martes, 30 de diciembre de 2008

Sermón para comenzar el año

Si oyereis hoy su voz no endurezcáis vuestro corazón Salmo 95: 7b-8
1 Sed hacedores de la Palabra, y no tan solo oidores Santiago 1:22a
Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

“La seguridad del Cristiano al empezar el año está en Jesús”
Textos del Día
ROMANOS 8:31-39

31 ¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? 32 El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? 33 ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. 34 ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. 35 ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? 36 Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; Somos contados como ovejas de matadero. 37 Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. 38 Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna
otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.
SERMÓN
Por lo regular, el primer día del año nuevo es tiempo de hacer inventario. El comerciante cierra sus libros de contabilidad para ver si hay balance favorable y si se han liquidado las mercancías compradas durante el año pasado.
También, hablando históricamente, tratamos de analizar todo lo que ha ocurrido durante los últimos doce meses. Estamos viviendo en una época de la historia de este mundo en que los cambios, sean éstos de índole política, social o material, pueden ser fenomenales.
El hombre en la actualidad no sólo se esfuerza por dominar su ambiente, su nación o el mundo entero, sino también por conquistar aun el éter y los planetas. Hay ahora, en una sola década, más cambios, más experiencias nuevas, más invenciones fantásticas, más exploraciones orprendentes, que las que hubo en el primer milenio cristiano o durante cualquiera de los siglos desde el año mil hasta principios del siglo veinte.
Una de las revistas que goza de gran renombre mundial, al redactar y publicar las noticias semanales, tiene la costumbre de escoger al principio de enero a la persona que haya influido más que cualquiera otra en la corriente histórica durante el año anterior. Es interesante la lista de los que han recibido este honor. En esa lista hay políticos que trataron de propagar en sus países ideologías nuevas. Hay caudillos militares que revisaron los mapas geográficos. Hay atletas que por su dedicación al deporte han contribuido al adelanto de las fuerzas físicas del cuerpo humano. Hay hombres de ciencia que por sus estudios y sus descubrimientos han abierto nuevos horizontes a las capacidades de la raza humana. Hay profesores cuya devoción ha inculcado y grabado en la mente de la generación venidera lo mejor de la sabiduría de nuestra civilización. Hay teólogos que a causa de sus esfuerzos han impedido que la humanidad haya caído por completo en el abismo de la inmoralidad.
En todas estas categorías han aparecido hombres, grandes por su influencia, cuyos nombres nunca desaparecerán de los anales de la historia. Pero son ellos también los que llenan las páginas del drama histórico con temor e incertidumbre, con vistas magnificas de un porvenir lujoso pero entenebrecido por las tempestades incubadas en el odio y la venganza, con progreso tecnológico manchado con el orgullo y el egoísmo.
Por eso, con razón, miramos conmovidos y atormentados hacia los tiempos venideros y nos preguntamos: ¿Qué nos traerá el mañana? Si ya el hombre tiene a su alcance el poder necesario para dominar el universo, ¿cómo lo va a gobernar? Si el hombre fracasa y el mundo está por deshacerse en una columna de vapor atómico, ¿dónde encontraré yo la seguridad para afrontar lo futuro?
El hombre, si se deja a sus propios recursos ante el fantasma del desarrollo científico de nuestra época, tiene que confesar como un eminente político panameño: No hay esfuerzos espirituales al alcance del hombre natural capaces de gobernar e interpretar los pasos de las décadas venideras sin arriesgarse a los desastres y las derrotas que amenazan. Si se buscan las personalidades más poderosas del año pasado como las contrabalanzas de la historia, San Pablo nos presenta, como la clave de la seguridad, el nombre de uno que lleva en su mano todas las posibilidades de lo futuro. Hoy en el calendario cristiano celebramos la Fiesta del Nombre de Jesús, la cual se conmemora ocho días después del nacimiento del Niño de Belén, el día en que Él recibió su nombre, según la costumbre de los judíos.
