sábado, 22 de diciembre de 2012

4º Domingo de Adviento.


 

”Un corazón que canta las maravillas de nuestro Dios”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

 

Primera Lección: Miqueas 5:2-5a

Segunda Lección: Hebreos 10:5-10

El Evangelio: Lucas 1:39-45 (46-56)

Sermón

         Introducción

Llegamos hoy al último Domingo del Adviento, con la mirada puesta en el tiempo de Navidad que ya podemos percibir cercano. Hemos atravesado este período de preparación y ansiamos celebrar una vez más que Dios amó tanto al mundo que envió a Su Hijo para salvarlo (Jn 3:16). Y teniendo probablemente muchos motivos para alegrarnos en la vida y dar gracias a Dios, es éste sin embargo el más importante y trascendente para nosotros. Y por ello en estas fechas proclamamos las grandezas de nuestro Dios, dando testimonio de nuestra fe y esforzándonos más si cabe en llevar a otros la Paz y el Amor de Dios en Cristo que sobrepasan todo entendimiento (Fil 4:7).

         Un corazón lleno del Espíritu Santo proclama a Cristo

Proclamar las grandezas de nuestro Dios, es algo que no debería ser ajeno a cualquier creyente. Podemos encontrar en la Palabra a personas que sabiéndose bendecidas por el Señor en sus vidas, y aún en los momentos más difíciles, manifestaron su reconocimiento y alabanza más profundos por la acción del Creador en sus vidas. Así, podemos encontrar en el primer libro de Samuel el Cántico de Ana, en agradecimiento por el nacimiento de su hijo el profeta Samuel (1º Sam 2:1-10), la profecía de Zacarías en el mismo Evangelio de Lucas (Lc 1:67-79), alabando a Dios por el cumplimiento de sus promesas de salvación en Jesús, o la propia oración de Simeón, bendiciendo a Dios por haber conocido a Cristo mismo, como el Mesías prometido (Lc 2:25-32). Ciertamente no habría horas en el día suficientes para cantar las maravillas de la creación y de su artífice divino. Y en la lectura de hoy nos encontramos con uno de estos cantos excelentes e inspiradores, que resumen de manera perfecta el reconocimiento a Dios por su misericordia con nosotros y el cumplimiento de sus promesas. Un canto de María, conocido por la traducción al latín de su primera palabra: el Magnificat. Meditemos ahora en el texto del Evangelio, y en la riqueza enorme de esta Palabra de Dios:

“En aquellos días, levantándose María, fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías, y saludó a Elisabet. Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre; y Elisabet fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz, y dijo: bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre” (v39-42). Si analizamos detenidamente el texto del Evangelio, veremos que en este encuentro entre Elisabet y su prima María, hace acto de presencia aquél que eleva el espíritu y llena de gozo y testimonio el corazón humano (Jn 15:26): el Espíritu Santo. Y su primera aparición aquí, provoca un doble reconocimiento: por una parte la presencia de Cristo trae al propio Espíritu para dar testimonio de Él, como fruto bendito de las promesas de Dios para su pueblo. Y por otro lado, ¡qué grande y maravilloso misterio!, un niño no nacido aún que salta en un vientre, y que no es otro que Juan el Bautista, que ya proclama a Cristo incluso antes de ver la luz en el nacimiento, pues el Espíritu Santo derrama la alegría que percibe que la salvación de Dios está cerca. Y es que esta presencia de Jesús en la vida de los hombres, irrumpe como savia fresca que renueva lo reseco, como agua que fecunda la tierra sedienta, como Vida para los que moran en las tinieblas. Así el hombre, cuando es tocado por la gracia y la misericordia divinas y liberado de la oscuridad del pecado y la falta de esperanza que atenaza a aquellos que viven lejos de Dios, no puede sino cantar las maravillas del Creador. Y estos hombres y mujeres, son entonces llenos del Espíritu Santo, y ya no ven la realidad de sus vidas con los ojos de su egoísmo, sus prejuicios y su incredulidad, sino que son capaces de mirar a su alrededor con la visión de Dios, estando ya vivificados en Cristo. Así una vez más Dios lleva a cumplimiento sus promesas para con nosotros: “Por tu nombre, oh Jehová, me vivificarás; por tu justicia sacarás mi alma de angustia” (Sal 143:11). Y ciertamente la justicia de Jehová vivifica al hombre, una justicia que no lleva el sello humano, sino de Dios y que ya sentimos próxima como Juan en el vientre de Elisabet. También nosotros nos sentimos inquietos, con corazones palpitantes, pues la justicia de Dios que es Cristo mismo se acerca,. Una justicia a la que no hay que temer, sino desear; una justicia que el Espíritu lleva al corazón de los creyentes: “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (Rom 3: 22). ¿Sientes ya próxima esta justicia?, ¿palpita tu corazón de júbilo, como el de Juan, en la inminencia de la salvación que llega a tu vida?.

“¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?. Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor. Entonces María dijo: Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi salvador” (v43-47). La alegría de Elisabet es la alegría de cada uno de nosotros cuando en nuestras limitaciones percibimos la cercanía de Dios en nuestras vidas, y de las bendiciones que Él derrama. Y ante esta realidad el creyente exclama como ella: ¿Por qué se me concede esto a mí, pobre pecador?, y ¿cómo es posible que cuando me hallaba perdido, el Señor fijó en mí su mirada y en lugar de aplicarme el justo castigo por mis pecados vino a mí, tendió su mano y me ofreció su Amor infinito?. Y no debemos extrañarnos, aun cuando no lo comprendamos, que el Creador haya trascendido nuestra bajeza y cubierto con el manto de la justicia de Cristo. Tal es nuestro Dios, Padre misericordioso, que nunca abandona a sus ovejas extraviadas. Y cuando sucede esto, el Espíritu nos hace regocijarnos en el Señor, pues ¿en qué otra cosa aparte de nuestro Dios podremos tener gozo pleno  en esta vida?, ¿y qué nos dará más satisfacción y alegría que la presencia constante de Cristo junto a nosotros?. La vida está llena de dolor, sufrimiento y contradicciones, y si bien también existen momentos de alegría, el pecado y sus consecuencias están siempre al acecho (1ª P 5:8). Y de entre estas consecuencias una es la principal amenaza para el hombre: la separación eterna de Dios, el destierro del Reino del Padre. Pero ahora el Verbo encarnado ha roto esta maldición que la Ley declaraba sobre nosotros por medio de un nuevo pacto en la fe: “pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gal 3: 26).¡Bienaventurados pues los que creyeron, pues la salvación prometida viene a ellos!.

