sábado, 27 de abril de 2013

Quinto Domingo de Pascua.



”Afirmándonos en las certezas de nuestra fe”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 28-04-2013


Primera Lección: Hechos 11:1-8

Segunda Lección: Apocalipsis 21:1-7

El Evangelio: Juan 16:12-22

Sermón

* Introducción

El tiempo primaveral llega siempre insuflando nuevas alegrías a los hombres. Después de un largo invierno la naturaleza y la vida eclosionan y dan paso a un tiempo de exuberacia en general. La realidad se transforma y los espíritus se renuevan con una especie de nuevo optimismo. Y este cambio tiene lugar cada año con el inicio de un tiempo en el calendario que coincide con otro tiempo, esta vez litúrgico, con el que comparte muchas similitudes. Hablamos del tiempo Pascual en el cual estamos aún, que igualmente es un tiempo de deleite y exuberancia para los cristianos. En este tiempo el Evangelio proclama con más fuerza que nunca las maravillas que Dios ha obrado en nuestras vidas. Pues donde sólo podíamos entrever vacío y sequedad en nuestras almas, se abre ahora un maravilloso jardín en el que la Cruz se eleva como verdadero y frondoso árbol de la vida (Gn 3:22). Una vida eterna que ya no nos está vedada, sino que por el contrario, nos es ofrecida por medio de Cristo. Tiempo de gozo pues, y de dejar atrás las incertidumbres espirituales para afirmarnos en las certezas que nos provee la resurrección de Cristo.

* Primera certeza: Nos guía el Espíritu Santo

Es fácil para un discípulo andar junto a su maestro. Se siente seguro y protegido por su presencia, y las dificultades propias de la vida obtienen una solución relativamente fácil. El maestro está ahí, siempre dispuesto a ayudarnos, a darnos la respuesta adecuada y precisa. Es como una fuente inagotable de sabiduría y consuelo que nos refresca y sacia constantemente. Así debieron sentirse los Apóstoles junto a Jesús, donde además de esta reconfortante presencia, experimentaban también el poder de Dios en sus vidas, como un anticipo generoso de la plenitud del Reino de Dios. En sus mentes no cabía pensar ni por asomo en apartarse ni un minuto de su presencia. Sin embargo estaba próximo el momento en que la separación se produciría, y de una manera traumática en extremo. No eran aún conscientes de esto, pero Jesús sí lo tenía ya bien presente. ¡Había aún tantas cosas que compartir con ellos!: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar” (v12). Sí, hay un día en que todo discípulo debe separarse de su maestro, y caminar solo en la vida, donde se verá de forma práctica si atesoró la sabiduría que le fue transmitida. Y al igual que los Apóstoles, todos los creyentes tenemos un camino espiritual que recorrer en nuestra vida, afrontando las tribulaciones y problemas por nosotros mismos. Sin embargo, Dios en su infinita misericordia, tras la partida de Jesús, no quiso dejarnos solos a sus discípulos, pues conoce nuestra debilidad a causa del pecado, y de la hostilidad del enemigo y del entorno. Sí, sin el auxilio de Dios, los creyentes estamos expuestos constantemente a la caída, y el riesgo de perder nuestra fe es demasiado alto (1ª Ped 5:8). Por ello fue enviado a nosotros un auxiliador, que con su presencia y testimonio, nos sostiene y vivifica en la fe y la Verdad: “él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (v13). Este guía, el Espíritu Santo, testifica con la mismísima voz de Dios que nos habla en Su Palabra, nos sostiene en las tribulaciones y preserva nuestra fe de los ataques a que se ve sometida constantemente. Suple también nuestras carencias en la oración, cuando al dirigirnos al Padre no nos enfocamos en pedir lo correcto: “pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom 8:26). Sin embargo, gracias a nuestro bautismo Él nos asiste y renueva cada día marcando la diferencia entre estar solos en el mundo o vivir en Dios difrutando de su presencia constante. Pues a la ya mencionada presencia de Cristo en su Palabra, y de manera especial en su real presencia en la Santa Cena, tenemos además la presencia del Espíritu divino que mora ahora en nosotros (1ª Cor 3:16), que nos alienta y robustece en la fe. Cada día disfrutamos de su compañía en nuestra vida, donde silenciosa e imperceptiblemente realiza su trabajo moldeándonos y ayudándonos a perseverar. Tenemos pues la certeza de unapresencia constante de Dios en nuestras vidas por medio de su Espíritu: “Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1ª Jn 3:24). ¡Disfruta pues de esta relación!.

* Segunda certeza: Cristo nos ha reconciliado con el Padre de manera perfecta

Era pues necesario que el mundo viviera la tristeza de la Cruz, el dolor de la muerte del Justo de los Justos. Los discípulos sufrirían este desconsuelo y el posterior desconcierto. Pues en sus mentes aún no entendían el alcance total del plan de Dios: “Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre” (v16). Les era anunciado así este plan salvífico proclamado desde la antigüedad por los profetas de Dios. Pues toda la Biblia y su contenido, no nos hablan de otra cosa que del plan divino para reconciliar a la humanidad caída por medio del sacrificio de Cristo y su posterior resurrección. Y este plan se cumplió de manera perfecta y absoluta el día que Jesús consumó su obra y la afirmó con sus propias palabras poco antes de expirar: “Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19:30). Así fueron rotas de manera definitiva las cadenas del pecado, y junto a ellas a los tres días, las de la muerte. No hay peros, no hay nada pendiente de realizar, no quedan deudas que pagar con Dios. Y aquél que por medio de la fe confiesa a Cristo como su salvador y se entrega en fe a esta Verdad, tiene ya la certeza plena de su salvación. Ningún creyente que proclama el nombre de Cristo debería jamás dudar de esto, pues dudando, dudamos nada menos que de las promesas de Dios en Cristo: “Os digo que todo aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios” (Lc 12:8). Si dudamos, quitamos todo el valor a nuestra fe, convirtiéndonos en seres erráticos y faltos de raigambre espiritual: “porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Stg 1:6). Sí, la duda nos socava espiritualmente, y nos lleva a calles oscuras, donde somos abandonados a nuestra suerte y donde nos envuelven el temor y la inseguridad sobre nuestra salvación. Y para suplir esta falta de certeza y confianza en la Palabra, el hombre tratará desesperadamente de asirse a la Ley y exigir salvación a cambio de todo lo que él crea que puede hacer usándola para agradar a Dios. Pero ¡cuidado!. En este punto el peligro de caer de la gracia es real y cierto, y la respuesta de Dios ante esta situación es clara y contundente: “de Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gal 5: 4). ¿A qué dudar entonces de promesas tan firmes de boca de Dios?, ¿por qué dar pie a la duda y volver a los esfuerzos inútiles de construir torres de Babel humanas que traten de llegar al cielo?. Nuestra torre, nuestra única torre es la Cruz de Cristo, que al igual que la escalera de Jacob (Gn 28:12), nos da acceso a las moradas celestiales y eternas. La fe y no las obras humanas es la que atesora el poder de conectarnos con la Obra de Jesús en la Cruz. ¡Afiánzate en esta fe segura y fortalece sus cimientos por medio de la Palabra y los Sacramentos!.