Es el nombre que fue indicado a su madre María y a su padre terrenal José por el arcángel: “Llamarás su nombre JESÚS (San Lucas 1:31); porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (San Mateo 1:21). Pero, ¿cómo fue ese Jesús la solución a los problemas de aquel entonces, y cómo lo es en la actualidad? Para San Pablo es asunto muy natural. Empieza nuestro texto diciendo: “¿Pues qué diremos a esto? Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?”
Con ese argumento, yo creo, todos están muy de acuerdo. Pero el “si” del argumento es la raíz de la duda o inseguridad que sentimos en esta vida.
Si Dios está a nuestro lado, no tememos nada. Pero, ¿cómo puedo yo estar seguro de que Dios está a mi lado? ¿Cómo puedo yo calmar las inquietudes que abruman las entrañas y me roban la paz espiritual que busco? En este capítulo ocho de la Epístola a los Romanos el apóstol San Pablo habla de la relación que existe entre Dios y el ser humano, sobre todo, en lo referente a la manera como Dios mostró su interés en cuanto a lo humano. Al fondo de ese interés divino, aclara San Pablo, hallamos siempre el amor de Dios.
Conmovido por un amor transcendente, Dios abrió la cortina que lo separa de la mirada de la humanidad. ¿Qué vemos? ¿Es un Dios iracundo a causa de las muchas transgresiones de los espíritus rebeldes que pueblan el mundo? ¿Se ve un Creador desinteresado, que ya no se ocupa en los millones de personas que, como hormigas, pasan sus pocos días sobre la faz de la tierra?
¿Es un Padre indulgente que se muestra indiferente hacia la conducta de sus criaturas, o que celebra sus maldades, como si fueran meramente travesuras de niños?
No, lo que vemos se puede entender sólo de la manera como San Pablo mismo lo entendió. Para él Dios garantiza su benevolencia hacia la humanidad, porque Él es el “que aun a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros.”
Acabamos de celebrar la Navidad. Durante esa fiesta nos acordamos del don de Dios para la humanidad. Es especialmente la fiesta dedicada a Dios Padre, por el amor profundo que mostró para con los hombres, al entregar Él lo más tierno, lo más íntimo, lo más precioso de la majestad divina, y enviarlo al mundo.
Allí vemos, por la cortina que el Padre abrió, el mero corazón de Dios. No cercenó esfuerzos, no evadió los fines amargos y dolorosos, sino, como explica San Pablo en otro lugar, el Hijo de Dios “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la
condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:7-8).

Lo que muchas veces se olvida durante la estación de la Navidad es que el don de Dios sobre el cual se basan las festividades religiosas de esas semanas costó lo máximo al donante. La entrega del Hijo de Dios, empezando con su nacimiento en el pesebre de Belén, no terminó hasta que fue crucificado en el Calvario.
No vino el Hijo de Dios para servir como un embajador celestial entre los hombres, sino que llegó para hacerse sacrificio, un sacrificio tan completo que aun la misma Víctima tuvo que clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (San Mateo 27:46). Si podemos entender cómo en esos momentos el mismo Hijo de Dios se encontró desamparado, condenado por su Padre celestial, empezaremos a darnos cuenta de qué quiere decir cargar el pecado del mundo.
Esa entrega del Hijo por el Padre fue tan completa que el Padre no le perdonó, no le libró de la responsabilidad de realizar esa tarea pesada que le separó por el momento del amor divino para padecer los tormentos de los infiernos. Por eso, razona el apóstol, si el amor de Dios fue tal, entonces, “¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” Si ha sacrificado Dios lo máximo para nuestro bienestar espiritual, ¿nos va a negar lo mínimo de lo que nos falta?
Observamos cómo recalca San Pablo que todo resulta del amor y de la gracia de Dios. “¿Cómo no nos dará también con él todas las cosas?” No merecemos lo que recibimos de Dios. Dios nos da todo gratuitamente. No tenemos que pagarle nada porque todo es gratis. Con la mayor claridad el Dr. Martín Lutero, en su Catecismo Menor, explica así el primer artículo del Credo Apostólico: “Me provee abundante y diariamente de todo lo necesario para la vida, me ampara contra todo peligro, y me guarda y protege de todo mal; y todo esto lo hace únicamente por su bondad y misericordia divina y paternal, sin ningún mérito o dignidad alguna de mi parte; por todo esto debo darle gracias, alabarlo, servirle y obedecerle.”
