domingo, 29 de noviembre de 2009

1º Domingo de Adviento.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Adviento es el primer periodo del año litúrgico cristiano, que consiste en un tiempo de preparación para el nacimiento del Salvador. Se celebran durante los cuatro anteriores a la fiesta de Navidad. Marca el inicio del año litúrgico en casi todas las confesiones cristianas. Durante este periodo los feligreses se preparan para celebrar la conmemoración del nacimiento de Jesucristo y para renovar la esperanza en su segunda Venida, al final de los tiempos.

“Preparad el camino al Señor”

Textos del Día:

El Antiguo Testamento: Jeremías 33:14-16

La Epístola: 1 Tesalonicenses 3:9-13

El Evangelio del día: Lucas 19:28-40

Sermón Basado en Marcos 1:2-8

En tiempos antiguos la visita de un rey o un emperador a alguna ciudad o aldea de su dominio era un acontecimiento inolvidable, y para conmemorarlo, hasta se acuñaba una placa. Un heraldo real precedía al soberano y anunciaba su llegada. Y el pueblo de aquella comunidad se ocupaba con el mayor esmero en preparar el camino por donde había de pasar Su Majestad, en decorar la ciudad y en hacer toda clase de preparativos para extender al soberano una bienvenida real.

Tampoco iba con manos vacías el soberano, sino que extendía dádivas y privilegios especiales a la comunidad que él honraba con su presencia. En esto precisamente pensaban los profetas Malaquías e Isaías cuando escribieron las palabras que San Marcos cita en los versículos 2 y 3 de nuestro texto. Por fin empezaría su ministerio terrenal el Mesías que por tanto tiempo y con tantas ansias se había esperado. Juan el Bautista fue el escogido por Dios para anunciar la venida de Su Majestad Divina, el Redentor prometido. Su anuncio al mundo rezaba poco más o menos así: “He aquí, vuestro Rey viene, un rey mayor que vuestro emperador Tiberio. Él es el Mesías, el Hijo de David, el Rey de reyes y el Señor de los señores. Es Dios manifestado en la carne. Por lo tanto, preparadle el camino. Dadle la bienvenida y recibidle en vuestros corazones.”.

Mucho tiempo ha pasado desde que Jesús completó victoriosamente su gran obra de la redención y volvió al Padre celestial. Sin embargo, hasta que vuelva otra vez en gloria, sigue viniendo a nosotros espiritualmente en su Palabra y sus Sacramentos. Es un gozo inefable saber que Él viene a nosotros al principio de un nuevo año eclesiástico como nuestro precioso Salvador y Rey de Gracia.

¿No es natural, pues, que en todo tiempo le otorguemos la mayor recepción real que podamos? Ésta es precisamente la invitación que se nos hace en nuestro texto: ¿Cómo preparamos el Camino del Señor que viene? En Primer lugar Confesando nuestros pecados y luego depositando toda nuestra fe en Jesús.

I. Confesando vuestros pecados:

El Señor no puede extender su gracia a los que rehúsan reconocer sus pecados, pues es claro que no desean su gracia y su perdón. No viene a ellos, porque ellos rehúsan recibirle, aún más, le menosprecian, le cierran el corazón. Si algo bueno dicen acerca de Él, todo es vana palabrería y pretensión. Por consiguiente, la obra de Juan el Bautista, como el heraldo de Jesús, consistía mayormente en predicar la Ley, lo que hacía con persistencia y sin temor. Sin la menor vacilación dijo al rey Herodes en su cara: “No te es lícito tener la mujer de tu hermano.” No iba con medias tintas a nadie. Dijo, por ejemplo, a los fariseos impenitentes, altaneros, orgullosos, vanidosos y que se creían justos en sí mismos: “Generación de víboras, ¿cómo evitaréis el juicio del infierno?” Advirtió a los judíos que no se consideraran hijos de Dios por el hecho de que eran descendientes de Abraham, sino que produjeran frutos dignos de arrepentimiento. También les dijo que ya el hacha del juicio divino estaba puesta a la raíz de los árboles que no producían buenos frutos. El Señor limpiará por completo el lagar, separará la paja del trigo y quemará la paja en el fuego que nunca se apagará. Y Juan el Bautista aplicó la Ley según el estado que ocupaba cada persona en la vida: si era padre o madre, hijo o hija, amo o esclavo, soldado o civil, recaudador o pagador, etc. Con el martillo de la Ley dio golpes en los lugares sensitivos y delicados. Con su predicación de la Ley sus oyentes aprendieron a darse cuenta de sus pecados y a mirar con sobresalto y terror hacia el Día del Juicio, hacia ese día cuando el Juez justo bautizará con el fuego del tormento eterno a aquellos que persisten en seguir pecando y rehúsan abandonar sus malos caminos.

En todo tiempo los ministros del Evangelio de Jesucristo deben preparar camino al Salvador mediante la promulgación de las exigencias de la Ley en toda su inexorable severidad y todo cristiano debe aprovechar cualquiera oportunidad que se le presente para demostrar al pecador cuan grandes son sus pecados y cuan terrible es su condición pecaminosa. Todos nosotros debemos escuchar esa clase de predicación e invitar a otros a escucharla. Es verdad que muchos pecadores poseen oídos que no quieren tolerar ninguna clase de predicación que se refiera al pecado. No permita Dios empero que los ministros en particular y la iglesia en general se dejen intimidar de esa generación de víboras. A emulación de Juan el Bautista, los predicadores y la iglesia, sin el menor rodeo, deben seguir mostrando a los oyentes cuan terrible es el pecado.

