domingo, 2 de diciembre de 2012

1º Domingo de Adviento.


“¿Cómo vivir cuando el Reino de Dios está cerca?”

Antiguo Testamento: Jeremías 33:14-16

Nuevo Testamento: 1º Tesalonicenses 3:9-13

Santo Evangelio: Lucas 21:25-36

 

¿Qué le sucederá a este mundo en que vivimos? Ésta no es una pregunta desconocida, pero merece seria consideración. Toda persona de sentido cabal ha hecho esta pregunta repetidas veces. Durante esta finalizando la estación de Adviento los cristianos meditan sobre esta pregunta con especial atención.

Los que no son cristianos dirán que este mundo seguirá existiendo para siempre. Si son optimistas, afirmarán que el mundo seguirá mejorando. Hace tiempo se pensaba que, puesto que se ha avanzado tanto en la ciencia, el hombre estaría en los umbrales de formar de este mundo un verdadero paraíso y que no tardaría mucho en establecer una norma de vida que superaría a la que posee el hombre más rico de la actualidad. Por otro lado, los pesimistas consideran con aprensión los descubrimientos científicos. Están seguros de que algún día esta fuerza caerá en manos de hombres sin escrúpulos que la utilizarán para destruir a toda la raza humana y que después de eso este mundo sólo servirá de habitación a animales y aves y peces, en el mejor de los casos.

Los cristianos rechazan ambas respuestas. Pero no lo hacen por capricho o porque quieren evadir la pregunta. Poseen una respuesta clara y categórica a la pregunta. Y saben que la respuesta es correcta, porque les ha sido revelada por su Salvador, el Señor Jesucristo. Tanto en nuestro texto como en otros pasajes de la Biblia, el Señor afirma sin la menor ambigüedad que algún día este mundo pasará. En el v. 33 de nuestro texto nos dice: “El cielo y la tierra pasarán”.

Todo en esta tierra pasará excepto dos cosas: la Palabra de Cristo y la raza humana. Respecto a su Palabra dice Él (v. 33): “Mis palabras no pasarán”. Respecto a la raza humana dice el Señor que cuando venga el fin del mundo, ante Él comparecerán todos los habitantes del mundo, tanto muertos como vivos, a fin de que reciban el veredicto del juicio final. No hay ser humano que no sobreviva el fin del mundo. Los que estén vivos en ese tiempo, seguirán viviendo; y los muertos serán resucitados para que sigan viviendo.

Conviene, pues, preguntar: ¿Vale la pena la supervivencia? ¿No es preferible, según proponen algunos, la aniquilación completa de la raza humana? Para muchos, lo es. ¿Por qué? Porque serán destinados, con el diablo y todas sus legiones, a una existencia impía y miserable en el infierno. En cambio, para otros la supervivencia será una redención completa y gloriosa, la desaparición de toda imperfección pecaminosa y de toda desilusión terrenal. Entre éstos nos encontramos nosotros porque nos aferramos a las promesas del Señor y anhelamos su venida a fin de que nos libre de esta prisión terrenal en que vivimos.

Así como nosotros suspiramos por la venida de nuestro Señor, asimismo suspira Él por venir a nosotros. Por consiguiente, a fin de que “aquel día”, como dice el mismo Señor en nuestro texto, “no venga a vosotros de repente”, como el lazo que pone el cazador o como un rayo o centella, el Señor nos da ciertas instrucciones.

Nuestro Señor declara que su segunda venida no será una aparición por sorpresa. No será como un ataque furtivo. Así como preparó al mundo para su primera venida, su nacimiento en la carne, enviando de antemano profetas y ángeles, así mismo desea que esperemos su segunda venida. Por consiguiente, nos da señales inequívocas mediante las cuales se puede reconocer que el fin del mundo puede venir en cualquier momento. Como primera señal, habrá disturbios en las fuerzas de la naturaleza. Las menciona en nuestro texto del modo siguiente: “Habrá señales en el sol y en la luna, y en las estrellas; y en la tierra angustia de gentes por la confusión del sonido del mar”. Las tempestades y terremotos, especialmente los que han arruinado ciudades grandes y pequeñas, los huracanes que azotan islas y costas, y los desbordamientos de ríos y lagos que inundan las comarcas vecinas, son señales claras y potentes de que este mundo no durará para siempre. Aun entre hombres de ciencia, que tratan de buscar las causas de esos disturbios, hay algunos que, por sus propias observaciones, están convencidos de que este mundo no puede permanecer intacto indefinidamente. Agregan, pues, su “sí” y “amén” a lo que Jesús nos dice en su Palabra. De modo que cada vez que los periódicos y la radio informan sobre violentas convulsiones en la naturaleza, debemos reconocer en ellas advertencias adicionales de que el Señor puede aparecer en cualquier momento.

