jueves, 24 de diciembre de 2009

Navidad.

Navidad
“Un niño no es nacido”
Sermón para el Día de San Esteban, Mártir Fecha: 26 de diciembre de 1531. MARTIN LUTERO

Texto: Isaías 9:2-6. El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos. Multiplicaste la gente, y aumentaste la alegría. Se alegrarán delante de ti como se alegran en la siega, como se gozan cuando reparten despojos. Porque tú quebraste su pesado yugo, y la vara de su hombro, y el cetro de su opresor, como en el día de Madián. Porque todo calzado que lleva el guerrero en el tumulto de la batalla, y todo manto revolcado en sangre, serán quemados, pasto del fuego. Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.

Introducción: Los pastores de Belén: ejemplos de una fe incondicional, y ejemplos de cómo Dios escoge a los humildes para avergonzar a los grandes.

Se cuentan maravillas acerca del silencio que los turcos guardan en sus templos[1]. En el Evangelio que se lee el día de hoy [2] aparece el hermoso ejemplo de la fe de los santos pastores, quienes después de haber oído la predicación de los ángeles, inmediatamente se pusieron en camino para ver cuanto antes lo que había sucedido, y lo que el Señor les había manifestado (Lucas 2:15). Son, en especial, dos factores los que hacen que esta fe sea tan ejemplar. En primer lugar los pastores no se escandalizan por el aspecto en extremo humilde del niño. Y en segundo lugar, no temen a los notables de Jerusalén y de Belén, que muy fácilmente podrían acusarlos de sediciosos porque querían proclamar rey al hijo de un mendigo. Lo uno como lo otro son, por cierto, muestras elocuentes de una gran fe. Sin más ni más, los pastores van a Belén y hallan a un niñito acostado en un pesebre. ¡Cuán poco concordaba este cuadro con la imagen de un rey que, por añadidura, había de ser Redentor del mundo entero! Sin embargo, los pastores no se sienten defraudados en lo más mínimo.

Nosotros pensamos de manera distinta: aunque se nos hable en los términos más sublimes acerca de la fe y la vida eterna, apreciamos cien veces más los bienes de esta tierra. Si fuese realmente sincera nuestra fe en estas palabras: Cristo nació en Belén como Salvador nuestro, y luego padeció y murió para redimirnos del pecado y de la muerte, entonces nuestro ánimo sería otro, en nuestro corazón no habría tanta sed de riquezas, no nos afanaríamos tanto por poseer un
palacio y otras cosas que el mundo estima de alto valor, sino que lo tendríamos todo por basura[3], y por objetos de que hacemos usó sólo para la mantención de nuestra vida terrenal. Pero el hecho de que todavía permanezcamos en nuestro estado anterior de apego a las cosas de este mundo, es una señal de que aquella natividad nos tiene sin cuidado, y que de las palabras del ángel no hemos retenido más que el sonido[4]. Los pastores en cambio retienen las palabras mismas, y con tal firmeza que ven en aquel niñito a su Rey y Salvador y difunden por todas partes lo que se les había dicho acerca del niño. Dónde está, en aquel establo de Belén, lo que común-mente distingue a un rey: el brioso corcel, el séquito de nobles caballeros? No obstante, en contra de lo que les dicen sus cinco sentidos, los pastores concluyen: Éste es el Rey, el Salvador, el gran gozo para todo el pueblo. Así, en el corazón de los pastores, todo apareció pequeño, y nada fue grande sino solamente aquellas palabras del ángel. Tan grandes fueron que aparte de ellas, los pastores no vieron nada; se llenaron de ellas y quedaron como embriagados, de modo que se pusieron a propalarlas en alta voz, sin preguntar por lo que podrían decir los grandes señores en Jerusalén que mandaban en el templo y en el sinedrio. Al contrario: sin la menor señal de miedo ante las autoridades predican al Cristo mendigo. ¡En verdad, palabras de verdaderos revoltosos y herejes! ¡Decir que habían visto a un ángel, y que este ángel les había anunciado el nacimiento de un Rey y Salvador en Belén. Si esto llegaba a oídos de los principales de los sacerdotes, ¿no los increparían diciendo: “¡Vosotros, ignorantes pastores, no nos haréis creer que en un pesebre en Belén yace un nuevo gobernante! El gobierno tanto espiritual como civil está aquí en Jerusalén. ¿Y vosotros queréis persuadir a la gente de haber tenido una visión?

¿La verdad será que habéis soñado?” ¿Y no tenían que decirse los pastores mismos: “Merecemos ser crucificados o ser puestos en el cepo por habernos sublevado contra las autoridades espirituales y civiles?” Creo empero que cuando la noticia de lo ocurrido llegó a los jefes de los sacerdotes, éstos respondieron: “Ya estamos acostumbrados a que la gente ignorante diga estupideces; habrá sido Satanás el que estuvo en el campo de Belén”, desoyendo así, en su propio perjuicio, el mensaje angelical. Y aún otros habrán dicho quizás: “Si realmente se produce un hecho dé esta naturaleza, se dará noticia a nosotros, y no a unos pastores desconocidos”.

También en nuestros días hay gente que dice: “Si esa nueva doctrina que ahora se predica[5] fuese realmente el evangelio verdadero, Dios lo haría predicar por los jefes mismos de la iglesia, no por monjes y sacerdotes escapados de algún convento”. Pero ¿no te parece que Dios puede dejar plantados a Caifás y Anás y a todos los respetables sacerdotes y dar a unos “Humildes pastores -el encargo de predicar el nacimiento del Rey y Salvador?”. ¡Ojalá también nosotros siguiéramos este ejemplo de los pastores y tuviéramos por grande e importante sólo la palabra .de la fe, haciendo oídos sordos a todo lo demás! Por ejemplo, cuando se nos da la absolución, o la santa cena, o cuando se nos predica el evangelio, ¡tuviéramos por basura todo lo demás y nos aferrásemos a la palabra sola! Pero por desgracia, nuestra carne, Satanás y el mundo hacen que no despreciemos lo mundanal como debiéramos hacerlo, y así nos impiden apreciar la palabra en todo su valor.

Por hoy no quiero explayarme más sobre este Evangelio; volvamos ahora a las palabras de Isaías[6].

El mismo texto, Isaías 9:2-6 (en especial v. 6).

1. La grande diferencia entre el reino espiritual de Cristo y los reinos de este mundo.

El profeta nos dice: “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado”. Ya oísteis lo que significan estas palabras. Este capítulo es en verdad un capítulo de inestimable valor, en que Isaías nos describe con palabras sumamente bellas y acertadas qué clase de niño es Cristo. Es el niño que nos lleva sobre sus hombros a ti y a mí con todos nuestros pecados, miserias y dolores. Y esto lo hizo no solamente mientras vivió aquí en la tierra, sino que lo sigue haciendo hasta el día de hoy, por medio de la palabra del evangelio. Con lo que Isaías nos dice acerca del niño Jesús, nos enseña al mismo tiempo a discernir correctamente entre el reino espiritual y el reino corporal. El reino corporal es aquel en que los súbditos somos los que tenemos que llevar al soberano o rey; porque al mundo le hace falta que se lo apriete y obligue. El reino espiritual en cambio es aquel en que el rey mismo nos lleva a nosotros. Hay pues una grandísima diferencia entre estos dos reinos: en el reino corporal, tantos miles de hombres tienen que llevar una sola cabeza, un soberano; más en el reino espiritual, una sola cabeza, Cristo, lleva un número incontable de hombres. Ciertamente, él lleva los pecados del mundo entero, como dice Isaías (cap. 53:6): “El Señor cargó en él el pecado de todos nosotros”; y lo mismo afirma Juan Bautista (Juan 1:29): “He aquí el Cordero de Dios, que quita[7] el pecado del mundo.” Allá, en la cruz, él llevó nuestros pecados, y los lleva aún hoy mediante su Espíritu de bondad, y nos hace predicar que él es el Rey de la misericordia. Esto es una parte de la profecía.

2. La asombrosa imagen de la iglesia: desdeñable ante el mundo, santa ante Dios por Cristo.
Siguen ahora los nombres: “Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”.

Con estos nombres, el profeta describe en detalle la índole del reino en sí. Hasta ahora había retratado la persona del soberano como un rey que lleva el reino sobre sus hombros. Con aquellos nombres nos enseña cómo está formada y qué señales particulares tiene la santa iglesia cristiana. Si quieres retratarla, retrátala como iglesia que tiene que ser llevada, y como iglesia que es llevada por Cristo. Este “llevar” empero por parte de Cristo, y este “ser llevado” por parte de la iglesia, hace que el nombre y el oficio de Cristo sea el de “Admirable, Consejero”.

“Admirable, Consejero” se llama también por la obra que él lleva a cabo en su santa iglesia cristiana, a la cual él gobierna de tal manera que ninguna razón humana puede comprender o notar que esa iglesia es verdaderamente la iglesia cristiana. No establece para ella residencia oficial, no le fija modos de proceder ni ritos, no le otorga rasgos distintivos externos algunos que permitan determinar con precisión dónde está la iglesia, cuan grande o cuan pequeña es. Si quieres hallarla, no la encontrarás en ningún otro lugar sino sobre los hombros de Cristo. Si quieres imaginártela, tienes que cerrar los ojos y prescindir de todos los demás sentidos y atender exclusivamente a la descripción que te da aquí el profeta. La iglesia es, en verdad, un reino admirable, un reino que causa asombro, es decir, un pueblo desdeñable ante los ojos del mundo, del diablo y ante sí mismo, un “oprobio de los hombres y despreciado del pueblo”, como dice el Salmo (22:6), una “piedra desechada por los edificadores” (Mateo 21:42) porque tiene un aspecto como si fuese no la esposa del Rey celestial sino del diablo. La verdadera iglesia cristiana es en opinión del mundo un conjunto de herejes. Éste es el nombre con que se la define. En cambio, los que son seguidores del diablo éstos llevan el nombre de “iglesia”. Así como los turcos consideran a los cristianos como gente en extremo insensata y como diablos en persona, así también los judíos y los papistas de hoy día no tienen más que burlas para los que constituyen la iglesia de Cristo. Tal es así que la iglesia no tiene el aspecto, nombre, imagen y semejanza de ser la iglesia de Dios, sino del diablo.

Ahora bien: que este aspecto lo tuviera la iglesia ante el mundo y ante el diablo, sería aún tolerable; lo verdaderamente grave es que a menudo lo tiene también ante nuestros propios ojos. Éste es un arte que el diablo domina a la perfección: el apartar nuestros ojos totalmente del bautismo, del sacramento y de la palabra de Cristo, de modo que uno se tortura a sí mismo con el pensamiento que expresara David (en el Salmo 31:22): “Decía yo en mi premura: Cortado soy de delante de tus ojos”. Éste es nuestro distintivo: que la iglesia cristiana debe tener en sus propios ojos y yo ante mí mismo una apariencia como si Cristo nunca nos hubiera conocido como suyos[8].

Debo saber que ésta es la santa iglesia cristiana, y que yo soy un cristiano, y sin embargo, debo ver al mismo tiempo que tanto la iglesia como yo estamos cubiertos por una gruesa capa de oprobio del mundo que nos tilda de heréticos. Más aún: debo oír que mi propio corazón me dice: Tú eres un pecador. Estas gruesas capas, el pecado, la muerte, el diablo y el mundo, cubren de tal manera a la iglesia y al cristiano, que ya no queda nada visible de ellos; lo único que se ve es pecado y muerte, lo único que se oye son las blasfemias del mundo y del diablo. El mundo entero y cuantos en él se precian de sabios, se ponen contra mí, mi propia razón rompe las relaciones conmigo; y no obstante, debo mantener con toda firmeza: yo soy cristiano, y como tal, justo y santo.

Por lo tanto, la santidad de la iglesia y la santidad mía radican en la fe. Se basa no en algo dentro de nosotros mismos, sino exclusivamente en Cristo. Diga pues la iglesia: “Yo sé que soy pecadora”, y confiese yacer por entero en la cárcel del pecado y en el peligro de muerte. En mí no hay más que iniquidad, en Cristo no hay más que justicia; y si yo creo en Cristo, su justicia llega a ser mi justicia[9].

Esto sobrepasa toda razón y sabiduría humanas. Parece ser algo totalmente inaceptable. Pues todos los entendidos dicen: La justicia es cierta cualidad o santa manera de ser en el hombre mismo. Así como el color blanco o negro está en la pared misma o en el paño mismo, así la santidad debe estar en el alma misma del hombre justo. Pero entonces viene mi propio corazón y me dice: Yo no soy así, no soy un santo. Y lo mismo me dice Satanás y el mundo. Si tengo en contra de mí las declaraciones del mundo, de Satanás y de mi propio corazón, ¿qué puedo decir?