“Porque ha mirado la bajeza de su sierva; pues he aquí desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre. Y su misericordia de generación en generación a los que le temen.” (v48-50). Ciertamente si el Señor mirase nuestro corazón no mereceríamos otra cosa que su repudio; sin embargo Él no busca otra cosa que nuestra conversión, para que podamos recibir la mirada de su Amor infinito y experimentar la gracia que es en Cristo Jesús: “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Jehová, convertíos pues y viviréis” (Ez 18:32). Siempre está presto a aplicar su misericordia a aquellos en cuyos corazones se atesora el temor a Dios. Sin embargo, ¿busca el mundo el rostro de Dios?, ¿teme al Creador, no con el temor que distancia y asusta sino con el temor reverente de aquello que nos parece infinitamente Santo y Omnipotente?. El hombre cree ser sabio, y vivimos en una época donde predomina la razón y la inteligencia, pero la propia Palabra nos advierte que: “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría, y el conocimiento del Santísimo es la inteligencia” (Prov 9: 10). Somos pecadores, lo sabemos, pero tenemos temor de Dios y este temor nos hace reconocer lo que somos ante el Padre y arrepentirnos de todo lo que sabemos que nos distancia de Él. Pero no nos quedamos aquí, ni desesperamos por ello, sino que inmediatamente después del arrepentimiento, los corazones convertidos experimentan la gracia y la misericordia sanadora de sabernos perdonados. El Señor mira nuestra bajeza, pero para cubrirla con la sangre de Cristo. ¡Ciertamente hace grandes cosas el Poderoso por nosotros¡.

“Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre. Y se quedó María con ella como tres meses; después se volvió a su casa” (v51-55). El mundo cree vivir una vida auto suficiente, donde el ser humano es señor de la Historia y los acontecimientos. Sin embargo, ¡qué error más grande es tener esta visión!. Pues el Creador de este mundo es quien rige sus caminos y su destino aplicando su propia lógica que es muy diferente a la humana: “Porque mis pensamientos nos son vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos” (Is 55:8). Y en la lógica de Dios, la soberbia, al ansia de poder, la avaricia, y todo aquello que abunda en la carne, precisamente todo esto no tiene cabida. ¿Hay poderosos, soberbios, avaros y mentirosos?: sin duda, ¿permanecen o incluso “triunfan” en la vida?: sólo por un tiempo. El mal existe ciertamente entre nosotros, y no siempre la vida nos parece justa y lógica según los valores del Reino, pero descansamos en la seguridad de que nuestro Dios, el Señor de la vida, es infinitamente justo y que su justicia ha llegado a su cumplimiento en Cristo Jesús. Una justicia que ya se está cumpliendo, y donde los que no han resistido la acción del Espíritu en sus corazones y en arrepentimiento han recibido el don de la fe, son ahora contados entre los herederos del Padre. Y esta herencia les será tenida en cuenta cuando Cristo vuelva a proclamar el decreto donde la lógica de este mundo quedará desterrada por siempre. Ahora pues, es tiempo de batalla en esta vida, de resistir y sobre todo de buscar la victoria en la fe, pues: “el que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo” (Ap 21: 7).

         Conclusión

El Salvador está cerca, y ello nos anima y vivifica haciendo que nuestro corazón se fortalezca por encima de los problemas y dificultades que podamos enfrentar. El Espíritu anida en nosotros por medio de la fe, y ello hace que cantemos la grandeza y maravillas de nuestro Dios. El brazo del Señor ciertamente hace proezas cada día, y es tiempo ahora de afinar nuestra visión para ser capaces de percibirlas. Y la mayor de todas es la presencia de Cristo en nuestras vidas, la cual nos convierte como a Elisabet, como a Juan, como a María y como a tantos santos de la Historia, en testigos aquí y ahora del perdón y la salvación que son en Cristo Jesús.

¡Magnificat anima mea Dominum!, ¡Engrandece mi alma al Señor!. ¡Que así sea, Amén!                                                          

J.C.G. /
Pastor de IELE/
Congregación San Pablo                                                           

domingo, 16 de diciembre de 2012

3º Domingo de Adviento.


“¡Alégrate porque el Reino de Dios está cerca!”

Antiguo Testamento: Sofonías 3:14-20

Nuevo Testamento: Filipenses 4:4-7

Santo Evangelio: Lucas 7:18-28

 

¡Alégrate! Este domingo se llama “Gaudete”, es decir, “Regocíjense”. Es por eso que hoy encendemos la vela del Gozo en la corona de adviento. Hoy es un día de alegría y regocijo. En realidad toda esta época de Adviento lo es. Hace unos días que estamos haciendo compras de Navidad, asistiendo a reuniones y celebraciones. Adornamos nuestros hogares y armamos el árbol de Navidad. Después de todo es una temporada para estar alegres. Estamos felices de que la Navidad se acerca y así debe ser.

Una Invitación a la alegría. Esta es la invitación del profeta Sofonías. Nos dice: Canta en voz alta, grita de felicidad, alégrate y regocíjate. No sé cuándo fue la última vez que te has alegrado por algo, pero este es el tiempo oportuno para ello. Estamos llegando al día de Navidad y eso es un buen motivo para pensar en las cosas que nos causan alegría, que traen gozo a nuestra vida, aquello que nos hace realmente felices.

Si bien hablamos de que esta temporada es propicia para ser felices, también reconocemos que es una de las épocas que nos producen mucha tensión. Porque parece que todo se acelera e incrementa. Nuestras actividades y  problemas cotidianos, las cuentas que pagar, cumplir con los compromisos laborales y sociales, el cuidado de nuestras familias, corriendo aquí y allá por los niños y más y más... en ocasiones todas esas cosas extras del tiempo de Navidad las sufrimos. Cocina extra, extra de limpieza por las reuniones o visitas, preparaciones extras si hay un viaje, tarjetas adicionales y deseos para compartir, ir de compras por regalos extras y la lista sigue... Es fácil decir que deberíamos estar alegres por el espíritu de la Navidad, pero todos sabemos lo difícil que es.