* Tercera certeza: La resurrección nos ha abierto las puertas del Reino eterno

Tras el anuncio de la separación y ante lo incomprensible del mensaje que se les estaba declarando, Jesús trae ahora a los Apóstoles palabras de consuelo y esperanza: “También vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (v22). Se les revela así la alegría venidera por la resurrección de Cristo. Una resurrección que culmina y completa todo el plan de Dios, pero no solo esto, sino que es imprescindible para entenderlo. Pues si el objetivo de toda la Historia de la salvación no es otro que reconciliar al hombre con su Creador, la resurrección nos devuelve a nuestro estado de eternidad primigenio permitiéndonos disfrutar de la presencia eterna del Padre. Y sin la resurrección, nuestra fe no tendría sentido ya que no es posible estar justificados del pecado sin haber vencido a su consecuencia más directa: la muerte. Y es precisamente la resurrección de Cristo la que testifica y sella de manera definitiva el hecho de que Cristo es el verdadero Hijo del Padre, y de que nuestra justificación ha sido aceptada por Dios por medio de la sangre del Cordero divino. Quitemos la resurrección y estaremos destruyendo del todo nuestra fe: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1ª Cor 15:14). Por tanto vemos que es fundamental estar asentados firmemente en este aspecto de nuestra fe, y no sólo esto, sino que esta Verdad es de primera importancia para evidenciar que, efectivamente, nuestros pecados han sido ciertamente perdonados en Cristo. Y siendo así, el pecado ya no nos domina, pues ahora vivimos en la lucha diaria de la santificación, donde lo crucificamos cada día acogiéndonos a la gracia divina. Y tampoco tememos desesperanzadamente a su hija: la muerte, aunque somos conscientes de su presencia constante en la carne. Pero miramos sin embargo más allá de su realidad y, con los ojos de la fe, nos concentramos en la visión de ese Reino que nos aguarda. Un Reino libre de dolor y sufrimiento, donde el alma podrá encontrar descanso tras una vida de lucha carnal y espiritual, y donde a su llegada podrá decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2ª Tim 4:7). En una realidad como la nuestra, donde la muerte es un hecho con el que convivimos, y que se hace presente algunas veces de manera tan súbita e inesperada, la resurrección de Cristo es un mensaje de liberación pleno y cierto para los hombres. Allí donde se vislumbra dolor y sufrimiento, la tumba vacía es por el contrario un signo del Amor de Dios por nosotros, y de cómo nuestro Padre aguarda impaciente el momento en que podamos reencontrarnos con Él y con la Iglesia triunfante en las puertas de Su Reino. ¡Vive pues cada día en esta certeza definitiva para tu vida y para tu fe!.

* Conclusión

Seguimos transitando este tiempo Pascual en nuestras vidas, con la certeza de que la Cruz y la resurrección de Cristo han roto definitivamente las cadenas que nos esclavizaban y retenían en el pecado. Vemos ahora un horizonte lleno de seguridad y firmeza y disfrutamos del auxilio y guía del Espíritu Santo en nuestras vidas. Es tiempo pues de vivir en el gozo que Dios nos ofrece en Jesús resucitado, y de afirmarnos en cimientos sólidos que hagan de nuestra fe un refugio fuerte e inexpugnable para las batallas de la vida. Pide pues al Señor que aumente tu fe y con ello también aumentará tu gozo en Cristo; un gozo que nada ni nadie puede quitarnos ya. ¡Que así sea, Amén!.

J.C.G / Pastor de IELE/Congregación San Pablo

domingo, 21 de abril de 2013

Cuarto Domingo después de Pascua.



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                               
Primera Lección: Hechos 20:17-35
Segunda Lección: Apocalipsis 7:9-17
El Evangelio: Juan 10:22-30

 

 “Tenemos un Futuro asegurado en Cristo”

 