Precisamente lo que dice nuestro texto: que Cristo es el Admirable Consejero. Él gobierna a su iglesia y a sus cristianos en forma admirable de modo que son justos, sabios, limpios, fuertes, llenos de vida, hijos de Dios, aunque ante el mundo y ante sus propios ojos parezcan todo lo contrario. ¿A qué debo atenerme empero para vencer la fea apariencia? A lo mismo a que se atuvieron los pastores: a la palabra.

El mismo Cristo procede en forma sumamente extraña en lo que a su propia persona se refiere: quiere hacerse nuestro Rey, y se acuesta en un pesebre y nace de una pobre virgen que apenas tiene con qué envolverle. Debiera haber tenido por madre a una reina, y por cuna un deslumbrante palacio sin embargo, vive como un mendigo. ¿No es, en verdad, asombroso en su aspecto personal? Por esto nos es preciso aprender a abrir los ojos, como los pastores, y juzgar no según la apariencia exterior, sino según las palabras que fueron dichas acerca de este niñito.

Debo decir, pues: Considero santos a todos los creyentes, y me considero un verdadero santo a mí mismo, no por mi propia conducta intachable, sino a causa del bautismo, del sacramento de la santa cena, de la palabra de Dios, y de mi Señor Jesucristo en quien yo creo. Entonces habrás hallado la definición correcta. Si me observo a mí mismo, sin bautismo, santa cena y palabra, no veo más que pecado e injusticia, al diablo en persona que me atormenta sin cesar. Y si os observo a todos vosotros desprovistos de la santa cena, del bautismo y de la palabra divina, no veo en vosotros santidad alguna. Aunque estáis sentados aquí en el templo oyendo la palabra de Dios y orando, no os queda nada de santidad si descontamos la palabra y los sacramentos.

3. Las señales distintivas de la verdadera iglesia de Cristo.

La apariencia exterior no es, pues, lo decisivo; lo decisivo es esto: Mira si estás bautizado, si oyes con agrado la predicación de la palabra de Dios, si sientes el sincero deseo de recibir la santa cena. Éstas son las señales que Dios te da, a éstas debes dirigir tu mirada; así podrás decir: veo en mí las claras señales de que pertenezco a la iglesia cristiana. El aspecto exterior, en efecto, no basta para convertirte en un creyente de verdad. En cambio, donde se predica el evangelio sin falsos agregados humanos, donde se administran los sacramentos en la forma debida, y donde cada cual desempeña fielmente las tareas propias de su oficio o profesión, allí encontrarás con absoluta certeza al pueblo de Dios. Por lo tanto, no te guíes por el color que las cosas tienen por fuera, sino por la palabra divina. Si te guías por la apariencia exterior, y no por la palabra, pronto caerás en el error. ¿Por qué razón? Por la razón de que exteriormente no hallarás en un cristiano nada que lo distinga de otro hombre. Más aún: hay incrédulos y paganos que se comportan más decorosamente y que presentan un aspecto más honorable que muchos cristianos. ¡Ah, la apariencia exterior! Ahí tienen su origen los impíos e insensatos monjes y frailes que querían crear a la iglesia cristiana una imagen orientada en lo que exteriormente impresiona a la vista.

De ahí vienen también sus cogullas y tonsuras. “Aquí, en el estado monacal, están los hombres santos”, decían; “vosotros que vivís en el mundo os entregáis a vanos afanes y prácticas puramente corporales”. Cosa diabólica es que la máscara que se pone cierta gente pueda causar tanta impresión en el mundo.

Yo sé que entre todos vosotros hay apenas diez que no se dejarían embaucar por mí si yo quisiera hacer gala de aquella santidad que practiqué en mis años de monje. Evidentemente, el bautismo y la santa cena atraen las miradas mucho menos que el hábito y la austeridad de un franciscano. Éste sí tiene que ayunar, aquél en cambio es un simple sastre. Por esto es preciso que aprendas a conocer qué es y cómo es en realidad la iglesia cristiana, y que no te dejes engañar por las apariencias. Una mujer que hace lo que Dios le manda, que está bautizada, que oye el evangelio y lo guarda cual luz en su corazón, que tiene un marido, que da a luz hijos, que cumple con sus tareas como buena esposa y madre, esta mujer es una santa, aunque a los ojos de la gente no lo parezca. Pues el bautismo que recibió y la fe que tiene en su corazón, son cosas que mis ojos no ven; veo en cambio que anda por la casa, ocupada en el cuidado de sus hijos, y en mil otros quehaceres domésticos. Por esto parece que no hay nada de particular en la mujer aquella.

Y sin embargo, si permanece en el evangelio y en el trabajo que Dios le ha encomendado, es un miembro genuino de la iglesia cristiana, no por su probidad, sino por estar bautizada, por tener en su corazón el evangelio, por ser morada de Cristo[10]. ¿Quién empero tiene en cuenta que esta mujer es una cristiana y una santa? Entre tanto viene una beguina[11] con su cara de vinagre; y ¿qué ocurre? ¡A ésta la consideran una santa, a cuyo lado la mujer con el marido y los hijos y el mucho trabajo no es nada! Así es como nuestro Señor convierte al mundo en un montón de tontos, incapaces de reconocer a un cristiano. “Iglesia cristiana” esto son los que han recibido el bautismo, que tienen un corazón lleno de fe, y que por lo demás llevan la vida del hombre común. En este sentido debes considerar la iglesia, y por estas señales has de conocerla. El mundo en cambio no la juzga de esta manera, y por esto yerra en su juicio. El mundo preguntará, por ejemplo: ¿Acaso no hay también entre los gentiles matronas por lo menos tan respetables como las que hay entre los cristianos? ¿Y qué decir de los tiempos de tribulación? ¡A cuántos padecimientos, a cuánta persecución está expuesto un cristiano que ha sido bautizado y que confiesa su fe en el Señor! No parece sino que Dios le hubiera abandonado por completo, y así lo siente a veces en su corazón.

4. La iglesia, despreciada, se consuela con la palabra y los sacramentos.

De este modo, nuestro Dios y Señor hace que todos los sabios lleguen a ser necios, permitiendo que la imagen verdadera de su iglesia casi desaparezca bajo un cúmulo de escándalos. No obstante, el que es miembro de esta iglesia piensa: A pesar de que el mundo me desprecia y persigue, sin embargo creo en Cristo, estoy bautizado y tengo el evangelio; y a este evangelio, este bautismo y este Cristo les asigno en mi corazón un valor tan alto que a su lado, el mundo entero no me parece valer más que una astilla.

Y esto es bien cierto: el evangelio de Cristo que el creyente tiene en su corazón, posee ante Dios un poder justificador tan grande que, aun cuando el mundo entero estuviese repleto de pecados, todos ellos no serían más que una gota de agua en comparación con la inmensidad del mar. No es poca cosa fijarse en la palabra de Dios y atenerse a ella. Tan grande cosa es, que al que lo hiciere, todo lo que el mundo encierre le parecerá como una partícula de polvo. Así, pues, la iglesia cristiana es santa, a pesar del mal aspecto que tiene a los ojos del mundo, y a pesar de estar cubierta de tribulaciones y escándalos. Y nadie puede captar enteramente la santidad y justicia de la iglesia, ni aun el que tiene fe, y mucho menos se la puede sondar con la imperfecta razón humana. Quien quiera conocer de veras a la iglesia cristiana y a sus miembros, tiene que tomar como elementos de juicio la palabra del evangelio, los sacramentos, la fe, y los frutos de la fe y del evangelio. Y tú mismo, para comprobar si eres santo y cristiano, considera si tienes el bautismo y el evangelio, si oyes y crees la palabra de Cristo. Si luego mantienes puro tu matrimonio, si honras a tu padre y a tu madre, etc., o sea, si obedeces gustosamente al Señor, y evitas gustosamente lo que es contrario a su voluntad: estos son entonces los frutos de tu fe.

Más si alguna vez das un traspié, esto no te infligirá un daño irreparable. Piensa en tu bautismo, refúgiate en el evangelio que te ofrece perdón y absolución, di a ti mismo: “Se me han ocurrido malos pensamientos, he caído en un pecado. Pero he sido bautizado, tengo la palabra de Dios con su promesa de remisión: esto es para mí una santidad mayor que el mundo entero con todo lo que hay en él. Cristo es mi mediador lleno de misericordia, tan misericordioso que la furia de todos los diablos que pudieran aterrarme no es más que un leve destello comparado con el fuego de su amor, nada más que una gota de agua comparada con el mar de sus compasiones. Él está a mi lado y me ayuda.” Así debemos y podemos consolarnos pensando en ese inmenso tesoro que poseemos en la palabra y los sacramentos.

5. Conclusión: Cristo es en verdad el Admirable, Consejero.

Todo esto nos enseña por qué Cristo es llamado “Admirable, Consejero”: Él quita de nuestra vista y de nuestro pensamiento toda santidad y sabiduría propias. Toda la santidad, toda la sabiduría que la iglesia cristiana posee, se basa en la palabra y en los sacramentos. Si quieres juzgar a la iglesia según .su aspecto exterior, llegarás a un resultado enteramente falso, pues verás a los cristianos como gente asustada, plagada de pecados e imperfecciones. Mas si consideras a los cristianos como gente que ha sido bautizada, que cree en Cristo, y que demuestra su fe produciendo frutos de amor a Dios y al prójimo y llevando con paciencia su cruz, entonces tu juicio será acertado. Pues éste es el distintivo en que se ha de conocer a la iglesia de Cristo. Para la razón, el bautismo no es más que agua, el evangelio de Dios no es más que un sonar de palabras. Es natural, pues, que de esta manera, despreciando la palabra y los sacramentos, la razón jamás puede llegar a encontrar y conocer a la iglesia cristiana. Nosotros en cambio, los que somos miembros de la iglesia, debemos tener el bautismo y la palabra en tan alta estima que todos los bienes y tesoros del mundo nos parezcan una nada comparados con ellos.

Haciendo esto, reconocemos correctamente a la iglesia cristiana, y nos podremos consolar también a nosotros mismos diciendo: “En mi propia persona soy un pecador, pero en Cristo, en el bautismo, en la palabra, soy un santo.”

Atengámonos por lo tanto a estos nombres: “Admirable, Consejero”. Entonces podremos hacer frente a todos los falsos maestros que vendrán. Pues no cabe duda de que después de los monjes de antaño con su falsa imagen de la iglesia de Cristo, vendrán otros, no menos perniciosos. El mundo no puede contra su costumbre: insistirá en querer retratar a la iglesia cristiana según su apariencia exterior. Sin embargo, el único retrato fiel de la iglesia es el que acabo de pintarles: el retrato en que se destacan el evangelio, los sacramentos, la fe y los frutos de la fe. El bautismo es el luminoso color blanco, la palabra y la fe son el glorioso color azul del cielo, y los frutos del evangelio y de la fe son los diversos otros colores que distinguen a los cristianos, a cada cual en su estado y profesión

[1] El porqué de esta sorprendente observación lo aclara una nota que en el Códice Nuremberguense se agrega a este sermón: Lutero pide a sus oyentes que se abstengan de toser; los que no pueden dejar de toser, que se queden en casa; y como ejemplo digno de imitación, Lutero menciona la conducta respetuosa de los turcos durante sus ceremonias religiosas (WA 34 II, pág. 516).

[2] El Evangelio para el 26 de diciembre, Día después de Navidad (y Día de San Esteban) es Le. 2:15-20.

[3] Comp. FU. 3:8.

[4] En el original: más que la espuma.

[5] El evangelio tal como lo enseñaban los reformadores.

[6] El día 25 de diciembre por la tarde, Lutero había predicado sobre

[7] 7 En la versión alemana de Lutero: Trägt = lleva.

[8] 8 Comp. Mt. 7:23. Motivo de esta autocalificación es la pecaminosidad y debilidad de que padecemos aún, a pesar de ser creyentes.

[9] Comp. 2 Co. 5:21.

[10] 10 Comp. Jn. 14:23.

[11] 11 Beata que forma parte de ciertas comunidades religiosas existentes en Bélgica (de Lambert le Begue, fundador, en el siglo xn, del primer convento de estas religiosas).

domingo, 20 de diciembre de 2009

4º Domingo de Adviento.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

“Cómo debemos prepararnos para la segunda Venida del Señor”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Jeremías 33:14-16

La Epístola: 1 Tesalonicenses 3:9-13

El Evangelio del día: SAN LUCAS 21:25-36

¿Qué le sucederá a este mundo en que vivimos? Ésta no es una pregunta desconocida, pero merece seria consideración. Toda persona de sentido cabal ha hecho esta pregunta repetidas veces. Durante esta finalizando la estación de Adviento los cristianos meditan sobre esta pregunta con especial atención.

