y esta otorgó en el oficio pastoral. La predicación parte desde la autoridad de Dios y no desde la comodidad del hombre.

Es Dios quien determina qué decir y no la sociedad.

Es como si un mensajero leyera un decreto oficial. El rey envía a sus mensajeros para anunciar, declarar, proclamar un mensaje oficial a los ciudadanos: Estábamos en guerra y condenados a muerto. Pero ahora la guerra ha terminado. Se ha declarado la paz. Este anuncio es posible porque Jesucristo dio su vida en la cruz por cada uno de nosotros. Estás perdonado, has sido puesto en libertad. El anuncio por sí mismo en un pedazo de papel no liberó a un solo esclavo, no perdonó a un solo pecador. Para ser eficaz, tenía que estar respaldada por una acción. Hubo una victoria que se tuvo que lograr y pagar un gran costo, el derramamiento de sangre inocente.

Como esa costosa victoria fue ganada por medio de la Cruz y la tumba vacía, la Proclamación de la Libertad tiene un poder único, porque no solo lo anuncia, sino que otorga lo que dice. La predicación no son sólo palabras vacías. La predicación hace algo, libera a la gente, perdona sus pecados. No solo habla de fe, sino que también la otorga.

Es la acción de Dios que da su poder a la predicación. Dios actuó cuando envió a su Hijo para que nos librar de nuestra esclavitud. Tenia que lograr una gran victoria. Una victoria sobre el pecado, la muerte y el infierno. Esto es porque tu y yo nacimos en esclavitud, la esclavitud del pecado y no pudimos liberarnos por nosotros mismos. Sólo Dios podía hacer eso. Pero esa libertad, tuvo un gran costo que fue el derramamiento de la sangre del Cordero Santo de Dios, Jesucristo. Esta costosa victoria de Cristo es todo lo que necesitamos. Porque ha sido por todos tus pecados y por los pecados de todo el mundo. Esta victoria vence a la muerte, la derrota, la vacía de su poder.

Nos hace libres de la esclavitud de Satanás. Somos libres para servir a Dios, con una vida de justicia, por el poder del Espíritu. Esta es la libertad, la emancipación, que Cristo ha ganado con su muerte en la cruz y su resurrección de entre los muertos.

Esta victoria, esta libertad, esta emancipación, se nos entrega, de una manera eficaz a través de la predicación. Esto está sucediendo ahora mismo. Porque tu y yo necesitamos que este evangelio se nos predique constantemente, durante el tiempo que vivimos por fe y no por vista.

Cada vez que tus pecados te pesan, la predicación declara que estás perdonado por la sangre de Cristo. Cada vez que el demonio sopla en tu oído y te tienta a volver a caer en tus egoísmos, Cristo viene y te dice que eres un hijo de Dios por medio del bautismo, que eres libre, verdaderamente libre, para vivir como una nueva persona en Cristo, para vivir para Dios y servir a tu prójimo. Cada vez que la perspectiva de la muerte da escalofríos, el mensaje de Cristo está aquí y te dice que tienes la vida eterna, a causa de tu Señor Jesús y su victoria sobre la tumba.

La predicación es proclamación de la Ley y el Evangelio. No se trata sólo de información sobre Jesús, sobre el perdón o la salvación. Más bien, es el anuncio de nuestra situación de pecado ante Dios, es hablar con claridad de quienes somos, cómo obramos desde nuestro viejo hombre, de la imposibilidad de cumplir con las exigencias de la ley y la enemistad que esto produce ante Dios.

Se trata de las acusaciones y condenas que Dios lanza a los pecadores impenitentes. Pero también es proclamar a Jesús, su perdón, su salvación. De cómo Dios nos absuelve, perdona y justifica por medio de Cristo. Ambos van de la mano, porque predica la Ley sin anunciar el Evangelio sería caer solo en lo moral o ético de la vida de fe. Por el contrario, predicar solo el evangelio sería hablar de una religiosidad subjetiva que poco tiene que ver con las personas que se consideran buenas.

La predicación siempre es Cristo-céntrica. Pablo en su carta a los Corintios dice que “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1Corintios 2:2). Esta tipo de proclamación apunta siempre a la obra de Cristo y a como esa obra llega a nosotros. Por eso creemos necesario dar énfasis a la predicación de la Palabra y a la administración de los sacramentos. Porque allí Cristo viene a nosotros en el agua, en el pan y vino ofreciéndonos todo lo que ha logrado en la cruz por nosotros. Esta predicación es un gran proclamación de la liberación de Dios solo por medio de Cristo, declarando oficialmente tu libertad de la esclavitud, de los tus pecado y la muerte y del diablo.

La predicación es precisamente la proclamación, el poder, la proclamación eficaz de la buena nueva de Cristo. Es mucho más que las imitaciones baratas que parecen una predicación, cosas como la simple moralidad, la educación y el entretenimiento. Dios tiene algo mucho mejor para darte. Por lo tanto nosotros predicamos a Cristo crucificado, a través de este mensaje que parece tan débil y obsoleto a los ojos del mundo. Dios está haciendo algo muy sabio y poderoso de hecho, que es salvar a los pecadores como tu y como yo. La predicación te ofrece exactamente lo que promete: la libertad de la esclavitud del pecado, la culpa y la muerte, y te otorga la justicia, el perdón, la vida eterna y vida nueva. La misma libertad que el evangelio proclama se te da para que puedas vivir por fe. Ahora por lo tanto, la predicación de Cristo, te dice: “Yo te declaro que en Cristo eres Libre porque has sido perdonado de todos tus pecados. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

En Cristo. Pastor Gustavo Lavia.

sábado, 21 de enero de 2012

3º Domingo después de Epifanía.

