domingo, 14 de octubre de 2012

20º Domingo de Pentecostés.


”Heredando la vida eterna por medio de la Fe”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     
 

Primera Lección: Amós 5:6-7

Segunda Lección: Hebreos 3:12-19

El Evangelio: Marcos 10:17-22

Sermón

         Introducción

Todos los creyentes y probablemente muchos que no lo son, se han planteado en alguno o muchos momentos de sus vidas la cuestión de la vida eterna. Y al igual que los discípulos (Mc 10:26), y el joven rico del Evangelio de hoy, es posible que aún se pregunten: ¿Qué haré para ganarla?, ¿cómo conseguirla y por cuáles obras o medios?. Porque la mente natural del hombre tiende a creer que esta vida eterna hay que ganarla, y por nuestros propios medios meritorios. Que debe existir un mecanismo aquí en la tierra para ser merecedores de la misma. Sin embargo, la Palabra nos dice precisamente algo muy diferente: que la vida eterna no puede ser ganada ni siquiera por los que se creen fieles cumplidores de la voluntad de Dios y su Ley. Pues esta vida eterna en definitiva no está al alcance del hombre por nada que él pueda humanamente hacer en ella, y que la salvación es un asunto que Dios ya ha resuelto en Cristo para la humanidad. Y si no entendemos esta verdad evangélica, el Evangelio del perdón de pecados seguirá siendo desgraciadamente mal entendido entre los mismos cristianos y “locura a los que se pierden” (1 Cor. 1:18).

         ¿Cómo heredar la vida eterna?

La pregunta del joven rico en el Evangelio de Marcos es quizás, entre los creyentes de todos lo tiempos, la más repetida y la que ha suscitado más momentos de meditación y reflexiones. ¿Cómo alcanzar los umbrales del cielo?, ¿qué hacer para agradar a Dios y ganar su favor?. En la época que le tocó vivir a Lutero, este problema suscitó amplias y grandes polémicas, y hasta engaños terribles como las indulgencias compradas con dinero. Además la muerte era algo mucho más cercano a los seres humanos e inesperada, y pensar en la muerte llevaba inevitablemente a pensar en la vida eterna, y principalmente, en como ser merecedores de la misma. Y al igual que en aquellos tiempos, el ser humano incluso hoy, sigue pensando en gran medida que esta vida celestial hay que merecerla, y para ello ganarla. “¿Qué haré para heredar la vida eterna?” (v17), es la pregunta que el joven le dirige a Jesús, y fijémonos que la pregunta no empieza con un “cómo heredar” sino con un “qué haré”. Pues este joven judío piadoso, estaba acostumbrado a una relación con Dios basada en ganar el favor divino por el cumplimiento de la Ley; y una Ley que él mismo afirmaba cumplir. Con lo cual podemos suponer que simplemente esperaba de Jesús la confirmación de que él ya era de hecho merecedor de esta vida celestial. Por contra Jesús inicia su discurso ante la bondad atribuida hacia su propia persona por el joven rico, con una afirmación rotunda: “Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios” (v18). Con esta frase Cristo iguala a todos los seres humanos en un problema común: que en verdad no hay nadie que pueda jactarse ante Dios de ser bueno y un fiel cumplidor de Su voluntad. Y esto es así a causa de un elemento también común a los seres humanos: el pecado. Pues mientras caminamos por esta tierra no podemos ser otra cosa que pecadores, ya que está en nuestra naturaleza el querer vivir de espaldas a Dios y su voluntad y regir nuestra vida según nuestra propia visión y voluntad: “He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal 51:5). Por tanto si queremos plantearnos la posibilidad de la vida eterna, es necesario primero mirar hacia nosotros mismos y vernos no como creemos que somos, abundando en nuestra propia justicia, que fue lo que le sucedió al joven, sino como Dios nos ve en realidad. Y para ello nada mejor que usar como espejo la propia Ley de Dios: “los mandamientos sabes” (v19), nos dice Jesús. Pero ¡ojo!, los mandamientos no son simple letra que enumera meras actitudes y comportamientos. Si lo entendemos así, la Ley de Dios no nos será de utilidad para ver nuestro reflejo real  en ella. Por contra, la Ley de Dios tiene un espíritu que impregna cada uno de sus preceptos, y es este espíritu el que discierne las verdaderas intenciones de nuestro corazón.  Pues es en el corazón donde radica la sinceridad y el por qué de aquello que hacemos. El joven rico podía creer tener resuelto el problema de su salvación, pero se encontró conque su situación de partida no distaba mucho de la de otros a los que él podría considerar pecadores impenitentes. ¿Cómo entonces podremos nosotros ser merecedores de la eternidad prometida?. ¿No es suficiente la Ley de Dios para ello?. ¿No basta tratar de cumplirla aunque sea de manera imperfecta?.

