lunes, 24 de julio de 2017

Quinto Domingo después de Trinidad.

Encuentros con Dios

     Es normal que Dios nos viene a través de medios.  En el principio, Adán aprendió de su necesidad de una mujer, una ayuda idónea, su compañera de vida, a través de hacer su tarea, recibida del Señor, de nombrar a todos los animales.  
     Dios les ofreció al hombre y la mujer que coman para la vida eterna desde el Árbol de Vida.  
     Dios probó su fe a través de su restricción sobre el comer del fruto del Árbol del Entendimiento del Bien y del Mal.  
     Después de la Caída en Pecado, aún más Dios tenía que venirnos y comunicar con nosotros por medios, puesto que ya era peligroso para nosotros pecadores estar en la presencia del Dios Santísimo, porque su esencia justa y santa destruye y echa aparte a toda cosa pecaminosa.  Así que, desde una zarza ardiente, en una nube, en una columna de fuego, y, más que todo, por su Palabra, procedente de la boca de sus profetas, el Señor se encontraba y comunicaba y bendecía a su Pueblo.    
     Elías fue uno de estos profetas de Dios, uno de los mayores.  Fue un hombre de fe, y acción, un hombre de la Palabra, un predicador y hacedor de milagros en el Nombre del Señor, un hombre a quién vino personalmente y con frecuencia la Palabra de Dios.   
     Pero en nuestra lectura del Antiguo Testamento de hoy, Dios viene a Elías por un modo especial.  Parece que esto fue por causa de los sufrimientos y persecuciones que había sufrido Elías.  La causa del Señor y su Pueblo parecía derrotada:  profetas asesinados, altares derribados, ídolos adorados por la gran mayoría de la gente.  Justo antes de nuestra lectura, en desesperación, Elías pidió al Señor que se deje morir.  El Señor no lo quiso.  Dios tenía todavía algunas tareas pendientes para su profeta valiente.  Lo animó, lo alimentó, y lo envió de nuevo en camino, hasta que Elías vino a la cueva en el monte de Horeb, donde le encontramos hoy.   
     Y el Señor le dijo (a Elías): Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová. Y he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado. Y cuando lo oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva. 
     No se presentó Dios a Elías en el modo que esperaríamos: no estaba en el viento fuerte, ni en el terremoto, ni en el fuego.  Más bien Dios vino en un silbo apacible y delicado, en un susurro, una voz pequeña y pacífica.  Qué sorpresa.  
     No nos debería sorprender, porque el Señor siempre ha querido relacionarse con nosotros por medios creados, a través de cosas terrenales, y muchas veces inesperadas.  Pero siempre el Señor nos busca, para bendecirnos.  
     Como Él hizo con Elías.  El profeta fue agotado, y podemos percibir dudas en su corazón sobre el futuro de la misión de Dios.  No obstante, a pesar de sus dudas, el Señor amó a Elías y le dio una audiencia especial, y además, una promesa, dicha en esta voz pequeña: Mi Palabra y mi Misión no van a fallar.  Entiendo que estás cansado Elías, y la situación actual parece fatal.  Pero ¡ánimo!  Todavía estoy guardando en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron. Le dio a Elías instrucciones específicas, para ungir a nuevos reyes, y a un nuevo profeta, Eliseo, para encargarle con las
responsabilidades de Elías.  La Misión de Dios no puede fallar; el Pueblo de Dios siempre será.  Dios mismo lo jura, y nunca fallará en sus propósitos.  Desde una voz pequeña, una promesa grande y consolador.  
