domingo, 16 de mayo de 2010

Domingo de Ascensión.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Ascensión

“Celebremos y vivamos la ascensión de Jesús”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: 2º Reyes 2:9-15

La Epístola: Hechos 1.1-11

El Evangelio del día: Marcos 16-14-20

SERMÓN

En la historia de la vida terrenal de Cristo hay un acontecimiento que merece indeleble impresión en nuestro ánimo a fin de que jamás lo olvidemos. Es la última vista que los discípulos tuvieron de su Salvador aquí en la tierra: su gloriosa ascensión a los cielos.

No debemos olvidarnos de este acontecimiento, porque él no ha sido olvidado en las páginas de la Sagrada Escritura, la eterna Palabra de Dios. En la Biblia la historia de la ascensión no consiste solamente en una alusión indirecta o en una referencia oscura, sino en una narración cuidadosa. En verdad, la revelación de Dios a la humanidad no sería completa sin la documentación divina de la ascensión.

¡Qué bien que la Iglesia Cristiana por siglos ha observado el día cuadragésimo después de la Resurrección para acordarse de la ascensión de Cristo a la gloria! La ascensión del Salvador del mundo merece, pues, ser incluida en los libros de la historia, ser alabada en la música y en el arte, sobre todo, que los cristianos en todos lugares y siempre se reúnan para meditar con devoción sobre alguna porción de la Escritura que trata de la Ascensión, y así refrescar sus almas con una consolación rica y perdurable. Oh, amigos redimidos y herederos de Dios: ¡Recordemos la Gloriosa Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo!

Debemos recordarla porque significa:

1. Una misión terminada y

2. Una misión no terminada.

La misión terminada a que nos referimos es la de Cristo. Nuestro Señor nunca hubiera dejado este mundo para ascender a la gloria sin antes haber concluido su misión redentora, recibida del Padre.

Para salvarnos Cristo vino a hacer ciertas obras y a enseñar ciertas verdades. Cristo realizó por completo su misión. Es ahora parte de la historia divina. Los santos evangelistas, entre ellos San Lucas, la han relatado con fidelidad y exactitud por inspiración del Espíritu Santo. En nuestro texto San Lucas habla a Teófilo “de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar”, diciendo que las había escrito en su “primer tratado”, a saber, el Santo Evangelio según San Lucas. Por lo tanto, repasemos brevemente lo que está revelado en el “primer tratado” acerca las obras divinas que hizo nuestro Salvador y de las verdades eternas que enseñó. En los primeros versículos, de su evangelio, San Lucas llama a estas realidades y verdades “las cosas que entre nosotros han sido certísimas, como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron por sus ojos...”

¿Qué es lo que hizo Jesús para desempeñar su misión redentora? Un capítulo tras otro del “primer tratado” relatan cómo Jesús cumplió perfectamente la ley y la voluntad de Dios. Leemos cómo se sometió al rito antiguo de la circuncisión (cap. 2), cómo fue bautizado en el río Jordán, (cap. 3), cómo resistió la tentación en el desierto y los ataques del diablo (cap. 4).

Pero lo que “Jesús comenzó a hacer” se refiere especialmente a su sufrimiento, muerte y resurrección. Antes de poder ser exaltado en su ascensión tuvo que ser bajado en su humillación. Antes de poder ser llevado del monte de los Olivos fue necesario que sudara su sangre a la sombra de aquella misma loma y bajo los árboles de olivo en el huerto de Getsemaní. Antes de poder levantar sus manos para bendecir a sus discípulos fue necesario que esas manos santas fueran horadadas y clavadas en una cruz que fue levantada sobre otra loma cercana, que se llamaba Gólgota. No hay duda de que tuvo que sufrir la muerte más desgraciada que se conoce.

Tuvo que derramar su propia sangre por los pecados del mundo. Tuvo que ser sepultado y cumplir su promesa de resucitar su cuerpo al tercer día. También fue necesario que apareciese a sus discípulos “vivo con muchas pruebas indubitables... por cuarenta días”, como dice nuestro texto. El último capítulo del Evangelio según San Lucas relata algunas de esas apariciones, a saber, su aparición a los discípulos en el camino a Emaús en la tarde del día de la Resurrección.

