domingo, 10 de febrero de 2013

La Transfiguración de Nuestro Señor


”Disfrutando de la gloria de Cristo en nuestras vidas”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     
 

Primera Lección: Deuteronomio 34:1-12

Segunda Lección: Hebreos 3:1-6

El Evangelio: Lucas 9:28-36

Sermón

         Introducción

Solemos hablar de Jesús como el Hijo de Dios hecho hombre, aquel que anduvo por los caminos de Israel, proclamando la Palabra de Dios a su pueblo, y haciendo milagros allí donde la acción de Dios podía traer curación y restauración del pecado. Un Jesús que para cumplir la voluntad del Padre, se dejó apresar sin oponer resistencia, que fue torturado y finalmente ejecutado de una de las maneras más crueles creadas por el ser humano. Sin embargo, esta imagen de Jesús, no muy distinta a la que tenían de Él los primeros discípulos y los Apóstoles, tiene un contrapunto en la imagen de un Jesús lleno de poder, como Creador de este mundo y segunda persona de nuestro Dios Trino. Un Jesús divino cuya magnificencia y majestad nos deslumbraría si se presentase con ella ante nosotros. Sin embargo como vemos en la Palabra y salvo excepciones, no fue en su divinidad en la forma en que quiso ser visto por nosotros, sino en humildad y en la compasión por los hombres y mujeres de este mundo.

         Cristo es cumplimiento de la Ley y los Profetas

Después de dar inicio a su vida pública y dar testimonio del plan redentor de Dios para los hombres, Jesús escogió a sus discípulos principales, los Apóstoles. Ellos serían los encargados de dar comienzo a la proclamación de la llegada del Reino a este mundo. Y estos discípulos, tras presenciar en muchos casos el poder de Dios en Jesús en sus numerosas obras, iban ahora a ser testigos de un hecho extraordinario y desconcertante para ellos; de la manifestación de la divinidad de Cristo: “Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente” (v29). Una divinidad que conocían, y que intuían en este hombre, pero que no podían imaginar en realidad, pues lo que habían presenciado de ella hasta el momento, era solo una parte ínfima de su plena dimensión.  Pero sin duda era necesario para ellos tener esta experiencia, para que impulsada su fe por la fuerza de este testimonio vivo, pudieran llegar hasta los rincones del mundo conocido llevando el mensaje liberador del Evangelio del perdón de pecados. Así, Santiago, Pedro y Juan, las columnas de la Iglesia (Gal 2:9), recibieron la luz deslumbrante de una visión que les mostró a Jesucristo en su manifestación divina, llena de gloria y poder. Igualmente para nosotros los creyentes, es importante retener este testimonio de la divinidad de Cristo, en un mundo donde Jesús y su mensaje han sido, en muchos casos, humanizados hasta hacer perder de vista al hombre que Dios sigue siendo Dios. Que su mensaje no es negociable ni su Palabra una palabra adaptable a los intereses y puntos de vista humanos; que hay una realidad espiritual que nos sobrepasa y es superior a la nuestra, y ante la cual debemos presentarnos en humildad. Y Jesús se presenta en esta visión entre Moisés y Elías, completando la profecía de alguien donde se funden la plenitud de la Ley de Dios y la proclamación profética de restauración de los últimos tiempos por medio del Evangelio: “Y he aquí dos varones que hablaban con él los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (v30-31). En Él se manifiestan por tanto estas dos facetas de la acción de Dios, y en Él se completan todas las profecías proclamadas a los hombres. Jesús es por tanto la Palabra de Dios hecha carne entre nosotros, y cumplimiento pleno de la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Y ha venido a este mundo no a traer una nueva filosofía de vida, ni a fundar una nueva religión a base de normas y ritos por medio de los cuales el hombre pueda construir su propia salvación. Tampoco su mensaje es como otros muchos mensajes  que pretenden ser agradables a los oídos del hombre, normalmente diciéndoles aquello que quieren escuchar. No, Jesús está aquí para dar cumplimiento al plan salvador de Dios, por medio de su partida (éxodo) a Jerusalén. Allí Jesús va a romper las cadenas que nos atenazan al pecado y la muerte, y allí en una Cruz dará cumplimiento a la Justicia de Dios por nosotros: “a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom 3: 26).Su presencia entre nosotros, toda su vida y toda su obra tienen pues este único fin para el hombre. Y así, garantizada nuestra salvación por medio de la sangre de Cristo, los cielos se abren ahora para nosotros y podemos pues vislumbrar la gloria de Dios.