Una Invitación a la Alegría aun en nuestra realidad. El profeta Sofonías sabía lo que está pasando a su alrededor. Cuando fue a predicar a los Judíos, las cosas estaban empezando a ponerse muy mal. La situación política era cada vez más peligrosa, uno de los reyes de Israel había muerto en batalla. Se ponía de manifiesto que eran peones de menor importancia en el escenario mundial de las naciones. En el último tiempo, había menos cosas por las cuales alegrarse. Como un valor añadido a los problemas habituales de la vida de su época, se suman todas estas cosas extras por las que preocuparse. Ellos estaban cargados con muchas opresiones en su vida, abrumados por la pena y el desconsuelo del futuro que les esperaba.

La mayor parte del mensaje de Sofonías realmente no ayuda a traer alegría por las cosas que rodeaban a las personas. La primera parte de su libro no dejó duda en cuanto a lo que iba a suceder. El juicio de Dios iba a venir trayendo desolación y castigo. Más ruina y muerte. Iba a ser un castigo de Dios por haber olvidado la relación especial que tenían con el Dios que los rescató de la esclavitud en Egipto. No había mucho de que alegrarse. Pero a pesar de esto Sofonías hace un llamado a que todas las personas se regocijen. Pero ¿Cuál es el motivo que puede traer alegría en medio del desconsuelo presente y el oscuro futuro que se cernía sobre sus hombros?

Hay sólidas y concretas razones para alegrarse. Hay algo que se repite en el mensaje de Sofonías. Una frase que hace toda la diferencia para el pueblo de Dios es el Rey de Israel, el Señor, está en medio de vosotros y el Señor tu Dios está en medio de vosotros. No importó lo mal que estaban o el futuro negro que se avecinaba, Sofonías dio la promesa de que Dios estaría con su pueblo, en medio de ellos, allí mismo mientras les tocaba vivir unas de los peores tiempos en la historia de Israel. Y eso... fue realmente un motivo de alegría... una razón para regocijarse. 

Pero la principal razón de Alegría era que Jehová ha apartado tus juicios, ha echado fuera tus enemigos. Él no está hablando sólo quitar unos reclamos menores. Él está hablando en realidad de un juicio que acarreaba la pena de muerte. Él está diciendo que el juicio que se avecinaba llevaba a la muerte, pero que Dios va a dejar de lado el veredicto. Él va a cuidar de ellos por lo que no serán castigados. Esto también es una realidad para nosotros hoy día y es tan seguro y real que también podemos comenzar la celebración ahora mismo.

Agradeciendo a Dios por su presencia ahora y dando gracias a Dios por lo que Él va a hacer mañana. Bueno, puede haber sido todo lindo y bueno para las personas de aquel entonces. Tenían mucho que agradecer. Ellos tenían a Dios en medio de ellos. Pero nosotros muchas veces no estamos seguros de que Dios esté a nuestro alrededor todo el tiempo. Quiero decir, al ver los problemas que estamos teniendo, cómo reaccionamos ante ciertas situaciones, nuestros pecados y debilidades. Si Dios estuviera aquí, esta temporada de Adviento realmente tendría que ser alegre, pero en ocasiones no es así. Dios no encaja realmente aquí, en medio de la depresión navideña de muchos y el estado de abatimiento de otros. Él realmente no encaja aquí, junto con la enorme cantidad de familias rotas por las malas relaciones entre los integrantes de la misma. Entre la competencia por quedarse en con el trabajo que tanto escasea. No hay nada como un poco de estrés de las fiestas para sacar lo peor de nosotros. Dios realmente no encaja en la molestia de preparar todo para las vacaciones, los gastos excesivos y la inseguridad de cómo pagar las cuentas que van a venir el próximo mes. Dios no cabe en el anhelo y dolor de echar de menos a seres queridos que han muerto este año. Por todo esto parece que no hay mucho de que alegrarse, ¿no? Dios no encaja realmente en el centro de nuestro mundo desordenado.

Esto es exactamente lo que es la Navidad. Dios en medio nuestro, Dios con nosotros, justo en el centro de nuestras desordenadas vidas. Él es “el poderoso que salvará”, dice Sofonías. Y no está hablando solo a las personas del Antiguo Testamento. Él nos está hablando a ti y a mí. Navidad es la fiesta donde celebramos el hecho de que Dios se ha hecho humano, se ha manifestado físicamente al venir a en nuestro desordenado mundo. Él apareció en medio de nosotros, en medio de nuestras familias en mal estado y de sueños rotos. Dios se hizo carne, es decir, tuvo un cuerpo humano, una vida humana, nacimiento y muerte, vivió la tristeza y el dolor, la alegría y la risa. Tan real, tan de carne y sangre, como la persona que se está a tu lado. Él experimentó la vida humana, de la misma manera que lo haces tu. Se hizo presente en medio de las personas deprimidas, con las familias rotas, inseguras, pecadoras. Dios en medio de nosotros. Jesús llega para estar cerca de ti. En primer lugar, Él vino a rescatarnos de lo que te separa de Dios. Jesucristo, Dios y hombre, vivió, murió y resucitó, para salvarnos del pecado. El pecado es lo que te mantiene lejos de Dios. El castigo que nos merecemos por esto es tomado por Jesucristo y clavado en la cruz con Él. Tu castigo es pagado por el Cristo, el Dios viviente en medio de su Pueblo. Todo ese dolor y sufrimiento, toda esa separación, que viene a ti a causa del pecado fue puesto sobre Jesús. Esa es la verdadera alegría de esta temporada de Adviento y Navidad. Dios es justo, Él dice que va a estar en medio de ti para salvarte y lo cumple.