En esa ocasión aceptó la invitación de ellos a cenar. Luego en esa misma noche apareció a los discípulos y a otros creyentes en Jerusalén en una casa, cuyas puertas estaban cerradas. “Mirad mis manos y pies –dijo- que yo mismo soy, palpad y ved; que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”. En seguida, quiso quitar de los asombrados discípulos el último residuo de duda, comiendo algo de un pescado asado y un panal de miel. ¡Pruebas indubitables de su resurrección!

Otra parte importante de la misión redentora de Cristo fue su obra de enseñanza. Tuvo que enseñar antes de ascender ¿Qué enseñó? Cosas relativas al “reino de Dios”, según las palabras de nuestro texto.

Ensenó que su reino no es de este mundo, un reino terrestre, limitado al pueblo o la tierra de los judíos, sino un reino de gracia, un reino de salvación. En el “primer tratado” encontramos algunas declaraciones de Cristo que nos indican cómo se entra en su reino de gracia, es decir, mediante el arrepentimiento y la fe en las promesas del Evangelio. Dijo Jesús: “He venido a llamar a los pecadores al arrepentimiento” Lucas 5:32. Gracias a Dios por habernos dado el Evangelio según San Lucas. Es el único libro que contiene dos hermosas historias, relatadas por Cristo, acerca del arrepentimiento. La primera es la del hijo pródigo, el hijo que vuelve arrepentido a la casa de su padre; el hijo que estaba muerto y había revivido; que se había perdido y había sido hallado. Capítulo 15. La segunda es la del publicano en el templo que “estando lejos no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho, diciendo: ¡Dios, sé propicio a mí pecador!” Sobre él afirmó Cristo: “Os digo que éste descendió a su casa justificado”. Capítulo 18. Cristo nos presenta estos dos casos como ejemplos de personas que habían hallado la gracia y el perdón de Dios; no así los escribas y los fariseos, cuya religión sólo era exterior. No hay duda de que el Maestro enseñó que para entrar en su reino hay que arrepentirse y aceptar el perdón divino por medio de la fe. “El reino de Dios no vendrá con advertencia; ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios entre vosotros está” Capítulos 17:21-22.

Si bien es cierto que la fe no se ve con los ojos, Jesús no obstante enseñó que los frutos de la fe deben verse mediante el amor que se muestra hacia el prójimo. Por lo tanto, relató otra historia que se halla solamente en el Evangelio según San Lucas: la historia del buen samaritano. Éste, al encontrar a un hombre herido y medio muerto, no “pasó por al lado”, sino que “fue movido a misericordia” y socorrió a aquel pobre hombre, aunque le era desconocido y pertenecía a otra raza. “Ve, y haz tú lo mismo”, dice Jesús a cada uno que oye y lee esta historia. Capítulo 10. Los que son de su reino muestran misericordia y amor.

Al reunimos hoy para conmemorar la gloriosa ascensión de nuestro Señor, es preciso que cada uno se pregunte: “¿Efectivamente me encuentro en el reino de Cristo? ¿Me he arrepentido de todos mis pecados? ¿Los he renunciado y dejado? ¿He aceptado el perdón completo que se me ofrece en la sangre de Cristo? ¿Se manifiesta mi fe en amor hacia el prójimo?" Estas preguntas son urgentes, porque de la respuesta a ellas depende si realmente pertenecemos al reino de Cristo. Tales son las enseñanzas de Jesús. Así como su obra era completa en lo que hacía, asimismo era completa en lo que enseñaba.

Después de terminar su misión redentora, sabe que ha llegado la hora de su gloriosa ascensión a los cielos. Del Monte de los Olivos empieza a ascender, sus manos alzadas en bendición, hasta que una nube le recibe y le quita de los ojos de sus discípulos. En los cielos hay júbilo. Millares de ángeles cantan aleluyas. “Subió Dios con júbilo, Jehová con sonido de trompeta. Cantad a Dios, cantad a nuestro Rey, cantad” Salmo 47: 5. Redimidos somos de la maldición del pecado; vencida es la muerte; abiertas de par en par están las puertas del paraíso. Alabado sea Dios que por su gracia inefable nos salvó a nosotros y a todo el mundo pecador.