Los que no son cristianos dirán que este mundo seguirá existiendo para siempre. Si son optimistas, afirmarán que el mundo seguirá mejorando. Hace tiempo se pensaba que, puesto que se ha avanzado tanto en la ciencia, el hombre estaría en los umbrales de formar de este mundo un verdadero paraíso y que no tardaría mucho en establecer una norma de vida que superaría a la que posee el hombre más rico de la actualidad. Por otro lado, los pesimistas consideran con aprensión los descubrimientos científicos. Están seguros de que algún día esta fuerza caerá en manos de hombres sin escrúpulos que la utilizarán para destruir a toda la raza humana y que después de eso este mundo sólo servirá de habitación a animales y aves y peces, en el mejor de los casos.

Los cristianos rechazan ambas respuestas. Pero no lo hacen por capricho o porque quieren evadir la pregunta. Poseen una respuesta clara y categórica a la pregunta. Y saben que la respuesta es correcta, porque les ha sido revelada por su Salvador, el Señor Jesucristo. Tanto en nuestro texto como en otros pasajes de la Biblia, el Señor afirma sin la menor ambigüedad que algún día este mundo pasará. En el v. 33 de nuestro texto nos dice: “El cielo y la tierra pasarán”.

Todo en esta tierra pasará excepto dos cosas: la Palabra de Cristo y la raza humana. Respecto a su Palabra dice Él (v. 33): “Mis palabras no pasarán”. Respecto a la raza humana dice el Señor que cuando venga el fin del mundo, ante Él comparecerán todos los habitantes del mundo, tanto muertos como vivos, a fin de que reciban el veredicto del juicio final. No hay ser humano que no sobreviva el fin del mundo. Los que estén vivos en ese tiempo, seguirán viviendo; y los muertos serán resucitados para que sigan viviendo.

Conviene, pues, preguntar: ¿Vale la pena la supervivencia? ¿No es preferible, según proponen algunos, la aniquilación completa de la raza humana? Para muchos, lo es. ¿Por qué? Porque serán destinados, con el diablo y todas sus legiones, a una existencia impía y miserable en el infierno.

En cambio, para otros la supervivencia será una redención completa y gloriosa, la desaparición de toda imperfección pecaminosa y de toda desilusión terrenal. Entre éstos nos encontramos nosotros porque nos aferramos a las promesas del Señor y anhelamos su venida a fin de que nos libre de esta prisión terrenal en que vivimos.

Así como nosotros suspiramos por la venida de nuestro Señor, asimismo suspira Él por venir a nosotros. Por consiguiente, a fin de que “aquel día”, como dice el mismo Señor en nuestro texto, “no venga a vosotros de repente”, como el lazo que pone el cazador o como un rayo o centella, el
Señor nos da ciertas instrucciones.

Nos dice Cómo Debemos Prepararnos para Su Segunda Venida

1. Debemos reconocer las señales.

2. Debemos velar.

3. Debemos orar.

Nuestro Señor declara que su segunda venida no será una aparición por sorpresa. No será como un ataque furtivo. Así como preparó al mundo para su primera venida, su nacimiento en la carne, enviando de antemano profetas y ángeles, así mismo desea que esperemos su segunda venida.

Por consiguiente, nos da señales inequívocas mediante las cuales se puede reconocer que el fin del mundo puede venir en cualquier momento. Como primera señal, habrá disturbios en las fuerzas de la naturaleza. Las menciona en nuestro texto del modo siguiente: “Habrá señales en el sol y en la luna, y en las estrellas; y en la tierra angustia de gentes por la confusión del sonido del mar”. Las tempestades y terremotos, especialmente los que han arruinado ciudades grandes y pequeñas, los huracanes que azotan islas y costas, y los desbordamientos de ríos y lagos que inundan las comarcas vecinas, son señales claras y potentes de que este mundo no durará para siempre. Aun entre hombres de ciencia, que tratan de buscar las causas de esos disturbios, hay algunos que, por sus propias observaciones, están convencidos de que este mundo no puede permanecer intacto indefinidamente. Agregan, pues, su “sí” y “amén” a lo que Jesús nos dice en su Palabra. De modo que cada vez que los periódicos y la radio informan sobre violentas convulsiones en la naturaleza, debemos reconocer en ellas advertencias adicionales de que el Señor puede aparecer en cualquier momento.

Otra señal que debemos reconocer es la que el Señor nos describe en las siguientes palabras (v. 26): “Secándose los hombres a causa del temor y expectación de las cosas que sobrevendrán a la redondez de la tierra: porque las virtudes (potencias) de los cielos serán conmovidas”. El temor, crónico y abrumador, se apoderará de los corazones del mundo habitado. En vez de tranquila confianza en el porvenir, el temor será el ambiente prevaleciente en que vivirá la raza humana.

Hombres y mujeres preguntarán con ansias: ¿Qué sucederá mañana? Esta señal se observa con mayor claridad en la actualidad. ¿No es extraordinario que cuanto más próspera es una persona tanto mayor es su temor? En aquellos países donde la prosperidad no tiene precedente, la pregunta que se oye por todos lados es la siguiente: ¿Cuánto tiempo durará esta prosperidad? Y también en otros países se evidencia la inquietud, pues se dan cuenta de que existe en el mundo una competencia casi irrefrenable respecto a armamentos; competencia que puede resultar en otra guerra mundial, cuyas consecuencias no tendrán precedente en la historia del mundo.

Pero tras todo este temor existe uno aún mayor, un temor innominado, engendrado por la convicción del pecado. Por mucho que trate, el hombre no puede deshacerse del conocimiento de su estado pecaminoso. La Palabra de Dios se lo declara y su propia conciencia se lo afirma diariamente. El hombre se encuentra, pues, en una situación intolerable. Vive en un estado de culpabilidad. Por consiguiente, toda señal de que Dios, a quien está ofendiendo continuamente, en cierto día pondrá fin a la existencia de este mundo, hace recordar al hombre que su destino no está lejos. Y de esto están más conscientes los que no recibieron el perdón que Dios ha provisto por medio de Jesucristo. El cristiano, pues, en tanto que observa este temor en aquellos que siguen rechazando la paz de Dios, recuerda con la mayor claridad la segunda venida del Señor.

Al temor que sienten los que viven independientemente de Dios hay que añadir su oposición al Evangelio de Jesucristo; su encarnizado y continuo odio a ese Evangelio. Y esto forma la tercera señal que los cristianos jamás deben pasar por alto. Jesús menciona esta señal en las siguientes palabras (v. 32): “De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo sea hecho”, es decir, hasta que todo haya sucedido. La generación que el Señor menciona aquí, ya fue identificada por Él al principio de este capítulo y en los capítulos anteriores: el tipo de incrédulos representado en aquel entonces por los fariseos y saduceos como el grupo que continuamente contradecía todo mensaje de salvación pronunciado por el Señor Jesucristo. Aún más, ni siquiera los milagros que Jesús obró, inclusive la resurrección de Lázaro de entre los muertos, podían reblandecer su antagonismo. Al contrario, todos estos milagros los incitaban a pedir la muerte de Cristo.

El Señor desea que los cristianos sepan que toda esta oposición no habrá de cesar hasta que Él venga a juzgar a los vivos y a los muertos. A los discípulos de Jesús no les debe sorprender el hecho de que hasta la actualidad las fuerzas de las tinieblas se oponen al Salvador y hasta lo califican de enemigo principal de la humanidad. El hecho de que en nuestro tiempo el odio hacia Él y sus creyentes se destaca con la mayor violencia y blasfemia en diferentes países del mundo, y hasta en países que llevan el nombre de cristianos, proporciona evidencia adicional a los creyentes de que el día del juicio puede ser el próximo en el calendario divino. A veces los cristianos se olvidan de esto y les es enigma el odio y el insulto de que es víctima el Evangelio de Jesucristo. Por otro lado, cuando a pesar de toda oposición, el Espíritu Santo bendice la obra de los misioneros cristianos, muchos creyentes se engañan al pensar en que ya ha cesado casi toda oposición y en que habrá una conversión general de la población del mundo. También pueden pensar en que vendrá un gran milenio, un extenso período de paz, tranquilidad y amor en que toda rodilla se doblará ante el Señor Jesucristo. Pero Cristo quiere que recordemos que no existe promesa tal para este mundo. Al contrario, la oposición hasta el extremo permanecerá sin mitigar.

El reconocimiento de esta señal de parte de los cristianos causa a éstos profunda tristeza. A veces podemos calificar de inútil el esfuerzo en realizar la obra misional; podemos darnos por vencidos y preguntar: ¿Para qué ocuparnos en el incrédulo? Quizás podemos abrigar el temor de que los poderes infernales pueden abrumar la obra del reino de Dios y enmudecer por completo su voz.

En pleno conocimiento de nuestra debilidad, el Señor Jesús se apresura a darnos una señal consoladora acerca de su segunda venida. Se nos llamó la atención a esta señal en la introducción a este mensaje, pero es menester repetirla en vista de la señal de oposición que acabamos de mencionar. Nuestro Señor nos dice lo siguiente (v. 33): “Mas mis palabras no pasarán”. Estas palabras se destacan como faro en medio de la confusión y la desolación, los temores y las maldiciones de este mundo moribundo. Las embarcaciones de la filosofía humana y la superstición, del camino farisaico acerca de la salvación y del menosprecio de la expiación de Cristo son tan ignorantes y tan ciegas, como para no divisar el faro, que se hundirán a causa de las tempestades de este mundo. Pero la embarcación de la causa de Cristo, dirigiéndose por el curso que le ha trazado el faro de la Palabra divina, de la verdad eterna, saldrá ilesa de la tempestad y no dará contra los arrecifes, porque “Tu Palabra es, Señor, Claro faro celestial, Que en perenne resplandor Norte y guía da al mortal”.

No hay duda de que es importante reconocer las señales que indican la segunda venida de nuestro Señor. Pero el mismo Señor nos advierte que también debemos hacer otra cosa: protegernos de toda influencia que pueda ser causa de que pasemos por alto estas señales. Lo hace mediante las siguientes palabras (vs. 34-36): “Y mirad por vosotros, que vuestros corazones no sean cargados de glotonería y embriaguez, y de los cuidados de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad pues.” Hace como dos milenios que nuestro Señor pronunció esta advertencia. Ella es tan necesaria en la actualidad como lo fue en aquel entonces. Es tan pertinente para la actualidad como cualquier cosa que se considere de gran importancia.

Valiéndonos de una expresión común: ella da en el clavo. ¿Qué nos puede hacer más insensibles y sordos y ciegos a lo que Jesús ha declarado acerca de su segunda venida que los pecados que se mencionan aquí? La glotonería, o crápula, o disipación fomenta necesariamente una actitud de indiferencia, una desatención fatal al bienestar de la persona que se abandona a ella. La disipación por lo regular va acompañada de la lujuria y la inmoralidad. ¡Ay de la persona que cae en sus tentáculos!

Muy emparentada con la inmoralidad está la embriaguez. También ésta tiene sus muchas víctimas. Degrada su víctima al nivel de un animal y la despoja de cualquier interés que el porvenir pueda proporcionarle. Y aún peor, tan irresponsable hace a la víctima que ésta no vacila en cometer cualquier crimen y a veces hasta quitarse su propia vida. ¡Ay del que así tenga que enfrentarse con su Dios!

Pero, ¿por qué Jesús amonesta a sus discípulos respecto a este pecado? ¿Acaso no son ellos inmunes de este pecado? ¡Ojalá que así fuera! La verdad del caso es que este vicio siempre ha sido, y aún es, un problema de primera magnitud para un buen número de cristianos. Acosa en particular a los cristianos de mediana edad, que equivocadamente creen que recurriendo a él pueden despojarse de la tremenda rigidez que les causa el trabajo diario. Y lo que lo hace aún más peligroso es el hecho de que progresivamente debilita la fuerza de voluntad de sus víctimas. Como les falta la resistencia, por fin se desquician. He aquí por qué es de tanta importancia la advertencia de nuestro Señor Jesucristo. Aquí no podemos menos que citar las palabras del apóstol San Pablo a los corintios: “El que piensa estar firme, mire no caiga.”

Además de la inmoralidad y la embriaguez, nuestro Señor llama la atención a otro peligro que amenaza nuestra preparación para su segunda venida. Él llama a este peligro (v. 34) “los cuidados” o afanes “de esta vida.” Mientras Jesús realizaba su obra entre las gentes de Galilea, Samaria y Judea, se entristecía al observar que a tantos no les interesaba el mensaje de la redención, sino que su mayor interés estribaba en los panes y en los peces, en las cosas materiales: el alimento, ropa, casa y salud, todo lo cual ahogaba el interés por lo espiritual. Aun aquellos que no debían entregarse a esas distracciones y que se llamaban sus discípulos, a veces permitían que entraran en sus corazones los afanes por asuntos materiales. Por consiguiente, Jesús repetidas veces tenía que recordarles cuan peligrosos eran esos afanes. En nuestro texto recalca este peligro, y les advierte que los afanes de esta vida, si se persiste en ellos, pueden impedir la preparación para el gran día de su segunda venida.