Introducción: En muchas oportunidades me han preguntado: “¿Cuántos sois en vuestra Iglesia?”, a lo que suelo responder: “unos 70 u 80 aproximadamente”. La reacción no se hace esperar: “¿Son pocos… no?  El texto de Apocalipsis me ha mostrado un gran error que cometía al responder de esa manera. Humanamente queremos ver resultados, números, cualquier cosa que nos haga ver que la Iglesia avanza, crece. Llegamos a pensar que si no crecemos y somos pocos, no estamos teniendo éxito y seguramente algo estaremos haciendo mal. Aquí es cuando somos tentados a tomar atajos, es por esto que algunas iglesias desechan las enseñanzas bíblicas muy claras, justificándose en “hay cosas que son demasiadas duras”, “hay que actualizarse o adaptarse a los tiempos en los que vivimos”, “no podemos ser tan controversiales, así espantamos a la gente”. Otra de las tentaciones que se nos presenta es mirar a nuestro alrededor y al ver lo pequeños que somos, creer que nada funcionará en este país, aferrarnos a la idea de que la Iglesia terminará por desaparecer. Surge así el pensamiento de ¿Por qué molestarse en permanecer fieles a la Palabra? ¿Por qué molestarse en seguir haciendo lo que Cristo nos ha llamado a hacer si igual nadie va a creer? Está claro que nuestro mensaje no es bello ni popular y que al mirar a nuestro alrededor podemos ver cuántas necesidades evidentes e inmediatas hay: Gente con hambre, sin techo, enferma, la justicia brilla por su ausencia y los abusos de poder se multiplican. En esta visión de la realidad nos olvidamos de que, si bien esas cosas pueden estar a la par con el trabajo de la Iglesia, no son obra exclusiva de la Iglesia. Nadie será salvo solo u plato de comida, ni por recibir atención médica gratuita. Tampoco lo será si evitamos que lo desahucien de su hogar. Nos confundimos cuando invertimos las causas y los efectos. Alimentar al hambriento, sanar a los enfermos, luchar por la justicia, son los efectos causados ​​por el Evangelio de Cristo, quien ha cambiado nuestro corazón. Estas cosas no son las que cambian los corazones de las personas, aunque parezcan justas y nobles.
¿Qué estamos llamados a hacer como Iglesia y como cristianos? Dar a conocer este Evangelio de liberación y paz es nuestra primordial tarea. Pablo escribe: ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? Es necesario que las personas oigan las buenas nuevas acerca de Jesús, el Cordero Pascual, que lo reciban como su Señor y Salvador y crean en Él. Por eso muchos han sido bautizados, otros tantos reciben el cuerpo que da vida y la sangre de Cristo que limpia de todo pecado en la Santa Cena. Quizá algunos nunca confesaron su fe, pero estuvieron oyendo o leyendo la Palabra de Dios, sin embargo, la Palabra hizo su trabajo y el Espíritu Santo los llamó por el Evangelio. Él usó las semillas de su Palabra para hacer crecer la fe y lo seguirá haciendo. Por eso seguimos predicando el Evangelio y distribuyendo los Sacramentos, lo que significa que el Espíritu Santo sigue haciendo su trabajo, añadiendo personas a la Iglesia, a esta multitud de Apocalipsis 7 que aún no podemos ver, pero que en algún momento veremos. Por esto no cederemos a las tentaciones de apartarnos del Evangelio que recibimos. No vamos a tomar atajos, no vamos a cambiar lo que enseñamos o dejar de llamar pecado a lo que Dios dice que es pecado y de otorgar la gracia a quienes la necesitan.
Mirar la vida solo con nuestros ojos es un grave error. Esto nos llevará a aferrarnos a relaciones y cosas terrenales, olvidando que los que mueren en el Señor están escapando de la tribulación. Es fácil olvidar que esta vida es realmente una tribulación comparándola con lo que nos espera junto a Dios y que el morir para el cristiano siempre es ganancia. Es fácil olvidar que la única salida es Cristo, no los son las drogas, el alcohol, el dinero, la comida, la familia ideal, el éxito, la violencia o la sabiduría. Salomón dice en Eclesiastés que debemos disfrutar de las cosas que se nos ha dado en esta vida, pero al mismo tiempo reconocemos que ellas no tienen sentido comparada con la vida en Cristo. Pero el diablo y nuestro viejo hombre no quieren que veamos esto. Ellos quieren centrarse en el corto plazo. Ellos quieren que evaluemos según sus parámetros de éxito y fracaso. Pero hoy Cristo nos permite mirar con sus ojos a largo plazo… por la eternidad: “Estos son los que han salido de la gran tribulación. Han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero”.
En Cristo podemos ver lo que tus ojos no pueden ver. Solo Jesús nos muestra lo que aún no podemos ver, el escape de la gran tribulación, una vestidura blanca, la eternidad en el cielo. Nos muestra lo que está al final de las promesas del Evangelio, nos enseña que Dios reina en esta vida, que nos ha redimido y ahora nos enseña la salvación final. Él nos muestra que lo ahora tenemos en parte: la eternidad junto a ÉL. Nos muestra la túnica blanca de justicia que ha sido blanqueada en la sangre del Cordero. Nos muestra la eliminación final de la naturaleza pecadora, la erradicación de todo el dolor, la eliminación de toda angustia, la desaparición de todo sufrimiento. Muestra que esto lo hizo por medio de la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros y que solo por medio Él tenemos nuestra corona de justicia. Él nos muestra que el Señor ya nos tiene en la eternidad y nos librará de todo mal. Porque Cristo ha muerto, ha resucitado y vendrá otra vez.
