lunes, 1 de noviembre de 2010

Día de la Reforma.

Este sermón ha sido predicado en octubre del 2000 por el entonces misionero de MELE Marcos Berndt.

SERMÓN PARA EL 483º ANIVERSAIO DE LA REFORMA - Colegio Evangélico El Porvenir –
Madrid

¿Para qué ser “luterano”?

Gracia, misericordia y paz, de Dios nuestro Padre, os sean multiplicadas, por los méritos de Cristo, y mediante la obra del Espíritu Santo. Amén.

Próximamente, el 31 de octubre, se recordará el aniversario nº 487 de la Reforma, liderada por Martín Lutero, mediante la cual Dios restauró la enseñanza pura de su Palabra en la iglesia. Por ello vamos a meditar en un texto bíblico que nos recuerda las enseñanzas fundamentales que creyeron los reformadores, con la esperanza de imitar su fe. En Romanos 10:5-13 dice: “La de la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas.

Pero la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo); o, ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos). Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado. Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del señor, será salvo.”

En Cristo, queridos hermanos y hermanas en la fe:

Durante una clase de catequesis el pastor le preguntó a los niños: -¿Qué es un santo? –Mirando un vitral de la iglesia, con la figura de san Pablo predicando, un niño contestó: -Un santo es alguien que deja pasar la luz a través de él.

Esta ingenua respuesta dice una gran verdad. Un siervo de Dios no irradia la luz de su sabiduría o virtud personal, sino la luz -la sabiduría y el amor- que viene de lo alto, del Padre de las luces (Stgo. 1:17).

Esto se puede decir de Martín Lutero y es así como él quiere que lo recordemos: que por mirar al árbol, no dejemos de ver el bosque. Recordaremos, pues, la Reforma desde ese punto de vista:

Viendo a través de esos hombres, que fueron instrumentos en manos del Señor de la iglesia, la luz de la palabra de Dios, que es “lámpara a nuestros pies y lumbrera en nuestro camino” (Sal. 119:105). Con esa intención nos preguntaremos: ¿Para qué ser “luterano”?

I – En primer lugar, para creer correctamente

Es evidente que el ser humano necesita encontrar respuestas a preguntas tales como ¿de dónde venimos? ¿Para qué vivimos? ¿Hacia dónde vamos? Y para satisfacer esa necesidad de encontrarle una explicación al misterio de la vida, cree cualquier cosa. Desde sofisticados principios filosóficos, hasta disparates absurdos; cree en sí mismo, en la capacidad o virtud del hombre, la generación espontánea del universo, la evolución de las especies, la ciencia y la tecnología, el progreso... o cree en Alá, Crishna, Javeh, una raza superior, una institución religiosa o su Jefe, una secta, un gurú, Manitú –el gran Espíritu- , la Energía cósmica y que todos somos pequeños dioses, un sistema político, el dinero, un amuleto, el psicólogo, alguna droga, Luis Figo (o Rivaldo) o su propio vientre... “En algo hay que creer”, sentencia la sabiduría popular.

Es cierto, todos creen en algo. Pero solamente hay una verdad. Nosotros creemos que Jesucristo es la verdad, y que el cristianismo es la única religión verdadera. Lo creemos, entre otras causas, por los motivos que recordé en el sermón predicado en San Lorenzo del Escorial: 1 - Por las profecías que se cumplieron en Cristo y sus propias profecías que se cumplieron y están cumpliendo; 2 - porque solamente El venció a la muerte y nos asegura la vida eterna!!!, y 3 - porque el mensaje central del cristianismo se diferencia de todas las demás religiones, poniendo al ser humano pecador en paz con Dios... ¡gra-tui-ta-men-te!. Ahora bien, una cuarta parte de la humanidad dice creer en Cristo. ¿Pero creen correctamente, o están engañados?

Recordando la historia de Martín Lutero vemos que él fue bautizado al día siguiente de su nacimiento; fue criado en un hogar cristiano y por creer lo que creía se hizo monje agustino y fue ordenado sacerdote. Sin embargo, no tenía aún la verdadera fe; no tenía la certeza de la salvación; no tenía paz de conciencia. Vivía atormentado con la idea de morir y presentarse ante el Juez Supremos, y ser condenado por sus pecados.