Navidad en nuestras vidas. Quizá pienses que todavía tienes mucho sufrimiento en tu vida, la familia todavía está rota, todavía este separado de tus seres queridos y la depresión de estas fiestas en este año es peor que nunca. Todo esto es verdad, el mundo sigue siendo un lugar complicado, sigue siendo un lugar afectado por el pecado. Pero creemos que hay más que esto, que en Navidad, por sobre todas las cosas, Jesús se hace presente en medio de nuestro anunciando y trayendo otra realidad. Así que celebramos tanto su nacimiento como su muerte, porque esto no es el final. Jesús resucitó. Él vive y reina ahora en la actualidad. Lo que es más importante, Él vive y reina en medio de nosotros, ahora mismo, aquí mismo. Está contigo y te asegura que a pesar de que las cosas están mal y pueden parecer que irán a peor, no va a durar para siempre. Él está ahí a tu lado recordándote lo bueno que va a ser cuando todo este problema haya pasado, porque su resurrección es Su promesa segura de que todo este dolor y el sufrimiento serán eliminados. Él los ha llevado a su tumba, así que su tumba no es el final para ti, sino sólo el principio. Así que puedes comenzar a vivir con alegría en estos momentos.

Él no te ha dejado solo para hacer frente a su vida. Él viene y vive en medio de ti, viene a ti de formas muy reales. No es invisible, intangible, insensible. Él está contigo de manera que en realidad tú lo puedes oír, ver, gustar y palpar. Él ha venido a ti en tu Bautismo y te ha dado el regalo más maravilloso que Dios puede darte: perdón vida y salvación. Allí te ha incorporado y hecho parte de la familia de Dios, esto es que te ha hecho heredero de sus promesas de vida eterna junto a Él. Él viene a ti y vive al leer u oír su Palabra, Jesús está allí en medio de ti. Jesús está en medio de los que se reúnen en su nombre, “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Mateo 18:20. Jesús está en medio de ti al acercarse a su mesa y recibir su cuerpo y su sangre dada y derramada por nosotros para el perdón de nuestros pecados. Jesús está ahí en medio de ti, en medio de tu depresión, en medio de su dolor, en medio de su inseguridad, en medio de tu realidad. Eso sí que es verdadera razón para regocijarse en este tiempo de Adviento y Navidad. Por lo tanto tenemos sobrados motivos para celebrar, alegrarnos y regocijarnos en la realidad de Dios. Porque Él ha venido a ti para traerte vida ahora y por siempre y sigue viniendo a ti para fortalecerte en esas promesas. Que disfrutes este tiempo, viviendo en el perdón de Dios. Amen.

Pastor Gustavo Lavia.

domingo, 9 de diciembre de 2012

2º Domingo de Adviento.


 ”Preparándonos para un tiempo nuevo ”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

 

Primera Lección: Malaquías 3:1-7b

Segunda Lección: Filipenses 1:2-11

El Evangelio: Lucas 3:1-14 (15-20)

Sermón

         Introducción

Nos encontramos en pleno periodo de Adviento, en su ecuador concretamente, y caminando hacia la consumación de esta espera que desembocará en la celebración de la llegada de Nuestro Salvador a la tierra. Un tiempo de preparación para la llegada del Verbo encarnado al mundo, pero muy adecuado igualmente para reflexionar sobre nuestra situación espiritual, y que al igual que Juan el Bautista, nos llama a prepararnos adecuadamente para este acontecimiento. Un período para mirar tanto a nuestro interior como a aquella realidad necesitada de compasión que nos rodea. Porque esperar a Cristo implica también ordenar nuestro corazón, restaurar aquello que hemos dañado, si fuera necesario, e identificar dónde se halla cómodo el pecado en nuestra vida, y si ésta es un reflejo del Amor de Dios por nosotros. El Adviento, esta espera confiada, no es un tiempo pasivo, sino de acción meditada. El Verbo hecho carne es el regalo de Dios al mundo, su Buena Noticia, pero al mismo tiempo no debemos olvidar que este mismo Verbo habita ya en nosotros (Gal 2:20), y que en estas fechas, quiere hacerse presente también en nuestro mundo a través nuestro.

         Llamados a la conversión verdadera

Existen dos maneras muy diferentes de buscar el perdón de Dios, y que difieren mucho en el fondo: por un lado podemos pedir la misericordia divina sólo por el temor a las consecuencias de nuestros actos pecaminosos, pero sin una conciencia arrepentida y tratando además de justificarnos, o podemos acercarnos en humildad con un sincero pesar por haber quebrantado la voluntad de nuestro Dios. La búsqueda del perdón es la misma, pero no así la motivación. En el Evangelio de hoy nos encontramos a Juan el Bautista anunciando al Mesías, al Cristo, y llamando al pueblo al arrepentimiento: “Y él fue por toda la región contigua al Jordán, predicando el bautismo del arrepentimiento para perdón de pecados” (v3). Llamaba a las multitudes y éstas respondían buscando el bautismo. Pero Juan sabía que entre estos judíos, muchos acudían sin un arrepentimiento sincero, y más bien tratando simplemente de eludir el castigo a sus malas acciones, y se lo reprendía duramente: “¡Oh generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?” (v7). Porque en el fondo de sus corazones, creían estar justificados ante Dios por su condición de hijos de Abraham, de ser parte del pueblo elegido. Y si bien es cierto que lo eran, también habían dejado de escuchar la voz de su Dios, sustituyéndola por su orgullo y su prepotencia religiosa. Y no podían alegar que Dios no les había advertido que su raza y su descendencia de Abraham, no les serviría si no transformaban antes su corazón: “Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios“ (Jl 2:13). Juan conocía bien a este pueblo, y les advirtió claramente que Dios puede engendrar a sus hijos, no ya sólo de sangre, sino de todos aquellos que sirven a su voluntad: “Haced pues frutos dignos de arrepentimiento, y no comencéis a decir dentro de vosotros mismos: Tenemos a Abraham por padre, porque os digo que Dios puede levantar hijos de Abraham aun de estas piedras” (v8). Porque ante Dios no hay preferencias por causa de raza o pertenencia a un grupo determinado, y el cristiano debe vivir con cuidado de no caer en el error que cayó el pueblo de Israel. Nosotros somos también su pueblo, sí, pero sólo en tanto que sigamos amando su Palabra, haciendo nuestra Su voluntad y poniendo nuestra fe en las promesas que Él ha llevado ha cabo en Cristo Jesús. Y aún así debemos revisar constantemente nuestra vida, donde ciertamente abundarán los errores cada día, pero evitando particularmente el confiar en nuestra condición de cristianos, de Hijos de Dios, para justificar o transigir con ninguno de ellos. Dios quiere corazones sinceros, doloridos por el pecado y purificados por medio del arrepentimiento, y siendo así, Él es también infinitamente misericordioso para perdonarnos  por medio de la sangre de su Hijo (1 Jn 2:1). En estas fechas de Adviento, Dios nos llama también a renovar nuestros corazones, a analizar y reflexionar sobre la vida que vivimos y cómo la vivimos. Ahora es el tiempo en que nuestro Dios nos dice: “Temblad, y no pequéis; Meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama, y callad. Ofreced sacrificios de justicia, Y confiad en Jehová” (Sal 4:4-5). Confiemos pues en Jehová, ¡ciertamente Él no nos fallará!.