Pero ¿Quiénes son estos? ¿Quiénes conforman esta gran multitud de todas las naciones, reunidos alrededor del trono de Dios con los ancianos y los seres vivientes? ¿Quién tiene el honor de estar tan cerca con esas ropas blancas, agitando palmas y cantando alabanzas al Cordero? ¿Quiénes son éstos, liberados de la gran tribulación, que ya no sufrirán más el pecado, el dolor o la aflicción? Junto con el resto del pueblo de Dios, estás tú. Por la fe en Cristo estás entre aquellos a quienes Dios ha reunido desde todas las naciones. Has sido purificado con la sangre de Cristo y se te ha dado la vestidura blanca de su justicia, porque todos los que somos bautizados en Cristo hemos sido revestidos de Cristo. Lo que se ve en el texto es tu futuro. Esto no es una posibilidad entre varias, es una realidad para la cual Cristo te ha redimido. Ya no es solo una muestra, es una realidad, Cristo te incluye en este grupo.
Cristo te redimió para que tengas vida eterna en la presencia de Dios. Eso suena un poco abstracto, pero ten en cuenta que será como la vida en el Jardín del Edén antes de la caída en pecado. Allí, el hombre podía estar en la presencia de Dios sin problema y Dios caminaba con el hombre. No había pecado, no estaban las consecuencias del pecado, no había hambre, ni sed, ni dolor, ni lágrimas, ni muerte. El pecado trajo todo esto como parte de su maldición. Cristo vino y venció al pecado, sufriendo hambre, sed, dolor, lágrimas y todo el juicio de Dios por tus pecados. Al hacerlo, venció tu maldición. Porque Él obtuvo la salvación para ti, por eso tus pecados te son perdonados. El cielo es tuyo... y el cielo es estar en la presencia de Dios, por toda la eternidad.
El infierno no es para ti. Por el contrario, el infierno sería donde Dios no está, o al menos donde Dios no está presente con su gracia y misericordia. Para aquellos que no quieren tener nada que ver con Dios, reciben lo que quieren, encontraran una existencia sin Dios y será una terrible eternidad. Has sido lavado por la sangre del Cordero. Tu futuro, tu eternidad, es la vida en su presencia, con todo lo bueno que ello conlleva. Eso es lo que Dios ofrece a todos los hombres por medio de su Hijo Jesucristo, para que todo aquel que cree en Él sea salvo del infierno y llevado a la ciudad celestial. Por el momento, no estas ni en el cielo ni en el infierno. Estás en este mundo y quizá haya un poco de infierno aquí, porque todavía sufrimos las consecuencias del pecado con enfermedades, problemas, ansiedades y todo lo que contribuye a nuestra gran tribulación. Pero este mundo no es el infierno, porque Dios sigue presente en este mundo. Hay un pedacito de cielo, Dios está contigo, tan cerca como lo están sus medios de gracia. Él te ha vestido con la túnica blanca de la justicia en tu bautismo, Él sigue limpiándote con su absolución y te da un anticipo de la fiesta por venir en su Cena.
Este mundo no es el cielo, si bien Dios está presente entre nosotros, todavía tiene que esconderse en su Palabra y junto a esta con el agua, el pan y el vino. Debe hacerlo porque los pecadores no pueden estar en su gloriosa presencia y vivir. Así que por ahora, estamos entre el cielo y el infierno, sufriendo algunas de las consecuencias del pecado, teniendo nuestras tribulaciones pero también disfrutando de la gracia celestial.
Apocalipsis 7 te muestra tu futuro. Este mundo no es el fin o tu destino final. Tu lugar está en esa multitud alrededor del trono de Dios, ese futuro ya es seguro porque el Cordero ya ha derramado su sangre por ti y perdonado todos sus pecados. Como heredero de esa fortuna transitas esta vida sabiendo que es sólo una cuestión de cuándo, no de si has ganado la herencia o no. Lo único que te apartaría de esa herencia sería si rechazaras esa herencia. Ese es el truco que el diablo utilizará para que huyas de los dones de Dios, de su perdón, de su gracia y escojas el pecado y el infierno como lugar de morada eterna. Él va a tratar de hacer que el pecado sea atractivo y tú te aferres a él por sobre la gracia y las promesas de Dios. Tratará de hacerte dudar de la presencia de Dios, de que has sido olvidado por Dios y que ya estás en un infierno si esperanza. Muchas veces las tribulaciones a las que te enfrentas pueden parecer grandes en comparación con tus fuerzas y ​​habilidades. Pero Cristo es más grande y aquí está la prueba: toda tribulación a la que te enfrentas es el resultado del pecado. Pero Cristo ya ha vencido al pecado y a la muerte. Él salió de la tumba, para nunca más morir y si Él ha conquistado los mayores enemigos, sin duda es superior a la tribulación que te aflige.
Por la gracia de Dios perteneces a una gran comunidad. Ahora puedes responder que la Iglesia a la cual perteneces hay un número incontable de personas que a pesar de sus problemas, sufrimientos y pecados, han sido liberados por Cristo. Este tiempo de tribulación cesará, porque ya ha sido derrotado. Todo lo que tiene poder para separarnos de Dios ha sido destruido en la cruz. La vida eterna en su gloriosa presencia ya te ha sido otorgada, allí no habrá hambre, ni sed, ni calor abrasador o cualquier otro sufrimiento. Esas cosas no pueden estar allí, porque son el resultado del pecado. Tú estarás allí, porque Cristo ha quitado tus pecados. El Señor viene pronto y te librará de las tribulaciones, pero por mucho que el Señor se demore en su sabiduría y misericordia, tienes la realidad de Apocalipsis 7 para alegrarte. Sabes el final de la historia. La vida eterna, liberado de todo pecado y de toda consecuencia del pecado, es tuya, porque has sido perdonado de todos tus pecados.
Pastor Gustavo Lavia. Congregación Emanuel. Madrid.