Pero al oír esas palabras estamos siempre dispuestos a sobreponer positivamente nuestra propia interpretación de esos bienes prometidos. Al mencionar “todas las cosas” despertamos sólo las visiones de “cosas agradables”, es decir, desde nuestro punto de vista. Sin embargo, la aclaración de San Pablo en los versículos anteriores del mismo capítulo, nos sugiere una definición más inclusiva: “A los que a Dios aman, todas las cosas les ayudan a bien” (v. 28). Todo lo que nos ayuda a bien es saludable al cristiano, aunque incluya experiencias tales que, si tuviéramos nuestra preferencia, nunca las escogeríamos.
Durante este año que acaba de empezar habrá para muchos de nosotros valles de sombras, días amargos, pruebas de fe, tentaciones seductoras, enfermedades, fracasos y aun muerte. Si en este momento tuviéramos que escoger entre esas cosas, ¿cuáles preferiríamos? Todos, estoy seguro,
desearían eliminar tales desvíos del camino de los siguientes doce meses. Estamos dispuestos a encomendar nuestro ser a la voluntad divina, pero siempre con la reserva de que Dios no nos pida que suframos o que perdamos algo de lo que pueda concedernos la poca alegría que encontramos en esta peregrinación.
Éste es precisamente el problema que San Pablo nos resuelve. Pregunta y responde él: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.”
Al entrar en la senda de lo desconocido, siempre podemos asegurarnos, frente a los que traten de desanimarnos con la tentación de que lo que nos acontezca, no importa cuán amargo o severo, procede de la ira de Dios. Nuestro consuelo se arraiga en el hecho de que nadie puede acusarnos como pecadores que merecen los sufrimientos y las tristezas que nos rodean. Nadie puede reprobarnos con la idea de que Dios es muy justo y que su justicia siempre desemboca en las experiencias dolorosas de los pecadores.
El que vive en el vínculo del amor divino, eslabonado por el perdón conseguido por Cristo y consolado diariamente con la convicción de que el Cristo que se entregó en la muerte para pagar el rescate de su redención, es el mismo Cristo que resucitó de entre los muertos para conquistar a todos los enemigos del hombre, puede contar con el mismo Cristo que ahora se halla a la diestra de Dios Padre, intercediendo por su alma. Tal cristiano no puede experimentar ningún temor.
No hay duda de que somos pecadores, y que diariamente pecamos. Pero nuestros pecados son perdonados por Dios. Ante todo, nos humilla pensar que fueron nuestros delitos los que mandaron a Cristo a la cruz. Es nuestra vida imperfecta lo que indujo al amor perfecto a sacrificarse en el madero.
Pero al confesar al Padre celestial este dolor que sentimos, al abrir nuestra alma para que Dios pueda conocer la pesadumbre que nos inquieta, nos acordamos de nuestro Redentor, que nos sirve de abogado, presentando nuestro caso ante el trono de la justicia divina y mostrando al Juez que el Justo había muerto en lugar del injusto.
Los sufrimientos en la vida del cristiano no acontecen, pues, como resultado del pecado, sino sólo como resultado del amor perdonador de Dios.
“Dios es el que justifica.” Él determina lo que es justo para esta vida aun cuando parezca que Él permite que sea estorbada su propia voluntad como consecuencia de las malas intenciones de los hombres. Si tememos que vuelva el temor o que se vayan a repetir tales pesadillas, podemos calmar los presentimientos al darnos cuenta de que Dios no nos dejará solos. Él sólo nos está probando a fin de que no confiemos en nuestros propios esfuerzos.