         Los frutos del arrepentimiento

 Juan exhortaba al pueblo a acercarse a su Dios con un corazón recto y sincero, lejos de cualquier pretendida justificación ante el pecado. Pero además los llamaba a una transformación activa de sus vidas y mentes (metanoia), y no a una mera actitud piadosa externa: “Haced pues frutos dignos de arrepentimiento” (v8). Sabemos que la conversión implica el arrepentimiento previo a causa de sabernos transgresores de la Ley de Dios en nuestras vidas, seguida de la fe en las promesas divinas de restauración y perdón. Y esta fe cuando arraiga en un corazón arrepentido, produce igualmente frutos, ¡nunca es estéril!.  Porque aquello por lo que un árbol está lleno de vida, lo que lo anima y le da vida es la savia que corre por sus tallos. Y de igual manera, lo que vivifica al creyente, lo que lo sostiene fuerte y vivo es la fe en las promesas de Dios que anida en su corazón. Y la fe, al igual que la savia de un árbol, produce siempre frutos maravillosos y agradables. Una fe tal no puede, como nos enseña el Apóstol Santiago, ser estéril: “Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Stg 2:17).Y por ello el Bautista llama al pueblo a producir estos frutos que provienen en el fondo de la fe en las promesas divinas, y que deben repercutir en aquello que debemos amar más después del mismo Dios (Lc 10:27): el prójimo. “El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo” (v11). También para aquellos que ostentan cierto poder sobre otros tiene Juan palabras de exhortación. A los publicanos: “No exijáis más de lo que os está ordenado” (v13); y a los soldados: “No hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis; y contentaos con vuestro salario” (v14). Corazones renovados llevan implícitos vidas renovadas y actitudes llenas de compasión y Amor. Estos son los frutos que se esperan de nosotros, y que deben fluir sin esfuerzo y sobreabundar en nuestras vidas (Gal 5:6). Y esta vida activa en la misericordia es uno de los resultados más provechosos de la meditación del Adviento, donde fijamos nuestra mirada en la obra misericordiosa que Dios llevó a cabo igualmente por todos nosotros con la venida de Cristo a la Tierra. Pues esperamos, sí, pero no en una espera egoísta centrada en nosotros mismos, sino en una espera también para el mundo entero, y especialmente para todos aquellos que aún deben ser alcanzados por la Buena Noticia del Amor y el perdón de Dios en Jesucristo, pues: “no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 2:17). Por ello en este tiempo tan especial, debemos afinar nuestra sensibilidad en un doble sentido. Por un lado como se ha dicho, vivimos esta etapa como una oportunidad para trabajar y pulir aquellos aspectos de nuestra relación con Dios que lo requieren, de aquellas cosas que necesitan ser mejoradas con la ayuda del Espíritu Santo. Y por otro, es un tiempo para fijar nuestra atención más si cabe en nuestra relación con el prójimo, con aquellos que son los receptores del Amor de Cristo que fluye en nosotros hacia ellos. Estos son los frutos dignos de aquellos que han sido justificados en la Cruz.

         Anunciando la llegada de un tiempo nuevo

Tras la llamada del Bautista a un acercamiento sincero a Dios, con corazones humillados y a producir los frutos de la conversión, el pueblo de Israel estaba aún desconcertado con las palabras que escuchaban, pues estas anunciaban la llegada de un tiempo distinto, de un cambio radical: “Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa al fuego” (v9). No son palabras para tomarlas a la ligera ciertamente, pues describen el fin de la complacencia egoísta, de un relación con Dios a medias, de auto justificarnos para al fín, relegar la Ley de Dios a servidora de nuestros intereses personales. Juan proclama que el juego del ser humano con su Creador ha llegado a su fín. Se acerca un cambio que nos trae un fuego purificador, que destruirá lo desechable y purificará lo que debe ser conservado: “Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará” (v17). Y nosotros, ciudadanos de este siglo XXI, no nos hallamos en confusión como aquellos judios (v15), pues sabemos que este cambio, este tiempo llega al mundo en la figura de Jesucristo y de ningún otro, y que si bien las palabras de Juan parecen amenazadoras y preocupantes, en realidad para el creyente no son sino palabras que anuncian un momento mejor, una Buena Noticia: “Con estas y otras muchas exhortaciones anunciaba las buenas nuevas al pueblo” (v18). Aparentemente sin embargo, cuando miramos en estas fechas al mundo, con sus guerras, su caos financiero y sus muchos pecados pasados y presentes, pudiera parecernos que nada ha cambiado y que las palabras de Juan no tuvieron un cumplimiento pleno. Pero si pensamos así ciertamente nos engañaremos, pues una fuerza nueva recorre la Tierra desde que Jesús fue inmaculadamente concebido (Lc 1:31), un poder que no se basa en la fuerza o inteligencia humanas para cambiar el signo de los tiempos, sino en “Espíritu Santo y fuego” (v16). Este Espíritu Santo y este fuego actúan en el mundo desde entonces, tocando los corazones de aquellos que son transformados y en los que brota la fe salvadora. Estos son los que “no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn 1:13). Vivimos pues inmersos en este tiempo nuevo, tiempo de meditación, arrepentimiento y conversión , y donde muchos de nuevo recibirán en su corazón la Palabra de su Dios diciéndoles: “En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido, he aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Cor 6:2).