Siguiendo el ejemplo del reformador, el Dr. Martín Lutero, debemos rechazar y condenar como impiedad todas aquellas cosas en que el mundo pecador se gloría. Debemos declarar a los que se creen justos en sí mismos y a los que no se han convertido y a los incrédulos que lo que ellos consideran buenas obras los hundirá en el abismo del infierno, porque las hacen para tratar de reconciliar y aplacar a Dios, o para lograr su propia salvación, y por ende son insultos contra Dios, el cual declara que salvar del pecado es prerrogativa única de su santo Hijo, Jesucristo. Por esta razón, todas las obras, no importa cuán buenas sean, que se hacen en la incredulidad y mediante las cuales muchos procuran conseguir la salvación, son horrible abominación y deben ser desechadas como se desecha el veneno infernal.

No basta que de un modo general confesemos que somos pecadores. Cualquiera persona puede hacer esto. ¿Quién no confiesa que tiene pecados, faltas y defectos? Es menester empero que el pecador se dé cuenta de que sus pecados son tan graves y tan enormes, al ser pesados en la balanza de la justicia divina, que merecen la ira de Dios y el castigo del fuego del infierno. Fue a causa del pecado que el Hijo de Dios murió en el maldito madero de la cruz. Piensa en esto si te inclinas a mirar el pecado con indiferencia. Hay, además, quienes no admiten que son pecados ciertas transgresiones favoritas. Aunque esos pecados son serpientes venenosas, no los desprenden de su seno, sino que tratan de disculparlos con un sinnúmero de excusas. Tampoco quieren los pecadores admitir que por naturaleza son completamente pecaminosos e impuros.

Convienen en que hay algo pecaminoso en ellos, quizás mucho más de lo que se imaginan; pero admitir que son por completo pecadores, totalmente formados en pecado, según la declaración clara y expresa de la Palabra de Dios, y por ende de Dios mismo, eso sí que no están dispuestos a admitir y confesar. Con frecuencia se les oye decir: “No, no todo en nosotros es corrupto e impío.

Poseemos algo bueno, quizás una pequeña llama, que sólo necesita ser abanicada y estimulada.”

A la postre, acusan a Dios de ser mentiroso, y ellos se ensalzan como promulgadores de la verdad. Debemos recordar que, para acatar la verdad de Dios y su Palabra, es menester que cada persona confiese lo siguiente: “Señor, Tú tienes razón; Tú solo eres justo y santo; yo soy por completo pecaminoso e impuro.”

Nuestro texto nos hace recordar ciertos pecados específicos. Por ejemplo, observamos con sorpresa que, aunque la escena de actividad de Juan el Bautista estaba distante de los centros populosos (bien allá en un lugar desértico), eran grandes las multitudes que iban a escucharle. San Marcos nos dice, por inspiración divina, que “todos” salían a él, que “toda” la región de Judea salía a escuchar la predicación sobre el bautismo del arrepentimiento para remisión de pecados, y que eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Y es de notarse que no sólo los habitantes rurales salían a él, sino también “todos los de Jerusalén.” ¿Qué hay de nuestra asistencia a la iglesia, máxime cuando en la actualidad hay mayores facilidades para asistir? ¿Asistes fielmente a la iglesia, y asistes porque te das cuenta de tu debilidad espiritual y de lo mucho que necesitas el poder divino que se te otorga en los medios de gracia? ¿Asistes a la iglesia a fin de que mediante la Ley te mires como pobre pecador y mediante el Evangelio halles el consuelo en la gracia de tu Salvador? ¿Te ocupas en meditaciones cristianas particulares, pasando momentos a solas con tu Dios y su santa Palabra? ¿Y qué hay de tu bautismo? ¿Qué valor tiene para ti tu bautismo? ¿Lo venderás por un plato de lentejas? Recuerda que recibiste el bautismo para que él te otorgue el perdón de tus pecados, el perdón que Cristo te consiguió al derramar su santa sangre en la cruz, y que el beneficio de ese bautismo es imperecedero. ¿Lo atesoras, pues, como preciosísima herencia en tu vida?

Juan el Bautista, por la manera como vestía y por lo que comía, predicaba otra clase de sermón a las multitudes. Iba vestido de pelo de camello, y llevaba ceñidor de cuero alrededor de sus lomos.

Comparemos esta manera de vestir con la manera como visten las generaciones modernas, especialmente ciertos jóvenes y niños de ambos sexos, y con las exigencias que éstos ponen.

