lunes, 9 de diciembre de 2013

2º Domingo de Adviento.

”El Reino de los Cielos se ha acercado” TEXTOS BIBLICOS Primera Lección: Isaías 11:1-10 Segunda Lección: Romanos 15:4-13 El Evangelio: Mateo 3:1-12 Sermón •Introducción El Domingo pasado abrimos el tiempo de Adviento con una llamada a estar despiertos, y a vivir en la seguridad de que esperamos la llegada inminente de nuestro Señor y Rey. Una espera que conmemoramos en este tiempo litúrgico, el cual nos sirve como tiempo de preparación y meditación sobre el gran misterio de un Dios que viene a este mundo, y que por medio de su encarnación, se hizo hombre. Él vino a habitar entre nosotros, y fundamentalmente a reconciliarnos con el Padre para que un día, podamos caminar junto a Él por las sendas celestiales. Y esta llegada, este advenimiento (Adviento) a esta creación caída no fue una improvisación de Dios, algo que decidió de manera precipitada. Todo responde a su plan divino desde el principio de los tiempos (Gn 3:15), para restaurar aquello que nosotros habíamos dañado y destruido: la comunión con el Padre. Este es, después de la propia Creación, el plan maestro de Dios para esta realidad. Un plan que fue anunciado y proclamado para que “el que tiene oídos para oir, oiga” (Lc 8:8), y así podamos estar preparados para esta llegada y gozarnos en ella. Porque Dios no ha querido escondernos su voluntad, ni privarnos de conocimiento, sino que ha compartido misericordiosamente sus planes para con nosotros, para atraernos hacia Él, como un padre amoroso. Meditemos pues hoy en este gran misterio que nos llama a estar atentos, a estar preparados ante este hecho admirable, pues: “He aquí, que para justicia reinará un rey” (Is 31:1a). •El reino de los cielos se ha acercado A veces tendemos a pensar en el Reino de los Cielos como algo extraño y distante, e incluso como un lugar lejano a donde el hombre difícilmente puede llegar. Y ciertamente son muchas las cosas que desconocemos de este Reino, pues algunas pertenecen a aquellos misterios que Dios en su infinita sabiduría, no ha tenido a bien revelarnos. Sin embargo la Palabra sí nos ofrece información suficiente para que sepamos cosas importantes sobre el mismo. Sabemos por ejemplo que en él existe gozo y felicidad, pues no puede ser de otra manera el compartir eternamente la presencia de Aquél que es todo Paz y Amor. Y también sabemos que la llave que abre la puerta de este Reino no es otra que la fe en la obra suprema de Cristo en la Cruz, siendo que: “el hombre es justificado por fe, sin las obras de la Ley” (Rom 3:28). Y a esto añade hoy Juan Bautista en su proclamación en el desierto de Judea otro hecho que nos ha sido dado a ser revelado: el Reino no es estático, sino dinámico, hasta tal punto que puede alcanzarnos allí donde nos encontramos nosotros: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (v2). ¿Cómo es esto posible?, se preguntarán muchos. Y si pensamos en términos geográficos esta revelación se nos tornará incomprensible ciertamente, ¿cómo puede un lugar, un reino nada menos, desplazarse y cambiar su ubicación?. Pero para entender esta verdad, debemos cambiar nuestro esquema de pensamiento, porque el Reino aquí en la tierra no es un lugar propiamente dicho, sino un nuevo estado de la realidad, con una transformación completa de los corazones por medio del arrepentimiento, la gracia de Dios y su perdón en Cristo. Y nuestra realidad, ya ha sido de hecho transformada radicalmente por la llegada de Cristo a este mundo. Ahora, en esta nueva realidad nos son anunciadas buenas nuevas de gracia y salvación de parte de Dios, pues por medio de Jesús podemos ver a un Padre amoroso que tiende su mano en medio de la oscuridad donde el hombre se encuentra. En Cristo hemos dejado pues de ser enemigos irreconciliables de Dios para pasar a ser sus hijos amados. Y, ¿no es motivo de la mayor alegría saber que Dios nos ama tanto que ha venido a morar entre nosotros?, ¿que gracias a su amor infinito y a la obra de Cristo no tendrá más en cuenta nuestras traiciones y pecados?. En este nuevo Reino de gracia, no caminamos en el temor o la oscuridad, sino en la serenidad y la confianza que nos da la luz. Luz que nos fue anunciada y que viene a nosotros para alumbrar nuestras vidas y nuestro camino: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.” (Jn 1:6-8). •Preparad el camino del Señor Sabemos que Cristo y su Reino de gracia llegaron a este mundo, y que debemos esperar aún su regreso definitivo de a la tierra. Pero, ¿podemos esperar sin más?, ¿o necesitamos prepararnos de alguna manera para esta llegada?. Normalmente nos preparamos a conciencia para los grandes acontecimientos, incluso con meses de antelación. Cuidamos todos los detalles, y en los momentos importantes, incluso visualizamos cómo será ese momento esperado. Y si importantes pueden parecernos los compromisos y hechos de esta vida, para el cristiano no hay nada más importante que estar preparados para el encuentro definitivo con su Señor y Salvador: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (v3). Sí, necesitamos preparar su camino, preparándonos también nosotros, y por ello una buena manera de preparar este encuentro es aprovechar este tiempo litúrgico del que disfrutamos cada año, para ahondar y profundizar en el fundamento de nuestra fe. Para mirar a nuestra propia vida y ver que sin Cristo en realidad sería una vida fría y dominada por la