“El tiempo se ha cumplido”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Jonás 3: 1-5, 10

Segunda Lección: 1 Coríntios 7: 29-31, (32-35)

El Evangelio: Marcos 1:14-20

Sermón

Introducción

Las tres lecturas de hoy, tienen dos aspectos comunes entre ellas: la llamada y el tiempo para responder a la misma. Dios llama a su pueblo al arrepentimiento y la conversión, pues busca su salvación y para ello no escatima medios enviando a sus Profetas y Apóstoles a proclamar Su mensaje. Toda la Biblia está llena de ejemplos de ello, y de cómo Dios, cual amoroso padre, busca atraernos hacia Él permanentemente. Pero esta llamada lleva consigo además otro mensaje: hay un tiempo para responder a Su voz, y el tiempo es un elemento de nuestra realidad implacable, pues no hay nada humanamente hablando, que pueda frenarlo o contrarrestarlo. Nuestra vida es limitada, y el arrepentimiento, la conversión y la vida de fe, deben suceder en el espacio que hay entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Dios es el Señor del tiempo, y anuncia a los hombres de todas las épocas que ahora es el momento, y que no hay nada más importante que hacer en esta vida que responder por medio de la fe a la llamada del Señor y seguirle.

La llamada incesante a la conversión

Algunas veces, estamos tan ensimismados con alguna tarea o pensamiento, que no escuchamos la voz de alguien que nos habla o llama, incluso aunque esté justo al lado nuestro. Y cuando tomamos conciencia de esta llamada, nos parece increíble que nuestros sentidos no hayan sido capaces de oír su voz. ¡Y estando tan cerca! Pero el Señor conoce de sobra nuestra naturaleza, como Creador nuestro, y sabe igualmente que a causa del pecado los oídos espirituales del hombre están cerrados a su voz, ensimismados con las cuestiones mundanas, ajenos a su amorosa llamada. Una llamada que Él ha llevado a cabo por medio de sus Profetas continuamente, con su poderosa Palabra, en la esperanza de que alguno oiga la: “voz que clama en el desierto” (Is 40:3). El Señor nos llama en voz alta y clara, sin pausa, a cada momento, tal como hizo con los habitantes de Nínive, los cuales habitaban una gran ciudad, con su gran comercio, sus grandes fiestas, y, cómo no, sus grandes pecados. Muchos debieron ser estos para que Dios decidiera su destrucción, y sólo por pura misericordia divina, la ciudad fue llamada al arrepentimiento y la conversión por medio del profeta Jonás. Y gracias a la insistencia de nuestro Dios y en contra de la voluntad del propio Jonás, escucharon la voz que los llamaba a evitar su destrucción en cuarenta días. : “Y los hombres de Nínive creyeron a Dios, y proclamaron ayuno, y se vistieron de cilicio desde el mayor hasta el menor de ellos” (Jon. 3: 5). Nínive escuchó la voz de Dios, cambiaron su mente y corazón y evitaron su destrucción. Nuestra sociedad y nuestras ciudades, son un reflejo de aquella Nínive, y solo tenemos que mirar alrededor o ver las noticias en los medios de comunicación, para darnos cuenta de cuán ensimismados estamos en nuestros asuntos terrenales y cuán lejos de entender que, lejos de la voluntad de nuestro Creador, la perdición humana es segura. No importa lo ajenos que estemos a la Ley divina, pues a su tiempo, ella se cumplirá inexorablemente: “Pero más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la Ley” (Lc 16: 17). Por ello Dios nos llama a la conversión, y a combatir el pecado en nuestra vida, pues sólo así podremos ser contados en su Reino. Una llamada llevada a cabo por pura gracia, aun cuando en lo profundo de nosotros, cerramos nuestros oídos y la ignoramos. Y aún así, ésta llamada eterna continúa siendo proclamada por aquél que es el Verbo, y el cual nos llama a cada uno de nosotros a escuchar y abrir nuestros corazones a Él: “si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él” (Ap. 3: 20). Pero esta llamada, en cada ser humano, tiene un tiempo limitado de respuesta, el cual es la propia vida, y de ahí la importancia de que cada ser humano tenga la oportunidad de escucharla, pues ahora: “el tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el Evangelio” (Mc. 1: 15).

La llamada al seguimiento

Jesús anuncia el cumplimiento del tiempo, pero ¿de qué tiempo exactamente? Hasta su llegada, Israel había escuchado el anuncio de salvación de parte de Dios, proclamado por los Profetas: “He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a la luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré caminos en el desierto y ríos en la soledad” (Is. 43: 19). Y este camino y este río se materializaron en la figura de Cristo, el cual dando inicio a su ministerio público, salió a los caminos a proclamar que el Reino estaba cerca, pues Él, el Mesías anunciado y prometido ya estaba entre nosotros. Y con Él se inicia un nuevo pacto entre Dios y los hombres, por medio del sacrificio de Jesús en la cruz: “Así que, por eso (Jesús) es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (Heb 9: 15). Este es el sacrificio definitivo que libera de la condenación del pecado y de la muerte, y de nuevo, para poder apropiarnos de tales beneficios necesitamos una sola cosa: fe. Esta fe es la fe que mueve al seguimiento, a abandonar nuestra vida pasada en pos de la nueva vida en Cristo. Es la misma fe que movió a los Apóstoles a dejar sus redes y barcas y seguirlo a Él: “Venid en pos de mí, y hare que seáis pescadores de hombres” (Mc. 1: 17). El Ser humano es un ser resistente al cambio, ¡y qué fácilmente se acomoda a una forma de vida! Luego ¡es tan difícil cambiarla! Y sin embargo los creyentes somos llamados a un cambio radical; en primer lugar a renovar nuestra mente y nuestro corazón: “y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4: 23-24). En segundo lugar somos llamados a ir en pos de Cristo, a seguirle por los senderos oscuros donde habita el pecado y la desesperanza, pues es allí precisamente donde se necesita escuchar la Buena Noticia del perdón y el amor de Dios, y donde hay que echar las redes. Estas son las aguas profundas y difíciles (Lc. 5:4), mar adentro, donde viven aquellos que nunca han visto la luz de Cristo. Allí es donde Él nos guía, para ser pescadores y llenar la red de Su Reino eterno. ¿Seguimos a Jesús cada día en este empeño?, ¿echamos las redes en estas aguas de la incredulidad, tan lejanas de la seguridad y la compañía de otros creyentes? Tenemos un mar enorme ante nosotros, y Jesús nos llama a seguirle. ¡Subamos pues a Su barca!, ¡Este es el tiempo!