sábado, 13 de abril de 2013

Tercer Domingo de Pascua.




”¡Sigue a Cristo y su Justicia!”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                      14-04-2013

Primera Lección: Hechos 9:1-22
Segunda Lección: Apocalipsis 5: (1-7) 8-14
El Evangelio: Juan 21: 1-14 (15-19)
Sermón
         Introducción
Todos los que confesamos a Cristo por medio de la fe, nos consideramos seguidores suyos, y en los momentos fuertes de nuestra vida, nos parece que nada podrá hacernos flaquear en el testimonio. Pero no todos vivimos la misma vida, ni afrontamos en ella los mismos desafíos ni circunstancias adversas. Por eso no debemos nunca juzgar la aparente debilidad en la fe de otros, pues no conocemos sus circunstancias ni mucho menos el valor de cada persona en el plan de Dios. La vida de fe es una vida interior, que se proyecta al exterior en nuestros actos, cierto. Pero precisamente por ser interior tiene una dimensión que sólo es visible para Dios y que sólo Él es capaz de evaluar y, llegado el caso, moldear. El ejemplo más claro lo tenemos en los discípulos, y concretamente hoy en el propio Apóstol Pedro, un hombre de enormes luchas interiores, y que llegó a negar a Cristo hasta tres veces. ¿Qué podríamos esperar después de esto sino su exclusión del grupo de los discípulos?, ¿qué pensar de él sino que no era digno de su Maestro?. Sin embargo, Dios escribe recto en renglones torcidos, y esta será la lección de hoy para nuestra vida.
         ¡Echa las redes!
Encontramos en la lectura del Evangelio a los discípulos enfrascados en aquello que había sido el medio de sustento para algunos de ellos: la pesca. Habían salido de Jerusalén, probablemente para escapar de la presión a la que estarían sometidos por las autoridades judías y el propio pueblo. Todos eran seguidores conocidos de Jesús, y todos eran sospechosos de apoyar a un blasfemo al que acababan de ajusticiar. Era pues cuestión de tiempo que fuesen capturados ellos también. Y así, volvieron a echar las redes al mar de Tiberias en busca de peces, y de nuevo se conforma una escena donde los esfuerzos del hombre por alcanzar su recompensa son inútiles y donde la frustración hace mella: “Simón Pedro les dijo: Voy a pescar. Ellos le dijeron: Vamos nosotros también contigo. Fueron, y entraron en una barca; y aquella noche no pescaron nada” (v3).Y es en este contexto ya conocido (Lc 5:4) donde los encuentra de nuevo Jesús, en una especie de nuevo comienzo que repite una experiencia similar con los discípulos: “Cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa; mas los discípulos no sabían que era Jesús. Y les dijo: Hijitos, ¿tenéis algo de comer?. Le respondieron No” (v4-5). Inicialmente los discípulos no reconocieron a Jesús, y también desconocían que estaban ante un nuevo comienzo. Sí, estaban ahora ante un nuevo comienzo donde ya no habría sin embargo más anuncios de muerte y sacrificio, sino de vida, esperanza y alegría. El Resucitado había vuelto como prometió, y de nuevo la Palabra de Cristo les abre aquí el camino: “El les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces” (v6). La pesca está dispuesta, pero no será sin embargo el esfuerzo del hombre la que la alcanzará, sino la Palabra de Dios que es capaz de abrir los mares para que Su pueblo pase por caminos de salvación (Ex.14:22). No fue pues por su apariencia visible por lo que Jesús fue reconocido por los discípulos, sino por la autoridad de su Palabra que ellos fueron capaces de percibir. Y esto es igualmente aplicable a nosotros, cuando gracias a la acción del Espíritu Santo, podemos reconocerlo y encontrarnos con Cristo en la voz de esta Palabra, desde donde Él nos habla y anima a echar las redes en el mar embravecido de nuestra vida. Aquí, en cada jornada que afrontamos, Cristo está junto a nosotros como estuvo con los discípulos, y es por esto que debemos combatir el desánimo, la frustración y los peligros y dificultades poniendo nuestra atención sólo en Su Palabra, que en los momentos de duda nos inquiere: “¿Dónde está vuestra fe?” (Lc 8:25). Pues el mundo aparece en ocasiones con aspecto de sequedad y muerte, pero sin embargo es precisamente la Palabra la que desciende a la oscuridad de las aguas y descubre los lugares profundos donde se hallan esas almas necesitadas de la reconciliación con su Creador. Almas que esperan las redes de la gracia, el perdón y la salvación para dejar atrás las tempestades que las mantienen en sombras de muerte . Preparad pues discípulos, vuestra barca y aparejos, pues el Señor os llama cada día a la sagrada Obra de la pesca divina: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mt 4:19).
         Hay restauración segura en Cristo
Parece que Jesús tenía previsto un encuentro especial con Pedro, cuando lo llevó aparte y, hasta en tres ocasiones, le preguntó por su amor a Él: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?” (v15,16,17). Estas tres preguntas eran como tres oportunidades de resarcir las tres negaciones que Pedro, la noche en que Jesús fue entregado (Jn 18:25-27), había realizado al ser identificado como seguidor suyo. ¿Qué podía ser peor para un discípulo que negar a su maestro?, ¿Y qué podía esperar alguien así sino el repudio y la acusación por su cobardía y falta de fe?. Así ocurre también en muchas ocasiones con nosotros, cuando ante las dificultades de la vida nuestra fe flaquea y pierde su valor. Pedro no era inmune a ello, ni lo somos nosotros. Pero lo importante es recordar que mientras nos mantengamos en la lucha hay esperanza. Que mientras no entreguemos y rindamos la bandera de la fe, Cristo está cerca nuestra repitiendo la pregunta que le hizo a Pedro: “¿Me amas?”