domingo, 8 de enero de 2012

El Bautismo de Nuestro Señor

“Bautizados en la muerte de cristo”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Genésis 1:1-5

Segunda Lección: Romanos 6:1-11

El Evangelio: Marcos 1:4-11

Sermón

Introducción

El nacimiento y la muerte son hechos que reflejan dos realidades distintas. En el primero, se da inicio a la existencia mientras que en el segundo la misma llega a su fin. Además se dan en esta precisa secuencia: primero se nace y luego se muere. Hasta aquí no hemos dicho nada que cualquier persona cabal no sepa. Sin embargo, ¿es posible que estos dos momentos trascendentales en la vida de un ser humano coincidan en el tiempo?, y ¿sería posible invertir la secuencia de su desarrollo?, es decir, ¿podemos primero morir para nacer luego?. Parece que estamos hablando ahora un lenguaje extraño, cuasi ilógico. Nada más y nada menos que mezclar nacimiento y muerte y alterar el orden de dos hechos que son completamente antagónicos y hasta contradictorios. Y sin embargo todo ello ocurre espiritualmente de esta ilógica manera en el momento en que un ser humano es bautizado: morimos al pecado para nacer a la vida eterna.

Y ello es posible porque Cristo, Nuestro Señor, inició su vida pública y nuestro camino de salvación precisamente con este acto: el bautismo.

El que no tenía pecado se hizo pecado por nosotros

Todos hemos escuchado hablar de un término familiar para los cristianos: el pecado original. Con esta expresión, nos referimos a esa tara espiritual que los seres humanos, precisamente por el hecho de ser humanos y carnales, transmitimos a nuestra descendencia generación tras generación desde la caída de nuestros primeros padres. Una tara que nos separa de nuestro Creador y que, haciendo nuestra la queja del Apóstol Pablo, nos lleva a exclamar “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago..miserable de mí, quién me librará de este cuerpo de muerte” (Rom. 7:19,24). El pecado de Adán y Eva, es decir, la rebelión y el rechazo a la voluntad de Dios y con ello, nuestro deseo de vivir la vida sin seguir la amorosa senda que el Creador nos mostró para nuestro bien, laten aún hoy con fuerza en cada ser humano que nace a este mundo. Es nuestra naturaleza, y lo que es peor, no podemos hacer nada por nosotros mismos para eliminar esta realidad en nuestras vidas. El pecado y la carne llegan a este mundo de la mano. Sin embargo este círculo vicioso y terrible se rompió una vez, con la llegada al mundo de Cristo, nacido de una Virgen por obra del Espíritu Santo, y libre de la mancha del pecado por obra de Dios. Pues sólo uno verdaderamente Justo y libre de culpa, podía ser un sacrificio aceptable para nuestra redención: “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (Heb. 7:26). Y Jesús vino al mundo precisamente para ser él mismo, ése sacrificio que nos libera y abre las puertas de la vida eterna reconciliándonos con el Padre.

Sin embargo pronto llegamos a una aparente contradicción en el Evangelio de hoy, pues si el Bautismo regenera y salva de la condenación que trae consigo el pecado original (Tito 3:5), ¿cómo es que vemos a Cristo siendo bautizado por Juan en el Jordán?, ¿acaso Cristo necesitaba ser redimido también de las consecuencias del pecado?. Ciertamente podemos estar seguros de que Jesús, no habiendo sido concebido de hombre sino de manera sobrenatural, no estaba en absoluto contaminado por el pecado. Y aún así, y para hacerse uno con nosotros, asumió la condición de un pecador ante Dios, no a causa de sus propios pecados sino precisamente de los nuestros. Cristo cargó con la culpa de los pecados de toda la humanidad, y por ello cumple en su bautismo con la voluntad del Padre y con su Justicia: “Pero Jesús respondió: deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia” (Mat.3:15). Con este acto bautismal, Cristo recibe el lavamiento para nuestra regeneración, la cual será completada en la Cruz, y con este acto, se hace solidario con nosotros y por nosotros. Su bautismo es pues la primera muestra de amor de Dios en Cristo hacia la humanidad caída, el primer sacrificio que Él ofrece por nosotros en su vida terrenal. Por ello, vivir la fe cristiana es vivir en la certeza de que nuestros bautismos están conectados también con aquel bautismo llevado a cabo por Juan en la figura de Jesús. Nuestro bautismo recibe su eficacia precisamente de ése bautismo definitivo que nos narra el Evangelio de hoy.