         La gloria de Dios en  la humildad y el perdón

Jesús es verdadero Dios, “nacido del Padre antes de todos los siglos”, tal como proclama el Credo Niceno. Sin embargo su divinidad no es la manifestación con la que Jesús eligió presentarse ante este mundo. Él quiso por el contrario ser uno entre nosotros, naciendo de la manera más humilde posible: desnudo y sin riqueza alguna, y proclamar una fe basada no en la imagen de un dios poderoso y temible, sino en la del Amor de Dios y su misericordia por los hombres. Por eso, esta visión de su majestad divina, debe servirnos como testimonio del poder de Dios en Cristo Jesús, y al mismo tiempo del Amor de nuestro Creador por nosotros. Pues no quiso Dios en su poder omnipotente castigar la maldad y el pecado en la tierra según merecíamos, sino que por el contrario, se hizo pecador entre nosotros en la figura de un humilde hijo de carpintero, para entregar su vida en la Cruz y redimirnos llevándonos a las puertas del Reino. Por eso, esta manifestación de Jesús en su divinidad nos hace maravillarnos más aún si cabe cuando vemos un poder que no se nos impone, sino que se nos presenta de manera persuasiva, paciente y amorosa en la acción del Espíritu Santo en nuestros corazones. Y que se presenta no en la majestad de una corona o un ejército poderoso, sino por medio de la misericordia, el perdón y la Paz de parte de nuestro Señor. Esta Paz y este Amor, son los que experimentaron los discípulos aquel día, y que como nos narra la Escritura, hizo que no quisieran abandonar aquel  lugar y momento: “Y sucedió que apartándose ellos de él, Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para tí, una para Moisés, y una para Elías; no sabiendo lo que decía” (v33). Del mismo modo, nuestros corazones, renovados y purificados por la sangre de Cristo, no desean sino permanecer unidos también a nuestro Salvador en esta eternidad gozosa. Como seres humanos, amamos esta vida y nada hay de malo en ello, pues ella misma es don de Dios para nosotros, pero debemos amar más aún esa verdadera Vida que se nos ha prometido junto a nuestro Señor, donde experimentaremos la plenitud de la presencia de Cristo junto a nosotros. Así lo expresó también el Apóstol Pablo: “teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Fil 1:23). Sin embargo la llegada de ese momento para cada uno de nosotros pertenece a la voluntad de Dios, y mientras Él nos quiera mantener en esta tierra, debemos aferrarnos a esta fe consoladora y trabajar por el Reino de Dios proclamando el Evangelio de perdón de pecados, y alcanzando con el Amor de Dios a los pobres de este mundo, tanto materiales como espirituales. Nuestro lugar está por el momento aquí, en una sociedad donde abundan la incredulidad, el egoísmo, el rechazo a la Palabra de Dios. Donde el dolor y el sufrimiento nacidos del pecado del hombre atenazan a una humanidad desorientada y perdida. Y es aquí precisamente, en este mundo, donde se hace más necesaria la presencia del Evangelio, y de nosotros como testigos suyos.

         Cubiertos por la nube del Amor de Dios

Los discípulos vivieron el privilegio de experimentar la visión gloriosa de Cristo y de, una vez más, escuchar la voz de Dios testimoniando del Hijo: “Mientras él decía esto, vino una nube que los cubrió; y tuvieron temor de entrar en la nube, Y vino una voz desde la nube , que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd” (v34-35). Esta es la segunda vez en   la  que el Señor da testimonio de su Hijo, pero a diferencia del bautismo Jesús, donde el Hijo del hombre ocupó su lugar entre los pecadores de este mundo, ahora el testimonio recae en el Hijo de Dios glorificado. La nube que los cubrió, nos retrotrae a la nube con la gloria de Dios que cubrió también el tabernáculo en el desierto (Éxodo 40:34), y podemos entenderla aplicada a nosotros mismos, como esa presencia del Espíritu que cubre la vida del creyente, y que hace que todo, a excepción de la visión gloriosa de Cristo, quede oscurecido ante la presencia de aquél en donde todos nuestros problemas y dificultades, encuentran consuelo. Pudiera parecer que a nosotros, los discípulos de hoy, no se nos ha dado esta oportunidad extraordinaria de disfrutar de la visión de esta presencia gloriosa de Jesús. Pero sabiendo nuestro Padre de nuestra debilidad de espíritu, y de las amenazas que el enemigo pone en nuestro camino diariamente, no quiso privarnos en absoluto de ella. Pues esta misma presencia de Jesús reconfortante y vivificadora, la tenemos en la proclamación de su Palabra, la cual nos habla con la mismísima voz de Dios. Y la tenemos igualmente en el perdón y la reconciliación con Dios que Cristo nos ofrece por medio del don precioso de su cuerpo y sangre en la Santa Cena, verdadera presencia de nuestro Salvador entre nosotros en cada Oficio. Sí, la nube de la gloria de Dios también nos cubre a nosotros diariamente en nuestras vidas, permitiéndonos vislumbrar destellos de la gloria de Cristo que nos iluminan. Y solo necesitamos una cosa para percibir con claridad estos destellos divinos: nuestra fe. Ella es ahora la que capacita nuestra visión espiritual, la que nos permite ver más allá de lo aparente en este mundo, y para que donde otros solo ven desesperanza y oscuridad en el porvenir, nosotros podamos ver la mano de Dios proveyéndonos de esperanza y fortaleza en los momentos difíciles. Esta nube divina nos cubre, pero paradójicamente no para traernos oscuridad, sino luz, la luz deslumbrante de su Amor divino. Y si “andamos en luz, como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Jn 1:7).

         Conclusión

Jesús fue verdadero hombre y es verdadero Dios, tal como confiesa nuestra fe. Y el día que nos presentemos ante Él, podremos verlo en la plenitud de su majestad gloriosa y divina, tal como lo vieron Pedro, Santiago y Juan. Mientras tanto, Él está entre nosotros por medio de su presencia en los medios de gracia que Dios ha dispuesto (Palabra y Sacramentos), e igualmente está en el prójimo necesitado allí donde lo encontremos (Mt 25:40). Sí, tenemos abundante y vivificadora presencia gloriosa de Jesús en nuestras vidas y el testimonio permanente del Espíritu Santo en nosotros. Estamos dentro de la nube del Amor de Dios, donde el Evangelio del perdón divino en Cristo, sigue convirtiendo corazones heridos por el pecado. ¡No tengamos pues temor de permanecer en esta nube, pues en ella seremos bendecidos con la presencia viva y renovadora de Cristo en nuestra vida presente y futura!. ¡Que así sea, Amén!.
                  J. C. G. Carlos / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                      

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