domingo, 26 de febrero de 2012

1º Domingo de Cuaresma.

“La tentación nos fortalece en cristo”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección:

Génesis 22:1-18

Segunda Lección: Santiago 1:12-18

El Evangelio: Marcos 1:9-15


Sermón

INTRODUCCIÓN

Cada vez que rezamos el Padre Nuestro, pedimos ser librados de las pruebas que acarrea la tentación, pues aunque Dios permite que seamos tentados para robustecer nuestra fe, Satanás tiene sin embargo otros fines muy distintos por medio de ella. Hacemos bien pues en no exponernos abiertamente a la misma, pero cuando la padecemos, nuestra fe sin embargo se
fortalece poniendo en funcionamiento todos sus recursos de defensa. En su vida terrenal Cristo también fue tentado, y su victoria sobre la tentación es nuestra mejor garantía de que en Él, nosotros también podemos salir victoriosos de ella. Pues ¡Sólo en Cristo hay victoria sobre la tentación!.

La tentación es vencida sólo por la Palabra de Dios

La lectura de hoy en el Evangelio de Marcos sobre la tentación de Jesús en el desierto es, de las tres existentes junto al Evangelio de Mateo (4:1-11) y Lucas (4:1-13), la más escueta de todas.

Pero contiene los elementos necesarios para evidenciar que, una vez que Jesús fue bautizado y lleno del poder de Dios por medio del Espíritu Santo: “Y luego, cuando subía del agua, vio abrirse los cielos, y al Espíritu como paloma que descendía sobre él” (v10), debía afrontar su primer combate frente al maligno sin más defensa que ser el Hijo amado del Padre. Podemos pensar que era un combate fácil, entre el Hijo de Dios y el maligno, pero no olvidemos que Jesús era igualmente hombre y podía ser tentado por todo aquello que puede minar la voluntad de un ser humano.

Para hacer más patente que Jesús solo tendría como recurso su confianza en el Padre, la lectura nos dice que el Espíritu mismo “le impulsó al desierto” (v12). Este lugar desértico, era temido en la época de Jesús por la creencia de ser morada de demonios y espíritus malignos, y por ello pocos hombres se adentraban en él solos. Era el lugar perfecto para afrontar pruebas espirituales; y para complicar aún más las cosas, la única compañía que tuvo Jesús durante su prueba fueron las fieras (v13). No tuvo pues ventaja alguna respecto al campo de batalla asignado. Pero tampoco pudo Jesús apoyarse en la determinación de la voluntad humana, pues si
leemos en el Evangelio de Mateo y Lucas, se nos dice que Jesús “no comió nada durante aquellos días, pasados los cuales tuvo hambre” (Lc 4:2). Es decir, Jesús fue llevado a los límites de la resistencia humana, ya que a partir de los treinta días sin comer (y Él aguantó cuarenta) un ser humano queda en un estado de debilidad extrema. Jesús debía pues vencer esta batalla
con la sola fuerza de su espíritu y de la Palabra de Dios.

Y allí en el desierto, en este primer cara a cara frontal con Satanás, Cristo resistió la tentación carnal, al rechazar usar su poder para satisfacer los deseos de la carne (Mt 4:4). También
resistió la tentación de usar su poder para tentar a Dios mismo (Mt 4:7), y por último rechazó igualmente postrarse ante el maligno por la promesa del poder y la gloria terrenales (Mt 4:10). Y todo ello lo hizo como se ha dicho, con la sola fuerza de su espíritu apoyado en la poderosa Palabra de Dios. Pues sólo Ella es: “viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y
penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifestada en su presencia.” (Heb 4:12-13). Y esta victoria de Jesús, de aquel que fue concebido sin pecado pero que sufrió las tentaciones de un pecador por nosotros, es una auténtica Buena Noticia, pues en ella se cumple la primera victoria de Cristo sobre el pecado, la cual será completada en el
monte Calvario cuando Jesús pronuncie las palabras que indican que el plan de salvación, de nuestra salvación, ha quedado cumplido: “Consumado es.” (Jn 19:30).

Quien no es tentado, nada sabe de la fe

Jesús estuvo en el desierto durante cuarenta días, pero en su astucia, Satanás no lo tentó hasta que vió que sus fuerza humanas quedaban sumamente debilitadas. Pues tal es su inteligencia, al
buscar en primer lugar las debilidades propias del hombre, para al fín, tratar de destruir nuestra fe: “Sed sobrios y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Ped.5:8). Pues es precisamente esta fe, aquella por medio de la cual
podemos aprehender los méritos de Cristo para nuestra salvación, la que él busca arrebatarnos.

