domingo, 23 de septiembre de 2012

17º Domingo de Pentecostés.


”Poniendo la mente en las cosas de Dios”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

 

Primera Lección: Jeremías 11:18-20

Segunda Lección: Santiago 3:13-4:10

El Evangelio: Marcos 9: 30-37

Sermón

         Introducción

Al ser humano le gusta vivir la vida según sus propios criterios, siendo el director de la misma, y a casi nadie le gusta que otro decida los pasos que ha de dar en ella. Desde la caída, el ser humano se ha empecinado en vivir la vida según su única y exclusiva voluntad. Y si a ello le sumamos el deseo de anteponer nuestros deseos carnales a la voluntad del Señor, tenemos la mezcla perfecta para que nuestra mente comience a buscar su propio camino y trate de conformar la realidad a su propio parecer, resistiéndonos incluso en algún caso a los designios de Dios. Los Apóstoles no fueron ajenos a este hecho, y así en un primer momento se escandalizaron incluso del plan de salvación. Crearon en sus mentes una idea de cómo debían ser las cosas junto a Cristo, y comenzaron a organizar el Reino según sus propios deseos y su visión particular. No querían entender que, tal como nos recuerda Dios en su Palabra: “mis pensamientos nos son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos ” (Is 55:8), y de la importancia de renunciar a nuestros propios deseos y anhelos, para conformar nuestra mente según la voluntad del Padre.

         La voluntad del hombre no puede prevalecer sobre la de Dios

La paciencia es una virtud necesaria en muchos ámbitos de la vida, y en muchos casos es imprescindible. Un maestro se aplique a la disciplina que sea, necesita cultivar la paciencia como método para romper la dura cáscara que la ignorancia o la obstinación de un discípulo suelen llevar puesta. Y Jesús mostró con los Apóstoles una gran paciencia, como podemos leer en el Evangelio de Marcos. Pues no era la primera vez que Cristo les explicaba y aclaraba cuál era en realidad su misión aquí en la tierra (Mr 8:31), de cómo debía desarrollarse la misma y la manera en que el plan de Dios llegaría a su cumplimiento. Y de nuevo Jesús, como vemos en la lectura de hoy, les anunció a los Apóstoles la dinámica del plan de salvación, el cual incluía rechazo, muerte y resurrección: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán: pero después de muerto, resucitará al tercer día” (v31). Sin embargo, aun habiendo tenido conocimiento de este plan, los discípulos no entendían que el camino que se les ofrecía no es otro que el camino de la Cruz, e intuían en las palabras de Jesús, no la victoria mesiánica que ellos habían imaginado, ni la instauración de un reino al más puro estilo terrenal. Parecían percibir que a partir de ahora, su vida sería transformada en una vida de sacrificio que les conducía a seguir a su maestro hasta el mismo Calvario. Los discípulos, hombres carnales también, trataron de crear una realidad acomodada a sus propias ideas y deseos, y haciéndolo cerraron sus oídos a Cristo siendo invadidos por la inseguridad y el miedo: “Pero ellos no entendían esta palabra, y tenían miedo de preguntarle” (v32). La confianza en su Dios y en el hecho de que Él siempre quiere lo mejor para nosotros flaqueó, llegando incluso en el  caso de Pedro, a oponerse al plan de salvación para la humanidad: “Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle. Pero Él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! Porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mc 8: 32-33). Así también nosotros vivimos la vida en muchas ocasiones; queriendo caminar en la comodidad de una fe adaptada a nuestros criterios personales, pero sin entender que en este mundo, a veces, el dolor y el sufrimiento son las cruces que nos toca llevar: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mc 8: 34). Esta es una realidad muy dura para nosotros, pues no se nos promete felicidad sin medida, ni una vida siempre próspera, pero sí fuerza y sostén para enfrentar los momentos difíciles. Y es que en el fondo, todos creemos saber qué es lo mejor para nosotros mismos e incluso para los demás, pero olvidamos que sólo Dios tiene la visión de conjunto que permite saber qué es lo mejor en cada momento, y de cómo deben ser las cosas. Nuestro entendimiento es limitado e imperfecto, y sólo podemos ver pequeñas parcelas de la vida, de ahí que nuestro juicio suela errar fácilmente al abordar cuestiones trascendentes y profundas. Por ello el cristiano reconoce en humildad que la única voluntad que puede y debe prevalecer es la del Señor, aunque sus designios sean incomprensibles en ocasiones para nosotros. Preguntémonos pues: ¿Nos hemos rebelado alguna vez, enfrentando nuestros propios intereses contra la voluntad del Padre?.