¡Grandes son las cantidades de dinero que se gastan en ropas! Y a veces se oye la siguiente queja: “No tengo qué ponerme.” O la impaciente pregunta: “¿Qué me pondré en estas fiestas?” Y lo peor de todo es el menosprecio con que son mirados los pobres y los desamparados que carecen de medios económicos. ... También se observa la escasa dieta de langostas y miel silvestre con que se sostenía Juan el Bautista. Hay un contraste notable entre esta dieta y las tres buenas comidas a la que muchos están acostumbrados, sin contar los diversos refrigerios entre comidas y los costosos banquetes de que participan muchos. Y ya que hablamos de todo esto, no podemos pasar por alto las grandes cantidades de dinero que se gastan en bebidas, mayormente en bebidas intoxicantes. Todos estos excesos e inmoderaciones no serian tan notables y censurables si no hubiera tantos Lázaros que padecen de hambre y necesidad, y si no fueran tan miserables las ofrendas que se llevan a los lugares de donde se recibe el Pan de la Vida, el pan espiritual, a saber: a las congregaciones cristianas.

No hay duda, pues, de que tenemos pecados que confesar, muchos pecados, pecados innumerables como la arena del mar; pecados que, como el peso de esa misma arena, pueden aplastarnos eternamente. Por consiguiente, confesemos nuestros pecados. Es el primer requisito para preparar el camino por el cual puede entrar el Señor en nuestros corazones. Existe empero otro requisito, que es aún más importante. Es el requisito de que depositemos toda nuestra confianza en nuestro Salvador.

II Depositemos toda nuestra confianza en nuestro Salvador.

Tanto el profeta Isaías como el profeta Malaquías describen la obra de Juan el Bautista. Además, Zacarías, el padre de Juan el Bautista, recibió revelaciones respecto a la obra de su hijo, y por medio del Espíritu Santo, declaró a su hijo la gran obra que éste realizaría como profeta del Altísimo. Todo esto muestra la importancia de Juan el Bautista. Jesús mismo declara que entre los nacidos de mujer, no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista. Pero Juan el Bautista extrae su importancia y su grandeza de nuestro Señor Jesucristo. Y lo mismo puede decirse respecto a su obra. Él es el heraldo, el precursor, el que preparó el camino para el Mesías, el Salvador divino y humano que habría de venir. Pues bien, ¿quién era Aquel para quien Juan el Bautista preparó el camino? ¿A quién promulgó él como al Mesías? ¿A quién señaló él como al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo? No fue otro, sino el Hijo de María virgen, no fue otro, sino Jesús de Nazaret. Por consiguiente, no puede haber la menor duda respecto a la identidad del Mesías. El Espíritu Santo, al bajar del cielo durante el bautismo de Jesús, reposó sobre Jesús y lo identificó como el Mesías prometido, el Señor. Jesús también fue identificado como el Mesías por la voz resonante del Padre que decía: “Éste es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento; a Él oíd.” ¿Acaso no sabía Juan lo que estaba diciendo cuando dio testimonio de Jesús y dijo que Él era el Redentor y Señor?

Por lo tanto, es insensatez, aún más, impiedad de parte de los judíos rechazar al Salvador prometido y pretender que todavía están esperando al Mesías. ¿Y por qué limitarnos a los judíos únicamente? ¿No es acaso insensato e impío el que, a pesar de toda la evidencia, persevera en su incredulidad y sigue desechando a Jesús, su único Señor y Salvador? ¡Ay de aquel que rechaza a Cristo o le trata con indiferencia! Pues al hacerlo, rechaza su propia salvación, y por medio de la incredulidad se destina a la perdición eterna. Respecto a Cristo es menester confesar y declarar con el apóstol San Pedro: “En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”

Cuando en tu corazón mora esta convicción, cuando sinceramente crees en Jesús como en tu Salvador personal, entonces le has preparado el camino por el cual puede entrar en tu corazón, un camino liso, sin impedimentos. Y si en realidad has llegado al conocimiento de tus pecados, no debes desesperarte por ellos, como hizo Caín, y declarar que tus pecados son demasiado grandes como para ser perdonados. No te lamentes, diciendo: “Para mí no hay esperanza, mi destino está sellado y el cielo se me ha cerrado.” ¡De ningún modo! Pues, ¿qué quiere decir que Jesús es tu Salvador? ¿Con qué fin vino a este mundo tu Redentor? ¿Por qué vivió aquí en la tierra, padeció y murió y resucitó? ¿No fue acaso para salvar a todos los pecadores, y por cierto a ti, no importa cuán grandes y numerosos sean tus pecados? Por lo tanto, deposita toda tu fe en É1. Exclama con el apóstol San Pablo: “Palabra fiel es ésta, y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.” Dios quiere, aún más, te pide que deposites toda tu confianza en el Salvador de los pecadores y creas que por causa de É1 Dios todopoderoso es tu Padre y tu Amigo.

Y también nuestro bautismo debe servirnos para confirmarnos en nuestra fe. Al oír que Juan el Bautista, que predicó sobre el bautismo, y en efecto bautizó para la remisión de los pecados a todos los que sinceramente confesaron su iniquidad y culpabilidad, no podemos menos que recordar nuestro propio bautismo; pues también nosotros fuimos bautizados para la remisión de los pecados. ¿Perdona Dios tus pecados? ¡Bienaventurado eres si puedes contestar: “¡Sí, los perdona, porque así me lo ha prometido en mi bautismo! Mi bautismo es la señal y garantía divina de que por virtud de los méritos de Cristo todos mis pecados han sido lavados. Mi bautismo lleva consigo la prometa y la seguridad divina del perdón completo de todos mis pecados, de la gracia de Dios y de la vida eterna.” ¡Cuánto necesitamos esta seguridad! En medio de los sinsabores y las tribulaciones de esta vida quizás parezca que no somos hijos de Dios, sino que sobre nosotros reposa la maldición divina y que nuestro destino es la perdición eterna. En esos momentos debemos asirnos a nuestra fe y exclamar: “¡De ningún modo! Mi bautismo me dice lo contrario.” ¡Qué hermoso tesoro tenemos, pues, en nuestro bautismo! además, conserva abierta la puerta de nuestro corazón para que Jesús entre en él.

