domingo, 8 de abril de 2012

Domingo de Resurrección.

“Cristo ha resucitado ¡aleluya!”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección:

Isaías 25:6-9

Segunda Lección: 1ª Coríntios 15:1-11

El Evangelio: Marcos 16:1-8

Sermón

INTRODUCCIÓN

Siempre que nos referimos a la vida de Nuestro Salvador, y especialmente cuando mencionamos la obra que Él llevó a cabo por nosotros, pensamos rapidamente en los acontecimientos de su pasión y muerte. Y solemos detenernos ante la Cruz y nos quedamos allí, contemplándola extasiados ante el impacto del sacrificio de Cristo, y la brutalidad del dolor de su cuerpo martirizado por causa de nuestros pecados. Y ciertamente no es malo que el cristiano tome conciencia ante esta Cruz, de la gravedad de la situación del hombre, hasta el punto de que el único Justo y sin pecado, Jesús, tuviese que ser sacrificado de esta manera para pagar la deuda de la humanidad con Dios.

Pero sin embargo, la obra de Jesús no termina en el Calvario, sino en un sepulcro abierto y vacío. Y es hasta allí hasta donde el creyente, al igual que los discípulos, debe llegar para captar toda la dimensión de la redención. Pues sin resurrección, como dice el Apóstol San Pablo: ”vana es nuestra fe” (1 Cor.15:14).

Las promesas de Dios anuncian la victoria sobre el pecado y la muerte.

Morir, morirse, parece algo de lo más natural paradójicamente. Desde los primeros pasos del
hombre en la tierra, ha sido ésta una realidad que, tarde o temprano ha hecho acto de presencia entre nosotros. Hemos convivido con la muerte a lo largo de la Historia como con una compañera de viaje, y sin extrañarnos por su presencia. Y así el hombre al fín, se ha acostumbrado a pensar que el sentido último de la vida es, que en un momento dado, ésta se acaba sencillamente. Son muchos incluso los que niegan categóricamente que tras la muerte física, haya otro tipo de vida, sea del tipo que sea. Muchos los que prefieren la seguridad y la lógica de un sepulcro cerrado.

Pero la muerte es sin embargo un elemento extraño para nosotros, pues no estaba en el plan
original de Dios para la humanidad el que el hombre muriese. Y así, la causa original de la muerte hay que buscarla en la caída de nuestros primeros padres: “por cuanto la muerte entró por un hombre” (1 Cor.15:21), y en la aparición en la Tierra por causa suya de la realidad del pecado. Pues el pecado es ciertamente la causa de la muerte, tal como nos enseña el Apóstol Pablo : “la paga del pecado es muerte” (Rom 6:23), y el hecho de que muramos es la
evidencia palpable de que somos pecadores desde nuestro nacimiento: “He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:4).

Esta es la cruda realidad para el hombre en este mundo, la realidad que le muestra que en su estado natural, es un ser desposeído de la capacidad de vivir en armonía con su Creador, pues el pecado no puede cohabitar con la santidad de Dios, y esto hace que la consecuencia definitiva del pecado: la muerte, se enseñoree del ser humano hasta hoy.

Pero Dios que es grande en misericordia, desde el mismo momento en que el pecado apareció en el mundo, trazó un plan definitivo para vencerlo. Dió esperanzas al hombre por medio de sus promesas respecto a la restauración futura que en su gracia nos concedería, tal como leemos en el Salterio: “Mi carne también reposará confiadamente, porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Salmo 16: 9-10). Y así, con estas palabras Dios anuncia
que hay esperanza para nosotros, y que: “destruirá la muerte para siempre; y enjugará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros” (Is. 25: 8).

Jesús el Cristo es el cumplimiento de estas promesas de vida eterna, y por ello no podemos quedarnos detenidos en la Cruz, sino que nuestra fe debe llevarnos más allá, al sepulcro vacío, donde la victoria de Nuestro Señor sobre la muerte se hace definitiva. ¿Creemos esto más allá de lo que nuestra razón, desconfianza o miedo nos dictan?. ¡Debemos creerlo sin dudar, pues en ello se sustenta toda nuestra fe!.

La tumba vacía proclama la salvación de Dios en Cristo para los hombres

La fe es nuestro bien más preciado en este mundo pues: “el justo, por su fe vivirá” (Hab. 2:4), y por tanto haremos bien en fortalecerla y alimentarla por medio de la Palabra y los Sacramentos, pues habrá situaciones en la vida donde ella será nuestro único sustento. Y la realidad de la muerte es quizás la prueba definitiva que debemos soportar, y por eso es también comprensible el miedo de las mujeres que fueron aquella noche a la tumba a ungir el cuerpo de Jesús (v8). Al dolor por la pérdida del Maestro, al desconcierto por el vacío de la partida de Aquél que era el centro de sus vidas, se suma ahora el impacto y el miedo a una tumba abierta y vacía. Porque la tumba cerrada es el símbolo de una vida acomodada a la lógica de este mundo material, donde la vida se desarrolla en un espacio de tiempo para al fin, terminar en el silencio de una piedra cerrada. Así, las cosas son como deben ser, según nuestra visión humana.