         La Ley y el Evangelio

Muchas personas creen que la Ley de Dios, al ser un compendio de mandamientos, es algo que con esfuerzo y determinación debería ser fácil de cumplir. Al fin y al cabo esta Ley nos habla de cosas que hay que hacer y de otras que no hay que hacer. Se pudiera pensar entonces que su cumplimiento es algo relacionado con la voluntad humana y nada más. Y ciertamente la Ley podría llegar a ser relativamente fácil de cumplir si nos quedásemos en lo exterior meramente, de lo que se ve al ojo común. Sin embargo la Palabra nos enseña que la voluntad de Dios para los hombres tiene más que ver en realidad con aquello que anida en nuestros corazones: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre“ (Mr 7:21-23). Y siendo así, la Ley de Dios nos exige una intención pura y perfecta del corazón en cada momento, y además el cumplimiento íntegro de la misma y de cada uno de sus mandamientos: “ni una jota ni una tilde pasará de la Ley” (Mt 5:18). Y ya hemos visto cómo este joven rico afirmaba cumplir los mandamientos de Dios, lo cual desde una óptica humana era probablemente cierto. Sin embargo Jesús no lo alabó por este hecho, ni tampoco le garantizó la entrada al Reino por ello, sino que viendo las profundidades de su corazón le mostró que estaba lejos del cumplimiento íntegro de la Ley. Y es que cualquier cosa que atrape nuestra voluntad y deseo, será el dios que gobierne nuestra vida, y el obstáculo para cumplir no ya toda la Ley de Dios, sino siquiera como en este caso el primer mandamiento de la misma: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Dt 5:7). Pues este joven tenía en realidad otros dioses terrenales, que en la práctica eran en su vida más poderosos que la Ley de su Dios: sus riquezas. Los discípulos quedaron aterrados ante esta situación pues, si un aparentemente joven justo no puede ganar el cielo con esta justicia: “¿quién pues podrá ser salvo?” (Mr 10:26). Los cristianos sabemos sin embargo, que para nosotros el cumplimiento íntegro de la Ley es imposible, pues nuestra voluntad pecaminosa lo impide. La Ley es perfecta, pero nosotros estamos lejos de serlo. ¿Cómo obtener entonces esta herencia divina por medio de Ella?, ¿por cuál medio agradaremos a Dios entonces?. Y aquí es donde entra en juego la fuerza liberadora del Evangelio, pues no es por nuestra propia justicia o santidad por lo que podremos traspasar los umbrales de las moradas celestiales. Sólo pues la fe en la obra de Cristo en la Cruz será la llave que abra estas puertas para nosotros, pues Él y sólo Él ha cumplido de manera perfecta la Ley por y para nosotros, y pagado el precio de nuestra salvación con su sangre. Él “que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes  y sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap 1:5-6). ¿Eres consciente de tu incapacidad en cumplir de manera perfecta la Ley de Dios?, no desesperes y aférrate a la Cruz, la nueva Ley del Amor de Dios en Cristo. Pues esta Ley sí puede salvarte aún en tus errores y pecados, ya que está rebosante de la gracia y misericordia divinas para tí.

         La Fe es la respuesta

El Señor le indicó al joven rico dónde radicaba el pecado en su vida, aquél que hacía que de hecho no cumpliese la Ley de Dios. No le indicó sin embargo un mandamiento nuevo, como se pudiera pensar, sino que compendió los mandamientos en uno sólo: amar a Dios y al prójimo sobre cualquier otra cosa en este mundo, incluidas sus muchas riquezas: “anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás tesoro en el cielo” (v21). Y Jesús, amando a este joven como querida oveja de su rebaño, lo llamó también a seguirle: “ven sígueme, tomando tu cruz” (v21). Este Amor es el que nos llama al seguimiento también a nosotros, y a dejarlo todo llegado el momento. ¿Y cómo seguirle si no nos impulsa a ello la fe?, pues seguir a Cristo no es cuestión simplemente de querer tener un modelo ético-moral a imitar, o convertirlo en un icono inspirador para los momentos difíciles. Quien hace esto con la figura de Cristo desperdicia la mejor parte de su obra y la esencia del por qué vino a este mundo. Seguir a Cristo sin embargo, implica entregar por medio de la fe nuestra vida presente y futura en sus manos, confiando en que por medio de su sacrificio en la Cruz, fuimos comprados a gran precio para salvación y vida eterna: “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:20). Pues no olvidemos que el cristiano no vive en la incertidumbre de su salvación futura, sino en la seguridad de que esta salvación ya lo ha alcanzado y es suya por medio de la fe en Cristo: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom 10:9). No hay por tanto obra que tú puedas hacer para agradar a Dios en relación a tu salvación, pues no hay obra más grande que aquella realizada por Jesús en el Calvario en beneficio de toda la humanidad. Y para hacer tuyo el beneficio de la obra expiatoria de Cristo sólo necesitas una cosa: fe. Pide pues como los discípulos: ¡Señor, auméntame la fe! (Lc 17:5).

         Conclusión

El joven rico se fue triste, pues su corazón estaba con sus riquezas, y por ello lejos de Dios, pues “donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc 12:34). En su confusión pensó que podía ganar la vida eterna por su propia justicia, por sus propias obras, sin ser consciente de que el hombre está incapacitado para cumplir de manera perfecta y por tanto válida la Ley de su Dios a causa del pecado. Sin embargo aquella pregunta trascendental“¿qué haré para ganar la vida eterna?”, obtuvo una respuesta clara de Cristo: Déjalo todo y sígueme; deja de aferrarte a la felicidad de este mundo y sígueme; ama a Dios y al prójimo sobre todas las cosas y sígueme; déja de intentar ganar el cielo por tí mismo y sígueme. Cristo es pues la respuesta definitiva a esta pregunta, para el joven rico y para toda la humanidad, pues sólo Él hace posible la salvación y vida eternas para el mundo entero por medio de la fe en su Obra. ¡Que así sea, Amén!                                               

                                      J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                            

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