         Conclusión

En estas fechas las calles se llenan ya de luces, como anticipo de la llegada del tiempo de Navidad. Pero aún estamos en este tiempo destacado de Adviento, y en este periodo de espera nos preparamos para celebrar la llegada de la salvación a este mundo. Y para los que han puesto su fe en esta salvación fruto de la gracia y la misericordia divinas, también es tiempo para preparar nuestros corazones y revisar nuestra vida de fe y sus frutos. Preparémonos con este espíritu pues para el gran milagro de la encarnación de Dios, y como María, meditemos también estos misterios en nuestro corazón (Lc 2:19). Nuestro Dios está próximo, “El es quien preservó la vida a nuestra alma, y no permitió que nuestros pies resbalasen” (Sal 66: 9). .¡Que así sea, Amén!                                                       

J. C. G.
Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                           

domingo, 2 de diciembre de 2012

1º Domingo de Adviento.


“¿Cómo vivir cuando el Reino de Dios está cerca?”

Antiguo Testamento: Jeremías 33:14-16

Nuevo Testamento: 1º Tesalonicenses 3:9-13

Santo Evangelio: Lucas 21:25-36

 

¿Qué le sucederá a este mundo en que vivimos? Ésta no es una pregunta desconocida, pero merece seria consideración. Toda persona de sentido cabal ha hecho esta pregunta repetidas veces. Durante esta finalizando la estación de Adviento los cristianos meditan sobre esta pregunta con especial atención.

Los que no son cristianos dirán que este mundo seguirá existiendo para siempre. Si son optimistas, afirmarán que el mundo seguirá mejorando. Hace tiempo se pensaba que, puesto que se ha avanzado tanto en la ciencia, el hombre estaría en los umbrales de formar de este mundo un verdadero paraíso y que no tardaría mucho en establecer una norma de vida que superaría a la que posee el hombre más rico de la actualidad. Por otro lado, los pesimistas consideran con aprensión los descubrimientos científicos. Están seguros de que algún día esta fuerza caerá en manos de hombres sin escrúpulos que la utilizarán para destruir a toda la raza humana y que después de eso este mundo sólo servirá de habitación a animales y aves y peces, en el mejor de los casos.

Los cristianos rechazan ambas respuestas. Pero no lo hacen por capricho o porque quieren evadir la pregunta. Poseen una respuesta clara y categórica a la pregunta. Y saben que la respuesta es correcta, porque les ha sido revelada por su Salvador, el Señor Jesucristo. Tanto en nuestro texto como en otros pasajes de la Biblia, el Señor afirma sin la menor ambigüedad que algún día este mundo pasará. En el v. 33 de nuestro texto nos dice: “El cielo y la tierra pasarán”.

Todo en esta tierra pasará excepto dos cosas: la Palabra de Cristo y la raza humana. Respecto a su Palabra dice Él (v. 33): “Mis palabras no pasarán”. Respecto a la raza humana dice el Señor que cuando venga el fin del mundo, ante Él comparecerán todos los habitantes del mundo, tanto muertos como vivos, a fin de que reciban el veredicto del juicio final. No hay ser humano que no sobreviva el fin del mundo. Los que estén vivos en ese tiempo, seguirán viviendo; y los muertos serán resucitados para que sigan viviendo.

Conviene, pues, preguntar: ¿Vale la pena la supervivencia? ¿No es preferible, según proponen algunos, la aniquilación completa de la raza humana? Para muchos, lo es. ¿Por qué? Porque serán destinados, con el diablo y todas sus legiones, a una existencia impía y miserable en el infierno. En cambio, para otros la supervivencia será una redención completa y gloriosa, la desaparición de toda imperfección pecaminosa y de toda desilusión terrenal. Entre éstos nos encontramos nosotros porque nos aferramos a las promesas del Señor y anhelamos su venida a fin de que nos libre de esta prisión terrenal en que vivimos.

Así como nosotros suspiramos por la venida de nuestro Señor, asimismo suspira Él por venir a nosotros. Por consiguiente, a fin de que “aquel día”, como dice el mismo Señor en nuestro texto, “no venga a vosotros de repente”, como el lazo que pone el cazador o como un rayo o centella, el Señor nos da ciertas instrucciones.

Nuestro Señor declara que su segunda venida no será una aparición por sorpresa. No será como un ataque furtivo. Así como preparó al mundo para su primera venida, su nacimiento en la carne, enviando de antemano profetas y ángeles, así mismo desea que esperemos su segunda venida. Por consiguiente, nos da señales inequívocas mediante las cuales se puede reconocer que el fin del mundo puede venir en cualquier momento. Como primera señal, habrá disturbios en las fuerzas de la naturaleza. Las menciona en nuestro texto del modo siguiente: “Habrá señales en el sol y en la luna, y en las estrellas; y en la tierra angustia de gentes por la confusión del sonido del mar”. Las tempestades y terremotos, especialmente los que han arruinado ciudades grandes y pequeñas, los huracanes que azotan islas y costas, y los desbordamientos de ríos y lagos que inundan las comarcas vecinas, son señales claras y potentes de que este mundo no durará para siempre. Aun entre hombres de ciencia, que tratan de buscar las causas de esos disturbios, hay algunos que, por sus propias observaciones, están convencidos de que este mundo no puede permanecer intacto indefinidamente. Agregan, pues, su “sí” y “amén” a lo que Jesús nos dice en su Palabra. De modo que cada vez que los periódicos y la radio informan sobre violentas convulsiones en la naturaleza, debemos reconocer en ellas advertencias adicionales de que el Señor puede aparecer en cualquier momento.

Otra señal que debemos reconocer es la que el Señor nos describe en las siguientes palabras (v. 26): “Secándose los hombres a causa del temor y expectación de las cosas que sobrevendrán a la redondez de la tierra: porque las virtudes (potencias) de los cielos serán conmovidas”. El temor, crónico y abrumador, se apoderará de los corazones del mundo habitado. En vez de tranquila confianza en el porvenir, el temor será el ambiente prevaleciente en que vivirá la raza humana. Hombres y mujeres preguntarán con ansias: ¿Qué sucederá mañana? Esta señal se observa con mayor claridad en la actualidad. ¿No es extraordinario que cuanto más próspera es una persona tanto mayor es su temor? En aquellos países donde la prosperidad no tiene precedente, la pregunta que se oye por todos lados es la siguiente: ¿Cuánto tiempo durará esta prosperidad? Y también en otros países se evidencia la inquietud, pues se dan cuenta de que existe en el mundo una competencia casi irrefrenable respecto a armamentos; competencia que puede resultar en otra guerra mundial, cuyas consecuencias no tendrán precedente en la historia del mundo.