Es estrategia divina que el sufrimiento coopere al bien del creyente. José fue maltratado por sus hermanos, fue vendido como esclavo a los madianitas, fue calumniado por la mujer del oficial egipcio y fue encarcelado, el que fue ayudado por José en la prisión se olvidó de él después, pero al fin, la mano divina que le había guiado por todas esas pruebas lo colocó en la silla de primer ministro de Egipto para salvar a su pueblo. ¿No podemos decir lo mismo de Moisés, David, Daniel, San Pedro, San Pablo, y muchos otros fieles de los tiempos pasados?
Cuando las doce tribus estaban por entrar en la tierra prometida, fueron sobrecogidas de incertidumbre. Moisés, el que había guiado a los israelitas por espacio de cuarenta años, había muerto. Ante las columnas se halló Josué, fiel compañero de Moisés y después su sucesor. A éste dijo Dios: “Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida: como yo fui con Moisés, seré contigo; no te dejaré, ni te desampararé” (Josué 1:5).
El autor de la Epístola a los Hebreos cita este mismo pasaje, subrayando el cumplimiento de esta promesa de Dios en medio de las tribulaciones por las cuales tuvieron que pasar aquellos firmes creyentes. El consuelo del que está tentado a desesperar es siempre éste: “Sean las costumbres vuestras sin avaricia; contentos de lo presente; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5).
También San Pablo había pasado por esas tentaciones que tratan de quebrantar la confianza que el creyente deposita en Dios mediante el oficio salvador de Cristo. A pesar de los peligros por los que pasó y las experiencias que casi le llevaron a la muerte, San Pablo seguía alabando a Dios por fidelidad y misericordia, al declarar: “¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación? o ¿Angustia? o ¿Persecución? o ¿Hambre? o ¿Desnudez? o ¿Peligro? o ¿Cuchillo?”
Esta lista encierra casi todo lo que la inhumanidad puede infligir a sus hermanos. No cabe duda de que muchos de nosotros hemos sufrido durante nuestra vida. Hemos tenido nuestros propios problemas, cargas que nos afligen, penas y angustias que atormentan la mente, y aun persecuciones por haber sostenido la rectitud y la verdad. Pero a pesar de eso, yo creo que no hay nadie que haya sufrido tanto por causa de Cristo, como el gran apóstol de los gentiles. Sin embargo, San Pablo no vacila en su convicción de que ninguna tentación o aflicción puede quitarle al corazón del creyente la gracia que ha sido prometida por Dios. Es verdad que, como lo expresa San Pablo mismo, el mundo no entiende esa locura. El hombre mundano no encuentra ningún consuelo en las palabras del salmista, citadas ahora por el apóstol: “Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos estimados como ovejas de matadero.”
Pero tampoco pudo aceptar ese mismo mundo el reto paradójico del Señor: “El que hallare su vida, la perderá; y el que perdiere su vida por causa de mí, la hallará” (San Mateo 10:39). En el sufrimiento hay gozo, en la aflicción hay consuelo. ¿Cómo puede ser esto?
Agrega San Pablo: “Antes, en todas estas cosas”, por severas que sean, “hacemos más que vencer por medio de aquel que nos amó.” El gozo no se encuentra en el sufrimiento mismo. El consuelo no se halla en la aflicción misma. El cristiano puede aceptar empero los dolores y trabajos con paciencia y puede alegrarse y consolarse en saber que esta condición tendrá su fin.
¿Cuándo tendrá su fin? Eso queda en las manos del Dios amoroso.
Firme en ese pensamiento, el creyente afronta cada día sin abrigar el menor temor. Cuando desaparece el temor, se establece la seguridad. “Por lo cual estoy cierto”, sigue diciendo el apóstol, “que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios.”
Otra vez nos llevan estas palabras hasta lo más extremado de las pruebas en la vida del ser humano. Al principio el apóstol habla de los enemigos espirituales. Dice: “Estoy cierto que ni la muerte, ni la vida.” Estos términos encierran nuestra existencia desde el comienzo hasta el fin.
Entramos en el mundo, pasamos nuestros años, y para cada uno llega eventualmente la hora de salida. Vivimos y morimos: ésta es la biografía de cada hombre y cada mujer.
