domingo, 24 de octubre de 2010

CRISTO TRAE PAZ.

Domingo

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 24-10-10

EVANGELIO DEL DÍA

Juan 20:19-31
19. Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros.
20. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor.
21. Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío.
22. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.
23. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos.
24. Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino.
25. Le dijeron, pues, los otros discípulos: Al Señor hemos visto. El les dijo: Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.
26. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
27. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
28. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!
29. Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.
30. Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro.
31. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.
Sermón
LA PRESENCIA DE CRISTO TRAE PAZ Y DISIPA NUESTROS TEMORES

Con Cristo tenemos paz en nuestras vidas

“Sin Cristo el mundo no es más que oscuridad y tinieblas”. Estas palabras de Lutero, sin duda se hicieron realidad para los discípulos aquel primer día después de la resurrección. Escondidos y asustados huían de la más que probable persecución por parte de los judíos; desorientados y acobardados seguramente se preguntarían qué hacer, a dónde ir.

Claramente aquél mundo donde no hacía mucho tiempo atrás habían caminado junto a su maestro y presenciando multitud de milagros, se convertía ahora en un mundo de sombras, de amenazas, de muerte en su más pleno sentido. Sin Cristo, el vacío se extendía ahora a sus pies. Y ciertamente, sin la presencia de aquél que es luz (Jn 12:46), las tinieblas progresaban con rapidez a su alrededor. Esconderse fue su única y natural escapatoria. Y así igualmente, cuando nuestra fe vacila, cuando nuestra confianza en Dios se tambalea, nuestro primer impulso es escondernos, tal como hicieron nuestros primeros padres en el Edén al oír la voz de Dios (Gn.4:8).

Pasamos entonces a querer buscar la solución a nuestros problemas por nosotros mismos, anteponemos a la fe nuestras capacidades, nuestra razón, nuestras soluciones, y así sólo conseguimos que las tinieblas aumenten más y más a nuestro alrededor, para terminar al fin encerrados en la oscuridad de nuestras propias ideas y temores. Pues sin Cristo ciertamente todo está perdido (Jn 15:5).

Pero he aquí que el Dios que vino a buscarnos, a rescatarnos de nuestros pecados, una vez más viene a sus discípulos, a nosotros. Aparece en medio de ellos, allí dónde ellos se encuentran, como el buen Pastor que va en busca de los desorientados, y sus primeras palabras son de paz: “Paz a vosotros”, les dice, para dar estabilidad, consistencia y sentido a una realidad que en ese momento no es para ellos más que confusión y caos. El Príncipe de la paz (Is 9:6), vuelve a iluminar el mundo con su presencia, vuelve a dar claridad a aquello que se había tornado oscuro, impenetrable. Y como comprendiendo que estos hombres en su debilidad, necesitan aún más evidencia para salir de su estado de acobardamiento, les enseña sus manos y su costado, las señales del triunfo sobre la muerte, la prueba definitiva de su victoria y de la victoria de todo cristiano. Con su sola presencia Cristo proclama al mundo las palabras del salmista: “Me castigó gravemente Jehová, más no me entregó a la muerte” (118:18). Los discípulos están ahora en presencia de aquél que venció a la muerte, al diablo y al pecado, y se regocijan (Sal 118:24); en un segundo lo que antes era temor y desesperación ahora se torna en alegría, gozo y victoria.

Ahora todo cobra sentido, y todo el temor, la duda, la angustia desaparecen como la niebla matutina. ¿Cuántas veces hemos perdido la paz en nuestras vidas?, ¿cuántos momentos de angustia hemos soportado y sufrido, por no confiar en que Él es el Señor de nuestras vidas, por perder de vista al Pastor y procurar nuestro propio camino? Cuando no vemos salida, cuando todo parece perdido, pasamos a la desesperación, queremos seguridades, certezas, soluciones, y olvidamos que sólo “en Jesucristo se halla la paz” tal como nos enseña el precioso himno. Con Cristo no deberíamos temer nada, pues sus palabras consoladoras siguen llegando a nosotros también hoy: “la paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tengan miedo” (Jn. 14:27). El miedo nos atenaza, nos confunde. Un poco de miedo dicen que evita la temeridad, pero un exceso del mismo nos paraliza, nos lleva a la muerte.