La llamada a poner nuestra mente en el Reino

Por último, Dios nos llama a enfocar nuestra mente espiritual en una realidad evidente: “la apariencia de este mundo se pasa” (1 Cor. 7: 31). Alguna tribulación grave se cernía sobre los creyentes Corintios, y una necesidad apremiante (v26) la cual llevó al Apóstol Pablo a aconsejarles renunciar a las cuestiones mundanas, incluidas el inicio de relaciones sentimentales. El fin podía ser inminente, y ellos debían (y nosotros debemos) entender, que nuestra aspiración debe ser ampliar nuestra visión y ver más allá de esta realidad, y con ello, poner nuestra vida al servicio del Señor y la esperanza del Reino. Pablo enseña que, por encima de los compromisos personales, los cuales no son negativos en sí mismos (Gn 2:18), y todo lo que atañe a la vida terrenal, debe prevalecer siempre la entrega absoluta a Cristo: “Esto lo digo para vuestro provecho; no para tenderos lazo, sino para lo honesto y decente, y para que sin impedimento os acerquéis al Señor” (v35). Toda nuestra vida debe girar en torno a un eje común: acercarnos a Cristo, entregarle nuestra vida, sin impedimentos, sin amar a nada ni nadie más que a Él: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí, el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt. 10: 36). El mundo y sus preocupaciones no deben impedirnos tener cuidado “de las cosas del Señor” (v32), y olvidar que ahora somos ciudadanos del Reino celestial, y que nuestra verdadera vida aspira no “a las cosas del mundo” (v33), sino a las de Dios en Cristo Jesús. Y de nuevo, una llamada a prestar atención al tiempo: “Pero esto digo, hermanos: que el tiempo es corto” (v29), pues como ya se ha dicho, nuestro paso terrenal tiene un final y no sabemos el momento en que seremos llamados a la presencia divina. De ahí que la Palabra aliente a los creyentes a administrar sabiamente su tiempo vital, a escuchar Su voz y a ser “santos así en cuerpo como en espíritu” (v34).

CONCLUSIÓN

La llamada es una constante en la relación de Dios con los hombres, pues Él siempre ha intentado atraernos hacia sí mismo y restaurar nuestra relación, rota por el pecado. Una misma llamada que tiene distintas voces, y en diferentes contextos, como vemos en las lecturas de hoy. Ellas aportan un valioso mensaje y riqueza para nuestra vida de fe, y nos sirven para tomar conciencia además de la realidad de la limitación temporal de la vida humana. La salvación y el trabajo por el Reino se desarrollan aquí, en la Tierra, y es aquí donde libramos las batallas espirituales que abren el terreno hacia la eternidad. No se trata de vivir angustiados con el concepto del tiempo, pero sí de tener presente esta realidad y usarla no como una amenaza, sino como un estímulo para no detenernos ni caer en la dejadez respecto a las “cosas del Señor”. ¿Qué cosa hay más importante que su llamada?, o ¿qué será más duradero que su Reino? Visto así debemos reorientar nuestra vida, ayudando a otros al conocimiento de Cristo, siendo testigos y siervos al servicio del Evangelio. Pero también refinando nuestra propia vida espiritual, por medio de la oración, la Palabra y los Sacramentos. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se ha acercado”, ¡Vayamos pues en pos del Señor! Que así sea, Amén.

J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 15 de enero de 2012

2º Domingo de Epifanía.

“El Padre y el Espíritu Santo Testifican del Hijo”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

El Evangelio:

Sermón basado en mateo 3:13-17

Introducción. Nos encontramos en el tiempo de la Epifanía, y para esta temporada se ha escogido este texto.

Epifanía significa manifestación y se refiere a la triple manifestación de Jesús como Salvador del mundo, a saber: pri­mero, a los gentiles, los magos del Oriente conducidos a Jesús por la estrella maravillosa, como precursores de todos aquellos paganos que en el correr del tiempo vendrían a Jesús; segundo, la manifestación a su pueblo, que relata nuestro texto, en el que el Padre y el Espíritu Santo testifican de Jesús; y tercero, la manifestación de Jesús a sus discípulos mediante su primer mi­lagro, en las bodas de Cana.

Jesús seguirá manifestándose hasta el fin del mundo me­diante la predicación del Evangelio y la administración de los Santos Sacramentos. El precursor del ministerio de la Palabra, en el Nuevo Testamento, era Juan el Bautista, que predicaba y bautizaba en el desierto de Judea. Para que nadie creyera que el ministerio de la Palabra era invención humana, Dios mismo ratificó la predicación de Juan por la voz procedente del cielo y confirmó el bautismo por la aparición del Espíritu Santo en forma de paloma, demostrando así que todos los bautizados reciben el Espíritu Santo para su salvación. A este testimonio se refiere Jesús ante los judíos incrédulos cuando les dice: “El testimonio que yo tengo, mayor es que el de Juan... el Padre también que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí” (Juan 5:36-37).

Nuestros cultos tampoco se celebran por iniciativa humana, sino por el mandato de Cristo que ordena predicar su Palabra a todas las naciones. Cristo confirma nuestra predicación cuando declara: “El que a vosotros oye, a mi me oye” (Lucas 10:16). Tengamos en cuenta, pues, que el sermón es el testimonio de Dios mismo, de su Hijo, para que en Él tengamos vida eterna. Que para este fin Dios bendiga también su Palabra en tanto que consideramos en este momento el siguiente tema: El Padre y el Espíritu Santo Testifican del Hijo.