Pero muchos temen el fin. No están preparados para recibir el llamamiento postrero de Dios. En cada corazón humano se esconde siempre esa sombra de temor, porque es desconocido el pasar por la puerta de la muerte. Sin embargo, dice San Pablo, no hay razón alguna para temer a la muerte.
Dios es más grande que la muerte. Dios está al otro lado del valle.
La verdad es que los seres humanos se encuentran en un lado, como si fuera un lado del globo terrestre, desde el cual no pueden ver el otro lado. O podemos decir que se hallan en una playa del mar, pero no pueden ver la otra. Eso empero no quiere decir que no existe la otra playa. Si se cruza el mar, si nos elevamos hasta cierta altura quizás podemos ver el lado opuesto. Los que viven en cierta parte del mundo pueden ver la cruz del sur, más los que viven en otra parte, no pueden ver esa configuración de estrellas. Pero esto no quiere decir que no existe la cruz del sur.
Dios está allende la muerte, aunque no siempre podamos apreciarlo. Dios, que es más poderoso que la vida, porque Él mismo es la fuente de ella, le presta la vida al hombre. Después, al llegar el hombre al fin de sus días terrestres, Dios vuelve a pedirle la vida. “El polvo se torna a la tierra, como era, y el espíritu se vuelve a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7).
Pero el cambio, el momento en que uno se despide de esta existencia para entrar en la otra, es para el cristiano sólo un cambio de perspectiva. Allá se experimentará desde más cerca la presencia de Dios, se verá en todo su esplendor celestial, la paz de Dios. Eso no será causa de temor. “En amor no hay temor: mas el perfecto amor echa fuera el temor” “(I Juan 4:18).
Añade además: “Estoy cierto que.... ni ángeles, ni principados, ni potestades” nos podrán apartar del amor de Dios. ¿Quiénes son esos ángeles, principados, y potencias? Según las Escrituras los ángeles son las criaturas de Dios creadas para servirle a Él, y también los ángeles caídos, los espíritus que ahora sirven sólo a fines diabólicos. Si se acercan éstos al cristiano para quitarle la fe y la confianza que ha depositado en Dios, tratando de persuadirle de que su esperanza no tiene fundamento, no tienen poder conquistador, siempre que el cristiano se aferré bien al amor de Dios. Porque no existe poder, sea de ángeles o de diablos, que pueda vencer el amor de Dios. Es verdad que son poderosos, pero no son omnipotentes o todopoderosos, como Dios.
Tampoco debemos temer “ni lo presente, ni lo por venir.” Después de hablar de lo que atañe a lo espiritual, el apóstol entonces empieza a tratar algo que nos es más conocido. Entendemos la realidad del tiempo, de lo pasado, de lo presente, y de lo futuro. Pero respecto a lo pasado nada podemos hacer.
Estamos viviendo en lo presente y tenemos que afrontar lo futuro. Eso tampoco podemos evadir.
Sin embargo, hay mucha gente que teme lo futuro, porque lo futuro es siempre ambiguo y nebuloso comparado con lo presente. Al llegar al principio de otro año y no saber qué nos traerán los próximos doce meses, nos sentimos débiles ante lo incierto.
Los que están acercándose a las más avanzadas décadas de esta vida, no saben si ésta será la última. Es la temporada de la vida cuando el cuerpo da señales de sus flaquezas. Las enfermedades son por lo regular más frecuentes y, por ende, también los sufrimientos.
Los más jóvenes se preguntan qué habrá de su porvenir, de su carrera. ¿Deberé estudiar más? ¿Habrá posibilidades de sostenerme durante los años universitarios? ¿Valdrá la pena? ¿O será mejor buscar trabajo y tratar de mejorar mi condición mediante mis propios esfuerzos? ¿Qué oficio deberé seguir, qué clase de trabajo? Estas son preguntas muy serias para la juventud de hoy, porque la inseguridad extiende su manto de incertidumbre sobre todos los campos y esfuerzos de la actualidad.
