sábado, 10 de septiembre de 2011

CRISTO, FUENTE DE TODO PERDÓN

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: Génesis 50: 15-21
Segunda Lección: Romanos 14:1-12
El Evangelio: San Mateo 18: 21-35
Sermón
Introducción
El perdón es uno de los más bellos misterios de la vida de fe, y decimos misterio pues encierra en sí mismo una fuerza capaz de transformar las experiencias más desoladoras (odio, rencor, enemistad…), en paz y descanso para el espíritu. Pues cuando pedimos perdón y/o perdonamos, restauramos algo que había sido dañado, sanamos una herida abierta, volvemos a establecer un puente para una relación sana con el prójimo. Pero aún siendo tan positivo y saludable para el alma y la mente, puede convertirse en algo increíblemente difícil incluso para los creyentes. Pues reconozcamos que a veces nos resulta difícil perdonar o pedir perdón, y que en ocasiones, nuestro orgullo y nuestro “Adán” interior, nos impiden vivir con sencillez y buena disposición el perdón. Y sin embargo si no somos capaces de perdonar, nuestro espíritu sufre y queda empobrecido, vivimos en una semi-oscuridad que no nos permite mirar hacia adelante con alegría, y nos ancla en el pasado como quien carga una pesada losa. En definitiva, sin el perdón que brota del amor, nuestra fe se ve debilitada pues, si no somos capaces de experimentar el perdón plenamente ¿cómo podemos pretender vivir precisamente el Evangelio del perdón de pecados?
  • El amor de Dios en Cristo: Fuente de todo perdón
El perdón sólo se puede entender desde una perspectiva divina, es decir, como una acción nacida de la misericordia y el amor de Dios: “Sed pues misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso (Lc. 6:36)”. Pues nuestra naturaleza caída exige satisfacción por cada ofensa que recibimos, por cada mal que se nos infringe, y eso aún cuando por ser nosotros mismos también pecadores y hacedores del mal, no merecemos tales satisfacciones. Si lo pensamos detenidamente, por cada mal que recibimos, casi con total seguridad, nosotros aplicamos a otros un mal equivalente, por activa o por pasiva. Y sin embargo siendo Dios precisamente el que, por ser infinitamente santo y fuente de toda santidad (“Habéis, pues de serme santos, porque yo Jehová soy santo “ Lv 20:26) , podía exigir al hombre el pago ineludible por sus pecados y maldad, es este Dios el que una y otra vez perdona al hombre. Perdonó la vida a Caín después de matar a su hermano (Gen 4:15), perdonó al género humano corrupto salvando en el Arca un remanente para que el hombre no desapareciera de la faz de la Tierra. Perdonó a Israel y soportó sus continuas quejas y lamentos en el desierto por cuarenta años, tras liberarlos de Egipto llevándolos a la tierra prometida. Y así una y otra vez, hasta consumar el perdón supremo por medio de Su Hijo en la Cruz. Dios es misericordioso y perdonador (Sal 103:8), pues tal es su naturaleza amorosa de Padre.
Y precisamente por el desequilibrio existente entre el mal que hacemos y el abundante perdón que recibimos de Dios cada día, José, ante el temor de sus hermanos a ser castigados por su maldad, responde: “¿Acaso estoy yo en lugar de Dios? (Gen 50: 19)”. Es decir, ¿acaso soy yo tan infinitamente santo y puro como para exigir y aplicar justicia por mi mano y no perdonar? Yo, que soy perdonado desde que sale el Sol hasta que se pone, ¿no he de perdonar a estos mis hermanos? Como hombre sabio e inspirado por Dios, José era consciente de su situación ante su Creador, y esa conciencia de ser perdonado y amado, hizo nacer en él la capacidad de perdonar a otros generosamente. Pues precisamente si podemos perdonar, es por el hecho de sabernos receptores cada día del perdón de Dios en nuestras vidas. Amamos y perdonamos porque Él nos amó y perdonó primero en Cristo Jesús (1 Jn 4:10).
  • La justicia de Cristo mantiene vivo el pacto de perdón divino
Pero la mente humana, con su capacidad de raciocinio, aplica muchas veces esta facultad para sus propios intereses egoístas, y así, aún sabiendo de la importancia fundamental del perdón, trata de sacar algún partido en beneficio de nuestro “Adán” carnal. Por eso Pedro pregunta “¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí?, ¿hasta siete? (Mt 18:21)”. Una vez estaría bien, dos quizás podría hacerlo, pero así, ¿hasta cuántas veces debo soportar la ofensa del hermano?. Todo debe tener su límite, le dice la mente carnal a Pedro, y siete veces debe ser suficiente, piensa. Jesús responde “No te digo hasta siete sino aún hasta setenta veces siete. (Mt 18: 22)”, lo cual en el significado numérico judío de esta cifra, significa perdonar siempre. Cada día, cada hora, cada minuto, Dios nos aplica a los creyentes el perdón divino ganado por Cristo en la Cruz con su sangre. Si Dios nos retirase su perdón un solo segundo, seríamos irremediablemente condenados eternamente, y sin embargo la sangre del Salvador mantiene vivo de manera permanente este pacto de perdón, por medio del cual Dios cuando nos mira, no ve nuestro pecado, sino la justicia de Cristo que nos cubre por medio de la fe.