Otra señal que debemos reconocer es la que el Señor nos describe en las siguientes palabras (v. 26): “Secándose los hombres a causa del temor y expectación de las cosas que sobrevendrán a la redondez de la tierra: porque las virtudes (potencias) de los cielos serán conmovidas”. El temor, crónico y abrumador, se apoderará de los corazones del mundo habitado. En vez de tranquila confianza en el porvenir, el temor será el ambiente prevaleciente en que vivirá la raza humana. Hombres y mujeres preguntarán con ansias: ¿Qué sucederá mañana? Esta señal se observa con mayor claridad en la actualidad. ¿No es extraordinario que cuanto más próspera es una persona tanto mayor es su temor? En aquellos países donde la prosperidad no tiene precedente, la pregunta que se oye por todos lados es la siguiente: ¿Cuánto tiempo durará esta prosperidad? Y también en otros países se evidencia la inquietud, pues se dan cuenta de que existe en el mundo una competencia casi irrefrenable respecto a armamentos; competencia que puede resultar en otra guerra mundial, cuyas consecuencias no tendrán precedente en la historia del mundo.

Pero tras todo este temor existe uno aún mayor, un temor innominado, engendrado por la convicción del pecado. Por mucho que trate, el hombre no puede deshacerse del conocimiento de su estado pecaminoso. La Palabra de Dios se lo declara y su propia conciencia se lo afirma diariamente. El hombre se encuentra, pues, en una situación intolerable. Vive en un estado de culpabilidad. Por consiguiente, toda señal de que Dios, a quien está ofendiendo continuamente, en cierto día pondrá fin a la existencia de este mundo, hace recordar al hombre que su destino no está lejos. Y de esto están más conscientes los que no recibieron el perdón que Dios ha provisto por medio de Jesucristo. El cristiano, pues, en tanto que observa este temor en aquellos que siguen rechazando la paz de Dios, recuerda con la mayor claridad la segunda venida del Señor.

Al temor que sienten los que viven independientemente de Dios hay que añadir su oposición al Evangelio de Jesucristo; su encarnizado y continuo odio a ese Evangelio. Y esto forma la tercera señal que los cristianos jamás deben pasar por alto. Jesús menciona esta señal en las siguientes palabras (v. 32): “De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo sea hecho”, es decir, hasta que todo haya sucedido. La generación que el Señor menciona aquí, ya fue identificada por Él al principio de este capítulo y en los capítulos anteriores: el tipo de incrédulos representado en aquel entonces por los fariseos y saduceos como el grupo que continuamente contradecía todo mensaje de salvación pronunciado por el Señor Jesucristo. Aún más, ni siquiera los milagros que Jesús obró, inclusive la resurrección de Lázaro de entre los muertos, podían reblandecer su antagonismo. Al contrario, todos estos milagros los incitaban a pedir la muerte de Cristo.

El Señor desea que los cristianos sepan que toda esta oposición no habrá de cesar hasta que Él venga a juzgar a los vivos y a los muertos. A los discípulos de Jesús no les debe sorprender el hecho de que hasta la actualidad las fuerzas de las tinieblas se oponen al Salvador y hasta lo califican de enemigo principal de la humanidad. El hecho de que en nuestro tiempo el odio hacia Él y sus creyentes se destaca con la mayor violencia y blasfemia en diferentes países del mundo, y hasta en países que llevan el nombre de cristianos, proporciona evidencia adicional a los creyentes de que el día del juicio puede ser el próximo en el calendario divino. A veces los cristianos se olvidan de esto y les es enigma el odio y el insulto de que es víctima el Evangelio de Jesucristo. Por otro lado, cuando a pesar de toda oposición, el Espíritu Santo bendice la obra de los misioneros cristianos, muchos creyentes se engañan al pensar en que ya ha cesado casi toda oposición y en que habrá una conversión general de la población del mundo. También pueden pensar en que vendrá un gran milenio, un extenso período de paz, tranquilidad y amor en que toda rodilla se doblará ante el Señor Jesucristo. Pero Cristo quiere que recordemos que no existe promesa tal para este mundo. Al contrario, la oposición hasta el extremo permanecerá sin mitigar.