Pero tras todo este temor existe uno aún mayor, un temor innominado, engendrado por la convicción del pecado. Por mucho que trate, el hombre no puede deshacerse del conocimiento de su estado pecaminoso. La Palabra de Dios se lo declara y su propia conciencia se lo afirma diariamente. El hombre se encuentra, pues, en una situación intolerable. Vive en un estado de culpabilidad. Por consiguiente, toda señal de que Dios, a quien está ofendiendo continuamente, en cierto día pondrá fin a la existencia de este mundo, hace recordar al hombre que su destino no está lejos. Y de esto están más conscientes los que no recibieron el perdón que Dios ha provisto por medio de Jesucristo. El cristiano, pues, en tanto que observa este temor en aquellos que siguen rechazando la paz de Dios, recuerda con la mayor claridad la segunda venida del Señor.

Al temor que sienten los que viven independientemente de Dios hay que añadir su oposición al Evangelio de Jesucristo; su encarnizado y continuo odio a ese Evangelio. Y esto forma la tercera señal que los cristianos jamás deben pasar por alto. Jesús menciona esta señal en las siguientes palabras (v. 32): “De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo sea hecho”, es decir, hasta que todo haya sucedido. La generación que el Señor menciona aquí, ya fue identificada por Él al principio de este capítulo y en los capítulos anteriores: el tipo de incrédulos representado en aquel entonces por los fariseos y saduceos como el grupo que continuamente contradecía todo mensaje de salvación pronunciado por el Señor Jesucristo. Aún más, ni siquiera los milagros que Jesús obró, inclusive la resurrección de Lázaro de entre los muertos, podían reblandecer su antagonismo. Al contrario, todos estos milagros los incitaban a pedir la muerte de Cristo.

El Señor desea que los cristianos sepan que toda esta oposición no habrá de cesar hasta que Él venga a juzgar a los vivos y a los muertos. A los discípulos de Jesús no les debe sorprender el hecho de que hasta la actualidad las fuerzas de las tinieblas se oponen al Salvador y hasta lo califican de enemigo principal de la humanidad. El hecho de que en nuestro tiempo el odio hacia Él y sus creyentes se destaca con la mayor violencia y blasfemia en diferentes países del mundo, y hasta en países que llevan el nombre de cristianos, proporciona evidencia adicional a los creyentes de que el día del juicio puede ser el próximo en el calendario divino. A veces los cristianos se olvidan de esto y les es enigma el odio y el insulto de que es víctima el Evangelio de Jesucristo. Por otro lado, cuando a pesar de toda oposición, el Espíritu Santo bendice la obra de los misioneros cristianos, muchos creyentes se engañan al pensar en que ya ha cesado casi toda oposición y en que habrá una conversión general de la población del mundo. También pueden pensar en que vendrá un gran milenio, un extenso período de paz, tranquilidad y amor en que toda rodilla se doblará ante el Señor Jesucristo. Pero Cristo quiere que recordemos que no existe promesa tal para este mundo. Al contrario, la oposición hasta el extremo permanecerá sin mitigar.

El reconocimiento de esta señal de parte de los cristianos causa a éstos profunda tristeza. A veces podemos calificar de inútil el esfuerzo en realizar la obra misional; podemos darnos por vencidos y preguntar: ¿Para qué ocuparnos en el incrédulo? Quizás podemos abrigar el temor de que los poderes infernales pueden abrumar la obra del reino de Dios y enmudecer por completo su voz. En pleno conocimiento de nuestra debilidad, el Señor Jesús se apresura a darnos una señal consoladora acerca de su segunda venida. Se nos llamó la atención a esta señal en la introducción a este mensaje, pero es menester repetirla en vista de la señal de oposición que acabamos de mencionar. Nuestro Señor nos dice lo siguiente (v. 33): “Mas mis palabras no pasarán”. Estas palabras se destacan como faro en medio de la confusión y la desolación, los temores y las maldiciones de este mundo moribundo. Las embarcaciones de la filosofía humana y la superstición, del camino farisaico acerca de la salvación y del menosprecio de la expiación de Cristo son tan ignorantes y tan ciegas, como para no divisar el faro, que se hundirán a causa de las tempestades de este mundo. Pero la embarcación de la causa de Cristo, dirigiéndose por el curso que le ha trazado el faro de la Palabra divina, de la verdad eterna, saldrá ilesa de la tempestad y no dará contra los arrecifes, porque “Tu Palabra es, Señor, Claro faro celestial, Que en perenne resplandor Norte y guía da al mortal”.

No hay duda de que es importante reconocer las señales que indican la segunda venida de nuestro Señor. Pero el mismo Señor nos advierte que también debemos hacer otra cosa: protegernos de toda influencia que pueda ser causa de que pasemos por alto estas señales. Lo hace mediante las siguientes palabras (vs. 34-36): “Y mirad por vosotros, que vuestros corazones no sean cargados de glotonería y embriaguez, y de los cuidados de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad pues.” Hace como dos milenios que nuestro Señor pronunció esta advertencia. Ella es tan necesaria en la actualidad como lo fue en aquel entonces. Es tan pertinente para la actualidad como cualquier cosa que se considere de gran importancia. Valiéndonos de una expresión común: ella da en el clavo. ¿Qué nos puede hacer más insensibles y sordos y ciegos a lo que Jesús ha declarado acerca de su segunda venida que los pecados que se mencionan aquí? La glotonería, o crápula, o disipación fomenta necesariamente una actitud de indiferencia, una desatención fatal al bienestar de la persona que se abandona a ella. La disipación por lo regular va acompañada de la lujuria y la inmoralidad. ¡Ay de la persona que cae en sus tentáculos!