Juan aclara en nuestro texto lo poderoso que es Jesús como nuestro Salvador. Dice Juan: “Viene tras mí el que es más poderoso que yo.” Y más tarde dijo Juan acerca de Jesús: “Todas las cosas dio (el Padre) en su mano”, lo que Jesús mismo confirmó en otra ocasión, cuando dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” Tan poderoso es Jesús, declara Juan, que “no soy digno de desatar encorvado la correa de sus zapatos”, una tarea verdaderamente humilde. Juan el Bautista se inclinó hasta donde pudo ante Cristo, el Señor; pues, al fin y al cabo, Jesús era el verdadero Dios y el Creador, y Juan era una mera criatura. También nosotros nos damos cuenta de que somos tierra y cenizas y nos inclinamos ante Cristo para adorarle como a nuestro Salvador y Rey. Su omnipotencia nos sirve de gran consuelo, pues Él puede ayudarnos y socorrernos en toda situación.

De observación especial es el siguiente testimonio de Juan: “Yo os he bautizado con agua; mas Él os bautizará con el Espíritu Santo.” Ésta es una gran obra que Jesús realiza en nosotros. Sin el Espíritu Santo de ninguna manera podemos creer. Mediante el Espíritu podemos llamar a Jesús Señor. Por el Espíritu Santo nacemos de nuevo y tenemos vida espiritual. ¡Qué bendito es nuestro Salvador, que nos da este poderoso don, el cual glorifica a Cristo en nuestros corazones, y por medio del cual la santa y bendita Trinidad viene a nosotros y mora en nosotros como en su templo!

Reconozcamos, pues, que verdaderamente somos pecadores; pero también depositemos toda nuestra confianza en Jesús, nuestro precioso Salvador, en tanto que obedecemos al mandato:

“Preparad el camino del Señor.” Siguiendo el ejemplo de Juan el Bautista, hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para preparar el camino de otros corazones a fin de que Cristo entre en ellos, dando testimonio de nuestra fe, sosteniendo el ministerio de la Palabra, contribuyendo a la gran obra misional y llevando una vida que ponga de manifiesto nuestra fe en Cristo, para su gloria, aquí en este mundo y allá en la eternidad. Amén.

Pablo G. Birkmann

domingo, 22 de noviembre de 2009

Último domingo del año eclesiástico.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

“Jesús es el Rey”

Textos del Día:

Primera lección: Daniel 7:13-14

Segunda Lección: Apocalipsis 1:4-8

El Evangelio: Juan 18:33-37

33 Entonces Pilato volvió a entrar en el pretorio, y llamó a Jesús y le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? 34 Jesús le respondió: ¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí? 35 Pilato le respondió: ¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? 36 Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. 37 Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz.

Sermón

¿Los dos qué?

Nos hemos acostumbrado tanto a lo material y tangible que las cosas espirituales comienzan a sonar a Chino. Y aunque el ser humano desde que fue seducido en el Edén a desconfiar y comprobar por sí mismo la veracidad de la Palabra de Dios volviéndose así un descreído por excelencia, al punto de que Tomás dice, “si no lo veo no lo creo”, también es verdad que nuestra sociedades no solo desconfía de lo que su mano no toca, sino que incluso ha estado perdiendo progresivamente la dimensión espiritual de la vida, aquella perspectiva trascendente que nos eleva un poco más allá en día a día. Nos hemos vuelto un poco animales, que solo vemos lo que tenemos enfrente.

Los dos reinos

Hoy el Señor Jesús en el Evangelio de Juan nos enseña sobre los dos reinos: Uno es el terrenal, y el otro es el espiritual o celestial. Y amabas realidades conviven simultáneamente, y por fe vivimos y transitamos por las dos.

El reino terrenal es un orden establecido por Dios

El reino terrenal es el que vemos día a día, dónde tenemos a nuestros políticos que intentan dirigir como pueden y quieren el rombo del país, tenemos nuestras leyes que pretenden regir y controlar el orden de la sociedad (y cada vez más la moral), tenemos nuestros premios y recompensas como todo pueblo, con sus fiestas y alegrías para distendernos. Tenemos una identidad, y aunque particularmente en España nos ocurre un fenómeno bastante peculiar en cuanto a esto, lo cierto es que existe un documento de identidad que nos hace ciudadanos de este país, y ahora como consecuencia también de la Unión Europea, y quien sabe si dentro de poco ya no lo seremos también de un nuevo régimen mundial. También tenemos la posibilidad de desarrollarnos con nuestras actividades enmarcadas bajo la legalidad que el reino proporciona.

Se nos imponen leyes comunes de obediencia bajo amenazas de condenas. Y claro está que también debemos pagar nuestros impuestos para que el sistema funcione.