El reconocimiento de esta señal de parte de los cristianos causa a éstos profunda tristeza. A veces podemos calificar de inútil el esfuerzo en realizar la obra misional; podemos darnos por vencidos y preguntar: ¿Para qué ocuparnos en el incrédulo? Quizás podemos abrigar el temor de que los poderes infernales pueden abrumar la obra del reino de Dios y enmudecer por completo su voz. En pleno conocimiento de nuestra debilidad, el Señor Jesús se apresura a darnos una señal consoladora acerca de su segunda venida. Se nos llamó la atención a esta señal en la introducción a este mensaje, pero es menester repetirla en vista de la señal de oposición que acabamos de mencionar. Nuestro Señor nos dice lo siguiente (v. 33): “Mas mis palabras no pasarán”. Estas palabras se destacan como faro en medio de la confusión y la desolación, los temores y las maldiciones de este mundo moribundo. Las embarcaciones de la filosofía humana y la superstición, del camino farisaico acerca de la salvación y del menosprecio de la expiación de Cristo son tan ignorantes y tan ciegas, como para no divisar el faro, que se hundirán a causa de las tempestades de este mundo. Pero la embarcación de la causa de Cristo, dirigiéndose por el curso que le ha trazado el faro de la Palabra divina, de la verdad eterna, saldrá ilesa de la tempestad y no dará contra los arrecifes, porque “Tu Palabra es, Señor, Claro faro celestial, Que en perenne resplandor Norte y guía da al mortal”.

No hay duda de que es importante reconocer las señales que indican la segunda venida de nuestro Señor. Pero el mismo Señor nos advierte que también debemos hacer otra cosa: protegernos de toda influencia que pueda ser causa de que pasemos por alto estas señales. Lo hace mediante las siguientes palabras (vs. 34-36): “Y mirad por vosotros, que vuestros corazones no sean cargados de glotonería y embriaguez, y de los cuidados de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad pues.” Hace como dos milenios que nuestro Señor pronunció esta advertencia. Ella es tan necesaria en la actualidad como lo fue en aquel entonces. Es tan pertinente para la actualidad como cualquier cosa que se considere de gran importancia. Valiéndonos de una expresión común: ella da en el clavo. ¿Qué nos puede hacer más insensibles y sordos y ciegos a lo que Jesús ha declarado acerca de su segunda venida que los pecados que se mencionan aquí? La glotonería, o crápula, o disipación fomenta necesariamente una actitud de indiferencia, una desatención fatal al bienestar de la persona que se abandona a ella. La disipación por lo regular va acompañada de la lujuria y la inmoralidad. ¡Ay de la persona que cae en sus tentáculos!

Muy emparentada con la inmoralidad está la embriaguez. También ésta tiene sus muchas víctimas. Degrada su víctima al nivel de un animal y la despoja de cualquier interés que el porvenir pueda proporcionarle. Y aún peor, tan irresponsable hace a la víctima que ésta no vacila en cometer cualquier crimen y a veces hasta quitarse su propia vida. ¡Ay del que así tenga que enfrentarse con su Dios!

Pero, ¿por qué Jesús amonesta a sus discípulos respecto a este pecado? ¿Acaso no son ellos inmunes de este pecado? ¡Ojalá que así fuera! La verdad del caso es que este vicio siempre ha sido, y aún es, un problema de primera magnitud para un buen número de cristianos. Acosa en particular a los cristianos de mediana edad, que equivocadamente creen que recurriendo a él pueden despojarse de la tremenda rigidez que les causa el trabajo diario. Y lo que lo hace aún más peligroso es el hecho de que progresivamente debilita la fuerza de voluntad de sus víctimas. Como les falta la resistencia, por fin se desquician. He aquí por qué es de tanta importancia la advertencia de nuestro Señor Jesucristo. Aquí no podemos menos que citar las palabras del apóstol San Pablo a los corintios: “El que piensa estar firme, mire no caiga.”

Además de la inmoralidad y la embriaguez, nuestro Señor llama la atención a otro peligro que amenaza nuestra preparación para su segunda venida. Él llama a este peligro (v. 34) “los cuidados” o afanes “de esta vida.” Mientras Jesús realizaba su obra entre las gentes de Galilea, Samaria y Judea, se entristecía al observar que a tantos no les interesaba el mensaje de la redención, sino que su mayor interés estribaba en los panes y en los peces, en las cosas materiales: el alimento, ropa, casa y salud, todo lo cual ahogaba el interés por lo espiritual. Aun aquellos que no debían entregarse a esas distracciones y que se llamaban sus discípulos, a veces permitían que entraran en sus corazones los afanes por asuntos materiales. Por consiguiente, Jesús repetidas veces tenía que recordarles cuan peligrosos eran esos afanes. En nuestro texto recalca este peligro, y les advierte que los afanes de esta vida, si se persiste en ellos, pueden impedir la preparación para el gran día de su segunda venida.