. Y esta pregunta no es una acusación o plantea una duda, sino que es una oportunidad de reafirmarnos en aquello que es el fundamento de nuestra vida: nuestra fe en Cristo. Jesús no dudó ni por un momento del amor de Pedro hacia Él, pero haciéndole la pregunta le daba a su vez la oportunidad de reafirmarse en aquello que anteriormente había negado, y que seguro, le carcomía la mente y el corazón. Esta era la oportunidad de su restitución como seguidor de Cristo, y como siervo con una misión: “Apacienta mis ovejas” (v17). Igualmente nosotros, cuando miramos una Cruz vemos a Cristo preguntándonos: “¿Me amas?”, ¿Lo amamos con un amor mayor que el que tenemos por el mundo y nuestra vida?. Miremos sus manos, sus pies, su costado y veremos que si nuestro amor es grande, el suyo es infinito. Y en este amor infinito no hay pecado que Su sangre no pueda lavar. Esto es el puro Evangelio del perdón de los pecados, y algo precioso que debemos tener siempre presente. Para que en los días malos y los valles oscuros, cuando reneguemos de Dios, o peor aún, cuando pensemos que Él nos ha repudiado por nuestras faltas, no olvidemos que hay una Cruz bajo cuya sombra aún podemos cobijarnos y ser restaurados. No vivamos pues en el pasado de la culpa, sino en el presente del perdón seguro de Cristo. Y así, miremos igualmente al futuro de nuestra vida eterna junto al Padre. ¿Crees que tus pecados pasados o presentes son una barrera insalvable entre tú y Dios?. Recuerda entonces que la única barrera que te separa de Él es la propia dureza de tu corazón y tu falta de fe, pues el Suyo siempre está dispuesto a recibirte. Pide pues al Espíritu Santo que ancle en ti una fe tal que haga que ningún pecado te haga dudar del Amor de Dios. Pues si graves pueden ser los pecados del hombre, infinitamente mayor es el Amor de Dios para perdonarlos en arrepentimiento.
         ¡Sígueme!
Después de haber dado a Pedro la oportunidad de reafirmar su amor y fe en Él, el Señor le anunció la oportunidad que tendría de llevar este amor hasta sus últimas consecuencias: “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras” (v18). Se suele atribuir al Apóstol el haber sufrido martirio en Roma en los últimos días de su vida, y con esta declaración le es anunciada su muerte dando testimonio de su Maestro. Y tras esta declaración, Jesús hace al Apóstol su llamado definitivo: “Sígueme” (v19). Este es en realidad el llamado para nosotros, los creyentes de todas las épocas, a seguir al Maestro y caminar en pos de sus pasos, convirtiéndonos en un testimonio vivo de que la Verdad y la Vida (Jn 14:6), están entre nosotros en Cristo. Y en este seguimiento encontramos dos partes que están intrínsecamente ligadas, como son mantener viva nuestra fe en el Resucitado, y en llevar esta misma fe al mundo. Pues no es posible ser cristiano sin ser testigo al mismo tiempo. Y es esta faceta del testimonio precisamente, la esencia del seguimiento. Pues Cristo y su Palabra, al igual que en los tiempos de Jesús, no permanecen estáticos, sino que transitan los caminos y las vidas de los hombres y mujeres. Y en este transitar proclaman y dan vida a las maravillas del Reino que Cristo ha inaugurado con su presencia en la Tierra. No, no es posible creer y callar al mismo tiempo: “Creí, por  tanto hablé” (Sal 116:10). Este seguimiento se puede llevar a cabo sin embargo de muchas maneras, pues muchas son las circunstancias de nuestras vidas, como ya se ha dicho y diversos los dones de cada uno. Quizás la acción de la Iglesia en su proclamación del Evangelio, o en su acción Diacónica de ayuda al prójimo, sean los ejemplos más clásicos y evidentes del seguimiento, pero no agotan ni por asomo las oportunidades para el creyente. Pues nuestra fe se manifiesta igualmente en el amor y comprensión con el que Cristo se hace presente a través nuestra diariamente. En nuestra capacidad de perdonar y dejar atrás el pasado, o estando junto a los que sufren, muchas veces con el calor reparador de nuestra simple presencia solidaria en el dolor. Sí, el seguimiento implica cubrir de Amor divino todas las dimensiones y facetas de nuestra existencia y alcanzar con ella la del prójimo. Es ser los ojos, manos y presencia sanadora de Cristo allí donde estemos, y aceptar al fin su yugo en mansedumbre y humildad: “porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt 11:30).
         Conclusión
Son muchos los momentos en que parece que nuestra fe se vuelve tibia, débil y  cobarde. La vida puede ser muy dura, como bien sabemos, y habrá momentos donde parecerá que nuestros pecados se levantan como una barrera entre nosotros y el amor de Dios. En estos momentos de abatimiento, recuerda la pregunta que Cristo te hace cada nuevo día: ¿Me amas?. Y con esta pregunta que te anuncia el perdón y la restauración por medio del arrepentimiento y de tu fe, Jesús te exhorta a levantarte y a mirar con determinación el camino de tu vida. Pues Él va junto a tí, mostrándote el sendero. ¡Sígueme!, es su llamamiento para tí al igual que lo fue para Pedro y para tantos y tantos antes que tú. Pues seguirlo a Él es caminar hacia la Vida: “la justicia, la justicia seguirás, para que vivas y heredes la tierra que Jehová tu Dios te da” (Dt 16:20). Y ¡Cristo es tu Justicia perfecta ante Dios !¡Que así sea, Amén!.                                                                                                                    J.C.G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo

domingo, 7 de abril de 2013

1º Domingo después de Pascua.



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                               
Primera Lección: Hechos 5:12-20
Segunda Lección: Apocalipsis 1:14-18
El Evangelio: Juan 20:19-31

 

“El Señor es con nosotros”

 

El Problema con Tomás siempre ha sido su incredulidad. He oído mensajes en los cuales se lo criticaba mucho. Pero me pregunto ¿es necesario ser tan duro con él? Por mucho tiempo ha sido llamado “el escéptico” o incluso “el incrédulo” por no creer inmediatamente en la resurrección y pedir pruebas al respecto.
Junto con los otros diez discípulos, Tomas ha oído las noticias del ángel dada a las mujeres de que Jesús ha sido levantado de entre los muertos. Por supuesto, ninguno de ellos lo cree al principio. Esa noche, sin embargo, Jesús se aparece ante sus discípulos. Están en un cuarto bien cerrado a fin de que nadie pueda entrar, pero repentinamente, Jesús está en medio de ellos. Él les declara su paz, sopla sobre ellos y les da el Espíritu Santo y pide que prediquen su Palabra, perdonando o reteniendo los pecados a las personas. Los discípulos saben que Jesús ha resucitado porque lo han visto en persona. Han estado en su presencia. Lo han visto a él y le han oído. Desafortunadamente Tomas no estaba allí.
Cuando los demás le dicen lo que ha ocurrido, Tomás sigue escéptico y renuente a creer: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré”. El problema con Tomás es que él es un hombre muy pragmático: Ver para creer.
Después de ocho días, Jesús se presenta nuevamente a sus discípulos, y esta vez Tomás está con ellos. Jesús otra vez declara la paz a los suyos y luego habla directamente con Tomás: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”
Eso es suficiente para Tomás: Él ha visto al Salvador resucitado. La Palabra de Dios no queda vacía, produce su fruto en Tomás y le otorga la fe, así que este declara: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Pero Jesús no ha terminado con Tomás y una ahora sigue una reprensión: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.
Es fácil de criticar a Tomás, el escéptico: Él solo creería al ver y tocar a Jesús y el Señor le dio el lujo de ver y de tocarlo. Nosotros no tenemos ese privilegio, pero está bien, porque en definitiva La Palabra de Dios es lo que otorga la fe.
Confesamos que la fe llega por oír la Palabra (Romanos 10:17) y andamos por fe, no por vista (2 Corintios 5:7). Tomás ha recibido la Palabra, antes de la crucifixión, ya que Jesús en varias oportunidades declaró que él moriría y resucitaría. Después de la resurrección, las mujeres y los discípulos le anunciaron la Palabra de Dios que Jesús ha resucitado. Tomás tuvo la Palabra de Dios constantemente, así como la tenemos tu y yo. Cuando él dudó, consiguió ver a Jesús y su Palabra fue la que afirmó su fe en el resucitado. Cuando nuestra fe flaquea o duda todo lo que tenemos que hacer es ir a la Palabra, allí se nos presenta el resucitado para animarnos y fortalecernos.
Creerás cuando oigas. Muchas personas hoy día utilizan el lema de Tomás: “creeré cuándo lo vea”. ¿Esta tan mal este lema? Después de todo, tú y yo lo practicamos constantemente, nos movemos mucho en “creeré en mis percepciones”. No se compra una propiedad sin primero verla. No creemos al vendedor de un coche cuando dice “confíe en mí, llévelo con los ojos cerrados” o cuando nos llaman ofreciendo los mejores negocios por teléfono, en dónde nos ahorraremos una pasta si hacemos lo que se nos pide. Ni qué decir si hablamos de las promesas de muchos políticos antes de las elecciones. Sin embargo, vivimos nuestras vidas diciendo, “lo creeré cuándo lo vea”. De hecho, en este mundo, éste es un principio sano con el que vivir.
Pero ¿Por qué vivimos diciendo “creeré cuando lo vea”? La respuesta es simple: Somos pecadores. Muchas personas son engañosas, deshonestas y negligentes. Pero también a los que tienen buenas intenciones se les olvida estar a la altura de sus promesas. Éste ya no es un mundo dónde los negocios se cierran con un apretón de manos o donde se toma en cuenta la palabra de la persona, porque las personas no están a la altura de sus palabras y promesas. Hay que tomar recaudos para no ser defraudados. Por eso es que se tiene contrato y seguros para casi todo, así los derechos de las personas quedan amparadas por la ley.
De manera simple, si fuésemos siempre honestos y fieles a nuestros compromisos, no tendríamos que exigir primero las pruebas o avales correspondientes. Podríamos confiar solo en la palabra dada. Pero estamos muy afectados por el pecado, así es que dudamos de la palabra del otro. Necesitamos ver para creer. Desde esta perspectiva hemos sido un poco duro con Tomás por actuar naturalmente como cualquiera de nosotros.
El problema de Tomás y el nuestro es que este dicho de “creeré cuándo lo vea” tiene sentido en lo que se refiere a personas. Pero cuando Tomás duda en el texto del evangelio de hoy, no está cuestionando la honradez de otra persona influida por el pecado. Él está cuestiona la honradez de Dios y su Palabra.
Éste es el verdadero pecado que encontramos aquí. Exigir pruebas a las promesas de Dios es dudar de la honradez de Dios. Es como decir que el Señor es deshonesto, que no es confiable cien por ciento o que algunas veces se le olvida cumplir su Palabra. Dudar de la Palabra de Dios es cuestionar la integridad de Dios.
Pero la integridad de Dios no está sobre la mesa, porque él siempre dice verdad y siempre cumple sus promesas. Al respecto dice el apóstol Pablo: “De ninguna manera; antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4). Mentimos cuando decimos “creo” y recitamos el Credo, pero luego exigimos signos y señales para tener una comprobación de que Dios existe.
Como cristianos, estamos llamados a alegrarnos en que la Palabra de Dios es segura, de que Él cumple sus promesas. No necesitamos más pruebas, porque allí se nos manifiesta sobre el Señor que nos ha redimido a un alto precio y El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? Es verdad que los pecadores, tu y yo incluidos, siempre queremos ver antes de que creer. Hoy día no son pocos lo que demandan de Dios una prueba de su existencia para creer y su amor por medio de milagros y señales: “¿Si existe Dios por qué hay tanto sufrimiento en el mundo, o tanto hambre?” “Si hace que el ciego vea o al sordo oír, o al enfermo curarse, entonces creeré”. O quizá más comúnmente son quienes en los momentos de angustia oran diciendo: “Señor, sácame de este grave problema, tu tienes poder para ello, así podré creer con más firmeza. Cuando vea tu intervención, creeré más”. Pero no necesitas tales señales y milagros para creer. ¿Por qué? Porque tienes la Palabra de Dios y en su Palabra, oyes de los milagros que Jesús ha hecho, el ciego pudo ver, los sordos oír y los enfermos ser restaurados. Tienes el fiel testimonio de que los ha hecho y puede volver a hacer cosas así. Allí tienes su promesa que te dará todo a su tiempo. Más importante aún, tienes su Palabra de que ya te ha salvado de la muerte, del diablo y del pecado. ¿Qué necesidad tienes de más pruebas de la que el Señor te ha dado? ¿Después de pagar el precio de tu rescate con su sangre derramada en la cruz, piensas que ahora será desleal o se olvidará de ti? El Señor ciertamente puede realizar tales milagros hoy, y cuando da vista a los ciegos o audición a los sordos y por ello le damos gracias. Pero no basamos nuestra fe en los milagros ocasionales que se pueden ver. Creemos porque hemos oído la Palabra de Jesús, quien fue crucificado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación eterna, creemos porque nos ha llamado a la fe y nos la ha otorgado, así como llama a todo el mundo y desea otorgarle la fe a todos.