         Dios rechaza nuestros deseos egoístas

No sabemos si la elección de tres discípulos (Pedro, Jacobo y Juan) para presenciar la transfiguración de Jesús (Mc 9: 2-13), pudo haber generado suspicacias entre los Apóstoles, las cuales les llevaron a polemizar y plantearse algo tan mundano como los roles o la jerarquía entre ellos. Aún así es evidente que en el ser humano anida el deseo de la primacía, de estar sobre los demás, de tener siquiera un atisbo de poder sobre otros. La atracción del poder, el querer ser importantes, es algo innato al ser humano desde los comienzos de la humanidad en este mundo, pero Jesús nos advierte repetidamente que la actitud correcta del creyente debe ser, no la del poder o la primacía, sino la del servicio: “Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos” (v35). Porque recordemos que hemos venido a esta vida con dos misiones para cumplir: amar a Dios por encima de todas las cosas y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Lc 10:27). Ambas están tan íntimamente relacionadas que no es posible cumplir una sin cumplir la otra. Y Jesús es nuestro ejemplo para ello, pues amando al Padre y sirviéndole al someterse a Su voluntad, se convirtió a su vez en servidor nuestro rescatándonos de la oscuridad donde nos encontrábamos. Y si olvidamos este requisito básico del servicio en nuestra vida, pronto el viejo Adán comenzará a generar en nosotros otros deseos y otras inquietudes. Nos será difícil sacrificar nuestro tiempo por otros, dedicar esfuerzo a ayudar allí donde sea necesario, actuar para que la Palabra sea proclamada y ver en los demás a aquellas ovejas sin pastor de las que hay que tener compasión (Mc 6:34). Y debemos tener en cuenta llegado este caso, que incluso la Iglesia como comunidad puede convertirse también en un refugio para nuestra conciencia, pero desconectada del mundo sufriente que aguarda fuera de ella. O peor aún, puede convertirse en el medio para alcanzar nuestras aspiraciones de relevancia y poder. Y ya hemos comprobado que ni los Apóstoles estuvieron libres de caer en este pecado. El mensaje de Jesús ante esto es claro: Dios rechaza toda aspiración en la vida de fe que no se oriente al servicio y a la entrega personal por la causa del Reino, y Él es el modelo a seguir. ¿Qué nos mueve a nosotros como creyentes en relación a nuestra fe?. Ya hemos dicho que debiera ser el amor a Dios en Cristo en primer lugar, pero inmediatamente también el amor por aquellos que no conocen al Padre, pues desconocen a Jesús, y por todos los que sufren en general. Si anteponemos esto a todo lo demás, caminaremos en la dirección correcta y nuestra fe crecerá y se robustecerá, de lo contrario nuestra voluntad irá torciéndose hacia los deseos egoístas que buscan únicamente el beneficio propio.

         Sirviendo a Cristo en los más débiles

Servir a un rey ha sido considerado a lo largo de la Historia todo un honor. Tal es así que en los banquetes reales de España y otros países, no era infrecuente que los sirvientes cercanos a la monarquía fuesen nobles de alto rango. Sostener la copa del rey o vestir a una reina era un privilegio reservado a unos pocos escogidos. Sin embargo servir a un mendigo puede parecer a los ojos del hombre, un servicio menos digno o importante como para ser tenido en cuenta. De nuevo, solemos asociar la importancia del servicio con la dignidad y el poder del que lo recibe. Pero para Jesús, el enfoque es totalmente diferente: “Y tomó a un niño, y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos, les dijo: El que reciba en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió” (V36-37). Con este ejemplo Cristo nos transmite que el servicio a alguien tan aparentemente indefenso y falto de poder como un niño, es un servicio muy valioso a los ojos de Dios. Servir al débil e indefenso, al marginado, al que no puede valerse por sí mismo, es servir a Cristo mismo y por ende al Padre. No hay pues servicio pequeño o falto de importancia, y precisamente son aquellos que más lo necesitan en nuestra sociedad los que deben ser servidos con más esmero. Nuestro Dios no se olvida de los más necesitados y desvalidos, y de ello la Palabra nos da muchas y precisas muestras: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Stg 1:27). Por otro lado, este niño elegido y dignificado por Jesús ante los discípulos como modelo de su enseñanza, nos llama a vaciar nuestra mente de prejuicios y de temores, y a entregarnos a Cristo con la confianza propia de los más pequeños. De alguien que no duda que Jesús ha venido a traernos el mejor regalo que es posible recibir en esta vida, y a aceptarlo sin reservas: perdón y reconciliación con Dios. Pues un corazón que recela o desconfía, es un corazón que no puede disfrutar de la Paz de Dios en Cristo, ya que no cree en fe en las promesas divinas. Un corazón así es: “semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Stg 1:6). Por ello si queremos servir: “renovaos en el espíritu de vuestra mente” (Ef. 4:23), y vivamos en la confianza plena en la voluntad del Padre, viviendo en la paz de Cristo.   Y luego, sirvamos a otros como testimonio del Amor de Dios que reside en nosotros por obra del Espíritu Santo. 

         Conclusión

Nos gusta ver la realidad según nuestros propios criterios y solemos oponernos a todo lo que no encaja en nuestros planes. Sin embargo, en nuestra relación con Dios no podemos aplicar este enfoque. Moisés fue enviado a enfrentarse a Faraón contra su voluntad, Jonás fue a Nínive después de huir de Dios, Pedro se opuso inicialmente al plan de salvación, y probablemente algunos de nosotros no quisimos en algún momento, oír la voz del Padre indicándonos algunos de los caminos que debíamos transitar. Pero la voluntad divina es la única que puede llevarnos sin embargo por caminos de Verdad y Vida. Y esta voluntad además nos llama a abandonar nuestros egoísmos y deseos mundanos, y a concentrarnos en lo verdaderamente importante: el servicio a Dios y al prójimo. Y dentro del servicio, se nos enseña que los más débiles tanto en lo espiritual como en lo material son la opción preferida del Padre. Agucemos pues nuestros sentidos espirituales, miremos alrededor buscando lugares donde el dolor, el sufrimiento y sobre todo, la necesidad sanadora del Evangelio sea manifiesta, y haciéndolo así: “servios por amor los unos a los otros” (Gal 5: 13).¡Que así sea, Amén!.                             
                          J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                            

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