Nadie ha de insistir en que esta advertencia no es necesaria en la actualidad. No nos referiremos a los que no son discípulos de Cristo, pues ellos desechan la verdad de lo que ha de suceder allende esta vida; para ellos el aquí y el ahora son las cosas de mayor importancia. A ellos se aplican las siguientes palabras de nuestro texto (v. 35): “Porque como un lazo vendrá (el día del juicio) sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra.” La palabra “habitar” quiere decir aquí sentarse y reposar, estar completamente satisfechos con lo actual, no interesarse en cosas superiores a las que puedan producir los cerebros humanos y los poderes físicos.

Pensamos más bien en nosotros, en los hijos de Dios, que creemos que Cristo nos ha reservado un lugar en los cielos y que anhelamos la venida de ese gran día en que hemos de ver cara a cara a nuestro Salvador. ¿Qué hacemos con los conflictos de esta vida? ¿Cuánto tiempo y energía les dedicamos? Si descubrimos que ellos se encuentran en el centro de nuestros planes y acciones; si los asuntos de nuestra vida espiritual y el interés en el reino de Cristo están recibiendo atención pasajera; si hallamos mayor comodidad y libertad en ciertos asuntos materiales, no hay duda de que estamos en gran peligro. No estamos en lo más mínimo preparados para ese gran día que nuestro Señor ha dispuesto que sea el último día de nuestra existencia terrenal. Entonces la última página y la más importante de nuestra biografía será una página completamente en blanco y triste. Es, pues, imprescindible que con frecuencia hagamos un inventario de la existencia de nuestros intereses, deseos y esperanzas. Nuestra casa debe estar al día y bien almacenada con todo lo que sea aceptable a Dios cuando Él venga otra vez.

Tanto se ocupa Jesús en que estemos preparados para su segunda venida que no sólo nos manda reconocer las señales y evitar vicios entorpecedores y los afanes de esta vida, sino que también nos estimula a estar en constante comunión con Él. Nos dice el Señor (v. 36): “Velad pues, orando en todo tiempo.” El Señor sabe muy bien que nosotros solos no podemos prepararnos para su segunda venida. Nadie posee el poder necesario para prepararse a sí mismo. Por lo tanto, Él quiere que estemos en comunión diaria con Él; que le hablemos acerca de nuestros planes y las dificultades que se presentan en la realización de ellos. No debemos estar perplejos respecto a lo que debemos decirle. Puesto que Él sabe de antemano en qué consisten nuestras necesidades, ya hasta ha preparado el tema de nuestra conversación; aún más, ha compuesto las palabras con que debemos dirigirnos a Él. En cierta ocasión, cuando sus discípulos le dijeron que no sabían orar y que querían que Él les enseñara a orar, Él formuló para ellos y para nosotros, el Padrenuestro; y además nos ha dado en su Palabra una maravillosa colección de oraciones. Cada vez que leemos la Biblia, estamos en efecto comunicándonos con Él en oración. Mediante esa instrucción y ese estímulo, siempre formaremos oraciones que son agradables al Padre celestial, pues ellas nacen del fruto de nuestra experiencia con su Palabra salvadora.

Si hacemos esto, dice Jesús, no hay la menor duda de que “seremos tenidos por dignos de evitar  o escapar la destrucción del mundo y de estar en pie delante del Hijo del Hombre”. Jesús, el “Hijo del Hombre”, como a Él mismo le agrada llamarse, porque Él es verdadero miembro de la raza humana y el que la redimió, es por esa razón el que en realidad es llamado a presidir en el Día del Juicio. ¡Esto sirve de consuelo inefable a todos los que son sus discípulos! El que los ha salvado del pecado, de la muerte y del infierno, será el que vendrá para recibir en las mansiones eternas a todos los que han permanecido fieles hasta el fin.  El cristiano exclama, pues:

Ven, oh Dueño de mi vida, Generoso  Bienhechor; Que mi alma dolorida Clama ya por su Pastor; No te tardes te suplico, No te tardes, oh Señor; Ven, oh Dueño de mi vida, Mi Jesús, mi Salvador.  Amén.

E. E. R. Pulpito Cristiano.

 

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