El apóstol empero nos asegura que es inútil abrigar temor; que el temor no logra ningún fin. No hay necesidad de temer lo futuro, ni lo presente, porque ambos están en la mano de Dios. Él determina las cosas, pero espera que el hombre se esfuerce, poniéndole a É1 por delante.
Lo peor que puede pasar es que alguien, por falta de confianza y por temor a lo futuro, no haga nada, sino que sólo espere que Dios le guíe sin investigar los caminos que le están abiertos. La persona inactiva, inmóvil y al fin resentida, porque piensa que Dios la ha abandonado y por lo tanto no hace nada para mejorar su vida, no puede culpar a Dios por su fracaso.
No es justo culpar a Dios por la timidez, que a veces se esconde tras una máscara de indolencia. Muchas veces aprecian más la salida del sol los que han estado trabajando antes del amanecer.
Esto exige una actitud, como observa el apóstol en otro lugar, de “redimir el tiempo, porque los días son malos” (Efesios 5:16).
Si el año entrante nos presenta la bendita oportunidad diaria de veinticuatro horas más de trescientas sesenta veces, no podemos excusarnos si ese tiempo no se invierte según nuestras propias capacidades y de acuerdo con la voluntad de Dios. El porvenir es oro, pero así como el explorador tiene que luchar incansablemente antes de disfrutar del fruto de sus esfuerzos, asimismo cada uno puede extraer todas las bendiciones que se hallan ocultas en el uso del tiempo. Y por último, declara el apóstol: “Ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios.” En la época de San Pablo el concepto de lo alto y lo bajo no tenía el mismo sentido que en la actualidad. En aquel tiempo se medía lo alto y lo bajo sólo con una escalera. Actualmente hablamos de millones de kilómetros y de años que sólo se aprecian por la distancia que viaja la luz que procede de las estrellas. Ahora nos damos cuenta de la inmensidad y grandeza de este universo en que vivimos. Nos reduce a la insignificancia del polvo todo lo que sabemos ahora acerca de la infinidad de los espacios que rodean a esta tierra. ¿Será posible que una ráfaga de viento atómico pueda soplarnos de la faz del globo?
Pero ni siquiera tal acontecimiento, aunque posible a las capacidades humanas, nos perturba, no nos hace desesperar, porque estamos seguros de que el amor de Dios sobrepasa el abuso diabólico que puedan hacer de las maquinaciones humanas los secretos científicos recién descubiertos. “El que mora en los cielos” es todavía “el Señor” que “se burlará” de los que “consultarán unidos contra Jehová” y los suyos (Salmo 2:2-4).
Pues bien, ese Dios que parece estar tan lejos, ¿cómo se acerca a nosotros? Si el hombre ya tiene mayor conocimiento de lo infinito ¿cómo puede penetrar en lo infinito de lo divino para ponerse en contacto con el Creador omnipotente?
Nada nos puede apartar de Dios, declara finalmente San Pablo, porque es el amor de Dios lo que ha penetrado nuestra atmósfera, y lo que, como prueba de ese amor, ha mandado al mundo un visitante interplanetario, “que es.... Cristo Jesús Señor nuestro.”
De modo que el cristiano no se allega a Dios por medio de sus propios esfuerzos, ni por medio de sus propios estudios. Su religión no es una filosofía que ha fabricado en su propia mente, ni que procede de lo que ha aprendido de otros, aunque sean éstos los más sabios de la historia humana.
El cristiano se atiene sólo al amor de Dios, testificado por la vida de su Hijo unigénito Jesucristo.
Es por esta razón que el estudio de estos versículos nos abre una vista tan maravillosa para el principio del año nuevo, sin haberse apartado aún la sombra de la Navidad. Porque en el nacimiento del Hijo de Dios vemos la realidad del cumplimiento de la promesa de Dios de que enviaría a su Hijo al mundo para salvar al mundo del pecado. Son las transgresiones del ser humano lo que separa a éste del Creador por un abismo mil veces más grande que los espacios que separan los planetas y las estrellas.