Del mismo modo, nuestra vocación de perdón como creyentes debe funcionar de manera permanente, sin límites. Perdonar es además, uno de los testimonios de fe más importantes, pues al hacerlo, ejemplificamos el amor de Dios para con el prójimo, por encima incluso del mal recibido. En esto las palabras de Cristo son el exponente máximo de la visión que debe conformar la personalidad del creyente: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen… porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? (Mt 5: 44-46)”.
  • Vivir el perdón para conformarnos a la mente de Cristo
No debemos olvidar además, que el perdón no es un mero pacto formal y de compromiso, sino una disposición que debe tener su origen en nuestro corazón (Col 3:23). El perdón debe ser completo y sincero, sin peros, sin rescoldos que se aviven a la menor ocasión. Esta es quizás la faceta más complicada a la que se enfrenta el creyente, pues de lo que hablamos es de desarrollar una actitud perdonadora y compasiva permanente respecto al prójimo, y no meramente la resolución de conflictos o agravios puntuales. Y para poder llegar a esta actitud, es necesario trabajar nuestra personalidad, rebajando ese estado que nos lleva a tensar demasiado algunas veces, nuestro juicio sobre otros. Porque si tenemos el listón de nuestro ego demasiado alto permanentemente, puede ocurrir que nos sintamos ofendidos con demasiada facilidad también. Cierto autor expresó esta misma idea de una manera más coloquial cuando dijo que, no debemos tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos.
En este punto es bueno recordar también las palabras del Apóstol Pablo, y tenerlas presente en nuestra vida: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? (Ro. 14:4)”. Y los cristianos sabemos ciertamente quiénes somos: pecadores redimidos por la sangre de Cristo, hombres justificados gracias a la misericordia divina. Esto nos hace ser conscientes de que andamos en esta vida sin poder atribuirnos mérito alguno, ni exigir nada, y sí vivir perdonando y recordando las palabras de aquel rey del que nos habla Jesús: “¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? (Mt 18: 33)”. Porque en definitiva de lo que hablamos aquí es de misericordia y no de otra cosa. Y en esto tenemos un modelo perfecto: Cristo, el cual nos indica que debemos ser “misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso. (Lc 6:36)”. Siguiendo su ejemplo (Mt 11:29), Jesús nos recuerda una y otra vez la actitud correcta del creyente, la que lleva a adquirir la mente de Cristo (1 Co. 2: 16): mansedumbre y humildad.
¿Y cómo podemos desarrollar esta capacidad misericordiosa y perdonadora? En primer lugar, tomando conciencia de la necesidad permanente de la acción del perdón en nuestras propias vidas. Somos pecadores justificados y perdonados (Ro. 5:1), y la Palabra de Dios nos ilustra continuamente de ello, por lo que el contacto con la misma es fundamental. Dios nos invita igualmente cada domingo a recibir dicho perdón, por medio de la Santa Cena. En ella podemos experimentar toda la profundidad y riqueza de la misericordia divina en Cristo. Esta experiencia, nos impulsa y anima a llevar al mundo, con nuestro testimonio de vida, este amor perdonador que recibimos por medio del pan-cuerpo y vino-sangre de Cristo (Mt 26:26-28). En resumen, hablamos de hacer uso de los medios de gracia dispuestos por Dios para nuestra conversión y renovación de nuestra vida. Y siempre tenemos a nuestra disposición también la confesión privada con el Pastor, o la confesión fraterna con los hermanos. Son muchas como vemos, las posibilidades del creyente para avivar y nutrir la conciencia desde la perspectiva de la misericordia y el perdón. ¡Aprovechémoslas!
CONCLUSIÓN
Vivir el perdón como una faceta sana y natural de nuestra personalidad cristiana, es una necesidad siempre, pero quizás mayor aún en nuestros tiempos. Vivimos en una sociedad donde pedir y ofrecer perdón es visto como un signo de debilidad, como algo más propio de niños o personas sin carácter. Pero precisamente la Palabra de Dios nos recuerda que como creyentes, el perdón debe formar parte de una sana praxis cristiana. Para ello nada mejor que ponerlo en práctica en todos los ámbitos de nuestra vida: familia, amigos, trabajo y con el prójimo en general. Pues todo aquel que piensa que puede buscar salvación en el Evangelio y a la vez negar el perdón a su prójimo, vive en un grave error y no ha entendido la dinámica de la salvación (Mt 18:35). ¡Vayamos pues a Cristo en busca de perdón, y salgamos al mundo siendo testigos activos de la capacidad renovadora y sanadora del amor de Dios!. Porque sólo en y desde Cristo, podemos hablar de un perdón verdadero. Que así sea, Amén.
J. C. G. Pastor de IELE

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