     En el evangelio, de San Lucas 5, vemos algo diferente, un encuentro muy agradable.  Vemos que la multitud está buscando oír la Palabra de Dios.  Y la ha encontrado, en la persona de Jesús de Nazaret.  El gentío agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios.  
     Que pudiéramos ver algo parecido hoy en día.  Ahora las multitudes buscan cualquier otra palabra, excepto la de Dios.  ¿Por qué la diferencia, entre el siglo primero y hoy?  
     Bueno, hoy, la vida para muchos es bastante fácil, controlada.  La tecnología y la economía moderna dan a nosotros un nivel de vida que hubiera sido incomprensible durante la mayoría de la historia.  Con estómagos llenos y cuerpos cómodos, no pensamos tanto en Dios y la eternidad.  Después de todo, según muchos de los científicos, los sabios que nos proveen la tecnología que mejora el mundo de hoy, Dios y la eternidad no existen.  Al menos, ellos piensan así.  Dios tiene otra opinión.  Y lo insensato de Dios es más fuerte que los hombres.
     Seguramente, la condición de vida en Israel en el primer siglo fue mucho peor materialmente, una realidad que siempre causa que el ser humano considere a los temas espirituales.  También hay una diferencia en la realidad de la cultura del Israel antigua, una cultura bien basada en la Palabra de Dios, escrito por Moisés, y en los Salmos y los Profetas.  Jesús interpretaba con autoridad la existente palabra de Dios, y declaró que todas las profecías estaban llegando a su cumplimiento, en Él.  Por el amor y el entendimiento de la Palabra de Dios, la gente de aquel entonces estaba lista para escuchar a Jesús, hasta agolparse sobre Él para oírla.       
     Además, junto con predicar el cumplimiento de las promesas de la Palabra de Dios, este Jesús estaba también mejorando las vidas cotidianas de sus oidores, sanando enfermedades, dando de comer, haciendo milagros.  
    Hay lecciones para nosotros en esto.  No sé si alguien de nosotros tenga poderes milagrosos, pero tenemos la capacidad de ayudar a personas.  Igualmente, no sé si vayamos a tener éxito en inculcar un amor para la Biblia en la población general en España.  Ojalá que sí.  Pero tenemos oportunidades menos difíciles, oportunidades de compartir la palabra que son posibles dentro de nuestro alcanzo y capacidad.  
    Estamos aquí hoy, congregado en torno a la Palabra.  Muy bien.  Siempre podemos invitar a asistir a amigos y vecinos.  También pudiéramos oír la Palabra en casa.  Memorizar versículos claves, y así llevarlos por adentro.  Compartir la Palabra con nuestros hijos y nietos.  Expandir las oportunidades de reunirse alrededor la Palabra de Cristo puramente proclamada, por el ministerio de la Iglesia Luterana, nuestra iglesia aquí en España.  Podemos animar los unos a los otros que no dejemos de congregarnos, que es una tendencia latente en cada cristiano todavía viviendo en este mundo. 
     No es dentro de nuestro control el resultado de nuestros esfuerzos de promulgar la Palabra de Dios; esto pertenece al Espíritu Santo.  Pero sí, sabemos que difundir la Palabra es tarea buena, un privilegio de todos los miembros de la Iglesia, y una actividad que nos sirve igualmente.  Mientras proclamamos la Palabra al mundo, nuestros esfuerzos en la misión de Dios resultarán que nos profundicemos en el Evangelio, fortaleciendo nuestra fe y enriqueciendo nuestras vidas. 