Nadie ha de insistir en que esta advertencia no es necesaria en la actualidad. No nos referiremos a los que no son discípulos de Cristo, pues ellos desechan la verdad de lo que ha de suceder allende esta vida; para ellos el aquí y el ahora son las cosas de mayor importancia. A ellos se aplican las siguientes palabras de nuestro texto (v. 35): “Porque como un lazo vendrá (el día del juicio) sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra.” La palabra “habitar” quiere decir aquí sentarse y reposar, estar completamente satisfechos con lo actual, no interesarse en cosas superiores a las que puedan producir los cerebros humanos y los poderes físicos.

Pensamos más bien en nosotros, en los hijos de Dios, que creemos que Cristo nos ha reservado un lugar en los cielos y que anhelamos la venida de ese gran día en que hemos de ver cara a cara a nuestro Salvador. ¿Qué hacemos con los conflictos de esta vida? ¿Cuánto tiempo y energía les dedicamos? Si descubrimos que ellos se encuentran en el centro de nuestros planes y acciones; si los asuntos de nuestra vida espiritual y el interés en el reino de Cristo están recibiendo atención pasajera; si hallamos mayor comodidad y libertad en ciertos asuntos materiales, no hay duda de que estamos en gran peligro. No estamos en lo más mínimo preparados para ese gran día que nuestro Señor ha dispuesto que sea el último día de nuestra existencia terrenal. Entonces la última página y la más importante de nuestra biografía será una página completamente en blanco y triste. Es, pues, imprescindible que con frecuencia hagamos un inventario de la existencia de nuestros intereses, deseos y esperanzas. Nuestra casa debe estar al día y bien almacenada con todo lo que sea aceptable a Dios cuando Él venga otra vez.

Tanto se ocupa Jesús en que estemos preparados para su segunda venida que no sólo nos manda reconocer las señales y evitar vicios entorpecedores y los afanes de esta vida, sino que también nos estimula a estar en constante comunión con Él. Nos dice el Señor (v. 36): “Velad pues, orando en todo tiempo.” El Señor sabe muy bien que nosotros solos no podemos prepararnos para su segunda venida. Nadie posee el poder necesario para prepararse a sí mismo. Por lo tanto,
Él quiere que estemos en comunión diaria con Él; que le hablemos acerca de nuestros planes y las dificultades que se presentan en la realización de ellos. No debemos estar perplejos respecto a lo que debemos decirle. Puesto que Él sabe de antemano en qué consisten nuestras necesidades, ya hasta ha preparado el tema de nuestra conversación; aún más, ha compuesto las palabras con que debemos dirigirnos a Él. En cierta ocasión, cuando sus discípulos le dijeron que no sabían orar y que querían que Él les enseñara a orar, Él formuló para ellos y para nosotros, el Padrenuestro; y además nos ha dado en su Palabra una maravillosa colección de oraciones. Cada vez que leemos la Biblia, estamos en efecto comunicándonos con Él en oración. Mediante esa instrucción y ese estímulo, siempre formaremos oraciones que son agradables al Padre celestial, pues ellas nacen del fruto de nuestra experiencia con su Palabra salvadora.

Si hacemos esto, dice Jesús, no hay la menor duda de que “seremos tenidos por dignos de evitar o escapar la destrucción del mundo y de estar en pie delante del Hijo del Hombre”. Jesús, el “Hijo del Hombre”, como a Él mismo le agrada llamarse, porque Él es verdadero miembro de la raza humana y el que la redimió, es por esa razón el que en realidad es llamado a presidir en el Día del Juicio. ¡Esto sirve de consuelo inefable a todos los que son sus discípulos! El que los ha salvado del pecado, de la muerte y del infierno, será el que vendrá para recibir en las mansiones eternas a todos los que han permanecido fieles hasta el fin. El cristiano exclama, pues:
Ven, oh Dueño de mi vida, Generoso Bienhechor; Que mi alma dolorida Clama ya por su Pastor; No te tardes te suplico, No te tardes, oh Señor; Ven, oh Dueño de mi vida, Mi Jesús, mi Salvador. Amén.

E. E. R.

domingo, 13 de diciembre de 2009

3º Domingo de Adviento.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

“Jesús disipa nuestras dudas”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Sofonías 3:14-20

La Epístola: Filipenses 4:4-7

El Evangelio del día: Lucas 7:18-28

Los discípulos de Juan le dieron las nuevas de todas estas cosas. Y llamó Juan a dos de sus discípulos, y los envió a Jesús, para preguntarle: ¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro? Cuando, pues, los hombres vinieron a él, dijeron: Juan el Bautista nos ha enviado a ti, para preguntarte: ¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro? En esa misma hora sanó a muchos de enfermedades y plagas, y de espíritus malos, y a muchos ciegos les dio la vista. Y respondiendo Jesús, les dijo: Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí. Cuando se fueron los mensajeros de Juan, comenzó a decir de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Mas ¿qué salisteis a ver? ¿A un hombre cubierto de vestiduras delicadas? He aquí, los que tienen vestidura preciosa y viven en deleites, en los palacios de los reyes están. Mas ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Éste es de quien está escrito: He aquí, envío mi mensajero delante de tu faz, El cual preparará tu camino delante de ti. Os digo que entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él.

¿Has sentido alguna vez que tu vida, tus sentimientos o expectativas pendía de un delgado hilo y que Dios parecía no estar presente? La suma de ambos sentimientos (la inminente caída y la ausencia de Dios) sin lugar a dudas genera desesperación y confusión. Una de las dificultades de tal experiencia es que la iglesia muchas veces es el último lugar donde podemos exponer nuestros pecados, debilidades y dudas.

Muy a menudo, muchos cristianos, y quienes aún no lo son, piensan que la duda es lo opuesto a la fe y que un cristiano nunca debe manifestarla.

No sabemos con certeza que nos depara el futuro. Por ejemplo ¿No sabemos cómo reaccionarán nuestros hijos a los valores que les inculquemos? Cuantas veces piensas en cómo serán de mayores ¿Nuestros matrimonios parecen indestructibles? Pero hay veces en que no podemos recordar la última vez que tuvimos una conversación significativa con nuestra pareja ¿Qué pasará con el mundo y los males que padece? Con películas, informes y crisis no sabemos qué pasará con nosotros en unos años ¿Confiamos en la voluntad de Dios las veinticuatro horas del día y nos ponemos en sus manos en medio de las crisis? Muchos se ven como parte de una suma de asares y de un juego cósmico.

Pero con quién hablar de estas dudas. Parece que la duda está prohibida entre la mayoría de cristianos porque dudar es mostrarnos inseguros sobre el Dios al que adoramos. Mostrarnos inseguros es mostrarnos débiles. Esto nos pone en una posición de impotencia y lamentablemente a muchos cristianos les gusta el poder.

Tememos revelar nuestras dudas: No podemos hablarlas con nuestros amigos, porque sería demasiado bochornoso admitir que no siempre creemos lo que anunciamos o cantamos. Ni podemos hablar de ellas con quienes aún no creen en Jesús. ¿Cómo les convenceremos de que crean, si nosotros dudamos? ¿Cómo podemos guiarlos a una relación con Dios, si admitimos nuestros miedos?

Este sermón acerca de la duda se basa en la historia de dos primos: Jesús y Juan. Juan tuvo un papel principal en la sociedad. Pero él no fue político u hombre rico. Él no se juntó con reyes a comer. Él fue un predicador, pero no cumplía con los requisitos de un “líder religioso tradicional”.

Criticó a las autoridades religiosas en sus sermones, vivía marginado de la sociedad. Pasó la mayor parte de su tiempo en el desierto. Muchas personas de Jerusalén fueron al desierto para oírle predicar, pero el mensaje que les dio no fue del tipo que atrae a multitudes hoy día. Les dijo que el juicio se avecinaba, era el tiempo de arrepentirse de los pecados. Que necesitaban ser bautizados como señal de su arrepentimiento.

Juan, siendo un radical y un marginado de la sociedad, analizaba su sociedad y señalaba lo que estaba mal y cuál era la solución. Lo hizo muy a menudo, pero un día fue más allá de lo prudente y señaló los pecados del rey. Sólo los hombres valientes o temerarios señalan los pecados de los reyes. Pero Juan no fue valiente ni temerario, sino que permanecía leal a su rol: ser mensajero de Dios, el que abriría el camino al Mesías. El rey se iba a vivir con la esposa de su hermano.

Todos los buenos ciudadanos de Jerusalén no dijeron una sola palabra. Sólo Juan levantó su voz y este desafío al rey y llamarlo a arrepentirse le costó su libertad. Unos meses más tarde, también le costaría su cabeza.

Juan puede ser calificado como el fanático, el revolucionario, el predicador, el mensajero de Dios, el precursor del Mesías. Pero en un momento las dudas comenzaron a surgir en su interior y las preguntas comenzaron cobrar fuerzas y el miedo a establecerse en su ser.

A muchos kilómetros de distancia su primo, Jesús, estaba en plena etapa de popularidad. Juan había bautizado a Jesús sólo algunos meses atrás. Ahora Jesús viajaba de pueblo en pueblo, predicando, curando, resucitando a los muertos. Muchas personas se congregaban en torno de él.

Entre esas personas había algún seguidor de Juan. Observaban lo que Jesús hacía y oían lo que decía y mandaban informes a Juan en su prisión. Pero esos informes no aliviaron la duda de Juan.

Juan probablemente recordaría sus días de esplendor cuando las personas le rodearon y le preguntaban ¿eres tu el Mesías? ¿Eres tu el enviado por Dios para establecer su reino? ¿Nos salvarás de la tiranía de nuestros opresores? Juan sabía que él no era el Mesías. Ese no era su papel. Sabía lo que él estaba esperando: Esperaba a alguien que traería un bautismo de fuego, que tomaría la paja de mal, la tiranía y la opresión y la quemaría en el fuego eterno de su juicio.

Juan sabía que el Mesías que vendría, sería el enviado de Dios a establecer su reino de misericordia y justicia, era alguien con quien Juan no se compararía porque no se veía digno de desatar las cuerdas de sus sandalias.

Y este fue el problema de Juan. Él esperaba un “Terminator” (exterminador) sin embargo apareció un “Gandhi”. Él esperaba al Mesías que establecería en todo el mundo el Reino de Dios, aboliendo las ataduras de los opresores de Israel y renovando en las personas una obediencia de corazón hacia la ley de Dios. Pero en lugar de eso apareció un maestro, un obrador de milagros, un hombre humilde y sencillo. Jesús no cumplió las expectativas de Juan. Una amiga me dijo que las expectativas no satisfechas son la raíz de la mayoría de los problemas. Las expectativas insatisfechas conducen a la frustración. Para Juan, esa frustración se manifestó en duda.

Juan llamó a dos de sus seguidores y les pidió que le hagan una pregunta a Jesús. Ésta tuvo que haber sido la pregunta más difícil que Juan había formulado. Porque con ella puso en tela de juicio su todo lo que había realizado. Hizo todo lo que se le pidió, todo lo que esperaba y deseaba podía terminar en fracaso y el mayor de los ridículos. En el centro de su pregunta estaba todo lo que él creía sobre Dios, sobre él y sobre su trabajo. Juan pregunta: “¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?”

Juan tenía muchas razones para pensar que Jesús era el Mesías: presenció el testimonio de Dios en el bautismo de Jesús, hacía solo unos meses. Pero, ahora él está en una situación donde necesita ser afirmado en que Jesús es el Mesías, el que debía venir, quien traería ese juicio de fuego y entregar a la ley las personas. Jesús no suplía las expectativas de Juan y es por esto que le pide responda a esta pregunta. Así como Satanás le pidió a Jesús que responda a sus expectativas en el desierto. También las multitudes exigirán una señal de él para creerle. Sin olvidar que los propios discípulos de Jesús también le probarán y querrán suplir sus expectativas. Todo el mundo quiere que Jesús dé la talla de lo que esperan que el Mesías sea y haga por ellos.

¿Cuál fue la actitud de los discípulos de Juan al acercarse a Jesús? ¿Tuvieron una actitud atrevida, empujando en su camino a las personas que se interponían y exigiendo una respuesta a Jesús porque los enviaba Juan? ¿O fueron tímidos, temiendo la respuesta que buscaban? La Biblia no nos dice nada al respecto, pero sí dice que encontraron a Jesús en la mitad de un día muy ajetreado. La Palabra nos dice que en “esa misma hora” que llegaron a preguntar a Jesús, este se puso a curar a los enfermos, expulsar a espíritus malignos y darle vista a los ciegos.