¿Cuáles son nuestros miedos? ¿Dónde nos refugiamos? ¿Dónde nos escondemos? Cuando atravieses momentos de incertidumbre en tu vida, puedes estar seguro que Cristo está contigo, como te lo prometió. “No tengan miedo” nos dice Jesús, pues “yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20).

El envío del discípulo

Jesús no vino a encerrarnos en una burbuja, no vino a aislarnos de los peligros del mundo, tampoco a inmunizarnos del sufrimiento o de las tentaciones. Mucho menos vino a instalarnos en una comodidad paralizante e indiferente, por el hecho de sabernos justificados y redimidos por su sangre. Él quiso y quiere que salgamos de nuestros escondites de seguridades, que abramos las puertas y ventanas de par en par, y que tal como Él es luz, seamos nosotros luz también. Él nos saca fuera del escondite de nuestras propias vidas.

El envío forma parte fundamental de la vida del creyente, y así Jesús envió a aquellos hombres al mundo: “como me envió el Padre, así yo también os envío”. Pero no los envió solos nos dice la Escritura, sino que “sopló” en ellos el Espíritu Santo, dándoles espíritu de vida (Gn 2:7) necesario para rescatar a aquellos que, tal como dice el apóstol Pablo, están muertos en sus pecados (Ro. 6:11). Porque ésa es la situación real del hombre en su estado natural, una situación de muerte espiritual, de vacío de Dios a causa del pecado. Y por ello nuestro testimonio y presencia en la sociedad es tan importante: somos las manos, los pies y la boca de Cristo allí donde vamos; siervos al servicio del Espíritu y su obra de conversión por medio del Evangelio. La fuerza del espíritu es tal, que tiempo después leemos en Hechos cómo estos mismos hombres asustados, concretamente Pedro y Juan, desafiaron a la misma muerte ante el concilio y el sumo sacerdote afirmando que “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. (Hch. 5:29). Sin la fuerza del Espíritu, esto hubiese sido imposible para ellos. La presencia en nosotros de este Espíritu Santo, gracias a nuestro Bautismo, es un don precioso de Dios que siempre deberíamos tener presente, y cuidar que su fuego no se apague (2 Ti. 1:6-8). Gracias a Él, tenemos vida plena en nosotros, y gracias a Él otros pueden encontrar esa misma vida en Cristo.

El anuncio del perdón para el mundo

Pero los discípulos tenían además una misión muy específica, una que los judíos consideraban escandalosa, y que simplemente mencionarla era blasfemia (Mt 9:3): perdonar los pecados.

¿Cómo puede un hombre perdonar los pecados?, ¿cómo puede un pecador anunciar el perdón a otro pecador? A los ojos de los escribas y fariseos esto era ciertamente una temeridad y una provocación. Sólo Dios puede hacer esto, afirmaban. Y aún así Jesús encomienda esta tarea a sus discípulos: “A quienes remitiereis los pecados les son remitidos...” ¿Cómo es esto posible? En realidad Cristo no dio a sus discípulos un poder especial o nuevo, no creó un novedoso sistema para conseguir este perdón, el sistema fue la Cruz donde él dio su vida por todos nosotros. Y gracias a este sacrificio es por lo que la Iglesia puede anunciar este perdón de pecados, por medio de la Palabra y los Sacramentos. Una vez más Jesús nos dice: “Paz a vosotros”, hallaréis paz en mi Evangelio de reconciliación, paz en el perdón anunciado por los discípulos y la Iglesia a través de todos los tiempos, y especialmente paz en mi cuerpo y mi sangre, en el pan y el vino que recibimos cada Domingo. Tenemos misión de llevar al mundo esta pregunta ¿Te sientes agobiado por el pecado y cargado por la culpa?, buena cosa es esta, pues muestra una conciencia sana y deseosa de reconciliación con Dios. Lo preocupante sería no sentir nunca esta culpa, esta opresión que nos causa sabernos transgresores de la voluntad y de Ley de Dios. Y aún así no hay que caer en la desesperación. Anunciamos el perdón de Dios disponible en cada momento, libertad de la carga del pecado por medio del arrepentimiento y la fe en la obra de Cristo. “Paz a vosotros”, proclama el Cristo resucitado de nuevo.