     Finalmente, volvamos al lado del lago de Genesaret, y consideremos otro encuentro, el muy especial, entre Simón Pedro y Dios.  Por la captura enorme de peces que habían realizado Pedro y sus compañeros, se dio cuenta que Jesús fue divino.
     Es fácil decir que Pedro no debía haber tenido miedo, porque Jesús es bueno, el Amor de Dios hecho carne.  Y es verdad, Dios, y solamente Dios, es bueno en sí mismo.  Pero esto no quiere decir que la reacción de Pedro fue incorrecta.  No, fue completamente correcta.  Elías cubrió su cara al encontrar la presencia de Dios en un susurro.  Moisés tuvo que quitar sus sandalias ante la zarza ardiente, y se postró con la cara en el suelo.  Al ver el Señor en una visión, Isaías declaró:  Ay de mí, estoy perdido, porque soy pecador, y estoy en la presencia del Altísimo.  Siguiendo esta tradición santa, Pedro, cuando de repente supo que había estado en la presencia de Dios durante un largo rato, dijo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.
      Pedro dio la respuesta de un pecador arrepentido, una vez consciente que esté en la presencia de Dios.  
    Y nuestro Dios, encarnado en Jesús de Nazaret, dio la repuesta del Dios quién nunca va a dejar que su misión fracase:  No temas; desde ahora serás pescador de hombres.
     En el hecho y en el momento que Simón Pedro consideró que fue indigno, y lo confesó, él fue convertido por Jesús en un ser digno, por la gracia de Dios, obrando por la Palabra de Paz:  No temas; desde ahora serás pescador de hombres.  Es como dijo el profeta Miqueas, ¿Qué Dios hay como tú, que perdona la iniquidad y pasa por alto la rebeldía del remanente de su heredad? No persistirá en su ira para siempre, porque se complace en la misericordia. Volverá a compadecerse de nosotros, hollará nuestras iniquidades. Sí, arrojarás a las profundidades del mar todos nuestros pecados.  (Miqueas 7:18-19)
     No hay un dios como el Señor Dios.   Otros dioses, los falsos, los ídolos, siempre quieren encontrar justicia dentro de las personas, requiriendo que produzcamos nuestra propia santidad.  Pero nuestro Dios trae la justicia, su propia justicia, para dárnosla, y por eso hacernos santos.  Desde mucho antes de su conversación en susurro con Elías, Dios había sido preparando la entrega de su justicia y gracia a nosotros.  
     Este mismo Simón Pedro, pescador, iba a cambiar de carreras, para pescar a pecadores.  Su cebo sería, otra vez y como siempre, la Palabra de Dios, específicamente el Evangelio de la muerte y resurrección de Cristo para el perdón de los pecados.  
    Somos beneficiarios y participantes en esta misma misión de Dios.  Aquí, hoy en día, el Señor nos encuentra y nos comunica a través de los medios elegidos de Él:  todavía la Palabra, y también la Cena misteriosa, donde recibimos perdón, vida y salvación, entregado a nosotros por el pan y el vino, cambiado por el Espíritu en ser también el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo.  
     Por eso, aunque últimamente la situación de la Iglesia de Cristo nos parece muy mal, y aunque quizás tu propia fe te parece débil, no temas.  No pierdas la esperanza porque tu consciencia tiene fuerte lucha con tus pecados.  Cuanto más sientas deshonra por tu pecado, siempre que lo confiesas y deseas la salida de tu pecado, cuanto más rápido el Señor Dios imparta su gracia a ti, junto con la fuerza de seguir a Él.  Por eso Dios nos ha congregado aquí.  Y Él va con nosotros después, para realizar todas sus promesas a ti, y a todo el mundo, 
En el Nombre de Jesús, Amén.    