Podemos estar más o menos a gusto con este nuestro reino terrenal, pero lo cierto es que ahí está y es una realidad diaria y palpable en la que estamos obligados y condicionados a vivir para lo bueno y para lo malo. Los cristianos entendemos que este reino terrenal, a pesar de lo imperfecto que es y de los disgustos que en ocasiones nos trae, es la forma que Dios estableció para mantener medianamente el orden y contener todo el mal que se desataría si la naturaleza humana no estuviera controlada y enmarcada en unas normas de convivencia. Por lo tanto se nos pide que valoremos como bueno este orden terrenal y que estimemos a nuestros gobernantes, oremos por ellos y le obedezcamos en todo lo que no nos enfrente contra las normas del reino celestial.

Desde la caída en pecado el mundo funcionó siempre así. Las agrupaciones humanas necesitan normas y gobernantes para que funcionen. Fuera de un sistema que regule el caos reinante sólo encontraríamos nuestro fin. Por lo tanto los humanos somos “hijos del rigor” como se suele decir.

Necesitamos que nos obliguen y auto obligarnos a cumplir las normas, porque sino todos buscaríamos sólo nuestro propio y egoísta beneficio. Si nos dejaran todos quisiéramos ser los “reyes”, no solo de nuestras vidas haciendo los que nos de las ganas, sino que también nos gusta gobernar y legislar sobre la de los demás. Somos seres que estamos condenados a vivir bajo la amenaza de la ley en el reino terrenal y nos acostumbramos a ello: “es lo que hay”. Pero ¿Acaso no hay un reino diferente en medio de este reino terrenal?

El reino celestial

Pues sí, existe otro reino, pero no es perceptible a lo puramente material. Es ciudadano del este reino el hombre nuevo, aquel que por la fe nace a una nueva vida, a una realidad velada para quienes sólo tienen ojos para lo terrenal. Como en todo reino también hay un rey, pero al contrario que el terrenal, este es un reino de Gracia en el cual el coste de nuestra vida lo ha asumido por completo de Rey y nos da todo gratuitamente, por amor. Es un Rey que gobierna por medio de la misericordia y el perdón. Un rey que lava los pies a los suyos, que les cura sus heridas. Éste es un Reino que también tiene sus normas, pero que no apuntan solamente a controlar las conductas externas, sino más bien el corazón que es la verdadera causa del mal del ser humano, pues de ahí dentro surge todo lo malo. Este Rey Celestial gobierna en el corazón de sus ciudadanos y las normas se resumen en AMOR. “amarás a Dios con todos tu fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo”. Es el reino de la FE, dónde la confianza plena y ciega a nuestro rey nos hace estar seguros bajo sus dominios. Le creemos sin reservas pues el ha dado su propia vida por nosotros. Es un Rey que ha experimento el dolor y el sufrimiento humano en su máxima expresión. Un rey que sabe de que va esto de ser “ser humano”, y aunque nunca pecó, este Rey asumió en su propia vida todo el castigo que merecíamos por la condena que pesaba sobre nosotros. Un Rey que nos gobierna exclusivamente por medio de su Palabra.

Es un reino por el cual se anda por fe y no por vista. Un reino dónde por esa fe entendemos lo que nuestra razón es incapaz de captar y comprender. Es un reino al cual da gusto pertenecer, un reino en el cual deseamos que más personas puedan disfrutar de sus beneficios. Un reino dónde se nos garantiza la atención y cuidado permanente. Dónde nuestro Rey va con nosotros todos los días y a todos los sitios y con el cual podemos hablar libremente y oírle sin pedir audiencia previa. Un rey que nos promete una vida más allá de esta, dónde él mismo se ha encargado de prepararnos moradas en la casa de su Padre y por la cual no debemos pagar hipoteca alguna.

Los tributos son de alabanza y agradecimientos. Le agrada un corazón arrepentido y misericordioso. Las ofrendas que dedicamos para expender su reino son voluntarias y son consecuencia de lo mucho que él nos da. Las leyes registradas en los diez mandamientos no son una carga pesada regida por la obligación y el miedo al castigo, sino que nos las ha hecho ver como lo mejor para nuestra vida. Amamos a ley de Dios “nos deleitamos en ella” y deseamos fervientemente cumplirla. Y cuando no lo hacemos nos duele y nos arrepentimos buscando perdón.

El Reino Celestial en el reino terrenal

El reino se ha acercado. Está entre nosotros. Pero la gloriosa apariencia de este reino de momento está oculta tras la cruz. Ni siquiera nuestro rey ejerció dominio ni poder en esta tierra.

Es más, nadie reconocía a un rey terrenal en él, pues no ha venido a ser servido, sino a servir y
dar su vida por rescate. Nació en un pesebre y murió en una cruz. No es la clase de rey que se espera ver. Pero a este Rey y su reino hay que verlo con los ojos de la fe, sino solo vemos a un simple y pobre hombre, un buen hombre con buenas ideas, pero poco más, tal como le sucedió a Pilatos. La fe nos hace ver en Jesús al Rey de Reyes y Señor de señores aún bajo su débil apariencia. Sin fe nuestro rey pasa desapercibido, queda oculto en medio de un reino terrenal de manifestaciones constantes de poderío.

Y si bien sabemos de la gloria con la que ha de manifestarse cuando regrese, y aun cuando experimentamos destellos de ella, nosotros también vivimos ocultos bajo la cruz y el sufrimiento.