Por eso, parafraseando nuestro texto, se esforzaba sobremanera para subir al cielo y bajar desde allí la salvación, o para descender a los abismos del sufrimiento y salir a flote habiendo obtenido victoria sobre la muerte. Sin embargo, este hombre aprendió a creer correctamente. Leyendo las Sagradas Escrituras comprendió que nadie vivirá por hacer las obras exigidas en la ley de Dios, sino que vivirá aquel que llega a ser justo por medio de la fe en Cristo. Cuando el atribulado Lutero comprendió las palabras del profeta Habacuc: “mas el justo por la fe vivirá” (2:4), fue como si las puertas del cielo se abrieron ante él. Desde ese momento comenzó a ver a Cristo como a su Salvador, y no como al temible e implacable Juez; comenzó a confiar enteramente en la gracia, renegando de sus propias obras y de sí mismo. Profundizando ardorosamente su estudio en las Sagradas Escrituras consideró a la luz de la palabra de Dios las tradiciones religiosas, los concilios, los padres apostólicos y al mismo papa de Roma, diciendo que éstos podían equivocarse y demostrando que de hecho se habían equivocado. Escribió las 95 tesis cuestionando la venta de indulgencias y debatió ante los teólogos de su tiempo con la espada del Espíritu –la palabra de Dios- en su mano. Ante el emperador Carlos V, en la Dieta de Worms, cuando se le preguntó si se retractaba de sus enseñanzas, contestó con firmeza: “Si no me convencen con las Sagradas Escrituras que estoy equivocado, no me retractaré”. Y por el otro lado, cuando los entusiastas decían recibir inspiraciones directas del Espíritu Santo, fuera de la Palabra escrita, también los enfrentó.

En su célebre debate con Zwinglio, el padre de los anabautistas –actuales bautistas y otros asacramentarios- sobre la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en la Santa Cena, escribió con tiza sobre su escritorio: “Esto es mi cuerpo”, y no se apartó de esa palabra. “Lo dice el todopoderoso Hijo de Dios, y a él tenemos que oír”, insistía. Por eso en su Catecismo, ante las afirmaciones de fe, hace la pregunta: ¿Dónde está escrito esto? Y con esta convicción enseñó, predicó y escribió como fiel siervo de Cristo, dejando pasar a través suyo la luz de la verdad.
¿Para qué ser un luterano? Para creer correctamente lo que está escrito en las Sagradas Escrituras. Saber que cuando la ley, que dice: “el que hiciere estas cosas vivirá por ellas”, lo dice para que reconozcamos que no podemos salvarnos a nosotros mismos y nos humillemos y para que podamos invocar a Jesús como nuestro único Salvador, y obtengamos el perdón, la vida y la salvación por medio de la fe. Creer correctamente, aceptando –sin ver- los misterios de Dios, sobre la predestinación y los sacramentos, sin permitir –como Calvino, Zwinglio y sus seguidores de antes y de hoy lo hacen- que la razón sea el árbitro superior, rechazando aquello que no se puede comprender, y buscándole una explicación más “lógica”, pero desvirtuando muy peligrosamente la gracia de Dios. Creer, no con “la fe del carbonero”: porque lo dice la iglesia, porque lo creyeron así los antepasados, o porque lo cree la mayoría, sino porque uno mismo, personalmente, bebe de la Fuente de agua viva: la Palabra de Dios, “hace sabios a los simples, alegra el corazón y alumbra el entendimiento” (Sal. 19).

I- Para ello, queridos míos, tenemos que ser fuertes y perseverantes. Son muchas las desviaciones posibles; es poderosos y astuto el enemigo de las a almas; nuestra carne es débil.

Creer correctamente significa también imitar a Lutero en el amor a la palabra Escrita, a la Biblia; conocer las maravillosas historias que allí se relatan; saber ubicar los principales versículos, saber qué temas tratan cada uno de los 66 libros que la componen; memorizar pasajes; hacer estudios bíblicos sobre diversos temas; tomarse tiempo para leerla cada día; orar pidiendo que Dios nos haga comprender y creer su Palabra; que nos de hambre y sed por ella, y que nos sacie plenamente con sus manjares celestiales, elevando nuestro ánimo, consolando nuestro corazón, agudizando nuestros sentidos espirituales, para que podamos discernir y desechar los muchos espíritus erráticos, “ciegos guías de ciegos”, que pululan por el mundo. ¡Qué Dios nos ayude a ser buenos “luteranos”, creyendo correctamente, para que no nos suceda lo mismo que a muchos que aún llevan ese nombre, pero han caído en la incredulidad, prefiriendo la teología liberal, la cultura secular o la mortaja de la religiosidad formal, del cristianismo cultural...! Que por el contrario, perseveremos nosotros y logremos convencer a otros, así como lo han hecho y lo hacen tantos verdaderos creyentes en este mundo tan descreído, apoyando con personas, oraciones y bienes la misión y la evangelización, como en nuestro caso.