La Ocasión en que fue Dado Este Testimonio. Jesús se presenta en el lugar donde Juan estaba bautizando. (13-15.)

Desde su nacimiento y desde su adoración por los pastores, representantes de su propio pueblo,
y los magos, representantes de los gentiles que vendrían al Cristo, según la profecía de Isaías (capítulo 60), no sabemos nada de Jesús hasta los doce años, cuando dice en el Templo que Él debe estar ocupado en las cosas de su Padre celestial. Con estas palabras declara públicamente ser el Hijo de Dios. Después de este destello de su gloria, nuevamente desaparece en la obscuridad y las puertas de la carpintería de Nazaret se cierran tras Él. Podemos imaginárnoslo trabajando como carpintero, dando buen trabajo a precio justo. Santifica así el trabajo manual y demuestra que ese trabajo no es humillante, sino que en todo servicio honrado podemos servir a Dios, haciendo el trabajo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres, sabiendo que el bien que cada uno hiciere, esto recibirá del Señor, sea siervo o sea libre. (Efesios 6:8.) Pero así como una corriente pequeña, que desaparece ante nuestra vista por entre las rocas y en la obscuridad de la selva para reaparecer como torrente impetuoso en su curso inferior, con potencia para accionar turbinas, asimismo Cristo vuelve a presentarse, después de dieciocho años de retiro voluntario, a la edad de treinta años y en la plenitud de su personalidad, para cumplir con su misión. Para ello guarda las herramientas y cierra la puerta de la carpintería y se encamina hacia el desierto de Judea, donde Juan el Bautista anuncia la proximidad del reino de Dios, predicando el arrepentimiento y bautizando para el perdón de los pecados.

Juan topa las mismas dificultades que topa cualquier otro predicador. Se presentan hombres que consideran el bautismo una mera costumbre y en vez de servir con sus costumbres a Dios, hacen de su servicio a Dios una costumbre. Son ellos los representantes de todos aquellos que también hoy en día tienen a la religión por una costumbre a la que se adaptan según las circunstancias. Se hacen bautizar como de cierta iglesia cuando están entre los de esa iglesia, y como evangélicos cuando están entre los evangélicos. A los tales, Juan amenaza con el fuego del infierno. (Mateo 3:7-12) Por no arrepentirse de sus pecados, se fueron sin el bautismo, como dice la Biblia: “Los fariseos empero y los doctores de la ley, desecharon contra sí mismos el consejo de Dios, no habiendo sido bautizados por Juan” (Lucas 7:30). También se presenta el caso contrario, cuando Juan siente su propia insuficiencia ante una responsabilidad tan grande, como es el santo ministerio de la Palabra. Esto sucede cuando Jesús se pone en la misma fila con los pecadores para ser bautizado y Juan reconoce su inferioridad. Trata de disuadir a Jesús de hacerse bautizar por él, creyendo más bien en la necesidad de ser él bautizado por Jesús.

Jesús empero insiste en ser bautizado por Juan, honrando así el ministerio, y enseñando por su ejemplo que la eficacia del ministerio no depende del oficiante, sino de la institución divina.

Aunque veamos en el pastor debilidades, que de seguro tiene, porque es pecador, no por ello debemos tener en poco el oficio de la Palabra sino que debemos creer que lo que el pastor trata con nosotros en nombre de Cristo, es tan válido y cierto, también en el cielo, como si nuestro Señor Jesucristo mismo tratase con nosotros.

El bautismo de Jesús es parte de su oficio. Jesús no necesitaba el bautismo para su persona. Pero igualmente estaba ansioso de bautizarse porque quería someterse a toda institución de Dios para salvación del mundo, y para dar testimonio de la necesidad del bautismo para la salvación.

Además, el bautismo de Jesús simboliza su muerte y resurrección. Es el pecador el que debe ser hundido en las olas del juicio final por sus pecados. Pero es Cristo el que toma su lugar ante Dios y cambia el juicio en perdón, pues como Él resucitó de entre los muertos y vive y reina en la eternidad, así también el pecador, por los méritos de Cristo, vivirá en eterna justicia y bienaventuranza. Así el bautismo no sólo debe ser aplicado a Jesús, sino que también halla su cumplimiento en la obra de Jesús.

Reconociendo que el bautismo formaba parte de la obra de Cristo, Juan, al día siguiente de haberle bautizado, anuncia a Jesús como Salvador, diciendo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Ya que Jesús no necesitaba el bautismo para su propia persona, tampoco necesitaba confesar pecados ni ser amonestado al arrepentimiento. Dios mismo pronunció el sermón bautismal y elevó a su Hijo a la compañía de la Santísima Trinidad, y expresó su complacencia en la obra de su Hijo.

El Significado de Este Testimonio. Dios manifiesta su complacencia en su Hijo. Ante Dios no existe lo pasado ni lo futuro, sino que todo es eternamente presente. Por esta razón ve la obra de su Hijo como ya finalizada y manifiesta su complacencia en Él. La voz del cielo es el “amén” al “consumado es” que se escuchará desde la cruz.

El Evangelio nos relata cómo Jesús cumplió este testimonio. Se manifestó como el Hijo de Dios con palabras y obras. Su primera palabra que habló en público, en el Templo a los doce años, fue una declaración de que Dios era su Padre; y su última palabra en la cruz, consistió en encomendar su alma al Padre. Entre estas dos palabras se desarrolla todo el plan de la salvación, para cuya realización había sido enviado. Para comprender la necesidad de la muerte propiciatoria debemos acordarnos del “Santo, Santo, Santo”, que entonan los ángeles ante el trono de Dios y que cantamos nosotros todas las veces que celebramos la Santa Cena. Aunque los hombres nieguen sus pecados, no se atreven a declararse santos. Los más empedernidos sostenedores de su propia bondad admiten, acusados por su conciencia: “Es cierto, no soy santo.”