“Mi reino no es de este mundo” dijo nuestro Rey, ni tampoco se rige por los principios de este mundo. La gloria y el esplendor están reservados para otro momento, ahora nos toca disfrutar y trasmitir su perdón, su paz y amor bajo estas apariencias. Nuestra alegría y esperanza, nuestro contentamiento y nuestro ser agradecidos por todo y en todo momento no se debe a nuestra prosperidad material. Por que sea que suframos o que nos alegremos, sea que tengamos mucho a poco, sea que vivamos o que muramos, nuestra verdadera fortaleza y sentido nos lo da saber que
“Somos del Señor”.

Ciudadanos del Reino de los Cielos al servicio de Cristo en el reino terrenal

Tú perteneces a este Reino. Eres ciudadano del cielo, pero el reino se ha acercado a la tierra para que ahora mismo puedas disfrutar de sus beneficios. Tu sello se te ha dado en el Bautismo, dónde se te declara hijo, dónde se te hace nacer a una nueva realidad y dimensión. Se te da la vista para ver lo que los ojos no captan. Se te perdona y se te lava. Se te reviste de Cristo y se hace un pacto contigo dónde el Rey se compromete a brindarte su amparo.

Tú, por la fe, perteneces a un Reino dónde se te alimenta con la Palabra diaria del Rey de los cielos. Se te da a comer un alimento especial en la Santa Cena. Allí se te da pan y vino, y con ello y bajo esa apariencia tus ojos de credulidad ven y reciben el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de quien dio su vida por ti para perdón. Y esto sucede porque la Palabra de Rey es poderosa y logra que eso sea una realidad de fe. Y como decía Lutero, la fe nos quita de ser como vacas o perros que solo ven solo lo evidente. En fe podemos ver a Cristo tras los elementos.

Vivimos el en reino terrenal bajo la perspectiva y mentalidad del reino celestial. Eso influye en
nuestra manera de pensar y vivir y enfrentar la vida, y muchos a nuestro alrededor quizás puedan ver algo llamativo en eso. Vivimos bajo la cruz, bajo el servicio, vivimos por gracia y agradecidos. Vivimos para amar a Dios y servir a nuestro prójimo. Y sin embargo nosotros aún vivimos bajo las tensiones de los opuestos, y somos santos y justos, y al mismo tiempo seguimos siendo pecadores que nos refugiamos en el perdón de Cristo. Somos parte del reino celestial pero aún vivimos en este mundo. Y en este reino terrenal tenemos la hermosa tarea de anunciar el Evangelio del Reino. El Reino se ha acercado, y esta Buena Noticia no es solo para nosotros, sino para quienes aún hoy sólo pueden ver lo evidente y creer sólo en lo que tocan. Disfruta y vive en paz de esta doble ciudadanía e influye con lo celestial todo cuanto te rodea en este mundo temporal. Oye diariamente la voz de tu Rey, pues ahí está la verdad que nos hace libres. Amén

Walter Daniel Ralli

domingo, 15 de noviembre de 2009

24º Domingo después de Pentecostés.

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

“Jesús nos enseña sobre el Juicio Final”

Textos del Día:

Primera lección: Daniel 12:1-3

La Epístola: Hebreos 10:11-25

El Evangelio: Marcos 13:1-13

Mateo 25:31-46 31 Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; 32 y todas las naciones serán reunidas delante de él. Él separará los unos de los otros, como cuando el pastor separa las ovejas de los cabritos; 33 y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. 34 Entonces el Rey dirá a los de su derecha: "¡Venid, benditos de mi Padre! Heredad el reino que ha sido preparado para vosotros desde la fundación del mundo. 35 Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis; 36 estuve desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí." 37 Entonces los justos le responderán diciendo: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos, o sediento y te dimos de beber? 38 ¿Cuándo te vimos forastero y te recibimos, o desnudo y te vestimos? 39 ¿Cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y fuimos a ti?" 40 Y respondiendo el Rey les dirá: "De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis." 41 Entonces dirá también a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. 42 Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; 43 fui forastero, y no me recibisteis; estuve desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis." 44 Entonces le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o forastero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?" 45 Entonces les responderá diciendo: "De cierto os digo, que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco lo hicisteis a mí." 46 Entonces irán éstos al tormento eterno, y los justos a la vida eterna.