II – En segundo lugar, a la pregunta ¿para qué ser un luterano? Podemos responder: Para vivir piadosamente.

Una de las críticas que más se le hizo y aún se le hace a la doctrina bíblica de la iglesia luterana, es que si somos salvos por la fe solamente, sin la necesidad de las buenas obras, entonces cada uno hará lo que le plazca; practicará su pecado favorito, porque y cuando crea necesario, se arrepentirá, creerá en Cristo para perdón y será salvo. Y eso no es justo, porque otros lucharon toda su vida para refrenar sus locas pasiones y se consagraron a la ayuda al prójimo y no pueden los primeros, escudándose en la fe y la gracia, obtener lo mismo... Y sostienen su argumentación citando al apóstol Santiago, que dijo que las obras también son necesarias, además de la fe, para la salvación.

Esta crítica a la doctrina de la iglesia luterana es falsa. En las Confesiones de fe que los reformadores presentaron ante el emperador y ante los teólogos del papa dejaron bien en claro la relación entre la fe y las obras. Con su notable maestría Lutero dijo: “Somos salvos por medio de la sola fe, pero la fe nunca está sola, siempre se expresa en obras de amor”. Cuando el apóstol Santiago habla en su epístola de que la fe sola no salva, se refiere a la fe entre comillas, a tener conocimiento pero no confianza, así como el diablo sabe quién es Jesús, pero en lugar de confiar en El, tiembla de miedo con solo escuchar su nombre...

En lugar de menospreciar las buenas obras, Lutero señaló la única fuente de inspiración, de la cual ellas pueden brotar. Comparó el amor de Dios en Cristo con el calor del sol, y dijo que así como el agua de un lago no puede seguir siendo fría cuando recibe el calor del sol, así el corazón humano que por la fe recibe el amor de Dios tampoco puede permanecer frío e indiferente ante las necesidades del prójimo; así como Dios mira hacia abajo y se compadece de nosotros, así el creyente mira a los que están en malas condiciones de vida y los ayuda.

En cuanto a la enseñanza de Lutero y los reformadores sobre las buenas obras, se destacan dos grandes principios: Primero, que deben ser frutos de la fe. Como dijera el Señor Jesús: “Todo buen árbol produce frutos buenos... hagan primeramente bueno al árbol y tendrán buenos frutos” (Mt. 7:17; 12:33;). Es decir, cambiar de raíz: ser convertido de la angustiante religión de las obras –como la que practicaba el monje Martín- a la religión de la gracia, a la fe en las Buenas Noticias del amor salvador de Dios en Cristo Jesús. Solamente de esa fe pueden nacer verdaderas buenas obras ante los ojos de Dios; todo lo bueno que el ser humano haga sin que sea expresión de esa fe, ante los ojos de Dios no es más que pecado, aunque sea repartir todos sus bienes entre los pobres o ser quemado vivo. ¿Por qué? ¡Cómo se puede decir una barbaridad como esa! ¿No hacen buenas obras también los incrédulos y los miembros de otras religiones?