miércoles, 1 de marzo de 2017


16 Cuando ayunéis, no seáis austeros, como los hipócritas; porque ellos demudan sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan; de cierto os digo que ya tienen su recompensa.



Cuando ayunéis…  ¿Qué dijo Jesús?  ¿Vamos a ayunar? 



Entramos en la temporada de la Cuaresma, 40 días de preparación para la Pascua de Resurrección, seis semanas de… ¿seis semanas de qué?   Esta noche vamos a considerar el porqué de la Cuaresma, a través de meditar un poco en el ayuno. 



Nuestro Señor nos ha hablado de varios hábitos:  de dar limosnas, y también de orar.  De hecho, los versículos quitados de nuestra lectura de San Mateo, versículos 7 a 15 del sexto capítulo, contienen el Padrenuestro.  También contienen la enseñanza sobre la importancia de perdonar a nuestros hermanos, para que no perdamos el perdón de nuestro Padre en los cielos.  Jesús nos habla de la importancia de las limosnas, de las oraciones, y del perdón.  Creo que todas estas cosas nos parecen cosas normales de la vida cristiana.  ¿Pero ayunar?  ¿Renunciar el comer?  ¿Por qué?  ¿Cuándo?  ¿Y por cuántos días? 



No sé si algunos de vosotros tienen experiencia con ayunar, pero seguramente, no es muy común en nuestro entorno del siglo 21.  Creo que ayunar es un poco difícil a imaginar, porque la comida es tan abundante en el día de hoy, y tan buena.  Muchas comidas que hace poco fueron exquisiteces ahora son comunes.  Pero, si el ayuno era algo común en el primer siglo, cuando la hambruna fue una amenaza común, quizás nosotros, que no sabemos nada de hambre, deberíamos pensar un poco más en ayunar de vez en cuando.  



Pero como siempre, cuando pensamos en cómo vamos a vivir como cristianos, debemos investigar los motivos, para no ser hipócritas.  Porque el exterior no importa tanto al Padre, pero más bien el corazón, la voluntad desde que surge nuestras acciones.  Entonces ¿Por qué ayunaríamos? 



No para ganar perdón y salvación; no ayunamos para conseguir nuestra propia justicia.  Esto es la idea fundamental de nuestra lectura, que no hagamos estas obras buenas para recibir reconocimiento público como buenos cristianos.  No porque Dios no quiere que las obras buenas de su pueblo no sean vistos.  En el mismo evangelio Jesús dice: “Vosotros sois la luz del mundo; … Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”  (San Mateo 5:14-16). 



El problema no es que alguien vea nuestras buenas obras, sino que pongamos nuestra confianza en ellas, porque hacerlo es la perdición.  Si confiamos en nuestras obras, no estamos confiando exclusivamente en la obra salvadora de Dios, revelada a nosotros en Cristo Jesús. Y Él es nuestra justicia, nuestra salvación, nuestra santificación.  Solo Él.  No hay salvación en ningún otro nombre.  Entonces, si la meta de nuestras oraciones, nuestras limosnas, y nuestros ayunos es dar la impresión que, por estos, ganamos la justicia necesaria para la salvación, denegamos el evangelio y rechazamos a Cristo y su sacrificio para nosotros.            



La motivación correcta para orar, dar limosnas, perdonar y ayunar es la fe verdadera en Cristo, una fe que reconoce que no podemos contribuir nada a nuestra propia salvación, una fe que se regocija en la buena noticia que Jesús ya ha hecho todo para nosotros, y que nos regala la salvación gratuita.  La fe verdadera, segura en el amor de la Cruz, busca sin compulsión seguir a Jesús.  La fe nos da el deseo de imitarle, dentro de las limitaciones de la criatura.  La fe verdadera no busca recompensa o reconocimiento, porque ya ha recibido todo, en Cristo. 



Entonces, ¿Por qué ayunaríamos?  ¿O por qué renunciaríamos alguna cosa durante la Cuaresma?



Primero, por el ejemplo y dicho de Jesús.  Nuestro Señor nos enseña y nos dice que es una cosa normal de la vida bautismal.  Como vamos a oír en el evangelio del domingo que viene, justo después de su Bautismo, Jesús mismo ayunó por nosotros, en el desierto, al principio de su ministerio.  Es de la experiencia de Jesús, ayunando 40 días en el desierto, que la Iglesia cogió la idea de 40 días de Cuaresma, y también la tradición de ayunar o renunciar algunas comidas durante la temporada pre-Pascual.   



Además, ayunaríamos para reconocer que somos hombres, no dioses.  El ayuno nos ayuda recordar que somos polvo y al polvo volveremos.  Somos seres frágiles, que sin comida muy pronto debilitamos.  El recordatorio que nuestra existencia física depende en la bondad de Dios también nos ayuda recordar que lo mismo es la verdad de nuestra existencia espiritual. 



Además, cuando nuestra hambre nos toca durante la Cuaresma, es un recordatorio de lo que nos ha hecho el Hijo de Dios, renunciando toda la gloria y majestad de su trono en los cielos para entrar en nuestro mundo.  Jesús ayunó, andando el camino que no podíamos andar, sufriendo el castigo insoportable, para rescatarnos de nuestros pecados.  