Pero Cristo también encomienda otro aspecto menos atractivo a sus discípulos, menos gratificante para un creyente: “a quienes se los retuviereis, les son retenidos”. ¿Cómo?, ¿se pueden retener los pecados también? ¿No habíamos dicho que lo primordial es perdonarlos? Siempre es fácil dar buenas noticias, anunciar palabras agradables y que tienen buena acogida.

Pero difícilmente alguien quiere ser mensajero de las “malas nuevas”, nadie quiere en realidad cosechar rechazo o indiferencia. Y sin embargo Dios es claro en su Palabra: no hay perdón para el impenitente, para aquél que se enorgullece y se deleita en el pecado. El precio del perdón fue muy caro para el Padre: la sangre de su Hijo, y ese perdón está disponible para todo el género humano, no importa cuán terribles sean sus culpas. Pero este perdón requiere arrepentimiento, humillación ante Dios, reconocimiento de la culpa. Sin esto, el perdón es imposible. Dios sacrificó a Cristo en la cruz, y a nosotros sólo no pide una única cosa: “espíritu quebrantado y corazón contrito y humillado” (Sal 51:17). ¡Poca cosa es esta en comparación con una sola gota de la sangre de Cristo vertida en la cruz! ¡E incluso esto no es obra nuestra, sino del Espíritu que nos quebranta con la Ley de Dios! Recuérdalo cuando sientas que el orgullo se aferra en ti, que la impenitencia hace mella en tu corazón.

La supremacía de la fe

En esto aparece Tomás en escena, que en realidad podría haber sido yo, o tú u otro creyente cualquiera, y repite una frase que quizás sea una de las más repetidas de la Historia: “Si no viere...no creeré”. ¿Qué dices Tomás?, ¿no escuchaste nada?, nosotros vimos sus manos con sus llagas, su costado traspasado, ¡Está vivo! “Si no viere...no creeré”, repite el discípulo. Tomás no era en realidad un incrédulo contumaz, ni tampoco un cobarde por supuesto, como demostró al estar dispuesto al martirio junto a Jesús (Jn 11:16). ¿Qué le ocurrió pues a Tomás? ¿qué le ocurre a un hombre de fe que incluso en él, la duda hace mella?, ¿qué nos pasa a nosotros, cristianos convencidos cuando ante los golpes de la vida, la duda y la incredulidad se ceba en nosotros y nos corroe?. El primer pecado de nuestros padres, fue en realidad la desconfianza respecto a Dios, y Satanás hizo bien su trabajo sembrando la duda en sus corazones por medio de una sola frase: “¿Conque Dios os ha dicho…?” (Gn 3:1). Con estas inocentes palabras se abrió la puerta al pecado en el mundo, pues donde la Palabra de Dios era un baluarte seguro y sólido, todo se volvió de repente inestable, inseguridad y recelo. El viejo Adán aún latía dentro de Tomás, como late dentro de cada uno de nosotros, y aprovecha las crisis y los momentos de presión y agobio para querer tomar el timón de nuestra vida. Cristo anunció con claridad su resurrección (Lc 18:33), pero aún así y ante la gravedad del momento, la duda se abrió paso en Tomás. Ocho días después Jesús vuelve a sus discípulos, y una vez más ordena el desconcierto, aplaca las ansiedades: “Paz a vosotros”, anuncia una tercera vez el Cristo. Tomás no puede creerlo, pero ya no hay lugar para la duda, y sólo acierta a exclamar “¡Señor mío, y Dios mío!”.