Queda claro que ya no es necesario probar a Dios y su interés por nosotros, ya nos ha demostrado su amor de sobrada manera en Cristo y su obra en nuestro favor. Es por esto que para nosotros los testimonios personales del obrar de Dios son eso, testimonio personales, pero no pueden estar a la altura de la Palabra de Dios y nunca una persona llegará a creer por algo que no sea la Palabra. Le damos gracias a Dios por todas las buenas cosas, por supuesto, pero no creemos en él por los milagros que vemos u oímos. Creemos en él por el gran hecho que ha realizado para todos nosotros: la redención del mundo en la cruz. No necesitamos más pruebas. No necesitamos que nada más nos convenza, porque él dice en su Palabra que ya nos ha salvado del pecado, muerte y el diablo.
En lugar de exigirle ver milagros, nos alegramos de que tenemos la Palabra de Dios. Su Verbo Santo nos trae la fe ya sea por la proclamación, en la Absolución, añadida a en el agua del Bautismo, o pronunciada sobre el pan y el vino en la Santa Comunión. Es por estos medios que el Señor nos trae a la fe. Una y otra vez, afrontamos el problema de que a menudo somos tentados a dejar estos medios de gracia a un lado para aferrarnos a otro camino dónde parece que Dios realmente está obrando. Somos tentados a creer que deberíamos confiar en Dios por lo que vemos, sentimos o por lo que experimentamos. ¿Pero esto nos trae de nuevo al pecado de Tomás? ¿O es que acaso Dios no ha hecho lo suficiente como para ganar tu confianza? Porque sino para ti tendrá que seguir haciendo más cosas espectaculares. Por eso es bueno oír al Salvador decirnos “Porque me has visto creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.”
En este mundo, “ver para creer” es una filosofía muy buena porque las personas no dan la vida por lo que dicen. Sin embargo, el Señor si dio su vida por lo que dijo. Él ha muerto para cumplir con su Palabra. Esta Palabra concede fe y perdón. Por consiguiente, oírla es necesario para creer.
Así es que oye este Palabra del Señor: El Señor Jesucristo ha muerto por ti y por cada alma, muerta en pecado, vacilante, desilusionada y descarriada. Como escuchamos el relato de su Pasión semanas pasadas, quienes le crucificaron fueron guiados por sus pecados. Por estos pecados, y por todos los pecados, Jesús murió en la cruz: El mismo ha sido llamado “El testigo fiel y verdadero” (Apocalipsis 3:14) padeciendo por todos los pecados, la infidelidad y mentiras, del género humano. Él ha pagado el precio de todos tus pecados allí. Esto es cierto, porque Dios así lo dice.
Además, el Señor Jesús fue levantado de entre los muertos a fin de que pueda compartir su vida eterna contigo.
En esta lección del Evangelio Jesús sopla sobre los discípulos, los envía como sus embajadores y les dice que deben perdonar los pecados por medio de su Palabra. Es por esto que cuando oyes al pastor u otro cristiano declararte la Absolución, el perdón de los pecados, puedes tener la seguridad de que eres perdonado como si el si Dios mismo te dirigiera tales palabras. Esto es cierto porque es obra de la Palabra del Señor.
También Dios promete que está presente con su perdón en las aguas del Bautismo. Tu sólo ves agua en la fuente bautismal. Pero el Señor declara que allí comparte su muerte y resurrección contigo, a fin de que tengas perdón y vida eterna. También creemos que el Señor está presente en, con y bajo el pan y el vino en la Santa Cena, “para la remisión de los pecados” y “fortalecernos y le conservarnos en la única y verdadera fe hasta el día en que venga”. El Señor viene a perdonar, tan presente como lo estuvo con los discípulos en el cuarto cerrado. Así, como declaró “Paz a vosotros” a los discípulos, el pastor anuncia que su Señor te dice “la paz del Señor esté a contigo siempre”. Esto es muy cierto porque es Palabra de Dios.
Hay personas que aún así quieren más pruebas. A veces cuando se oye la Absolución, no se siente nada especial, no se percibe que se haya sido perdonado y muchos concluyen que no lo fue. En otras palabras, afirman que “la promesa de Dios no es buena, porque no ha sentido nada”. Otras veces, algunos se reirán de la idea de que el Señor puede estar presente en el pan y el vino para tu salvación.
Pero esto es simplemente una tonta discusión: Hablamos del mismo Señor que estuvo presente en la tierra, con y bajo un cuerpo humano por 33 años más o menos. Hablamos del mismo Jesús que murió y resucitó. Hablamos del mismo Señor Jesucristo que repentinamente apareció en medio de los discípulos con la puerta cerrada. El Señor puede estar presente en el pan y el vino porque así lo dice. Ésta es la Palabra del Señor.
Además, Jesús te declara que el reino de los cielos y la vida eterna son tuyos porque él ha hecho todo para que sea así. Tu no ves el cielo aún, pero tienes su Palabra de que es así. Sin embargo, el diablo aplicará toda clase de tribulaciones en tu camino y luego susurrará: “Ves, no se puede confiar en Jesús”. Por lo cual si ves con tus ojos, la propuesta del diablo puede parecer razonable. Pero dónde el diablo expresa que “en Jesús no se puede confiar” debes responder “Claro que se puede confiar en él. El Señor nunca se le olvida cumplir su Palabra”.
Todo esto es cierto, porque el Señor dice que lo es. Ha muerto para redimirte y ha resucitado para darte vida. Él viene a ti en sus medios de gracia para darte perdón, fe y salvación. Él te promete que eres su hijo amado y que el cielo es tuyo. ¿Lo ves con tus ojos? No. Pero ¿Es cierto eso? Sí, porque el Señor lo dice.
¿Aún habrá dudas y querremos ver pruebas? Seguro que si, nuestro viejo Adam se batirá en nosotros hasta el fin de los días. Pero esto no quiere decir que pierdas la fe y la salvación. No, oye otra vez la Palabra del Señor: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.”(1 Juan 1:9). El Señor ha muerto por estos pecados de duda, así que no nos desalentamos por ellos.
En lugar de eso los confesamos con palabras como estas: “Padre, confieso que dudo de tu Palabra y tu fidelidad y busco otras pruebas de tu amor. Pero sé por tu Palabra que tu Hijo ha muerto por mi pecado. Te suplico que me perdones este pecado, en el nombre de Jesús”. No dejes que tales dudas te convenzan de que estas perdido o ya no te guía la Palabra. Confiésalo y se perdonado, el Señor promete perdonar.
Tenemos Palabra del Señor que declara continuamente el perdón y vida eterna. Por ahora, sólo escucha y lee acerca de estas cosas, camina por la fe, no por vista. Seguramente tendrás que esperar pero verá como el Señor cumple con todas sus promesas, ya verás. Dios te declara “Bendito” porque no has visto y aún así crees. Ve en la certeza de que por la Palabra de Dios, eres perdonado de todos tus pecados en nombre del Padre y del Hijo de Dios y del Espíritu Santo. Amén
Atte. Pastor Gustavo Lavia