Y desde este recordatorio nos encontramos más listos para comprender que la comida más importante no es para nuestros estómagos, más bien para nuestros oídos.  Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.  El ayuno no debería un tiempo vacío, con solo dolores en el cuerpo.  Deberíamos llenar el vacío con la Palabra de Dios, en la confianza que Dios nos ayuda por el hambre física tener más apetito para su Verdad. 



Finalmente, y más que todo, ayunamos para mejorar la celebración.  Después de ayunar, la primera boca de comida es un trozo del cielo, un placer extraordinario, creado por la ausencia.  Después de una separación, el abrazo y beso de su amado es mejor que nunca.  Y, si elegimos de renunciar algo durante la cuaresma, deberíamos planificar una celebración de retorno en el Día de la Pascua de Resurrección, una celebración mundana que refleja el gozo del tesoro real, Cristo, crucificado y resucitado para ti.  



Y por eso, no seamos austeros.  Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, 18 para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público, en la celebración pública de su Iglesia, invitándote al banquete de su Hijo.  Y un día pronto, Jesús mismo te va a recompensar públicamente y eternamente, cuando Él regresa para inaugurar su reino eterno. 



    Cualquier ayuno cristiano es un tiempo de considerar y maravillarse en lo que ha hecho Dios para garantizar nuestra invitación al banquete celestial, donde nunca vamos a faltar ninguna cosa buena.   



Esto es la Cuaresma.  ¿Vas a renunciar algo para la Cuaresma?  Si quieres hacerlo, hazlo con algo bueno, para que en la Pascua puedas celebrar la reanudación. 



Si no quieres ayunar, tal vez renuncias un poco de tiempo, que normalmente usas para ver el televisor, o leer en el Facebook.  Podríamos renunciar este tiempo de entretenimiento, para dar los 5 o 10 minutos cada día, dedicándolo a la Palabra de Cuaresma.  Quizás para leer un evangelio o una carta de los Apóstoles. 



No es un mandamiento, es una oportunidad, de profundizarnos en la historia de nuestro Salvador, quién ayunó y sirvió y murió y resucitó para darnos su infinita vida.  Una bendecida Cuaresma a todos, en el Nombre de Jesús, Amen. 


viernes, 17 de febrero de 2017


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     


Primera Lección: Jeremías 20. 7-13

Segunda Lección: Romanos 6. 12-23

El Evangelio: Mateo 10. 5a, 12-33

Sermón

         Introducción

No es fácil a veces ser testigos de Jesucristo y su Evangelio en nuestra sociedad. Pero todo depende, por supuesto, de qué Cristo y qué Evangelio estemos hablando. Pues si testificamos de un Cristo que nos enseña a dar consuelo y ayuda material a los necesitados y poco más, no será muy problemático testificar de él. Igualmente si testificamos de un Cristo que exhorta a los hombres a convertirse en buenas personas y a vivir una vida más o menos decente, tampoco serán muchos los obstáculos que encontraremos. Hablar del Cristo social y reivindicativo mucho menos será un problema, en una sociedad tan tocada ahora por cuestiones sociales y similares. Y si nos quedamos en la creencia en el Cristo histórico, que vivió hace unos dos mil años, y que pasa por ser uno más de los diversos fundadores de religiones, y que no me compromete a nada en concreto en mi vida, nada habrá que temer por dar testimonio de él.

Sin embargo, Jesús advirtió a los discípulos que, a causa de su nombre, los hermanos darían muerte a sus hermanos, los hijos se levantarían contra los padres, y ellos mismos serían aborrecidos. Entonces, ¿de qué testimonio, y sobre todo, de qué Cristo estamos hablando?. ¿Por qué y a causa de qué debemos asumir que, por causa del nombre de Cristo, se pueden llegar a sufrir tribulaciones,  persecución y, llegado el caso, tener que huir de ciudad en ciudad?. Vamos a profundizar un poco en la realidad de Cristo y su Evangelio, y podremos entender por qué si el cristiano vive demasiado cómodamente su testimonio, y la Iglesia su misión, es que algo ciertamente no va bien.