Delante tuyo hay una larga fila de personas para ser atendidas por Jesús, personas que traían casos peores que una simple pregunta. Pero para Dios no hay cosas pequeñas tratándose de los hombres y sus necesidades. Todas son importantes a los ojos del creador, desde la peor enfermedad hasta la duda que parece hasta ridícula. Finalmente estos dos hombres son atendidos por Jesús. Pero no tienen un amigo enfermo de gravedad, si con una enfermedad que puede infectar el alma y llevarla a la muerte si no es atendida, no tienen un espíritu maligno, pero sí una duda que puede ser usada por el adversario para alejarlo de Dios y expulsar al Espíritu Santo, no es ciego, pero necesita de la guía divina para seguir viendo el camino por el cual transitar. Tienen una pregunta de sumo valor y peso para sus vidas y la de Juan.

¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?

¡La forma de preguntar hace pensar que Juan no estaba realmente seguro de lo que esperaba de respuesta! Porque ¿Si Jesús era la persona esperada, entonces por qué no estaba haciendo las cosas que el Mesías debía hacer? Si él no era el esperado y elegido, entonces debería esperar a alguien más poderoso que Jesús… Cualquiera de las respuestas era demasiado terrible para ser oídas en la situación de Juan.

Juan espera una respuesta directa. Su pregunta puede ser contestada con uno simple sí o no. Pero por supuesto que Jesús no le contesta en la forma que él esperaba. Aún más, en el mejor de los casos parece que la respuesta de Jesús es ambigua. “Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído.” Pero no Jesús. Necesitamos una respuesta simple: ¿eres tu o no lo eres? ¿Ser o no ser? Esta es la cuestión, escribió el dramaturgo. Parece que Jesús juega con la duda de Juan y muchas veces con nuestras dudas. Aparentemente no se da cuenta de que la vida de un hombre está en la cuerda floja y no solo me refiero a su vida terrenal, sino que además parece que su vida espiritual también estaba en esa situación. Las esperanzas de una nación entera están en juego.

“Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.”

Jesús no le contesta a Juan de la forma que este quisiera oir. Quizá a Juan le hubiese gustado oír algo como “Déjame en Paz! ¿No ves que tengo mucho trabajo por aquí? Tengo que lidiar con mis discípulos y hay un montón de leprosos que curar. Tu duda es una señal de debilidad. Déjate de tonterías, hermano y comienza a evangelizar en la prisión.” O algo peor, que Jesús le establezca tres pasos para vencer su duda y envíe a los mensajeros con un guía de servicios y cosas que se deben hacer para vencer duda. Esto puede sonar gracioso para aquellos que por el momento no tienen dudas. Pero en las situaciones de crisis de fe, de incertidumbres o dudas es crucial tener presente la respuesta de Jesús porque de ella depende nuestro vinculo con Dios, nuestra esperanza y anhelo de vida eterna.

Si un cristiano se sorprende de la duda de Juan, me atrevería a decir, que es porque antes nunca se ha encontrado con Jesús. Seguramente ha escuchado acerca de Jesús, ha hablado de Jesús y aun podría decir creer en Él. Pero puede ser que este Jesús sea una persona que tu mismo te hayas confeccionado en tu mente y no tenga nada que ver con el Jesús de la Biblia, con el verdadero Hijo de Dios. Si las dudas de Juan son una piedra de tropiezo para ti en lugar de una fuente de alivio y confort, es porque revelan tu idea de que la fe está reñida con la debilidad y la inseguridad. Pero es necesario que sepas que la Palabra de Dios puede fortalecerte en medio de tu mar de dudas, que no es necesario taparlas u ocultarlas para mostrar con un “buen y fiel cristiano”.

¿Las personas no cristianas, se sorprenderían al saber que tú eres como Juan en este momento? Si te asombras que Juan, siendo tan cercanos a Jesús aún dude de él y su función en este mundo, puedes llegar a pensar que el resto de personas que están próximas a Jesús en su vida hoy en día no te dicen la verdad acerca de sus miedos y de las luchas internas que tienen a diario.

Tal vez como Juan, muchos de nosotros aquí en esta mañana nos encontramos en esa cuerda floja de la vida y necesitamos que Jesús nos rescate con su Palabra. Quizá este herido y lastimado por lo que otros le ha dicho o hecho, por algún acontecimiento y necesitas que Jesús sea un juez justo que dictamine los pasos a seguir. Tal vez estas absorto por las complejidades de la vida: El trabajo, las decisiones familiares, las relaciones con otras personas y necesitas que Jesús te dé sabiduría. Pero el problema es, Jesús aún no ha demostrado ser esa clase de salvador que tú necesitas. Así que es aquí donde te sientas a preguntarte si es él a quien necesitas, porque establecer esta pregunta y las demás preguntas es revelar tus inseguridades más profundas y exponerse a que Jesús responda algo que nosotros no queremos oír.

¿Qué estas buscando esta mañana? ¿Qué tipo de Jesús piensas que necesitas? ¿Estás dispuesto a oír la respuesta de Jesús? Para Juan, esa respuesta no fue lo que él estaba esperando. Jesús para reconfortar a Juan usó palabras de años 800 atrás, habladas por el profeta Isaías y afirmarlo en que sin lugar a dudas él era a quien esperaba. El pasaje de Isaías 35 describe un paraíso cuando el enviado de Dios se manifieste en la tierra. Es una descripción del fin de los tiempos: Cuando la liberación de Dios es un acontecimiento que se ha realizado, no es algo que es se tiene que esperar que acontezca en algún momento en el futuro. Los milagros que Isaías profetiza y los escritos históricos de Lucas señalan que este tiempo especial ha llegado, las personas de Israel ya comienzan a disfrutar de los beneficios de esta presencia del Enviado entre la humanidad, si bien aún no está completamente realizado. Jesús le dice a Juan que recuerde el cuadro: Las sanaciones que relata Isaías nos señalan con el dedo la edad mesiánica, la gran figura de la cual el Mesías es el principal protagonista entre su pueblo. Si ese tiempo y acontecimientos se producen en el presente es porque el Mesías ha llegado.

Es como si le dijese: “Sí, Juan, yo soy el Mesías, yo soy el que habría de venir y por eso estoy haciendo el trabajo que el Mesías debe hacer. Pero tus expectativas están mal orientadas y necesitas mirar las cosas de manera diferentemente, a pesar de que tus circunstancias exigen alguna intervención de Dios.”

A diario o en acontecimientos determinados somos confrontados con situaciones en las cuales esperamos que Dios actúe de un cierto modo, pero él no lo hace como nosotros queremos o esperamos. Pensamos en que Dios nos ha fallado o se ha olivado de nosotros. Pero no es así, el problema está en que nuestras expectativas necesitan ser redefinidas. Jesús señala esto cuando habla con la multitud después de que los discípulos de Juan se van. Él les dice: “Semejantes son a los muchachos sentados en la plaza, que dan voces unos a otros y dicen: Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no llorasteis. 33 Porque vino Juan el Bautista, que ni comía pan ni bebía vino, y decís: Demonio tiene. 34 Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: Éste es un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores. Mas la sabiduría es justificada por todos sus hijos”. (Lucas 7:31-35)

Las personas que rodearon a Juan y Jesús tenían sus propias expectativas y estas para muchos no fueron satisfechas. No les gustó el hecho que Juan fue un fanático. No les gustó el hecho que Jesús fuera amigo de los excluidos. No les gustó el hecho que Juan se mantuvo firme en sus posturas. No les gustó el hecho que Jesús le gustara la comida y el vino.

Pero Jesús está en la tarea de redefinir nuestras expectativas y la cosa más importante que él redefine es su función, que es la de predicar las buenas noticias a los pobres. Recuerde la respuesta a Juan: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados” Luego, él expresa su última tarea, la que parece menos significativa y milagrosa: “y a los pobres es anunciado el evangelio”. Jesús redefine las expectativas de Juan diciendo que al final del día la cosa más importante es que a quienes viven excluidos de la respetable sociedad es la receptora inesperada de salvación.

¿Fue esta respuesta lo suficientemente buena para las dudas de Juan? No lo sabemos, suponemos que sí, pero a nosotros Jesús nos ofrece un pensamiento más: “bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.” En el corazón de esta frase esta la cruz. Para muchas personas Jesús mismo y su mensaje es un escándalo y. Pablo toma esta idea y la refiere al llamando y anuncio del mensaje de las buenas noticias, que Cristo ha sido crucificado por nuestros pecados (incluyendo nuestras dudas), esto puede parecer una tontería y un escándalo. Juan andaba buscando un Mesías que trajera juicio y liberación, lo que él no se dio cuenta es que el Mesías cargaría con este juicio sobre sí mismo. Es este escándalo de la cruz, la locura de Dios, esto es nuestra fuerza y auxilio en esta mañana.

Tenemos buenas razones para dudar. ¿Cómo podemos creer en un Dios tan débil que muere en la cruz vencido por sus enemigos? ¿Cómo creer en un Salvador que comparte el castigo de criminales comunes, en una salvación tan tonta, tan escandalosa? Creemos porque este mensaje es el poder y la sabiduría de Dios. Porque allí se ocupa de nuestras necesidades más profundas.

No remueve nuestras dudas, deja el campo preparado para que los escépticos vengan a Dios. Tus amigos no necesitan vencer sus dudas antes de que Dios los traiga a su presencia. Por eso es que venimos frecuentemente a cantar, a orar y oír la Palabra de Dios: Necesitamos que él tome en serio nuestras dudas y nos asegure en su Palabra. Por eso es que respondemos a su llamado constantemente, para comer un pan y beber vino, pero en ellos se encuentra su presencia que afirma nuestra débil fe y que confirme nuestra esperanza divina.

Trae tus dudas ante Jesús, así como lo hizo Juan el Bautista. Pero ven preparado para redefinir tus expectativas. Si vienes, esperando decirle a Jesús lo que él necesita hacer, te escandalizaras por su misión y obra. No encontrarás respuestas en Él. Dios puede manejar tus miedos más profundos.

Gustavo Lavia.

domingo, 6 de diciembre de 2009

2º Domingo de Adviento.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Adviento es el primer periodo del año litúrgico cristiano, que consiste en un tiempo de preparación para el nacimiento del Salvador. Se celebran durante los cuatro anteriores a la fiesta de Navidad. Marca el inicio del año litúrgico en casi todas las confesiones cristianas. Durante este periodo los feligreses se preparan para celebrar la conmemoración del nacimiento de Jesucristo y para renovar la esperanza en su segunda Venida, al final de los tiempos.

“El Señor viene en la actualidad”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Nehemías. 8:1-10

La Epístola: 1 Corintios 12:12- 31

El Evangelio del día:

Lucas 4:16-21 16 Fue a Nazaret, donde se había criado, y conforme a su costumbre, el día sábado entró en la sinagoga, y se levantó para leer. 17 Se le entregó el rollo del profeta Isaías; y cuando abrió el rollo, encontró el lugar donde estaba escrito: 18 El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos 19 y para proclamar el año agradable del Señor. 20 Después de enrollar el libro y devolverlo al ayudante, se sentó. Y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. 21 Entonces comenzó a decirles: -Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos.

Ante la inminente celebración del nacimiento del Jesús, una vez más El Señor se hace presente en nuestra actualidad, en nuestra vida para proclamar que su presencia tiene un sentido y propósito para nosotros. En el sermón de hoy veremos:

1. El medio por el cual viene y…

2. El fin con que viene.

En tanto que Jesús estaba en el pulpito de la sinagoga y los que allí habían concurrido le miraban atentamente, le fue dado el Libro del profeta Isaías. De él extrajo el mensaje del día. No era un libro de sabiduría humana. Era la Palabra de Dios.

Un gran artista ha pintado un cuadro de una anciana leyendo la Biblia. El rostro de ella está iluminado, como si de las páginas del Libro se desprendiera luz. El cuadro se intitula: “La Luz”.

Hay por cierto luz en las páginas del Libro Sagrado. En tanto que leemos con reverencia la verdad de la Palabra y pedimos a Dios que nos guíe en la lectura, podemos decir con el salmista: “En tu luz veremos la luz”.

“Y abrió el Libro”. Por preciosa que sea la cubierta, una Biblia cerrada es un libro mudo. Un viajero que en cierta ocasión se detuvo en Tíbet, observó que los nativos se postraban de rodillas ante un altar sobre el cual había un libro viejo. Era una Biblia. Años antes un misionero cristiano había estado allí y había dejado aquel libro. Los nativos creían que era un objeto sagrado, y lo adoraban. Pero el libro no les proporcionaba mensaje alguno para sus almas.