II. Pero muchos son los que no saben lo que hizo y enseñó Jesús para la salvación de la humanidad. Ignoran el Evangelio de Cristo. Por eso, hablaremos ahora de otra misión: una misión no terminada, la de nosotros, a saber, nuestro cometido de anunciar el Evangelio a los que no lo poseen. Por lo tanto, recordemos la gloriosa ascensión de nuestro Señor Jesucristo a fin de que por medio de ella encontremos un incentivo para desempeñar con fidelidad nuestra gran misión. Nuestra misión es hacer saber la misión redentora de Cristo.
Jesús no decidió dejar este mundo sin antes comisionar a sus discípulos para realizar la tarea más grande que conoce la historia: “Me seréis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y hasta lo último de la tierra”.

“Me seréis testigos...” Al decir estas palabras Jesús estaba mirando a sus discípulos e incluía a todos, a cada uno de ellos: “Tú, Andrés. Tú, Pedro. Tú, Juan. Tú, Felipe. ¡Me seréis testigos!”
¡Qué incapaces se sintieron! Pero, el Señor que iba a ascender a los cielos y ser glorificado los acompañaría, y por medio de su omnipotencia y el poder del Espíritu Santo estaría siempre cerca de ellos. Les aseguró: “Mas recibiréis el poder del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros”. Esta promesa se cumplió el domingo de Pentecostés cuando recibieron el Espíritu Santo según se lo había prometido Cristo.

Con cuánto celo cumplieron el encargo de Cristo: “Me seréis testigos” Su celo se manifiesta en el libro de los Hechos de los Apóstoles, libro que se podría llamar el “segundo tratado” de San Lucas. Paso a paso iban los apóstoles por Jerusalén, toda .Toda Samaria y mucho más allá. Con sobresaliente rapidez llevaron el mensaje del Evangelio de un lugar a otro. Predicaron y testificaron de las obras y las enseñanzas de Cristo. Escuchemos a Pedro y a Juan en Jerusalén diciendo: “No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” Capítulo 4:20. Y no sólo ellos, sino todos “los apóstoles con gran poder daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús” Capítulo 4:33. El joven Esteban selló su testimonio con su muerte y otros perseguidos y “esparcidos, iban por todas partes anunciando la palabra”, Capítulo 8:4 llegando hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Capítulo 11:19. En Cesárea en la casa de Cornelio, un centurión romano pagano, oímos a Pedro confesar a su Salvador: “Nosotros somos testigos de todas las cosas que Cristo hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén; al cual mataron, colgándole en un madero. A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase” Capítulo 10:39-40. Verdaderos testigos, éstos, no falsos, como algunos de hoy en día que se llaman testigos, pero que hasta niegan la divinidad de nuestro Señor.

Luego San Pablo, el más grande de los apóstoles, con sus compañeros, entre ellos el evangelista San Lucas, llevaron el Evangelio a los confines del mundo civilizado de aquel entonces. Nos faltaría tiempo para mencionar siquiera los nombres de los lugares a que llegaron por tierra y por mar. Nos causa asombro lo que hicieron en tan poco tiempo; no olvidemos empero que fueron impulsados por el poder de lo alto.

“¡Me seréis testigos!” Amigos y hermanos, estas palabras fueron dirigidas también a nosotros, a los Andreses, los Pedros, los Juanes, las Martas y las Marías de este siglo. Bien dijo un consagrado predicador alemán: “Nuestra Jerusalén está cerca de las puertas de nuestra iglesia ¡y no es una ciudad santa en que vivimos!”

Jesús quiere que todos seamos testigos. Nadie debe considerarse demasiado débil o inepto. El retumbo del Salto del Niágara se puede oír desde muchos kilómetros, pero ese salto se compone de distintas gotas que forman el conjunto. Igualmente el magnífico arco iris, que con sus hermosos colores abraza el horizonte, se compone de pequeñísimas gotas. Así nosotros, no importa cuán insignificantes seamos, con el poder de Dios podemos participar en esparcir la luz gloriosa del Evangelio, la obra más importante y bienaventurada que se conoce.

Y hay urgencia en este asunto. Cada segundo, cada vez que respiramos, algún alma tiene que enfrentarse con su Creador. Al contemplar las multitudes que aquí en nuestra patria y en el mundo entero todavía no conocen el camino de la salvación, debemos vivir el llamamiento divino de testificar de Cristo. Luego de aceptar el Evangelio, cada persona debe comunicar a otros el gozo que ha encontrado. Así como esperamos que la vela dé luz al ser encendida y no hasta que esté medio quemada, asimismo debe empezar inmediatamente a esparcir la luz el que se convierte. “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, gente-santa, pueblo adquirido, para que anunciéis las virtudes de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” 1 Pedro 2: 9.