         Comienza la Misión

Desde los primeros días de su ministerio público, Jesús dejó claro que su Evangelio, su Buena Noticia no debía alcanzar sólo a un reducido grupo de  personas. Era necesario proclamarlo y llevarlo a todos aquellos a los que fuera posible. Y así, podemos leer en el Evangelio de Mateo que Jesús envió a los doce primeros discípulos, los Apóstoles, a proclamar su mensaje a los judíos. Ni samaritanos, ni gentiles, sólo judíos en esta primera misión. Y no es que Jesús rechazase a todo aquél que no fuese judío; ni mucho menos que el Evangelio no fuese para ellos, no. El Señor quería que esta misión, “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (v6), fuese la proclamación del cumplimiento de las promesas mesiánicas que Dios hizo a su pueblo por medio de los profetas: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Is 9.2). Dios estaba cumpliendo estas promesas para Israel en la persona de Cristo, la luz había resplandecido sobre ellos y todos debían saberlo

Debían pues los Apóstoles ir ciudad por ciudad, aldea por aldea, casa por casa, llevando poco más que la Palabra de Dios. Y según su costumbre la llegada sería acompañada de un “!Shalóm¡, la paz sea con vosotros”. Y ciertamente no había mejor comienzo para proclamar al “Príncipe de la Paz” (Is 9.6) que con el saludo de la paz. Pues sólo en Cristo podemos hallar verdadera Paz, no la paz basada en las seguridades humanas, sean cuales sean, sino la Paz que nos ha reconciliado con el Padre, y que nos ha abierto las puertas a las moradas celestiales. No fue una tarea fácil para ellos llevar a cabo esta labor en una tierra dura y árida como Israel,  apegada a siglos de tradiciones religiosas y la búsqueda de la auto justificación ante Dios por medio de la Ley. Jesús venía sin embargo a romper con todo esto, y a anunciar que Dios sólo espera de nosotros, no una multitud de sacrificios u obras que ofrecerle, sino un corazón contrito y humillado: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”(Sal 51.17). Pues sólo un corazón así, podrá entregarse luego a Cristo en fe.

Pero el pueblo de Israel rechazó en gran parte este mensaje de parte de Dios proclamado por los Apóstoles, y Cristo fue finalmente sacrificado para llevar a cumplimiento la promesa de Dios de redimir a su pueblo con la sangre de un inocente: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó de su camino; más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53.6). Y tras esta primera misión, con la que el Señor los preparó y curtió, podríamos decir, los discípulos fueron finalmente enviados con un objetivo más ambicioso si cabe: “id y haced discípulos a todas las naciones” (Mt 28.19). La misión que había comenzado en Israel, se extendía ahora hasta los confines de la Tierra.

         El anuncio de la persecución y el rechazo

La proclamación del Evangelio es algo maravilloso. Por medio de ella se nos anuncia liberación y reconciliación con el Padre por medio de Cristo, y como consecuencia de ello, la promesa de una vida futura en el Reino celestial. Cualquier otra cosa a la que podamos aspirar en este mundo, no será sino basura comparado con la increíble oferta de gracia y Amor del Padre en Cristo Jesús:  Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil 3.8).