En la actualidad hay muchas personas que reverencian y elogian la Biblia, pero la Biblia no les habla. Aunque a ella se le conceda un lugar prominente en la casa y de vez en cuando se le quite el polvo que se acumula en la cubierta, sus dueños no reciben beneficio alguno de ella porque no la usan. En sus últimos años, mientras escribía su Apocalipsis, San Juan, el discípulo amado, escribió la siguiente promesa por inspiración del Espíritu Santo: “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas”.Apocalipsís 1:3
“Y como abrió el Libro, halló él lugar”. Cristo sabía usar las Escrituras.

En cierta ocasión un hombre fue a un famoso evangelista y le dijo que no podía creer en la Biblia a causa de las muchas contradicciones que ella contiene. El evangelista dio una Biblia al hombre y le pidió que le enseñara el lugar donde se hallaban las contradicciones. El hombre tomó la Biblia en su mano y empezó a hojearla desatinadamente. No podía hallar el lugar. No conocía la Biblia y mucho menos su mensaje.

Viene para “anunciar buenas nuevas a los pobres”. ¿Quién se ocupa en los pobres? Los escribas y los fariseos no lo hacían. Los arrogantes filósofos de Grecia y Roma no lo hacían. ¿Quién se interesa en ir a ver una procesión de hombres y mujeres en harapos? ¡Jesús se interesa! Tras los rostros demacrados y vestidos remendados, Jesús reconoce a un huésped real que ha sido convidado a sentarse en la cena del Hijo del Rey en los cielos. El Evangelio de la gracia de Dios es para todos los seres humanos en este tiempo y en la eternidad. Dondequiera que el Evangelio de Jesucristo se ha establecido, los pobres han mejorado su situación, el feudalismo ha desaparecido y el obrero ha recibido lo que su trabajo merece.

Pero Cristo habla ante todo a “los pobres en espíritu”. A los humildes de corazón Él trae nueva vida y esperanza. Cada vez que un hijo o una hija de Dios se ha extraviado a la región del pecado, para experimentar desgracia en vez de gloria, un corazón desilusionado en vez de la vida abundante, y por fin el temor a la muerte y al juicio, Cristo el Redentor se acerca para anunciarle que el amoroso Padre le espera con brazos abiertos, dispuesto a restablecer el alma perdida a una nueva vida mediante la gracia divina. A esa invitación el pecador debe responder con palabras similares a las que cantamos en el himno:

Tal como soy de pecador, sin otra fianza que tu amor. A tu llamada vengo a Ti: Cordero de Dios, heme aquí.

Cristo viene “para pregonar a los cautivos libertad”. Hay muchos presos en los calabozos y cárceles de este mundo. ¿Abriremos esos calabozos y cárceles y dejaremos que salgan los presos: los criminales, los asesinos, los rufianes, los depravados y los viciosos? ¿Los soltaremos, como se suelta un ruin, para que hagan estragos en nuestras comunidades? Ninguna persona desearía tener su casa en las comunidades dónde estas personas vivan a sus anchas. La libertad que Jesús trae es a los cautivos y esclavos del pecado y sus consecuencias. Por ellos es necesario que cada persona que vive en una prisión, sea física o espiritual, oiga lo que Dios puede hacer por ella:

“Mediante el poder y la gracia de Dios, Él os librará de vuestros violentos deseos y de vuestros pecados; quitará de vuestros corazones las semillas de la envidia y el odio, y en su lugar pondrá un espíritu de bondad y perdón; quitará de vuestra alma la concupiscencia y sembrará en su lugar el blanco lirio de la pureza; inclinará vuestra voluntad de lo malo hacia las palabras del salmista: “Jehová es mi luz y mi salvación.”

Cristo viene “para poner en libertad a los quebrantados”. Cristo es el gran Restaurador. Quizás te sientes desamparado y olvidado, como un extraño en este mundo de extrañezas; pero hay
Uno que tiene cuidado de ti, no importa quién seas o en qué condición te haya dejado el pecado. Este Uno se llama Amigo de los pecadores. Su gracia es tan grande que puede purificarte y sanarte. A Él también se le llama el gran Consolador. Acude a Él con todo tu pesar. Él te otorga consuelo ¡luz en medio de tu más profundo dolor! No hay herida terrena que Él no pueda sanar. Pues “Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz fue sobre Él; y por su llaga fuimos nosotros curados”.

Cristo viene “para predicar el año agradable del Señor”. Cada cincuenta años los judíos celebraban el Año de Jubileo Se tocaba la trompeta; se cancelaban todas las deudas y eran puestos en libertad todos los esclavos. Al venir Cristo, sonó 1a melodiosa trompeta del Evangelio.

Promulgó el tiempo que Dios había prometido para extender su misericordia a los pecadores arrepentidos. Y en la actualidad, mediante la gracia sola, el pecado humano puede ser cancelado y el alma puesta en libertad para andar en novedad de vida. El mensaje de Cristo constituye la promulgación de la emancipación más grande que el mundo ha conocido. ¿Será posible que alguien pueda oír este gran mensaje y no lo acepte con el mayor gozo y humildad y acción de gracias? Lamentablemente sí, hay personas que rechazan este regalo.

Cuando Cristo promulgó las buenas nuevas de la salvación a los que estaban en la sinagoga de Nazaret aquel día, ¿se levantaron ellos acaso para recibirle y coronarle como al Señor de los señores? De pronto se quedaron admirados, como incapaces de resistir el atractivo de su divina personalidad o el agradable mensaje de su discurso. Y creemos que muchos de los que le oyeron aceptaron con gusto su mensaje. Es posible que María, su querida madre, estuviera allí, y que también estuvieran allí algunos de sus discípulos. Sabemos que éstos le amaban con amor profundo e inquebrantable y que le servían de boca y corazón.

En cuanto a los demás, se enfurecieron al oír sus palabras, con falsa arrogancia dedujeron que no podían aceptar al Hijo de José como al Ungido de Dios, como al Mesías prometido Quizás se preguntaban: “¿Dónde están sus poderosos milagros? ¿Dónde están sus credenciales reales?”

Salieron de la sinagoga, y como plebe desenfrenada, le llevaron a un lugar escarpado del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad de ellos, para despeñarle. “Mas Él” como nos dice San Lucas, “pasó por en medio de ellos, y siguió su camino.” Y al seguir su camino, una gloria invisible se apartó de la sinagoga de Nazaret.

Siempre ha habido en el mundo personas que menosprecien la figura de Cristo, algunos por vana indiferencia, otros por franco escepticismo, y aún otros a causa de la violencia. Con frecuencia hombres arrogantes se han sentado en la silla de los escarnecedores y han luchado por destruir a Cristo y su obra, pero, según dijo un gran estadista cristiano, al referirse a gobernantes tales: “La Palabra de Dios es poderosa. La religión tiene su manera de sobrevivir a esos escarnecedores y las persecuciones.” Con el tiempo los que procuran destruir al Ungido de Dios desaparecerán como el tamo que arrebata el viento. Dios no puede ser burlado.

A Dios gracias porque hay quienes han aceptado a ese Ungido de Dios. Una noble compañía, entonando los cánticos de salvación, ha seguido al estandarte de la cruz y, mediante su testimonio, ha llevado a muchos a los pies de la cruz. El camino no siempre ha sido fácil. Pero

Aquel que declaró: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os difamaren y persiguieren”, ha estado siempre presente espiritualmente para sostener y fortalecer a los que depositan toda su confianza en Él. Podemos ver esto en el valor del gran Policarpo que, antes que negar a su Salvador, hizo frente a la hoguera en tanto que alababa a Dios por haberle considerado digno de “ser contado entre los mártires y poder beber el cáliz de los sufrimientos de Cristo para la resurrección eterna del alma y del cuerpo.”

¿Y qué hay de la actualidad? ¿Nos habla aún el Profeta de Nazaret con autoridad? ¿Y responden muchos a su llamamiento? Hay que responder que Él es la mayor autoridad que existe y que muchos responden a su llamamiento. Cristo promulga en la actualidad el mismo mensaje que promulgó en los días de su jornada terrenal. Él se nos acerca dondequiera que estemos: en el campo o en la ciudad o en el mar o en la montaña, pero de un modo especial está con nosotros donde se predica su Palabra en toda su pureza y se administran los Sacramentos de acuerdo con su institución.

Nos alegramos en ver a tantos que gozosamente le oyen y le siguen. Niños, jóvenes, mujeres y hombres le llaman Señor y Maestro. Damos gracias a Dios porque también hay obreros que dicen al Señor:

De los montes en la cima En los valles y en el mar, Por doquier el Evangelio Hoy queremos proclamar.

En este Segundo Domingo de Adviento Cristo viene nuevamente con la sonora trompeta del Evangelio, y nos abre otra vez e Libro de las Buenas Nuevas. No es el libro de la ira del juicio de Dios contra el hombre pecador, sino el Libro de la Vida, cuyas “hojas son para la sanidad de las naciones.” Es el Libro que ofrece el perdón de los pecados y salvación a todo pecador que tiene hambre y sed de justicia. Con gozo aceptamos su mensaje y dedicamos nuestra vida a Aquel que dio su vida por nosotros. Y esto lo hacemos en tanto que con reverencia nos acercamos a Él con una breve súplica para que nos purifique y nos guíe, es la consoladora súplica con que el salmista se dirigió al Señor: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón: pruébame y reconoce mis pensamientos: y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno.” Y entonces, entregados a su amor, con fe firme y sin el menor temor, nos apresuramos a llevar esa luz con que hemos sido enviados a un mundo que yace en tinieblas. Y en tanto que vamos, también llevamos con nosotros, como rayos de luz matutina, la gloria de la bendición de Cristo, acompañada de la siguiente promesa: “Bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios, y la guardan.” Amén.

Andrés A. Meléndez, Pulpito Cristiano.

Modificado y adaptado por Gustavo Lavia.

domingo, 29 de noviembre de 2009

1º Domingo de Adviento.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Adviento es el primer periodo del año litúrgico cristiano, que consiste en un tiempo de preparación para el nacimiento del Salvador. Se celebran durante los cuatro anteriores a la fiesta de Navidad. Marca el inicio del año litúrgico en casi todas las confesiones cristianas. Durante este periodo los feligreses se preparan para celebrar la conmemoración del nacimiento de Jesucristo y para renovar la esperanza en su segunda Venida, al final de los tiempos.

“Preparad el camino al Señor”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Jeremías 33:14-16

La Epístola: 1 Tesalonicenses 3:9-13

El Evangelio del día: Lucas 19:28-40

Sermón Basado en Marcos 1:2-8

En tiempos antiguos la visita de un rey o un emperador a alguna ciudad o aldea de su dominio era un acontecimiento inolvidable, y para conmemorarlo, hasta se acuñaba una placa. Un heraldo real precedía al soberano y anunciaba su llegada. Y el pueblo de aquella comunidad se ocupaba con el mayor esmero en preparar el camino por donde había de pasar Su Majestad, en decorar la ciudad y en hacer toda clase de preparativos para extender al soberano una bienvenida real.

Tampoco iba con manos vacías el soberano, sino que extendía dádivas y privilegios especiales a la comunidad que él honraba con su presencia. En esto precisamente pensaban los profetas Malaquías e Isaías cuando escribieron las palabras que San Marcos cita en los versículos 2 y 3 de nuestro texto. Por fin empezaría su ministerio terrenal el Mesías que por tanto tiempo y con tantas ansias se había esperado. Juan el Bautista fue el escogido por Dios para anunciar la venida de Su Majestad Divina, el Redentor prometido. Su anuncio al mundo rezaba poco más o menos así: “He aquí, vuestro Rey viene, un rey mayor que vuestro emperador Tiberio. Él es el Mesías, el Hijo de David, el Rey de reyes y el Señor de los señores. Es Dios manifestado en la carne. Por lo tanto, preparadle el camino. Dadle la bienvenida y recibidle en vuestros corazones.”.

Mucho tiempo ha pasado desde que Jesús completó victoriosamente su gran obra de la redención y volvió al Padre celestial. Sin embargo, hasta que vuelva otra vez en gloria, sigue viniendo a nosotros espiritualmente en su Palabra y sus Sacramentos. Es un gozo inefable saber que Él viene a nosotros al principio de un nuevo año eclesiástico como nuestro precioso Salvador y Rey de Gracia.

¿No es natural, pues, que en todo tiempo le otorguemos la mayor recepción real que podamos? Ésta es precisamente la invitación que se nos hace en nuestro texto: ¿Cómo preparamos el Camino del Señor que viene? En Primer lugar Confesando nuestros pecados y luego depositando toda nuestra fe en Jesús.