Pero con ello admiten su condenación, porque Dios quiere que sean santos, cuando les dice: “Santos seréis, porque santo soy yo, Jehová, vuestro Dios” (Levítico 19:2). Así como el fuego y el agua no pueden ser unidos porque son dos elementos incompatibles entre sí, asimismo no pueden ser unidos el hombre pecador y el Dios santo porque son dos seres incompatibles; el hombre pecador no puede quedar en compañía del Dios santo. Por esto los hombres, después de haber caído en el pecado, fueron echados del paraíso, de la presencia de Dios, y el cielo les quedó cerrado. Si la Palabra de Dios es cierta (y sabemos que lo es) y si las amenazas de la Ley de Dios no son palabras vacías (y sabemos que no lo son), entonces es seguro que de todos los hombres que nacieron ninguno se habría salvado si no hubiera prestado satisfacción a Dios por sí mismo.

Es aquí donde interviene Cristo, pues “Él llevó sobre sí nuestros pecados y fue traspasado por nuestras transgresiones, el castigo nuestro cayó sobre Él y por sus llagas nosotros sanamos” (Isaías 53). Reconciliados con Dios por los méritos de Cristo, Dios ya no mira nuestros pecados sino que nos mira tal como somos en Cristo. Y como tiene complacencia en su Hijo, también tiene complacencia en los que están en Cristo. Si nos sobreviene algún sufrimiento, no es el castigo de un Dios iracundo, sino la reprensión de un padre amoroso que procura nuestro propio bien, como lo explica San Pablo: “Castigados somos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:32).Testimonio para nuestro bautismo. A causa de su obra, Jesús pudo ordenar la predicación de su Evangelio como la palabra de la reconciliación e instituir los Santos Sacramentos como medios de gracia, por los cuales ofrece, da, y asegura a los creyentes el perdón de los pecados, paz para con Dios y el poder de llevar una vida cristiana.

Así como en el bautismo de Jesús el Espíritu Santo se manifestó en forma de paloma para testificar ante Juan y el pueblo que Cristo es el Hijo de Dios, asimismo nosotros hemos recibido en nuestro bautismo el Espíritu Santo para nuestra salvación como el don más precioso.

Este hecho debe manifestarse en nuestra vida diaria. La paloma es símbolo de paz y mansedumbre. Con nuestra amabilidad en el trato con el prójimo, por nuestra mansedumbre, por nuestra sinceridad debemos mostrar que tenemos el Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo es también Espíritu de poder, pues en otra oportunidad vino con ímpetu, cual viento fuerte, sobre los apóstoles, los fortaleció para llevar adelante la causa de Cristo, sin temor aun a la misma muerte. En el bautismo de Jesús se abrió el cielo sobre Él. Los discípulos sabían que también a ellos les sería abierto el cielo, una vez cumplida su misión en este mundo. El Espíritu Santo ha de fortalecernos para que llevemos adelante la causa del Señor en este tiempo de Epifanía, pues también para nosotros está abierto el cielo por los méritos de Cristo, abierto para nuestras oraciones, que se elevan allí, abierto para todas las bendiciones que bajan desde allí, pero también abierto para recibirnos en la hora de nuestra muerte.

Previendo la oposición del mundo impío, el Padre y el Espíritu Santo testifican del Hijo para fortalecer a Juan en su difícil ministerio. Que el poder divino nos acompañe también a nosotros en nuestra obra de evangelización, para nuestra salvación y la salvación de aquellos que nos oyen, y para la gloria del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Pastor Jacobo Felahuer

domingo, 8 de enero de 2012

El Bautismo de Nuestro Señor

“Bautizados en la muerte de cristo”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Genésis 1:1-5

Segunda Lección: Romanos 6:1-11

El Evangelio: Marcos 1:4-11

Sermón

Introducción

El nacimiento y la muerte son hechos que reflejan dos realidades distintas. En el primero, se da inicio a la existencia mientras que en el segundo la misma llega a su fin. Además se dan en esta precisa secuencia: primero se nace y luego se muere. Hasta aquí no hemos dicho nada que cualquier persona cabal no sepa. Sin embargo, ¿es posible que estos dos momentos trascendentales en la vida de un ser humano coincidan en el tiempo?, y ¿sería posible invertir la secuencia de su desarrollo?, es decir, ¿podemos primero morir para nacer luego?. Parece que estamos hablando ahora un lenguaje extraño, cuasi ilógico. Nada más y nada menos que mezclar nacimiento y muerte y alterar el orden de dos hechos que son completamente antagónicos y hasta contradictorios. Y sin embargo todo ello ocurre espiritualmente de esta ilógica manera en el momento en que un ser humano es bautizado: morimos al pecado para nacer a la vida eterna.

Y ello es posible porque Cristo, Nuestro Señor, inició su vida pública y nuestro camino de salvación precisamente con este acto: el bautismo.

El que no tenía pecado se hizo pecado por nosotros

Todos hemos escuchado hablar de un término familiar para los cristianos: el pecado original. Con esta expresión, nos referimos a esa tara espiritual que los seres humanos, precisamente por el hecho de ser humanos y carnales, transmitimos a nuestra descendencia generación tras generación desde la caída de nuestros primeros padres. Una tara que nos separa de nuestro Creador y que, haciendo nuestra la queja del Apóstol Pablo, nos lleva a exclamar “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago..miserable de mí, quién me librará de este cuerpo de muerte” (Rom. 7:19,24). El pecado de Adán y Eva, es decir, la rebelión y el rechazo a la voluntad de Dios y con ello, nuestro deseo de vivir la vida sin seguir la amorosa senda que el Creador nos mostró para nuestro bien, laten aún hoy con fuerza en cada ser humano que nace a este mundo. Es nuestra naturaleza, y lo que es peor, no podemos hacer nada por nosotros mismos para eliminar esta realidad en nuestras vidas. El pecado y la carne llegan a este mundo de la mano. Sin embargo este círculo vicioso y terrible se rompió una vez, con la llegada al mundo de Cristo, nacido de una Virgen por obra del Espíritu Santo, y libre de la mancha del pecado por obra de Dios. Pues sólo uno verdaderamente Justo y libre de culpa, podía ser un sacrificio aceptable para nuestra redención: “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (Heb. 7:26). Y Jesús vino al mundo precisamente para ser él mismo, ése sacrificio que nos libera y abre las puertas de la vida eterna reconciliándonos con el Padre.