Pero en la persona de Jesucristo el cristiano puede pasar por alto las incertidumbres mundiales, los miles de aspectos de ideas religiosas que están entretejidas en las historias de naciones y culturas, que hoy día especialmente confunden el entendimiento de muchos por la propaganda que se promulga y difunde mediante las publicaciones y las emisoras.
El que quiere vencer los terrores de nuestra época; el que quiere hallar la fuerza moral que resista a las profecías del temor y de las promesas de secretos que solucionen toda clase de problemas, siempre procedentes de cierta fuente; el que quiere librarse de tales charlatanes para experimentar personalmente el amor de Dios, sólo necesita acudir a aquel que nos abre el corazón divino y nos muestra cómo Dios nos ama.
El mensajero de la salvación divina es “Cristo Jesús Señor nuestro”, dice San Pablo. Fue una persona histórica, que nació, que vivió entre los hombres por más de treinta años, que pasó por las puertas de la muerte, pero que no quedó vencido por ese enemigo final de la humanidad. El Cristo de Dios resucitó, saliendo de la tumba, glorioso, victorioso, las primicias de la conquista final de todo aquel que lo acepta como a su único Salvador y Redentor.
Donde hay tal fe en tal Salvador hay también una confianza que nadie ni nada en este mundo pueden destruir. Su ancla está firme, porque descansa en la realidad de una victoria verdadera. Por esa razón el cristiano puede hacer frente a la vida, sin inquietadle las consecuencias, porque nunca pierde su sentido de seguridad.
En estos días hay muchos que tratan de pronosticar lo futuro. Quieren predecir lo que va a acontecer durante los meses que vienen. Las ideas de estos profetas, estos clarividentes, estos pronosticadores se publican en los diarios y en las revistas. Nos preguntamos si se cumplirán sus predicciones y conjeturas. Puesto que esos predicadores de lo oculto se glorían en pintar escenas espantosas dominadas por lo negro del sufrimiento y lo rojo del desastre y la guerra, nuestros espíritus se abaten por el temor a la posibilidad de que también nuestra vida sea víctima de esas tinieblas.
Ya que somos hijos de Dios mediante la fe en Jesucristo, no nos importa lo que pueda pasar durante los doce meses que vienen, porque estamos siempre seguros de que poseemos la fe, basada sobre la roca de Cristo. Con el mismo apóstol declaramos que somos vencedores por medio de Aquel que nos amó. Si Dios permite sufrimientos, angustias, dolores, persecuciones, aun la pérdida de algún ser querido, de algún amigo íntimo, en fin, de todo, nada ni nadie nos podrán “apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” El mismo Dios, que mandó a su unigénito Hijo, me guardará, me fortalecerá a fin de que yo pueda vencer y salir victorioso.
Los cristianos que marchan hacia el año nuevo confiesan su propia incapacidad de aceptar solos todo lo que lleve lo futuro. Pero al admitir lo imposible, piden que Dios les ayude a cumplir aun con lo imposible, porque para con Dios nada es imposible.
No encontramos nuestra seguridad en nosotros mismos, sino en Dios. Esa seguridad no se encuentra empero en un Dios Impersonal lejano, sino en “Cristo Jesús Señor nuestro”, que nos guiará y fortalecerá de día en día hasta que nos llame para estar con Él. ¡Que Dios nos acreciente tal fe, y que diariamente nos enriquezca para que venzamos, no por nuestros esfuerzos, sino por el poder divino que recibimos “en Cristo Jesús Señor nuestro”!
Pedimos todo esto en su nombre. Amén.
Roberto F. Gussick. Adaptado Gustavo Lavia
Creí, por lo cual hablé5 .
Texto del día
Romanos 8:31-39 31 ¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra
nosotros? 32 El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
también con él todas las cosas? 33 ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. 34 ¿Quién
es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de
Dios, el que también intercede por nosotros. 35 ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o
angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? 36 Como está escrito: Por causa de ti somos
muertos todo el tiempo; Somos contados como ovejas de matadero. 37 Antes, en todas estas cosas somos más
que vencedores por medio de aquel que nos amó. 38 Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni
ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna
otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.

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