I. Confesando vuestros pecados:

El Señor no puede extender su gracia a los que rehúsan reconocer sus pecados, pues es claro que no desean su gracia y su perdón. No viene a ellos, porque ellos rehúsan recibirle, aún más, le menosprecian, le cierran el corazón. Si algo bueno dicen acerca de Él, todo es vana palabrería y pretensión. Por consiguiente, la obra de Juan el Bautista, como el heraldo de Jesús, consistía mayormente en predicar la Ley, lo que hacía con persistencia y sin temor. Sin la menor vacilación dijo al rey Herodes en su cara: “No te es lícito tener la mujer de tu hermano.” No iba con medias tintas a nadie. Dijo, por ejemplo, a los fariseos impenitentes, altaneros, orgullosos, vanidosos y que se creían justos en sí mismos: “Generación de víboras, ¿cómo evitaréis el juicio del infierno?” Advirtió a los judíos que no se consideraran hijos de Dios por el hecho de que eran descendientes de Abraham, sino que produjeran frutos dignos de arrepentimiento. También les dijo que ya el hacha del juicio divino estaba puesta a la raíz de los árboles que no producían buenos frutos. El Señor limpiará por completo el lagar, separará la paja del trigo y quemará la paja en el fuego que nunca se apagará. Y Juan el Bautista aplicó la Ley según el estado que ocupaba cada persona en la vida: si era padre o madre, hijo o hija, amo o esclavo, soldado o civil, recaudador o pagador, etc. Con el martillo de la Ley dio golpes en los lugares sensitivos y delicados. Con su predicación de la Ley sus oyentes aprendieron a darse cuenta de sus pecados y a mirar con sobresalto y terror hacia el Día del Juicio, hacia ese día cuando el Juez justo bautizará con el fuego del tormento eterno a aquellos que persisten en seguir pecando y rehúsan abandonar sus malos caminos.

En todo tiempo los ministros del Evangelio de Jesucristo deben preparar camino al Salvador mediante la promulgación de las exigencias de la Ley en toda su inexorable severidad y todo cristiano debe aprovechar cualquiera oportunidad que se le presente para demostrar al pecador cuan grandes son sus pecados y cuan terrible es su condición pecaminosa. Todos nosotros debemos escuchar esa clase de predicación e invitar a otros a escucharla. Es verdad que muchos pecadores poseen oídos que no quieren tolerar ninguna clase de predicación que se refiera al pecado. No permita Dios empero que los ministros en particular y la iglesia en general se dejen intimidar de esa generación de víboras. A emulación de Juan el Bautista, los predicadores y la iglesia, sin el menor rodeo, deben seguir mostrando a los oyentes cuan terrible es el pecado.

Siguiendo el ejemplo del reformador, el Dr. Martín Lutero, debemos rechazar y condenar como impiedad todas aquellas cosas en que el mundo pecador se gloría. Debemos declarar a los que se creen justos en sí mismos y a los que no se han convertido y a los incrédulos que lo que ellos consideran buenas obras los hundirá en el abismo del infierno, porque las hacen para tratar de reconciliar y aplacar a Dios, o para lograr su propia salvación, y por ende son insultos contra Dios, el cual declara que salvar del pecado es prerrogativa única de su santo Hijo, Jesucristo. Por esta razón, todas las obras, no importa cuán buenas sean, que se hacen en la incredulidad y mediante las cuales muchos procuran conseguir la salvación, son horrible abominación y deben ser desechadas como se desecha el veneno infernal.

No basta que de un modo general confesemos que somos pecadores. Cualquiera persona puede hacer esto. ¿Quién no confiesa que tiene pecados, faltas y defectos? Es menester empero que el pecador se dé cuenta de que sus pecados son tan graves y tan enormes, al ser pesados en la balanza de la justicia divina, que merecen la ira de Dios y el castigo del fuego del infierno. Fue a causa del pecado que el Hijo de Dios murió en el maldito madero de la cruz. Piensa en esto si te inclinas a mirar el pecado con indiferencia. Hay, además, quienes no admiten que son pecados ciertas transgresiones favoritas. Aunque esos pecados son serpientes venenosas, no los desprenden de su seno, sino que tratan de disculparlos con un sinnúmero de excusas. Tampoco quieren los pecadores admitir que por naturaleza son completamente pecaminosos e impuros.

Convienen en que hay algo pecaminoso en ellos, quizás mucho más de lo que se imaginan; pero admitir que son por completo pecadores, totalmente formados en pecado, según la declaración clara y expresa de la Palabra de Dios, y por ende de Dios mismo, eso sí que no están dispuestos a admitir y confesar. Con frecuencia se les oye decir: “No, no todo en nosotros es corrupto e impío.

Poseemos algo bueno, quizás una pequeña llama, que sólo necesita ser abanicada y estimulada.”

A la postre, acusan a Dios de ser mentiroso, y ellos se ensalzan como promulgadores de la verdad. Debemos recordar que, para acatar la verdad de Dios y su Palabra, es menester que cada persona confiese lo siguiente: “Señor, Tú tienes razón; Tú solo eres justo y santo; yo soy por completo pecaminoso e impuro.”

Nuestro texto nos hace recordar ciertos pecados específicos. Por ejemplo, observamos con sorpresa que, aunque la escena de actividad de Juan el Bautista estaba distante de los centros populosos (bien allá en un lugar desértico), eran grandes las multitudes que iban a escucharle. San Marcos nos dice, por inspiración divina, que “todos” salían a él, que “toda” la región de Judea salía a escuchar la predicación sobre el bautismo del arrepentimiento para remisión de pecados, y que eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Y es de notarse que no sólo los habitantes rurales salían a él, sino también “todos los de Jerusalén.” ¿Qué hay de nuestra asistencia a la iglesia, máxime cuando en la actualidad hay mayores facilidades para asistir? ¿Asistes fielmente a la iglesia, y asistes porque te das cuenta de tu debilidad espiritual y de lo mucho que necesitas el poder divino que se te otorga en los medios de gracia? ¿Asistes a la iglesia a fin de que mediante la Ley te mires como pobre pecador y mediante el Evangelio halles el consuelo en la gracia de tu Salvador? ¿Te ocupas en meditaciones cristianas particulares, pasando momentos a solas con tu Dios y su santa Palabra? ¿Y qué hay de tu bautismo? ¿Qué valor tiene para ti tu bautismo? ¿Lo venderás por un plato de lentejas? Recuerda que recibiste el bautismo para que él te otorgue el perdón de tus pecados, el perdón que Cristo te consiguió al derramar su santa sangre en la cruz, y que el beneficio de ese bautismo es imperecedero. ¿Lo atesoras, pues, como preciosísima herencia en tu vida?

Juan el Bautista, por la manera como vestía y por lo que comía, predicaba otra clase de sermón a las multitudes. Iba vestido de pelo de camello, y llevaba ceñidor de cuero alrededor de sus lomos.

Comparemos esta manera de vestir con la manera como visten las generaciones modernas, especialmente ciertos jóvenes y niños de ambos sexos, y con las exigencias que éstos ponen.

¡Grandes son las cantidades de dinero que se gastan en ropas! Y a veces se oye la siguiente queja: “No tengo qué ponerme.” O la impaciente pregunta: “¿Qué me pondré en estas fiestas?” Y lo peor de todo es el menosprecio con que son mirados los pobres y los desamparados que carecen de medios económicos. ... También se observa la escasa dieta de langostas y miel silvestre con que se sostenía Juan el Bautista. Hay un contraste notable entre esta dieta y las tres buenas comidas a la que muchos están acostumbrados, sin contar los diversos refrigerios entre comidas y los costosos banquetes de que participan muchos. Y ya que hablamos de todo esto, no podemos pasar por alto las grandes cantidades de dinero que se gastan en bebidas, mayormente en bebidas intoxicantes. Todos estos excesos e inmoderaciones no serian tan notables y censurables si no hubiera tantos Lázaros que padecen de hambre y necesidad, y si no fueran tan miserables las ofrendas que se llevan a los lugares de donde se recibe el Pan de la Vida, el pan espiritual, a saber: a las congregaciones cristianas.

No hay duda, pues, de que tenemos pecados que confesar, muchos pecados, pecados innumerables como la arena del mar; pecados que, como el peso de esa misma arena, pueden aplastarnos eternamente. Por consiguiente, confesemos nuestros pecados. Es el primer requisito para preparar el camino por el cual puede entrar el Señor en nuestros corazones. Existe empero otro requisito, que es aún más importante. Es el requisito de que depositemos toda nuestra confianza en nuestro Salvador.

II Depositemos toda nuestra confianza en nuestro Salvador.

Tanto el profeta Isaías como el profeta Malaquías describen la obra de Juan el Bautista. Además, Zacarías, el padre de Juan el Bautista, recibió revelaciones respecto a la obra de su hijo, y por medio del Espíritu Santo, declaró a su hijo la gran obra que éste realizaría como profeta del Altísimo. Todo esto muestra la importancia de Juan el Bautista. Jesús mismo declara que entre los nacidos de mujer, no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista. Pero Juan el Bautista extrae su importancia y su grandeza de nuestro Señor Jesucristo. Y lo mismo puede decirse respecto a su obra. Él es el heraldo, el precursor, el que preparó el camino para el Mesías, el Salvador divino y humano que habría de venir. Pues bien, ¿quién era Aquel para quien Juan el Bautista preparó el camino? ¿A quién promulgó él como al Mesías? ¿A quién señaló él como al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo? No fue otro, sino el Hijo de María virgen, no fue otro, sino Jesús de Nazaret. Por consiguiente, no puede haber la menor duda respecto a la identidad del Mesías. El Espíritu Santo, al bajar del cielo durante el bautismo de Jesús, reposó sobre Jesús y lo identificó como el Mesías prometido, el Señor. Jesús también fue identificado como el Mesías por la voz resonante del Padre que decía: “Éste es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento; a Él oíd.” ¿Acaso no sabía Juan lo que estaba diciendo cuando dio testimonio de Jesús y dijo que Él era el Redentor y Señor?

Por lo tanto, es insensatez, aún más, impiedad de parte de los judíos rechazar al Salvador prometido y pretender que todavía están esperando al Mesías. ¿Y por qué limitarnos a los judíos únicamente? ¿No es acaso insensato e impío el que, a pesar de toda la evidencia, persevera en su incredulidad y sigue desechando a Jesús, su único Señor y Salvador? ¡Ay de aquel que rechaza a Cristo o le trata con indiferencia! Pues al hacerlo, rechaza su propia salvación, y por medio de la incredulidad se destina a la perdición eterna. Respecto a Cristo es menester confesar y declarar con el apóstol San Pedro: “En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”

Cuando en tu corazón mora esta convicción, cuando sinceramente crees en Jesús como en tu Salvador personal, entonces le has preparado el camino por el cual puede entrar en tu corazón, un camino liso, sin impedimentos. Y si en realidad has llegado al conocimiento de tus pecados, no debes desesperarte por ellos, como hizo Caín, y declarar que tus pecados son demasiado grandes como para ser perdonados. No te lamentes, diciendo: “Para mí no hay esperanza, mi destino está sellado y el cielo se me ha cerrado.” ¡De ningún modo! Pues, ¿qué quiere decir que Jesús es tu Salvador? ¿Con qué fin vino a este mundo tu Redentor? ¿Por qué vivió aquí en la tierra, padeció y murió y resucitó? ¿No fue acaso para salvar a todos los pecadores, y por cierto a ti, no importa cuán grandes y numerosos sean tus pecados? Por lo tanto, deposita toda tu fe en É1. Exclama con el apóstol San Pablo: “Palabra fiel es ésta, y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.” Dios quiere, aún más, te pide que deposites toda tu confianza en el Salvador de los pecadores y creas que por causa de É1 Dios todopoderoso es tu Padre y tu Amigo.

Y también nuestro bautismo debe servirnos para confirmarnos en nuestra fe. Al oír que Juan el Bautista, que predicó sobre el bautismo, y en efecto bautizó para la remisión de los pecados a todos los que sinceramente confesaron su iniquidad y culpabilidad, no podemos menos que recordar nuestro propio bautismo; pues también nosotros fuimos bautizados para la remisión de los pecados. ¿Perdona Dios tus pecados? ¡Bienaventurado eres si puedes contestar: “¡Sí, los perdona, porque así me lo ha prometido en mi bautismo! Mi bautismo es la señal y garantía divina de que por virtud de los méritos de Cristo todos mis pecados han sido lavados. Mi bautismo lleva consigo la prometa y la seguridad divina del perdón completo de todos mis pecados, de la gracia de Dios y de la vida eterna.” ¡Cuánto necesitamos esta seguridad! En medio de los sinsabores y las tribulaciones de esta vida quizás parezca que no somos hijos de Dios, sino que sobre nosotros reposa la maldición divina y que nuestro destino es la perdición eterna. En esos momentos debemos asirnos a nuestra fe y exclamar: “¡De ningún modo! Mi bautismo me dice lo contrario.” ¡Qué hermoso tesoro tenemos, pues, en nuestro bautismo! además, conserva abierta la puerta de nuestro corazón para que Jesús entre en él.