Muy emparentada con la inmoralidad está la embriaguez. También ésta tiene sus muchas víctimas. Degrada su víctima al nivel de un animal y la despoja de cualquier interés que el porvenir pueda proporcionarle. Y aún peor, tan irresponsable hace a la víctima que ésta no vacila en cometer cualquier crimen y a veces hasta quitarse su propia vida. ¡Ay del que así tenga que enfrentarse con su Dios!

Pero, ¿por qué Jesús amonesta a sus discípulos respecto a este pecado? ¿Acaso no son ellos inmunes de este pecado? ¡Ojalá que así fuera! La verdad del caso es que este vicio siempre ha sido, y aún es, un problema de primera magnitud para un buen número de cristianos. Acosa en particular a los cristianos de mediana edad, que equivocadamente creen que recurriendo a él pueden despojarse de la tremenda rigidez que les causa el trabajo diario. Y lo que lo hace aún más peligroso es el hecho de que progresivamente debilita la fuerza de voluntad de sus víctimas. Como les falta la resistencia, por fin se desquician. He aquí por qué es de tanta importancia la advertencia de nuestro Señor Jesucristo. Aquí no podemos menos que citar las palabras del apóstol San Pablo a los corintios: “El que piensa estar firme, mire no caiga.”

Además de la inmoralidad y la embriaguez, nuestro Señor llama la atención a otro peligro que amenaza nuestra preparación para su segunda venida. Él llama a este peligro (v. 34) “los cuidados” o afanes “de esta vida.” Mientras Jesús realizaba su obra entre las gentes de Galilea, Samaria y Judea, se entristecía al observar que a tantos no les interesaba el mensaje de la redención, sino que su mayor interés estribaba en los panes y en los peces, en las cosas materiales: el alimento, ropa, casa y salud, todo lo cual ahogaba el interés por lo espiritual. Aun aquellos que no debían entregarse a esas distracciones y que se llamaban sus discípulos, a veces permitían que entraran en sus corazones los afanes por asuntos materiales. Por consiguiente, Jesús repetidas veces tenía que recordarles cuan peligrosos eran esos afanes. En nuestro texto recalca este peligro, y les advierte que los afanes de esta vida, si se persiste en ellos, pueden impedir la preparación para el gran día de su segunda venida.

Nadie ha de insistir en que esta advertencia no es necesaria en la actualidad. No nos referiremos a los que no son discípulos de Cristo, pues ellos desechan la verdad de lo que ha de suceder allende esta vida; para ellos el aquí y el ahora son las cosas de mayor importancia. A ellos se aplican las siguientes palabras de nuestro texto (v. 35): “Porque como un lazo vendrá (el día del juicio) sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra.” La palabra “habitar” quiere decir aquí sentarse y reposar, estar completamente satisfechos con lo actual, no interesarse en cosas superiores a las que puedan producir los cerebros humanos y los poderes físicos.

Pensamos más bien en nosotros, en los hijos de Dios, que creemos que Cristo nos ha reservado un lugar en los cielos y que anhelamos la venida de ese gran día en que hemos de ver cara a cara a nuestro Salvador. ¿Qué hacemos con los conflictos de esta vida? ¿Cuánto tiempo y energía les dedicamos? Si descubrimos que ellos se encuentran en el centro de nuestros planes y acciones; si los asuntos de nuestra vida espiritual y el interés en el reino de Cristo están recibiendo atención pasajera; si hallamos mayor comodidad y libertad en ciertos asuntos materiales, no hay duda de que estamos en gran peligro. No estamos en lo más mínimo preparados para ese gran día que nuestro Señor ha dispuesto que sea el último día de nuestra existencia terrenal. Entonces la última página y la más importante de nuestra biografía será una página completamente en blanco y triste. Es, pues, imprescindible que con frecuencia hagamos un inventario de la existencia de nuestros intereses, deseos y esperanzas. Nuestra casa debe estar al día y bien almacenada con todo lo que sea aceptable a Dios cuando Él venga otra vez.

Tanto se ocupa Jesús en que estemos preparados para su segunda venida que no sólo nos manda reconocer las señales y evitar vicios entorpecedores y los afanes de esta vida, sino que también nos estimula a estar en constante comunión con Él. Nos dice el Señor (v. 36): “Velad pues, orando en todo tiempo.” El Señor sabe muy bien que nosotros solos no podemos prepararnos para su segunda venida. Nadie posee el poder necesario para prepararse a sí mismo. Por lo tanto, Él quiere que estemos en comunión diaria con Él; que le hablemos acerca de nuestros planes y las dificultades que se presentan en la realización de ellos. No debemos estar perplejos respecto a lo que debemos decirle. Puesto que Él sabe de antemano en qué consisten nuestras necesidades, ya hasta ha preparado el tema de nuestra conversación; aún más, ha compuesto las palabras con que debemos dirigirnos a Él. En cierta ocasión, cuando sus discípulos le dijeron que no sabían orar y que querían que Él les enseñara a orar, Él formuló para ellos y para nosotros, el Padrenuestro; y además nos ha dado en su Palabra una maravillosa colección de oraciones. Cada vez que leemos la Biblia, estamos en efecto comunicándonos con Él en oración. Mediante esa instrucción y ese estímulo, siempre formaremos oraciones que son agradables al Padre celestial, pues ellas nacen del fruto de nuestra experiencia con su Palabra salvadora.

Si hacemos esto, dice Jesús, no hay la menor duda de que “seremos tenidos por dignos de evitar  o escapar la destrucción del mundo y de estar en pie delante del Hijo del Hombre”. Jesús, el “Hijo del Hombre”, como a Él mismo le agrada llamarse, porque Él es verdadero miembro de la raza humana y el que la redimió, es por esa razón el que en realidad es llamado a presidir en el Día del Juicio. ¡Esto sirve de consuelo inefable a todos los que son sus discípulos! El que los ha salvado del pecado, de la muerte y del infierno, será el que vendrá para recibir en las mansiones eternas a todos los que han permanecido fieles hasta el fin.  El cristiano exclama, pues:

Ven, oh Dueño de mi vida, Generoso  Bienhechor; Que mi alma dolorida Clama ya por su Pastor; No te tardes te suplico, No te tardes, oh Señor; Ven, oh Dueño de mi vida, Mi Jesús, mi Salvador.  Amén.

E. E. R. Pulpito Cristiano.