lacra del pecado y la desesperanza de la muerte. Sí, un mundo sin la Buena Noticia de un Dios que viene a morar entre los hombres y a traerles gracia y reconciliación, sería un mundo apagado, sin verdadera Vida, a semejanza de aquellas estrellas frías y muertas que existen en el Universo. Estrellas que han extinguido su vida y energía hasta no ser capaces casi ni de brillar. Y tristemente muchas personas alrededor nuestra son como estas estrellas, aparentan vida pero en realidad transitan senderos de muerte, pues como nos recuerda Cristo: “separados de mí, nada podéis hacer” (Jn 15:5). Por ello es importante preparar el camino del Señor, como nos exhorta Juan Bautista, empezando por acondicionar nuestra propia vida. Y no, no basta con hacer arreglos de última hora a toda prisa, meramente superficiales, como aquellos fariseos y saduceos que acudían al Bautismo de Juan buscando escapar de la ira divina, pero sin arrepentimiento ni una verdadera conversión del corazón (v7). No, es necesario trabajar a fondo y considerar y meditar a la luz de la Palabra que: “él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Ef 2:1). Y a partir de aquí, y de tomar conciencia de lo que éramos alejados de Dios, y del gran don y privilegio que hemos recibido por pura gracia, la luz de Cristo se nos tornará de una intensidad deslumbrante, no dejando de iluminar hasta el más oscuro rincón de nuestro corazón. Y en aquellos cuyas vidas transitan por valles de sombra y de muerte, se hará realidad el anuncio que los sacará de todas sus prisiones: “levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef 5:14). Necesitamos pues aprovechar este tiempo sereno y que anticipa el advenimiento de la Luz, para que antes de que seamos machacados y presionados de nuevo por la intensidad de esta sociedad consumista y materialista, podamos escuchar la voz que, desde el desierto, nos llama a interiorizar y meditar en estos misterios. •Haced pues frutos dignos de arrepentimiento El profeta Juan destruyó la autosuficiencia de aquellos maestros de la Ley que tanto confiaban en su santidad y ascendencia genealógica: “No penséis decir dentro de vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aún de estas piedras” (v9). Pues estos hombres ponían su confianza en lo que ellos eran ante los hombres, y en cómo Dios debería considerarlos según su propia visión. Pero no pensemos insensatamente como ellos, y no seamos tampoco arrogantes aún estando justificados del pecado por la sangre de Cristo. Y así, ante el Señor, presentemos cada mañana, cada día este fruto: un corazón contrito y humillado, pues: “al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal 51:17). Un corazón no envanecido y que cada Adviento se maravilla de que Dios haya hecho tan grandes cosas entre nosotros. Pues son precisamente los corazones orgullosos y endurecidos como aquellas piedras de las que habla el profeta Juan, los que deben ser ablandados para que Dios pueda sacar de ellos por medio de la fe, verdaderos Hijos de Dios. Y para mantenerlos así, maleables para la obra de Santificación que el Espíritu Santo lleva a cabo en nosotros, es necesario que la Palabra siga amasándolos y trabajándolos contínuamente. Y al igual que toda obra da frutos, esta obra del Espíritu genera frutos de arrepentimiento, donde no sólo en las fechas señaladas del calendario litúrgico, sino cada día, examinamos nuestra vida y nos damos cuenta de cuánto dependemos de la gracia y la misericordia divina. Cada día nos presentamos ante Dios, y reconocemos cuán débiles e inútiles somos, e imploramos que siga sosteniendo su Reino de perdón y salvación entre nosotros. Así pues, ¿Te sientes cargado por tus debilidades y faltas?, ¿inútil ante la Santa voluntad divina expresada en su Ley e incapaz por ello de encontrar paz y sosiego?. Si es así, no deseperes, pues cumplir esta voluntad por tus propios medios y fuerzas es ciertamente imposible para tí, pero no así para Cristo. Pues Él vino al mundo: “para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn 10:10), y para que todos aquellos cuyo arrepentimiento les lleva a buscar ansiosamente el perdón y la misericorida de Dios, lo puedan encontrar y gozar de la verdadera Paz. Y para ello Dios sólo necesita de nosotros, como indica Juan, no nuestra supuesta bondad personal o santidad, sino nuestros frutos de arrepentimiento. Esos que ante Su perdón por medio de la sangre de Cristo, nos llevan a exclamar como Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20:28). •Conclusión Juan Bautista es el profeta del arrepentimiento y la conversión, y de la misma manera que debemos tener presente la necesidad de ofrecer a Dios cada día estos frutos, debemos igualmente tener la absoluta seguridad de que ante ellos recibimos el perdón y la absolución de Dios por medio de nuestra fe en Cristo y su obra. Y en estas fechas de Adviento confiamos plenamente en las promesas del Padre, y en que por medio de nuestro bautismo, el Espíritu santo nos ha ungido como Hijos de Dios y ciudadanos de su Reino. Y para aquellos que aún no han encontrado la puerta a este Reino, que andan perdidos y sin esperanza en este mundo, les anunciamos la llegada del Reino de gracia y la promesa de Cristo: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Jn 10:9).¡Que así sea, Amén!. J.G.C. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo

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