Sin embargo pronto llegamos a una aparente contradicción en el Evangelio de hoy, pues si el Bautismo regenera y salva de la condenación que trae consigo el pecado original (Tito 3:5), ¿cómo es que vemos a Cristo siendo bautizado por Juan en el Jordán?, ¿acaso Cristo necesitaba ser redimido también de las consecuencias del pecado?. Ciertamente podemos estar seguros de que Jesús, no habiendo sido concebido de hombre sino de manera sobrenatural, no estaba en absoluto contaminado por el pecado. Y aún así, y para hacerse uno con nosotros, asumió la condición de un pecador ante Dios, no a causa de sus propios pecados sino precisamente de los nuestros. Cristo cargó con la culpa de los pecados de toda la humanidad, y por ello cumple en su bautismo con la voluntad del Padre y con su Justicia: “Pero Jesús respondió: deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia” (Mat.3:15). Con este acto bautismal, Cristo recibe el lavamiento para nuestra regeneración, la cual será completada en la Cruz, y con este acto, se hace solidario con nosotros y por nosotros. Su bautismo es pues la primera muestra de amor de Dios en Cristo hacia la humanidad caída, el primer sacrificio que Él ofrece por nosotros en su vida terrenal. Por ello, vivir la fe cristiana es vivir en la certeza de que nuestros bautismos están conectados también con aquel bautismo llevado a cabo por Juan en la figura de Jesús. Nuestro bautismo recibe su eficacia precisamente de ése bautismo definitivo que nos narra el Evangelio de hoy.

Morir con Cristo para nacer en Cristo

Ya hemos hablado en la introducción de la paradoja que resulta al hablar de muerte y nacimiento en este orden. Sin embargo, este esquema es el que necesitamos para comprender cómo en el bautismo se produce nuestra primera muerte, aquella que está relacionada con el pecado: “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?. ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?. Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo” (Rom.6: 2-4). Esta muerte es necesaria para que la consecuencia del pecado, que es nuestra separación de Dios, quede ahogada en las aguas bautismales, y de allí se levante un hombre nuevo vivificado en Cristo y que recibe el beneficio de la justificación lograda por Él en la cruz: la vida eterna por medio de la fe. Ello es posible por la íntima conexión entre el bautismo de Jesús y su muerte en la Cruz, hasta tal punto que Cristo llama a su muerte una forma de bautismo : “De un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y cómo me angustio hasta que se cumpla” (Luc 12:50). Todo este lenguaje de muerte, resurrección y nuevo nacimiento quedaba en los primeros tiempos del cristianismo, muy bien ejemplificado visualmente en el bautismo por inmersión. Allí el catecúmeno era sumergido completamente en el agua, para salir de ella a semejanza de una tumba. Pero aunque esta práctica no es la habitual actualmente a la hora de administrar el sacramento, los efectos prácticos para la vida del creyente son los mismos: morimos al pecado y somos sepultados con Cristo, para que nuestro viejo ser muera y un nuevo hombre renazca: “A fín de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Rom 6: 4). Por tanto, la aparente incongruencia entre morir primero y nacer después, queda aquí resuelta y aclarada.

Viviendo nuestro bautismo para vida eterna

El agua es fuente de vida, y uno de los elementos más puros que existen en la naturaleza. No es casualidad que Dios la escogiera como signo visible, para un acto tan trascendental en la vida espiritual del hombre como es el bautismo. Desde los inicios de la Creación, el agua ha tenido una consideración especial como leemos en el libro del Génesis, en una prefiguración temprana del propio bautismo: “Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gen. 1:2). Y es este mismo Espíritu el que se hace presente en el Jordán sobre Jesús, donde es declarado “Hijo amado” (v.11), y en quien Dios afirma que tiene complacencia. Cristo con su bautismo, ha cumplido la voluntad del Padre, asumiendo sobre sí la tarea de redención de la humanidad, y dando con ello inicio a nuestra propia redención. ¿Qué debe por tanto significar para nosotros nuestro bautismo a la luz de estos hechos?, ¿y cómo puedo hacerlo algo actual, eficaz y presente en mi vida?. En primer lugar debemos recordar que la eficacia del bautismo es permanente, es decir, su alcance abarca toda nuestra vida, pues: “todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gal. 3:27). Y revestidos de Cristo, ahora nuestra vida mira el futuro eterno con esperanza y la seguridad de que por medio de la fe tenemos una nueva identidad, una nueva personalidad que nos identifica como “Hijos amados” de Dios. Ahora somos incorporados al cuerpo místico de Cristo, junto a todos los creyentes en “un cuerpo, y un Espíritu..un Señor, una fe, un bautismo” (Ef. 4: 4-5). Ya no somos más extraños para Dios, sino miembros de Su Iglesia Universal, de aquellos que han puesto su fe en que muriendo con Cristo: “creemos que también viviremos con él” (Rom. 6:8). Y cada día, al despertar, podemos vivir confiados en estas certezas que hacen que cada nueva jornada, el bautismo por el que fuimos recibidos por Dios como hijos suyos, vuelva a vivificarnos, a garantizar el pacto que existe entre Dios y nosotros por medio de la fe en Cristo. Hemos sido sellados como miembros de la familia celestial, y la mejor garantía de ello es la propia Palabra de Dios, la cual nos asegura que: “ahora que habéis sido liberados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fín, la vida eterna” (Rom. 6: 22).¡Regocijémonos pues por ello y tengamos presente la gracia de Dios derramada en nosotros por medio del Agua y del Espíritu!.