Anunciad la salvación en Cristo cada vez que tengáis la oportunidad. Jesús es nuestro gran ejemplo. En el Nuevo Testamento leemos de unas veinte entrevistas particulares que tuvo con algunas personas. Hasta en la cruz prometió el paraíso al malhechor arrepentido. Así, cada uno de nosotros debe dar testimonio a otros: al vecino, al compañero de trabajo, a las personas con quienes viajamos.

“¿Qué diremos?” han preguntado algunos cristianos. “¿Cómo empezaremos?” Jesús habló acerca del pan a los hambrientos, del agua a los sedientos, del reposo a los cansados. Ser testigo quiere decir participar a otros lo que hemos oído, visto, gustado, percibido, experimentado. “¡Me seréis testigos!” manda Jesús. “Quiero que digáis a otros qué soy para vosotros, y las bendiciones que por mí han experimentado vuestros corazones”.

No es necesario hablar en términos resonantes. Cierto autor cristiano intituló su libro: “¿Qué Valor Tiene Cristo en tu Vida?” y en lenguaje sencillo y sin afectación expone el valor que tiene Cristo en la vida del creyente. No es necesario altercar y porfiar. Con argumentos obstinados y antagonistas no se ganan almas para Cristo. Basta ser testigos, porque nadie puede resistir al creyente que dice: “Sé lo que creo. Sé que Cristo es mi Salvador. Sé que cuando Jesús vino a mi, recibí perdón, vida y salvación. Sé que por medio del bautismo fui regenerado y hecho heredero de la vida eterna. Sé que mi vida está en las manos de Dios y que ‘todas las cosas me ayudan a bien’. Romanos 8:28. Sé que Jesús siempre está a mi lado para oír mis peticiones y para fortalecerme en momentos de tentación. Sé que al fin, por la gracia de Dios y por la fe, llegaré a las moradas eternas.”

El Espíritu Santo usa tal testimonio para suscitar en el oyente hambre de poseer lo que nosotros poseemos y de creer lo que nosotros creemos. ¡Y qué satisfacción nos da saber que somos los Instrumentos de Cristo para llevar a otros el mensaje de la salvación! ¡Qué satisfacción proporciona todo esto al Señor Jesús, a los ángeles y a nuestro buen pastor!

Si no confesamos a Cristo, vendrá el día cuando lamentaremos una vida malgastada. ¡Pero con qué gozo podemos contemplar una vida verdaderamente útil en la mies del Señor! ¿A cuántas almas hablarás tú acerca de tu fe? Ganar a diez almas es mejor que cinco; ganar a cinco es mejor que una; ganar a una es mejor que ninguna. Todos sin excepción debemos ser testigos. Ésta es nuestra obra no terminada.

Y cada vez que nos desanimamos en esta obra, debemos mirar hacia el cielo y recordar la gloriosa ascensión de nuestro Señor Jesucristo, recordar su comisión, recordar la promesa que hizo de enviar el Espíritu Santo: recordar que el tiempo es muy breve. “Porque aun un poquito, y el que ha de venir vendrá y no tardará” Hebreos 10:37. Está para cumplirse la promesa de los ángeles a los discípulos en el monte de los Olivos: “Este mismo Jesús que ha sido tomado desde vosotros arriba en el cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”. Parece que cada segundo que pasa nos dice lo siguiente: “así vendrá... así vendrá... así vendré”. Los cielos están por abrirse y el Hijo del hombre está por aparecer con todos sus santos ángeles. “El fin de todas las cosas se acerca…” 1 Pedro 4:7. Todas las señales de los tiempos proclaman el fin. ¿Qué lo detiene? Sólo el hecho de que en esta undécima hora hay todavía muchas almas que necesitan ser sacadas como tizones del fuego (Amos 4:11). Utilicemos todos los medios a nuestro alcance y hagamos un último esfuerzo por cubrir la tierra con el mensaje de la salvación, porque ha de cumplirse la siguiente profecía de Cristo: “Será predicado este evangelio del reino en todo el mundo por testimonio a todos los gentiles; y entonces vendrá el fin” San Mateo 24:14. Amén.

Bernardo J. Pankow

Adaptado: Gustavo Lavia

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