Sus manos tocan las heridas de la muerte, pero lo que tiene ante él es la Vida. (Jn. 11:25). Quizás al leer este texto hemos juzgado duramente a Tomás en alguna ocasión, y su duda ha quedado como el ejemplo del incrédulo por excelencia, pero no nos equivoquemos, ¿acaso no somos todos Tomás?, ¿acaso esa misma duda no nos ha atacado en más de una ocasión? La vida del creyente no es un línea recta, sino una ondulación permanente, con subidas y también con bajadas, y precisamente en esos valles de sombra de la duda, es donde Jesús nos anuncia su perdón, y de donde nos rescata como nuestro buen pastor.

Por último Jesús proclama la supremacía espiritual de la fe, en la vida del creyente: “Porque me has visto Tomás creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron”. ¿Han probado a andar con los ojos cerrados, guiados sólo por la voz y las indicaciones de otro? Ciertamente es un ejercicio difícil, pues nuestra mente está acostumbrada a actuar en función de todos nuestros sentidos, de lo que vemos, oímos y tocamos. Dar un paso sin ver, hace que nuestros músculos se ponga tensos, y ese paso se convierte en casi una proeza. A nuestro espíritu le pasa lo mismo, pero sus sentidos son otros, más sutiles, y para dar un paso y seguir a Cristo con confianza, es necesario ejercitarlos por medio de la Palabra, la oración y los Sacramentos. Sólo así nuestra fe se fortalece y se hace lo bastante fuerte para resistir al viejo Adán. En el bautismo recibimos el don de la fe, pero aquí no acaba todo, y así, es necesario que cuidemos este pequeño tesoro, este grano de mostaza (Lc 13:19), para que crezca sano y robusto. En esta vida los creyentes andamos por fe, y no por visión (2 Co. 5:7), y es esa fe la que nos justifica y nos trae la paz de Cristo (Ro. 5:1). La fe de Tomás lo llevó luego hasta la India según la tradición, a anunciar el Evangelio de salvación a muchos, ¿a dónde nos llevará la nuestra?, puede ser a un familiar, a un vecino, a un compañero o simplemente a un desconocido. Hay muchos que necesitan aún oír las buenas nuevas de perdón y reconciliación en Cristo, y nuestra fe puede ser un instrumento precioso en manos del Espíritu para llevarles la Luz, y para proclamar con el Apóstol: “Despiértate, tú que duermes, Y levántate de los muertos, Y te alumbrará Cristo” (Ef.5:14).
“No seas incrédulo sino creyente”, fueron las palabras de Cristo a Tomás, y son estas mismas palabras las que cierran el texto de nuevo, aunque dichas de modos diferente, pues se nos dice que todo ha sido escrito para que “creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre”. Tenemos aquí pues esta Palabra de vida, que nos llega también a nosotros; creamos pues, luchemos contra la duda y la incredulidad, aferrémonos a la Palabra y los Sacramentos y pidamos el auxilio del Espíritu Santo cuando el temor y las sombras hagan presa en nosotros apartándonos de la Paz y de la Luz, y por fin, salgamos a anunciar el arrepentimiento y perdón de pecados en Cristo, así como Él nos envió.

Que el Príncipe de la paz nos sostenga y su luz nos ilumine por medio del Espíritu Santo, y que también nosotros podamos exclamar ante el Cristo resucitado ¡Señor mío, y Dios mío! Amén

J. C. G.

Pastor de IELE

1 comentario:

Noemi dijo...

Hola, les visito nuevamente reciban muchas bendiciones.
Mi blog www.creeenjesusyserassalvo.blogspot.com