Juan aclara en nuestro texto lo poderoso que es Jesús como nuestro Salvador. Dice Juan: “Viene tras mí el que es más poderoso que yo.” Y más tarde dijo Juan acerca de Jesús: “Todas las cosas dio (el Padre) en su mano”, lo que Jesús mismo confirmó en otra ocasión, cuando dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” Tan poderoso es Jesús, declara Juan, que “no soy digno de desatar encorvado la correa de sus zapatos”, una tarea verdaderamente humilde. Juan el Bautista se inclinó hasta donde pudo ante Cristo, el Señor; pues, al fin y al cabo, Jesús era el verdadero Dios y el Creador, y Juan era una mera criatura. También nosotros nos damos cuenta de que somos tierra y cenizas y nos inclinamos ante Cristo para adorarle como a nuestro Salvador y Rey. Su omnipotencia nos sirve de gran consuelo, pues Él puede ayudarnos y socorrernos en toda situación.

De observación especial es el siguiente testimonio de Juan: “Yo os he bautizado con agua; mas Él os bautizará con el Espíritu Santo.” Ésta es una gran obra que Jesús realiza en nosotros. Sin el Espíritu Santo de ninguna manera podemos creer. Mediante el Espíritu podemos llamar a Jesús Señor. Por el Espíritu Santo nacemos de nuevo y tenemos vida espiritual. ¡Qué bendito es nuestro Salvador, que nos da este poderoso don, el cual glorifica a Cristo en nuestros corazones, y por medio del cual la santa y bendita Trinidad viene a nosotros y mora en nosotros como en su templo!

Reconozcamos, pues, que verdaderamente somos pecadores; pero también depositemos toda nuestra confianza en Jesús, nuestro precioso Salvador, en tanto que obedecemos al mandato:

“Preparad el camino del Señor.” Siguiendo el ejemplo de Juan el Bautista, hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para preparar el camino de otros corazones a fin de que Cristo entre en ellos, dando testimonio de nuestra fe, sosteniendo el ministerio de la Palabra, contribuyendo a la gran obra misional y llevando una vida que ponga de manifiesto nuestra fe en Cristo, para su gloria, aquí en este mundo y allá en la eternidad. Amén.

Pablo G. Birkmann

domingo, 22 de noviembre de 2009

Último domingo del año eclesiástico.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

“Jesús es el Rey”

Textos del Día:

Primera lección: Daniel 7:13-14

Segunda Lección: Apocalipsis 1:4-8

El Evangelio: Juan 18:33-37

33 Entonces Pilato volvió a entrar en el pretorio, y llamó a Jesús y le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? 34 Jesús le respondió: ¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí? 35 Pilato le respondió: ¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? 36 Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. 37 Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz.

Sermón

¿Los dos qué?

Nos hemos acostumbrado tanto a lo material y tangible que las cosas espirituales comienzan a sonar a Chino. Y aunque el ser humano desde que fue seducido en el Edén a desconfiar y comprobar por sí mismo la veracidad de la Palabra de Dios volviéndose así un descreído por excelencia, al punto de que Tomás dice, “si no lo veo no lo creo”, también es verdad que nuestra sociedades no solo desconfía de lo que su mano no toca, sino que incluso ha estado perdiendo progresivamente la dimensión espiritual de la vida, aquella perspectiva trascendente que nos eleva un poco más allá en día a día. Nos hemos vuelto un poco animales, que solo vemos lo que tenemos enfrente.

Los dos reinos

Hoy el Señor Jesús en el Evangelio de Juan nos enseña sobre los dos reinos: Uno es el terrenal, y el otro es el espiritual o celestial. Y amabas realidades conviven simultáneamente, y por fe vivimos y transitamos por las dos.

El reino terrenal es un orden establecido por Dios

El reino terrenal es el que vemos día a día, dónde tenemos a nuestros políticos que intentan dirigir como pueden y quieren el rombo del país, tenemos nuestras leyes que pretenden regir y controlar el orden de la sociedad (y cada vez más la moral), tenemos nuestros premios y recompensas como todo pueblo, con sus fiestas y alegrías para distendernos. Tenemos una identidad, y aunque particularmente en España nos ocurre un fenómeno bastante peculiar en cuanto a esto, lo cierto es que existe un documento de identidad que nos hace ciudadanos de este país, y ahora como consecuencia también de la Unión Europea, y quien sabe si dentro de poco ya no lo seremos también de un nuevo régimen mundial. También tenemos la posibilidad de desarrollarnos con nuestras actividades enmarcadas bajo la legalidad que el reino proporciona.

Se nos imponen leyes comunes de obediencia bajo amenazas de condenas. Y claro está que también debemos pagar nuestros impuestos para que el sistema funcione.

Podemos estar más o menos a gusto con este nuestro reino terrenal, pero lo cierto es que ahí está y es una realidad diaria y palpable en la que estamos obligados y condicionados a vivir para lo bueno y para lo malo. Los cristianos entendemos que este reino terrenal, a pesar de lo imperfecto que es y de los disgustos que en ocasiones nos trae, es la forma que Dios estableció para mantener medianamente el orden y contener todo el mal que se desataría si la naturaleza humana no estuviera controlada y enmarcada en unas normas de convivencia. Por lo tanto se nos pide que valoremos como bueno este orden terrenal y que estimemos a nuestros gobernantes, oremos por ellos y le obedezcamos en todo lo que no nos enfrente contra las normas del reino celestial.

Desde la caída en pecado el mundo funcionó siempre así. Las agrupaciones humanas necesitan normas y gobernantes para que funcionen. Fuera de un sistema que regule el caos reinante sólo encontraríamos nuestro fin. Por lo tanto los humanos somos “hijos del rigor” como se suele decir.

Necesitamos que nos obliguen y auto obligarnos a cumplir las normas, porque sino todos buscaríamos sólo nuestro propio y egoísta beneficio. Si nos dejaran todos quisiéramos ser los “reyes”, no solo de nuestras vidas haciendo los que nos de las ganas, sino que también nos gusta gobernar y legislar sobre la de los demás. Somos seres que estamos condenados a vivir bajo la amenaza de la ley en el reino terrenal y nos acostumbramos a ello: “es lo que hay”. Pero ¿Acaso no hay un reino diferente en medio de este reino terrenal?

El reino celestial

Pues sí, existe otro reino, pero no es perceptible a lo puramente material. Es ciudadano del este reino el hombre nuevo, aquel que por la fe nace a una nueva vida, a una realidad velada para quienes sólo tienen ojos para lo terrenal. Como en todo reino también hay un rey, pero al contrario que el terrenal, este es un reino de Gracia en el cual el coste de nuestra vida lo ha asumido por completo de Rey y nos da todo gratuitamente, por amor. Es un Rey que gobierna por medio de la misericordia y el perdón. Un rey que lava los pies a los suyos, que les cura sus heridas. Éste es un Reino que también tiene sus normas, pero que no apuntan solamente a controlar las conductas externas, sino más bien el corazón que es la verdadera causa del mal del ser humano, pues de ahí dentro surge todo lo malo. Este Rey Celestial gobierna en el corazón de sus ciudadanos y las normas se resumen en AMOR. “amarás a Dios con todos tu fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo”. Es el reino de la FE, dónde la confianza plena y ciega a nuestro rey nos hace estar seguros bajo sus dominios. Le creemos sin reservas pues el ha dado su propia vida por nosotros. Es un Rey que ha experimento el dolor y el sufrimiento humano en su máxima expresión. Un rey que sabe de que va esto de ser “ser humano”, y aunque nunca pecó, este Rey asumió en su propia vida todo el castigo que merecíamos por la condena que pesaba sobre nosotros. Un Rey que nos gobierna exclusivamente por medio de su Palabra.

Es un reino por el cual se anda por fe y no por vista. Un reino dónde por esa fe entendemos lo que nuestra razón es incapaz de captar y comprender. Es un reino al cual da gusto pertenecer, un reino en el cual deseamos que más personas puedan disfrutar de sus beneficios. Un reino dónde se nos garantiza la atención y cuidado permanente. Dónde nuestro Rey va con nosotros todos los días y a todos los sitios y con el cual podemos hablar libremente y oírle sin pedir audiencia previa. Un rey que nos promete una vida más allá de esta, dónde él mismo se ha encargado de prepararnos moradas en la casa de su Padre y por la cual no debemos pagar hipoteca alguna.

Los tributos son de alabanza y agradecimientos. Le agrada un corazón arrepentido y misericordioso. Las ofrendas que dedicamos para expender su reino son voluntarias y son consecuencia de lo mucho que él nos da. Las leyes registradas en los diez mandamientos no son una carga pesada regida por la obligación y el miedo al castigo, sino que nos las ha hecho ver como lo mejor para nuestra vida. Amamos a ley de Dios “nos deleitamos en ella” y deseamos fervientemente cumplirla. Y cuando no lo hacemos nos duele y nos arrepentimos buscando perdón.

El Reino Celestial en el reino terrenal

El reino se ha acercado. Está entre nosotros. Pero la gloriosa apariencia de este reino de momento está oculta tras la cruz. Ni siquiera nuestro rey ejerció dominio ni poder en esta tierra.

Es más, nadie reconocía a un rey terrenal en él, pues no ha venido a ser servido, sino a servir y
dar su vida por rescate. Nació en un pesebre y murió en una cruz. No es la clase de rey que se espera ver. Pero a este Rey y su reino hay que verlo con los ojos de la fe, sino solo vemos a un simple y pobre hombre, un buen hombre con buenas ideas, pero poco más, tal como le sucedió a Pilatos. La fe nos hace ver en Jesús al Rey de Reyes y Señor de señores aún bajo su débil apariencia. Sin fe nuestro rey pasa desapercibido, queda oculto en medio de un reino terrenal de manifestaciones constantes de poderío.

Y si bien sabemos de la gloria con la que ha de manifestarse cuando regrese, y aun cuando experimentamos destellos de ella, nosotros también vivimos ocultos bajo la cruz y el sufrimiento.

“Mi reino no es de este mundo” dijo nuestro Rey, ni tampoco se rige por los principios de este mundo. La gloria y el esplendor están reservados para otro momento, ahora nos toca disfrutar y trasmitir su perdón, su paz y amor bajo estas apariencias. Nuestra alegría y esperanza, nuestro contentamiento y nuestro ser agradecidos por todo y en todo momento no se debe a nuestra prosperidad material. Por que sea que suframos o que nos alegremos, sea que tengamos mucho a poco, sea que vivamos o que muramos, nuestra verdadera fortaleza y sentido nos lo da saber que
“Somos del Señor”.

Ciudadanos del Reino de los Cielos al servicio de Cristo en el reino terrenal

Tú perteneces a este Reino. Eres ciudadano del cielo, pero el reino se ha acercado a la tierra para que ahora mismo puedas disfrutar de sus beneficios. Tu sello se te ha dado en el Bautismo, dónde se te declara hijo, dónde se te hace nacer a una nueva realidad y dimensión. Se te da la vista para ver lo que los ojos no captan. Se te perdona y se te lava. Se te reviste de Cristo y se hace un pacto contigo dónde el Rey se compromete a brindarte su amparo.

Tú, por la fe, perteneces a un Reino dónde se te alimenta con la Palabra diaria del Rey de los cielos. Se te da a comer un alimento especial en la Santa Cena. Allí se te da pan y vino, y con ello y bajo esa apariencia tus ojos de credulidad ven y reciben el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de quien dio su vida por ti para perdón. Y esto sucede porque la Palabra de Rey es poderosa y logra que eso sea una realidad de fe. Y como decía Lutero, la fe nos quita de ser como vacas o perros que solo ven solo lo evidente. En fe podemos ver a Cristo tras los elementos.

Vivimos el en reino terrenal bajo la perspectiva y mentalidad del reino celestial. Eso influye en
nuestra manera de pensar y vivir y enfrentar la vida, y muchos a nuestro alrededor quizás puedan ver algo llamativo en eso. Vivimos bajo la cruz, bajo el servicio, vivimos por gracia y agradecidos. Vivimos para amar a Dios y servir a nuestro prójimo. Y sin embargo nosotros aún vivimos bajo las tensiones de los opuestos, y somos santos y justos, y al mismo tiempo seguimos siendo pecadores que nos refugiamos en el perdón de Cristo. Somos parte del reino celestial pero aún vivimos en este mundo. Y en este reino terrenal tenemos la hermosa tarea de anunciar el Evangelio del Reino. El Reino se ha acercado, y esta Buena Noticia no es solo para nosotros, sino para quienes aún hoy sólo pueden ver lo evidente y creer sólo en lo que tocan. Disfruta y vive en paz de esta doble ciudadanía e influye con lo celestial todo cuanto te rodea en este mundo temporal. Oye diariamente la voz de tu Rey, pues ahí está la verdad que nos hace libres. Amén

Walter Daniel Ralli