Pero una tumba abierta atenta contra nuestra lógica, es una afrenta contra la razón, demasiado acostumbrada a ver la realidad según nuestros propios pensamientos, pero lejos de la visión de Dios. Una tumba abierta plantea la evidencia de que el hombre es realmente ignorante del sentido pleno de la vida, y por eso para muchos, esa tumba es sencillamente locura. Los propios romanos y autoridades judías lo sabían y por eso trataron de evitar con una guardia el que los discípulos se llevaran el cuerpo del Maestro: “entonces ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia” (Mt 27: 66).

Trataban así de impedir el anuncio de una resurrección que destruiría los fundamentos del orden humano. Pero no pudieron acallar este anuncio, pues al igual que las piedras son capaces de testificar sobre Jesús y proclamarlo en vida: “Os digo que si estos callaran, las piedras clamarían” (Lc 19:40), también esta piedra del sepulcro removida grita y proclama el fundamento de nuestra fe salvadora, que: “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Cor. 15: 3-4).

Pues no hay poder humano capaz de contener la acción salvadora de Dios entre su pueblo, y es por ello por lo que necesitamos saltar el abismo que separa la comodidad de una tumba cerrada, a la realidad desconcertante pero maravillosa de una tumba abierta, y esto sólo es posible con el auxilio de la fe y la acción del Espíritu Santo.

Cristo está ahora entre nosotros hasta el fín del mundo Cerramos en este Domingo de Resurrección la Semana Santa, pero para muchos esta semana terminó el Viernes Santo. Es como si con la muerte de Jesús se acabase toda la intensidad de estos días tan profundos para
el cristiano. Vuelven a sus propias vidas y no aguardan la resurrección del Maestro, pues ven a la muerte como la losa que cierra el gran misterio de la redención. Sin embargo este enfoque mutila el verdadero sentido de nuestra fe, pues nosotros creemos en un Cristo crucificado y muerto por nuestros pecados, sí, pero también en un Cristo que ganó por nosotros la vida eterna con su
victoria sobre la muerte. Lo uno va ligado indisolublemente a lo otro, y así nuestra Teología de la Cruz lleva implícita también la convicción que expresa el Credo Apostólico: “Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna”.

Por ello, rememoramos la Pasión de Cristo en estos días, como un hecho definitivo del pasado, pero en este Domingo sobre todo, proclamamos un hecho presente y actual: la realidad de que Cristo con su resurrección, está ahora aquí, entre nosotros, según sus propias palabras: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fín del mundo” (Mt 28: 20). Y si creemos que Él fue el primero en precedernos a la resurrección, también creemos que al igual que Jesús, nosotros también resucitaremos a la verdadera Vida junto al Padre. Y como prueba de esta realidad eterna Jesús está aquí hoy en la real presencia de Su cuerpo y sangre, por medio de los cuales nos ofrece perdón de pecados y fortaleza para nuestra alma. Cristo junto a nosotros, por medio de Su
Palabra y de los Sacramentos, como anticipo de nuestra resurrección y vida futura en el Reino de nuestro Padre. Este es el mensaje definitivo de nuestra fe, aquello que nos mueve cada día a vivir con alegría y confiados en las promesas divinas, y no como aquellos que no tienen esperanza (1 Tes. 4:13).

Y así el creyente, tal como el angel del Señor envió a las discípulos, es enviado a su vez al mundo a proclamar: “Que Él va delante de vosotros” (v7), y que ahora, seguimos un sendero donde el
pecado y la muerte ya no tienen más poder sobre nosotros. Es el sendero que Cristo va marcando con sus huellas, para llevarnos a la casa de nuestro Padre, poniendo toda nuestra fe en Sus palabras: “vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn 14: 3).

CONCLUSIÓN

En esta Semana Santa hemos caminado con Jesús hacia el Calvario, lo hemos contemplado siendo abofeteado, azotado, hecho mofa, limpiando de su cara los salivazos, para al fin, verlo crucificado y colgando de la Cruz. Y era necesario recorrer este camino junto a Él, para experimentar la realidad de la perfecta Justicia de Dios, donde Cristo con su sangre, ha cubierto todos nuestros pecados y ofensas.

Los míos, los tuyos, los de toda la humanidad pasada, presente y futura. Pero aunque la Cruz nos consuela con su mensaje de redención, no podemos pararnos aquí. Aún no hemos llegado al final del camino. Pues Jesús ya no está colgado de un madero, y tampoco yaciendo en un sepulcro.

Jesús está ahora en el camino de nuestra vida, junto a nosotros, y para siempre.

¡Un sepulcro abierto lo proclama hoy al mundo, en este Domingo de Resurrección!, ¡Aleluya!.

¡Que así sea, Amén!.

J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo,

Sevilla

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