CONCLUSIÓN

Cristo dio inicio a su vida pública en la tierra asumiendo por nosotros la condición de un pecador.

Y para cumplir con la voluntad del Padre, fue bautizado aún cuando no había pecado en Él.

Gracias a ello y a su posterior “bautismo” de sangre en la Cruz, Jesús ganó para nosotros salvación y vida eterna. Y por ello los seres humanos reciben la gracia de Dios que es por medio de la fe en Cristo. Una fe que se nos otorga de manera eficaz también en el sacramento del bautismo. Y todos los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, hemos sido revestidos de Cristo. Para que también nosotros podamos ser proclamados como Hijos Amados del Padre (v.11), y recibamos la acción vivificante del Espíritu Santo.

Recordemos esto, y la nueva vida que hay en nosotros, cada día, en la certeza de que Dios mantiene intacto su pacto de salvación con nosotros, sellado por medio del Agua y del Espíritu, por encima de nuestros pecados y transgresiones. Todo ello por pura misericordia divina y sin mérito alguno por nuestra parte. Sólo por fe, sólo por gracia, sólo por Cristo. Que así sea, Amén.
J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

sábado, 31 de diciembre de 2011

Día de Año Nuevo.

“Seguridad de la Gracia de Dios para todo el Año 2012”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Números 6:22-27

La Epístola: Gálatas 3:23-29

El Evangelio: Mateo Lucas 2:21

Sermón

Introducción:

Permítanme compartir con vosotros un pequeño escrito de un comic llamado Mafalda (Escrito por Quino), que reflexiona sobre los deseos para el año nuevo.

Os deseo a todos un años de PAZ en el mundo…. Mmmm eso no va a andar….

Bueno… un año de PROSPERIDAD para todos!!!!...... Mmmmm eso tampoco va a andar.

Está bien… un año lleno de AMOR!!!!!!!!..... Ni locos, no va a andar…. ¿????????

Ya sé, les deseo un año de JUSTICIA Y EQUIDAD!!!! …… Me parece que tampoco….

Ahora si…. Les deseo un año de EXITOS PROFESIONALES y RECOMPENZAS POR SUS ESFUERZOS!!!!...... y cuando se vio que se recompense a alguien por sus esfuerzos????

Bueno, Les deseo un año en el que se CUMPLAN TODOS SUS DESEOS….. Pero a la mayoría pocas veces se nos cumplen los deseos!!!!

Pensando en los deseo que expresamos y recibimos en estas fechas, la pregunta que me surgió es ¿Qué cosas realmente podemos esperar para este 2012?

Expectativas para el año nuevo: En nuestro balance aparecerán muchas cosas negativas que debemos cambiar o que no queremos que se repitan, cosas que nos recuerdan nuestra humanidad. Sabemos que en nosotros no todo es bueno y digno de alabanza. Dios utiliza su Ley en nuestras conciencias para que sepamos lo que hay que hacer, para que sepamos de nuestros pecados. A la Ley no le importa quienes somos, qué hacemos o qué queremos ser. En el versículo 23 de la lectura a los Gálatas vemos que la Ley produce cautividad. Podemos hacernos la imagen de que la ley es como una celda. No importa como te llames, la edad que tengas, tu condición social, si eres hombre o mujer. No importa si has intentado hacer el bien o nunca has tratado de contener tus instintos básicos. No importa si has brindado tu ayuda o has ignorado la necesidad de los demás. Si estas bajo la Ley, estas encerrado en la celda de la Ley y no puedes salir por tus propios medios. No hay escapatoria, no hay salida. A la celda no le importa que haces o quien eres, a la Ley tampoco.

En el versículo 24 podemos ver otra imagen de lo que es la Ley. Se nos dice que ella es un “ayo”, era la persona encargada de cuidar y acompañar a los hijos del amo. En griego la palabra designa a al esclavo que acompañaba al hijo de su amo a la escuela, su trabajo era que llegara a tiempo al destino. El esclavo se aseguraba que el niño no se distraiga o se pierda en el camino. Aquí vemos que el tutor tenía órdenes estrictas de su amo y ni siquiera su pequeño hijo podía modificarlas.

Así mismo la Ley recibe su autoridad y poder de Dios y no de nosotros. Nos engañamos al creer que podemos cambiar la Ley y ajustarla a nuestros deseos.

Así que la Ley es como una prisión o como un tutor que nos conduce. No importa quién eres, qué haces o lo que en el 2012 pretendes cambiar. Ante la Ley solo eres un prisionero, al que se le dice qué hacer y qué no hacer. Pero ella no se detiene allí. Ella te promete la vida eterna y salvación pero a costa de un cumplimiento perfecto de los mandamientos, pero en caso de incumplir un solo punto, lo que espera es la muerte y condenación. No importa si eres esclavo o libre, hombre o mujer, judío o griego. Desobedece aunque sea el más pequeño de los mandamientos y te harás culpable de toda la ley.

Esto nos pone en un conflicto, porque es bueno hacer las cosas bien y esforzarse por conseguir nuevos objetivos. Es bueno dedicarle tiempo de calidad a nuestro matrimonio, a nuestros hijos, ya que así tendremos un vínculo más fuerte y estable con ellos. Mejorar nuestras relaciones nos ayudará a tener un marco de contención más solido y estable. Si dedicamos cuidado a nuestra salud, sin duda seremos más saludables.