Sin embargo, la Buena Noticia del Evangelio, lleva implícita otra noticia menos agradable pero de la que es necesario tomar conciencia previamente: que somos pecadores desde nuestro nacimiento (Sal 51.5), y que el pecado nos aparta y aleja de la presencia de Dios. Es por ello que la primera llamada antes de la proclamación del Evangelio, es la llamada al arrepentimiento: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el Evangelio” (Mr 1.15). Y aquí es donde encontramos el primer problema con el ser humano, pues su corazón de manera natural e instintiva, rechazará esta realidad de su necesidad de arrepentimiento, de su pecado, y la combatirá en su interior. Sí, el pecado mora en nosotros y es como una coraza que nos envuelve e impide ver con nitidez la Verdad, aún teniéndola frente a nosotros, pues: el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1ª Cor 2.14). Así el hombre, en su estado natural, se rebelará y cerrará su corazón a la proclamación del Evangelio, y puede ocurrir que, cuando llegue a ver esta Buena Noticia como una seria amenaza para sus seguridades, para sus ídolos personales, y en definitiva, para una vida donde prevalece su propia voluntad y no la de Dios, entonces ignore, rechace, ridiculice o ataque y trate de destruir todo intento de proclamación del Evangelio, y en casos extremos incluso a aquellos que lo proclamen, y:“el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los hará morir. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre” (v21-22). Todo aquel que ha proclamado la necesidad  de arrepentimiento y conversión del corazón, y anunciado el perdón ganado por Cristo por nosotros en la Cruz, ha podido experimentar  en algún momento aquello de lo que Jesús nos advirtió. Puede ser que sólo haya sido en forma de indiferencia, o de abierto rechazo, o que haya sido ridiculizado. Es posible que haya sufrido discriminación o el vacío a causa de su testimonio. Hoy incluso, son muchos aún los que pagan con la cárcel, la tortura o su vida el ser testigos de Cristo. De todo ello sin embargo ya se nos advirtió, pues: El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor.
Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa?” (v24-25). Somos llamados sin embargo a perseverar, y a confiar en que nuestro testimonio, sirve al Espíritu Santo para su obra de conversión. Por ello ante el rechazo o la persecución, como nos enseña el profeta Jeremías: Avergüéncense los que me persiguen, y no me avergüence yo“ (Jer 17.18).

         Sin temor con Cristo

El temor a la persecución o al rechazo, conlleva el peligro de dejar de ser fieles al testimonio de Cristo. Y hay dos manera claras de hacerlo: la primera es silenciando este testimonio, ocultando la luz del Evangelio de perdón de pecados, pero: ¿Acaso se trae la luz para ponerla debajo del almud, o debajo de la cama? ¿No es para ponerla en el candelero?” (Mr 4.21). Como creyentes somos llamados a dar un testimonio permanente, pues en verdad nos ha sido dicho: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5.14).Así cada creyente, llegado el momento, se convierte en un nuevo Apóstol de Jesucristo, y su testimonio de palabra y de vida, es como una luz que alumbra a sus semejantes. La otra forma de no ser fieles al testimonio al que hemos sido llamados es más sutil, y por ello peligrosa. Se trata de proclamar un perdón sin arrepentimiento. Pues ya hemos dicho que el principal problema del hombre es su negativa a reconocerse pecador, y necesitado de la gracia y misericordia de Dios en Cristo. Algunos entonces, ante el temor al rechazo, optan por mutilar la proclamación íntegra del Evangelio, la cual llama, no a los que se creen justos, no a los que se creen sanos, pues: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr 2.17). Por tanto, una proclamación del Evangelio que no venga precedida de una llamada al arrepentimiento no será sino un tipo de leche espiritual adulterada de la que nos advierte el Apóstol Pedro (1ª P 2.2). Será la pomada sobre la infección que no ha sido sanada, y tendrá como efecto el que los impenitentes serán reafirmados en su impenitencia, y confortados con falsas promesas de un perdón que en verdad no pueden recibir.

No tengamos pues temor de llamar al arrepentimiento y la conversión de los corazones, y proclamar seguidamente el puro Evangelio del perdón de pecados en Cristo Jesús, pues: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.
 Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (v32-33).

Conclusión

A nadie le gusta ser aborrecido, pero esta puede ser precisamente, la recompensa de aquellos que proclamen íntegramente y en fidelidad a Jesús y su Evangelio. Pero si tratamos de evitar esta situación de rechazo, con una proclamación  que no llama a los pecadores al arrepentimiento para llevarlos luego a Cristo, debemos entonces revisar qué y a quién proclamamos. Pues Cristo vino a buscar a los perdidos, a los pecadores, a los desheredados del Reino, para justificarlos ante el Padre, para ganar su perdón definitivo y darles vida eterna. Y éste es el puro Evangelio, y la Buena Noticia para todos los pecadores arrepentidos, que:Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom 5.19). ¡Que así sea, Amén!. J. C. / Pastor de IELE