Sermón basado en SAN MATEO 25:31-46
Está pronto a ser estrenada la película “2012” donde se recrea una vez más por medio de la ficción un tema que, por la gran cantidad de asistentes a este género de films, nos hace pensar que el tema del fin de la humanidad no pasa inadvertido para muchos. Por lo visto crea cierta intriga y morbo en cómo y cuándo será el fin: Alarmas nucleares, invasiones alienígenas o desastres naturales, son mayormente las bases de estas películas.
Por otro lado la cristiandad está llegando al fin del año litúrgico y como es costumbre los textos sobre los cuales se reflexiona también hablan del fin del mundo, del día del juicio final y de la vida después de la muerte. Pero en nuestra sociedad hay muchas posturas sobre qué sucede luego de la muerte. Nosotros tenemos que estar seguros en lo que la Palabra de Dios nos enseña al respecto, para vivir en paz, tranquilidad y gozo de que Dios es nuestro amparo y fortaleza y que nuestra esperanza está puesta en él.
Dice la carta a los Hebreos “Está establecido a los hombres que mueran una vez, y después el juicio” Hebreos 9:27. No hay nadie en el mundo que no piense en la muerte y en el juicio.
Sabemos que hemos de morir, pero no sabemos cuándo ni cómo. Como resultado de esta incertidumbre, muchos viven en constante temor a la muerte. No se sienten felices porque los inquieta pensar en la muerte y en lo que sucederá después de la muerte. Aún más, hay quienes pierden toda esperanza y hasta se suicidan por el temor obsesionante respecto a lo que ha de suceder. Otros tratan de no pensar en la muerte y en la eternidad, burlándose de ambas. Dicen: “Si al fin y al cabo tenemos que morir, conviene gozar de la vida mientras ésta dure. Comamos, y bebamos y holgazaneemos, que con la muerte todo se acaba.”
También los cristianos piensan en la muerte y en el juicio final, pero no se entregan a la desesperación ni tratan el asunto frívolamente. Acuden a la Palabra de Dios y se esfuerzan por aprender lo que Dios dice acerca de estas cosas en su santa Palabra. En ella encuentran la iluminación que necesitan. El texto para hoy nos instruye respecto a éste asunto. Aprendamos, pues, lo que la Palabra de Dios nos dice sobre El Juicio Final:
1. ¿Quién será el Juez?
2. ¿Quiénes serán juzgados?
3. ¿Cómo será el Juicio?
Según nuestro texto, el Juez será el Hijo de Dios. El término bíblico señala a Jesús, que nació de la virgen María, como verdadero ser humano. Tomó sobre si carne y sangre y se hizo nuestro hermano. Nuestro Juez no nos será un extraño, sino como uno de nosotros; uno que nos amó de tal manera que bajó del cielo a este mundo “tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz", Filipenses 2: 6-8. Es Jesús, el Buen Pastor, el que dio su vida por las ovejas.
Pero cuando el Hijo del Hombre venga otra vez, no lo hará en la humildad con que vino la primera vez. Nuestro texto dice que Él vendrá “en su gloria”. Durante su estancia aquí en la tierra ocultó su gloria y anduvo en humildad. “Fue despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto: y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” Isaías 53:3. ¡Grande es el contraste entre su primera y su segunda venida! Él viene en su gloria. Ante Caifás testificó: “Os digo, que desde ahora habéis de ver al Hijo del Hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo” Mateo 26:64.
El Cordero de Dios es el León de la tribu de Judá, que ha vencido (Apocalipsis 5:5) y que tiene el cielo y la tierra en el poder de sus manos. De Él se nos dice: “Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y de los que en la tierra, y de los que debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, a la gloria de Dios Padre” Filipenses 2:10-11.
Será reconocido como el Señor de los señores y el Rey de reyes. Nadie osará abrir su boca en contra de Él. Su majestad asombrará a todos sus enemigos.
Cuando vuelva otra vez vendrá acompañado de una multitud de ángeles. Éstos serán su comitiva celestial, mayor que ninguna comitiva que pueda escoltar a un gobernante terrenal. Le acompañarán no sólo para engrandecer su gloria sino también para servirle. (Hebreos 12:22; Apocalipsis 5:11; 14:1)
“Entonces se sentará sobre el trono de su gloría.” El Padre sujetó todas las cosas debajo de sus pies (1 Corintios 15:27; Salmo 110:1). También el juicio. La Biblia declara específicamente que “el Padre a nadie juzga, mas todo el juicio dio al Hijo", Juan 5:22.
II ¿Quiénes serán juzgados?
“Y serán reunidas delante de él todas las gentes.” Mediante estas simples palabras el evangelista nos dice quiénes serán juzgados. Todas las personas, esto es, todas las naciones, todos los habitantes de la tierra, desde la primera persona hasta la última que nazca. Incluirá a todos los billones de personas que estén vivas en ese gran día. Los vivos serán transmutados.
Repentinamente, en un abrir y cerrar de ojo, se despojarán de lo corruptible y se vestirán de lo incorruptible. También incluirá a todos los billones que han muerto durante los muchos años de la existencia de este mundo. Éstos serán despertados por el sonido de la trompeta y saldrán de dentro de la tierra mediante el poder del Señor. Muchos de ellos hubieran deseado no haber salido jamás de la tierra. Tratarán de esconderse en cuevas y entre las rocas de los montes, y dirán a los montes y a las rocas: “Caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de Aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero: porque el gran día de su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?" Apocalipsis 6:16 -17. Pero de nada valdrá esto, “porque es menester que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que hubiere hecho por medio del cuerpo, ora sea bueno o malo", 2 Corintios 5:10. Esto se aplica a reyes y súbditos, ricos y pobres, grandes y pequeños, justos y pecadores. Nadie evadirá ese acontecimiento.