Está bien intentar cambiar algunas cosas, tener metas y planes para este año. Esto puede incluir la visita a lugares determinados, hacer cosas específicas, cambios en la casa o del coche. También podemos pensar en las cosas que no queremos hacer o los lugares que no queremos visitar. Por ejemplo no creo que deseemos estar internados en un hospital, en la cárcel o involucrados en un accidente de coches. Tampoco nos gustaría que nuestras relaciones familiares se vuelvan una ruina. Sabemos que nada está garantizado, que a menudo suceden accidentes, enfermedades inesperadas, desastres naturales que escapan a nuestro control.

Certeza para el año 2012. Creo que como cristianos, para el año 2012, necesitamos recordar que espiritualmente no dependemos del cumplimiento de las promesas de cambios. La Ley de Dios es Santa y buena, pero trata muy mal a los pecadores. Ella estrictamente dicta quien ha cumplido a la perfección y quien no lo ha hecho. No debemos vivir el 2012 bajo la Ley, porque ella mata.

Para que el año 2012 sea un gran año tenemos que vivir bajo la Gracia de Dios.

¿Qué es vivir bajo la gracia? Dios nos llama a vivir más allá del cumplimiento o no de las promesas que hicimos. Para nosotros lo que es de suma importancia está revelado en la lectura del Evangelio de hoy. A los 8 días de haber nacido, el Hijo de Dios fue llamado Jesús y fue circuncidado. Por lo tanto en este año también dejaremos de lado nuestras obras y celebraremos la obra de Dios.

La circuncisión y poner un nombre a los niños, van de la mano. La ley decía que el niño debía de ser circuncidado al octavo día. Este ritual indicaba que formaba parte del pueblo de Dios. Si los padres no lo hacían, el niño quedaba fuera del pacto y del pueblo escogido. Lo cual implicaba que no era reconocido por el pueblo ni por Dios mismo. Si el niño no estaba circuncidado, no tenía nombre, era un don nadie, estaba perdido a los ojos de Dios. Pero cuando era circuncidado, pasaba a ser alguien, se le otorgaba un nombre, pasaba a ser amado y heredero de Dios.

Jesús es llevado al templo para cumplir con esa Ley. Él no lo hace por su propio bien, ya que es el Hijo amado de Dios. Él es el unigénito del Padre, Dios desde la eternidad, verdadero Dios y ahora verdadero hombre. Entonces ¿Porqué cumple con este rito? Por la misma razón que nació en un establo. Él lo hace porque la Ley lo exigía y Jesús vino a cumplir la Ley en su totalidad. Vino a someterse a la Ley y cumplir con cada uno de sus preceptos. Pero hay otra razón que complementa esto. Tú eres esa otra razón. Jesús guarda la ley para morir en tu lugar, para derramar su sangre como paga por tus pecados. Él cumple con la Ley porque en la cruz toma tu lugar y carga con tus pecados. Allí se produce un gran intercambio, que tiene que ser EL motivo de alegría en este 2012. En la cruz Jesús carga con nuestros pecados y paga con su vida por ellos, pero a la vez nos transfiere su santidad. Esto implica que por medio de Jesús tenemos acceso al Padre junto con todas sus promesas. A los ocho días de haber nacido, Jesús comienza a derramar su sangre para perdonarnos todos nuestros pecados.

La circuncisión física ya no es un requisito de Dios para ser parte del pueblo de Dios. En Colosenses 2:11 y siguientes se nos habla de la nueva circuncisión que Dios ha establecido, que es el Santo Bautismo. Fuera del perdón logrado por Cristo somos un don nadie, seguimos estando en un mundo de oscuridad, tinieblas y muerte espiritual. Sin embargo en el Bautismo ocurre un milagro que escapa a nuestros ojos. Allí Dios te incorpora a su familia poniéndote un nombre bajo la autoridad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, incorpora tu nombre al libro de la vida. Lo hace porque allí te recubre de Cristo. A partir de allí Cristo es tu justicia, Cristo vive tu vida en perfecta obediencia a la Ley. A partir de allí Dios solo ve en ti a Cristo. Ya no ve tus pecados, solo su muerte en la Cruz. También ve en ti la resurrección de Jesús, por lo cual cuando te mira ve a una persona que está muerta al pecado pero viva en Cristo Jesús. La vida eterna es tuya porque en ti ve a Cristo.

La Ley nos dice que no importa quienes seamos, de dónde procedamos o qué hagamos, porque bajo su dominio estamos muertos y esclavizados. A partir de nuestro bautismo, el Evangelio de Dios nos dice que no importa quien eres, solo que Jesús murió por ti y que por su sangre derramada en la cruz no estas excluido de la gracia. Esto te hace parte de la familia de Dios y Él cuida de ti como un padre amoroso cuida de su hijo. Dios te conoce por tu nombre, ya que ese nombre te fue otorgado en tu Bautismo. Es por esto que durante el 2012 puedes vivir seguro bajo el amparo de tu buen Dios, porque te ha dado su gracia y lo seguirá haciendo.

En resumen. Ponte metas para este nuevo año, intenta cumplirlas. Pero que la mayor de tus metas sea vivir y disfrutar bajo la gracia de Dios. Oír la predicación de su Palabra y participar de la Santa Cena te ayudará a esto. Su cuerpo y sangre dado y derramado por ti, te mantendrán en esa gracia. Jesús murió y resucitó por ti para que así sea. Para que vivas como alguien que ha sido liberado del pecado y sirvas a Dios con todo tu ser, como mejor puedas. Vivimos guiados por la Ley de Dios, pero no por medio de ella sino por su Gracia.

Sean cuales sean tus objetivos para este 2012, sean cuales sean tus intenciones y todo lo que suceda en los siguientes doce meses, puedes estar confiado que tu vida y tu salvación están seguras en Cristo. Ese niño que fue circuncidado al octavo día, te ha hecho hijo de Dios y te ha perdonado todos tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Pastor Gustavo Lavia