Serán buenas obras ante los hombres, eso no se discute. Pero ante los ojos de Dios son como las del fariseo aquel que enumeraba una larga lista de virtudes, pero al confiar en sí mismo y creerse justo ante Dios por sus propios méritos, rechazaba la gracia de Dios en Cristo, que solamente pueden recibirla los pecadores arrepentidos. ¿Cómo es posible que el diablo sea tan pero tan mentiroso? Acusar a quienes señalaban claramente el origen de las buenas obras, de menospreciarlas...¡Por favor! En segundo lugar, Lutero y los Reformadores enseñaron que las buenas obras ante Dios, además de ser frutos de la fe, debían estar de acuerdo a los Mandamientos de Dios. Con eso desecharon muchas tradiciones inútiles y perjudiciales, como promesas a los santos, peregrinaciones, los votos monásticos, las indulgencias, la veneración de imágenes y reliquias, la construcción de suntuosas catedrales, y muchas otras cosas similares, que no fueron ordenadas por Dios, sino por los hombres. En lugar de ello Lutero enfatizó cada uno de los Mandamientos de Dios, exponiéndolos en profundidad, demostrando que ellos abarcan todas las esferas de nuestras vidas, y que en el ejercicio de la vocación y profesión de cada uno se pueden realizar obras buenas ante los ojos de Dios servirle verdaderamente. Convivir en amor y fidelidad en el matrimonio es hacer lo que Dios ordena en el sexto mandamiento, pero hacer votos de castidad es una imposición humana; criar a los hijos, educarlos para la vida y para Dios, es verdadera buena obra ante los ojos de Dios; trabajar en cualquier oficio honrado puede convertirse buena obra ante Dios, porque se suple alguna necesidad del prójimo. Esta es la verdadera vida piadosa, no de apariencia angelical y superior, sino humilde pero real y concreta.

Esta es la libertad cristiana, decía Lutero. Por medio de la fe somos libres y señores de todo, hijos de Dios y herederos de la vida eterna y del reino de los cielos; pero luego, libremente nos hacemos siervos de Dios y del prójimo y nos sometemos humildemente, con el mismo sentir de Cristo, que siendo Dios hecho hombre, no se aferró a eso, sino que se despojó a sí mismo de sus prerrogativas y privilegios divinos, haciéndose humano; y estando en esa condición, se humilló a sí mismo, convirtiéndose en un sufrido y abnegado siervo, que fue obediente hasta la horrible muerte de la cruz (Fil 4).

¿Qué ser luterano es sinónimo de comodidad, de desprecio por las buenas obras? Todo lo contrario. Es conocer el origen y las características de las verdaderas buenas obras ante los ojos de Dios. ¡Qué Dios nos ayude a vivir piadosamente! Que nuestro hogar, vecindario, lugar de trabajo, patria y el mundo entero sean los destinatarios y beneficiarios de las buenas obras, que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas (Ef. 2:10).

Hagamos el bien a todos, mayormente a los de la familia de la fe, no para ganarnos el cielo con eso, sino porque en Cristo Dios nos ha regalado la vida eterna en el reino de los cielos.

Sin aislarnos del mundo y sin asimilar sus valores tampoco, mostremos la diferencia que existe entre las tinieblas del pecado y la luz del amor de Dios, cultivando los principios y las virtudes cristianas allí donde estemos, resistiendo y oponiéndonos a la corrupción, rechazando al pecado pero amando al pecador.

No inventemos nuevos mandamientos, no nos atemos a tradiciones de la religión servil, allí donde nos tocó estar en la vida, haciendo lo que sabemos, podemos y debemos hacer, sirvamos a Dios sirviendo al prójimo. Y no nos cansemos de hacer el bien, que a su tiempo veremos resultados y recibiremos las recompensas. Pues si bien somos salvos por gracia, somos recompensados de acuerdo a las obras que hacemos en nuestra vida terrenal.
Y por último, la tercera razón para ser luterano, es

III - Para morir bienaventuradamente.

Estimados, ¿cuál es el día más importante de nuestra vida en este mundo? ¿Nuestro nacimiento? ¿El de nuestro bautismo? ¿Nuestro cumpleaños? ¿El día de nuestra graduación? ¿El de nuestro casamiento? ¿El del nacimiento de un hijo? Hay muchos días memorables, pero el más importante de todos es el de nuestra muerte. Ese día dejamos definitivamente este mundo, para ir en espíritu a otra dimensión del tiempo y del espacio; dejamos la vida temporal para entrar a la eternidad. Y así como ya no regresamos nunca más a la tierra, del mismo modo no salimos más del destino al que vamos inmediatamente después de morir.