III ¿Cómo será ese juicio?
Veamos ahora qué dice el Salvador acerca de ese juicio. “Serán reunidas delante de él todas las gentes; y los apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos.” O expresado en otras palabras, habrá una gran separación. Toda la humanidad será dividida en dos clases. Las ovejas son los que oyeron la voz del Buen Pastor y le siguieron. Respecto a ellos dijo Él en otro lugar: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”, Juan 10:27. Los cabritos son los que rehusaron oír la voz del Buen Pastor; los que siguieron por su propio camino. Sólo existen dos clases. No existe una tercera clase ni una clase neutral. “El que no es conmigo, contra mí es”, Mateo 12:30. Los hipócritas que se hicieron pasar por ovejas serán descubiertos. Les será quitada la máscara. No habrá error en la clasificación que ha hecho el Juez. Su juicio es justo y terminante. La sentencia se hará sin la menor sombra de duda. “A los que estarán a su derecha dirá: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Entonces dirá también a los que estarán a la izquierda: 'Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y para sus ángeles.” De esta condena no se podrá apelar.
¿En qué basa el Señor su veredicto? Antes de que un juez terrenal dé su veredicto tiene que oír la evidencia. Se investiga el caso. Se aducen testigos. Después de haber sido oído todo el testimonio, el juez llega a un veredicto y pronuncia la sentencia.
Jesús, nuestro Juez celestial, no necesita investigación ni testigos. Él lo sabe todo. Él conoce toda obra, toda palabra, y todo pensamiento del hombre. Nuestra vida le es un libro abierto. Mira dentro de tu corazón y conoce exactamente la relación que existe entre ti y Dios. Sabe exactamente quiénes son los creyentes y los incrédulos. Sin embargo, aún se pone a justificar su veredicto y a mostrar que no ha cometido error alguno. Por lo tanto, declara lo siguiente:
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me recogisteis; desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí”.
Hay quienes han interpretado falsamente estas palabras. Alegan que Jesús basa su invitación de entrar en su reino en el servicio que se presta. Pero pasan por alto los claros pasajes de la Escritura que declaran que sólo mediante la fe puede hacerse alguien hijo de Dios y heredero del cielo. Olvidan que aun aquí el Señor dice: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino.” Primero hay que ser heredero antes de poder heredar algo. Sólo mediante la fe en Jesús nos hacemos herederos.
Pero, aunque la fe es invisible, los frutos de la fe no son invisibles. Clara evidencia de esto son los frutos de la fe que han obrado los que están a la derecha de Cristo. Es del todo imposible al corazón humano creer y confiar en Jesús como en Aquel que nos ha librado del pecado, de la muerte y del infierno, y no amarle. Donde existe el amor, existen también las obras del amor. El amor no puede ser ocultado. El que ama, lo muestra, y otros lo notan. Así sucede en el caso del marido y la mujer. Y los hijos que aman a sus padres lo muestran de diversas maneras.
Asimismo, las buenas obras de los cristianos muestran el amor que hay en sus corazones. Hay que observar que las buenas obras que hicieron los que están a su derecha fueron hechas a Él:
“(Yo) tuve hambre, y me disteis de comer; (yo) tuve sed, y me disteis de beber; (yo) fui huésped, y me recogisteis; desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí.” No basta dar de comer a los que tienen hambre, vestir a los que carecen de ropa y visitar a los enfermos. Lo importante es que se haga “a Él”. Sólo lo que hacemos por Él y por causa de Él es perdurable.
Pero, ¿qué hay de las cosas malas que hacemos? ¿No las mencionará en el juicio? No. Todas han sido perdonadas. Han sido lavadas en la sangre del Cordero. Nunca jamás las recordará. Las únicas obras que quedan son las que hicimos por amor a Jesús. Conviene, pues, que seamos celosos en hacer lo bueno a fin de que realmente podamos mostrar que somos de Él.
De igual modo probará el Juez la justicia de su veredicto al decir a los que están a su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles.” El fuego del infierno no fue preparado para humanos, sino para el diablo y sus ángeles. Dios envió al mundo un Salvador para todos los hombres. Mandó que el Evangelio se predicase por todo el mundo.
“Dios quiere que todos los hombres sean salvos.” Pero la mayor parte de la humanidad no quiso aceptar el Evangelio. Decidieron no seguir al Padre celestial, sino al diablo. Por consiguiente, pertenecen a las moradas infernales. Y por las obras de ellos el Juez prueba que pertenecen a las moradas infernales. Conviene observar otra vez: “No lo hicisteis a mí.” Es posible que hayan hecho muchas obras que parecen buenas a la vista humana. Sabemos por experiencia que muchos incrédulos avergüenzan a muchos cristianos respecto a ciertas obras de caridad y empresas filantrópicas. Y no obstante, sus obras son inútiles ante el Señor porque no emanan de
la única fuente verdadera: la fe en Jesucristo, el Redentor. La Biblia declara: “Empero sin fe es imposible agradar a Dios” Hebreos 11:6. De modo que para los tales el Juez sólo puede pronunciar el siguiente veredicto: “Apartaos de mí”
Nuestro texto termina con las siguientes palabras: “E irán éstos al tormento eterno, y los justos a la vida eterna”. La gran separación será un hecho y será terminante. ¿A qué lado del Señor te encuentras actualmente? Quiera Dios que en este mismo momento y para siempre te encuentres a la derecha de Jesús y sirviéndole y amándole como fruto de tu fe, de modo que en el Juicio Final puedas oír estas sublimes palabras de los labios del Salvador: “Bien, siervo bueno y fiel: entra en el gozo de tu Señor.” Amen.
Herman A. Mayer. (Adaptado por Gustavo Lavia)