Morir con Cristo para nacer en Cristo

Ya hemos hablado en la introducción de la paradoja que resulta al hablar de muerte y nacimiento en este orden. Sin embargo, este esquema es el que necesitamos para comprender cómo en el bautismo se produce nuestra primera muerte, aquella que está relacionada con el pecado: “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?. ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?. Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo” (Rom.6: 2-4). Esta muerte es necesaria para que la consecuencia del pecado, que es nuestra separación de Dios, quede ahogada en las aguas bautismales, y de allí se levante un hombre nuevo vivificado en Cristo y que recibe el beneficio de la justificación lograda por Él en la cruz: la vida eterna por medio de la fe. Ello es posible por la íntima conexión entre el bautismo de Jesús y su muerte en la Cruz, hasta tal punto que Cristo llama a su muerte una forma de bautismo : “De un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y cómo me angustio hasta que se cumpla” (Luc 12:50). Todo este lenguaje de muerte, resurrección y nuevo nacimiento quedaba en los primeros tiempos del cristianismo, muy bien ejemplificado visualmente en el bautismo por inmersión. Allí el catecúmeno era sumergido completamente en el agua, para salir de ella a semejanza de una tumba. Pero aunque esta práctica no es la habitual actualmente a la hora de administrar el sacramento, los efectos prácticos para la vida del creyente son los mismos: morimos al pecado y somos sepultados con Cristo, para que nuestro viejo ser muera y un nuevo hombre renazca: “A fín de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Rom 6: 4). Por tanto, la aparente incongruencia entre morir primero y nacer después, queda aquí resuelta y aclarada.

Viviendo nuestro bautismo para vida eterna

El agua es fuente de vida, y uno de los elementos más puros que existen en la naturaleza. No es casualidad que Dios la escogiera como signo visible, para un acto tan trascendental en la vida espiritual del hombre como es el bautismo. Desde los inicios de la Creación, el agua ha tenido una consideración especial como leemos en el libro del Génesis, en una prefiguración temprana del propio bautismo: “Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gen. 1:2). Y es este mismo Espíritu el que se hace presente en el Jordán sobre Jesús, donde es declarado “Hijo amado” (v.11), y en quien Dios afirma que tiene complacencia. Cristo con su bautismo, ha cumplido la voluntad del Padre, asumiendo sobre sí la tarea de redención de la humanidad, y dando con ello inicio a nuestra propia redención. ¿Qué debe por tanto significar para nosotros nuestro bautismo a la luz de estos hechos?, ¿y cómo puedo hacerlo algo actual, eficaz y presente en mi vida?. En primer lugar debemos recordar que la eficacia del bautismo es permanente, es decir, su alcance abarca toda nuestra vida, pues: “todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gal. 3:27). Y revestidos de Cristo, ahora nuestra vida mira el futuro eterno con esperanza y la seguridad de que por medio de la fe tenemos una nueva identidad, una nueva personalidad que nos identifica como “Hijos amados” de Dios. Ahora somos incorporados al cuerpo místico de Cristo, junto a todos los creyentes en “un cuerpo, y un Espíritu..un Señor, una fe, un bautismo” (Ef. 4: 4-5). Ya no somos más extraños para Dios, sino miembros de Su Iglesia Universal, de aquellos que han puesto su fe en que muriendo con Cristo: “creemos que también viviremos con él” (Rom. 6:8). Y cada día, al despertar, podemos vivir confiados en estas certezas que hacen que cada nueva jornada, el bautismo por el que fuimos recibidos por Dios como hijos suyos, vuelva a vivificarnos, a garantizar el pacto que existe entre Dios y nosotros por medio de la fe en Cristo. Hemos sido sellados como miembros de la familia celestial, y la mejor garantía de ello es la propia Palabra de Dios, la cual nos asegura que: “ahora que habéis sido liberados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fín, la vida eterna” (Rom. 6: 22).¡Regocijémonos pues por ello y tengamos presente la gracia de Dios derramada en nosotros por medio del Agua y del Espíritu!.

CONCLUSIÓN

Cristo dio inicio a su vida pública en la tierra asumiendo por nosotros la condición de un pecador.

Y para cumplir con la voluntad del Padre, fue bautizado aún cuando no había pecado en Él.

Gracias a ello y a su posterior “bautismo” de sangre en la Cruz, Jesús ganó para nosotros salvación y vida eterna. Y por ello los seres humanos reciben la gracia de Dios que es por medio de la fe en Cristo. Una fe que se nos otorga de manera eficaz también en el sacramento del bautismo. Y todos los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, hemos sido revestidos de Cristo. Para que también nosotros podamos ser proclamados como Hijos Amados del Padre (v.11), y recibamos la acción vivificante del Espíritu Santo.

Recordemos esto, y la nueva vida que hay en nosotros, cada día, en la certeza de que Dios mantiene intacto su pacto de salvación con nosotros, sellado por medio del Agua y del Espíritu, por encima de nuestros pecados y transgresiones. Todo ello por pura misericordia divina y sin mérito alguno por nuestra parte. Sólo por fe, sólo por gracia, sólo por Cristo. Que así sea, Amén.
J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

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