Nuestro Señor contó el ejemplo del rico incrédulo, que cada día hacía banquetes espléndidos y vestía ropas finas, pero era tan egoísta que ni siquiera le hacía llegar los restos de la comida al pobre mendigo Lázaro, estaba echado a la puerta de su casa, sin más compañía que los perros que le lamían las heridas, y ansiaba saciarse con las migajas de la mesa del rico. Murió el rico y fue al infierno, donde era atormentado por las llamas; murió Lázaro y-por su fe, no por su pobreza- fue al cielo, y en compañía de Abraham, era consolado allí (Lc. 16:19-31). ¿No es el día más importante de la vida aquel que en que vamos a nuestro destino eterno? Y para que ese día sea no solamente el más importante, sino el mejor, el que nos brinde una felicidad inmensa y perfecta, el día de nuestra liberación definitiva de todo mal, necesidad, engaño y lucha, hay que estar preparado para morir bienaventuradamente. ¿Cómo? Pues, por medio de la verdadera fe, y aquí volvemos al comienzo: por enseñarnos a creer correctamente, la doctrina creída y predicada por Lutero y la iglesia luterana nos prepara para morir bienaventuradamente. Nos enseña a desesperar de nosotros mismos, de nuestra justicia propia a la que consideramos “basura” ante los ojos de Dios, y a confiar pura y exclusivamente en la Justicia de Cristo (Fil 3:7-10). A aferrarnos a la palabra de Dios, a sus promesas de perdón y vida eterna, al Evangelio, y resistir así a las acusaciones de nuestra propia conciencia y del diablo, sobreponiéndonos por medio de la fe. Podemos recordar la muerte de Lutero:

Martín Lutero murió a los 62 años en Eisleben, su pueblo natal. Estaba allí para ayudar a solucionar un conflicto. Durante varios años sufría diversas dolencias. Su salud era débil. La madrugada del 18 de febrero de 1546 se despertó sintiendo un frío inusual. Sus amigos, el doctor Justus Jonas y el pastor de Mansfeld, Miguel Coelius acudieron a su lecho de muerte y le preguntaron: "¿Quieres morir creyendo en Jesucristo y sus doctrinas, que has predicado?" Lutero contestó con un claro "Sí". Esa fue su última palabra. Anteriormente había recitado versículos bíblicos y había orado varias veces: "En tus manos encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad" (Sal. 31:5).

Confiando en Jesús podemos esperar y aceptar la muerte sin desesperar, estando seguros de que “partir para estar con Cristo es muchísimo mejor... que el morir es ganancia” (Fil. 1:21-23) para el creyente, aunque es pérdida –por un tiempo- para los que siguen con vida en este mundo.

- A nosotros también nos llegará la hora de morir, tarde o temprano. Frente a la muerte no nos conformemos con las pobres e ineficaces explicaciones fatalistas de la gente en general, por muy bien intencionadas que fueren; no asumamos tampoco explicaciones que pretenden ser espirituales y hablan del tema como los ciegos pueden hablar de los colores; dijo nuestro Salvador Jesús: “Yo soy el camino, nadie viene al Padre sino por mí...” (Jn. 14:6); dijo también:

“Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo” (Jn. 10:9); El, el Todopoderoso Hijo unigénito de Dios, promete solemnemente: “De cierto, de cierto os digo, el que cree en mi, tiene vida eterna” (Jn. 6:47). ¡Bienaventurado el que cree estas palabras y promesas! Está preparado para morir bienaventuradamente, y por lo tanto, para vivir sin terror a la muerte; sin desesperación ante esta terrible y dolorosa realidad. Cuando llegue su última hora, podrá decir como el anciano Simeón cuando sostuvo al niño Jesús en sus brazos: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra, porque han vito mis ojos tu salvación” (Lc. 2:29-30).

Amados en Cristo, el 31 de octubre se recuerda la Reforma de la iglesia. Como corresponde, nos acordamos de esos pastores del rebaño de Dios, que nos predicaron su Palabra. Pero no caemos en el culto a la personalidad, sino que dirigimos la atención a la luz que los iluminó a ellos y que pasa a través de ellos, como a través del vitral de una ventana, y deseamos imitar la fe que tuvieron, creyendo en Cristo y su doctrina, como ellos creyeron.

¿Para qué ser un “luterano”? Para creer correctamente, vivir piadosamente y morir bienaventuradamente. Para ser, en definitiva, un hijo de Dios por medio de la fe en Cristo. Para ser nada más y nada menos que un verdadero CRISTIANO, salvado por la gracia de Dios, por los méritos de Cristo, por medio de la fe.

Y “todo el que invocare el nombre del Señor, será salvo”; “esta es la palabra de fe que predicamos” (Ro.5:13). ¡Qué Dios nos conceda creerla de todo corazón hasta el fin! Amén.

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