Como explicaba Lutero, las pruebas de las tentaciones son una autentica escuela de Teología cristiana, y quien no es tentado nada sabe de la fe. Pero no por ello debemos exponernos a la misma, pues hacerlo sería pecar quizás sobrevalorando nuestra capacidad de manera peligrosa: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es
débil” (Mt 26:41). Por tanto, se hace necesario tratar de estar preparados y sobre aviso sobre las distintas maneras en que podemos ser tentados y probados. Comentaremos en esta ocasión tres situaciones especialmente peligrosas:

1.- La tentación de la autosuficiencia en la fe: Los cristianos sabemos de la importancia de nuestra fe, pues sin ella estamos muertos espiritualmente hablando. Por eso la fe necesita ser alimentada y nutrida con aquellos medios que Dios ha dispuesto para ello: los medios de gracia.

Por tanto necesitamos acudir a la Palabra de Dios con regularidad para que, al igual que Jesús en el desierto, Ella sea nuestro sostén cuando nuestra voluntad flaquee. Igualmente la Santa Cena y su anuncio de perdón por medio del Cuerpo y Sangre de Cristo, es sustento seguro para resistir los ataques del maligno.

Creer que no necesitamos fortalecer nuestra fe es un grave error.

2.- La tentación de cuestionar la Palabra de Dios: Si Cristo hubiese dudado de la Palabra de Dios, si su confianza en Ella no hubiese sido absoluta, ¿qué poder hubiese tenido para resistir en el desierto?. Quizás sea esta la forma más peligrosa de exponernos a la tentación, pues al minar y
finalmente destruir la confianza en la Palabra, al creyente no le queda nada a qué aferrase en las pruebas de la vida. Y tengámoslo claro, cuando la duda, la flaqueza humana, o cualquier otra debilidad hagan acto de presencia en nuestras vidas, no habrá otra cosa que la Palabra de Dios y sus promesas para sostenernos. Por tanto aquello que nuestra razón no entienda o acepte, debemos llevarlo en oración a Dios, pero nunca a costa de dudar de la veracidad de Su
Palabra, pues: “tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como una antorcha que alumbra en lugar oscuro.” (2ª Ped 1:19).

3.- La tentación de la tristeza: Puede parecer, en comparación con las tentaciones anteriores, que la tristeza es algo banal en este asunto. Pero no nos engañemos, Dios nos ha mandado estar alegres, con un corazón gozoso, pues la tristeza y el abatimiento del mundo llevan a la muerte (2 Cor 7:10), pero la alegría y el gozo del creyente son signos vivos del Evangelio. Permitir a la tristeza o la angustia anidar en nuestro corazón, es permitir al maligno alegrarse de que Jesús no es la fuente de toda nuestra alegría. Con ello no estamos diciendo que no tengamos momentos peores o problemas que atenúen nuestra felicidad, sino que Cristo debería ser aquello que da todo el sentido pleno a nuestra vida. A Cristo lo tendremos siempre con nosotros, y por medio
de la fe: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rom 8:35).

La Cuaresma, un tiempo de meditación y renovación en Cristo

Preguntó un discípulo a un Padre de la Iglesia, ¿cómo poder evitar la tentación?. El Padre respondió: “Hijo mío, no puedes evitar que los pájaros vuelen por encima de tu cabeza, pero sí
puedes evitar que hagan un nido en ella”. Con estas sabias palabras se nos dice que la tentación es inevitable, pero también que precisamente por ello, debemos estar vigilantes, atentos, despiertos en nuestra vida de fe, pues: “Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Stg 1:12).

Este periodo de Cuaresma es un tiempo eclesial idóneo para reflexionar sobre ello, sobre nuestras debilidades, y sobre la fortaleza de nuestro espíritu.

Tiempo propicio para atravesar nuestro desierto particular que es nuestra vida, donde al igual que a Jesús, nos esperan pruebas, tentaciones y peligros. Y no siempre es fácil resistir las muchas maneras en que Satanás nos pondrá a prueba, pero no hay que desesperar si alguna vez somos derrotados en la batalla de la tentación. Pues en Cristo hay perdón y renovación seguros para el
creyente arrepentido. ¡Aférrate pues a la Palabra de Dios que proclama a Cristo, tu Redentor del pecado!.

CONCLUSIÓN

Resistir la tentación forma parte de la lucha diaria del creyente, pues a los ataques del
maligno, se suma el impulso de nuestra propia naturaleza pecadora. Cada día enfrentamos nuevas pruebas, y aunque Dios ciertamente no nos tienta (Stg 1:13), sí permite la tentación para que nuestra fe se purifique y crezca.

Sabemos además que Él no nos hará pasar pruebas mayores de las que podamos resistir (1ª Cor 10:13). Por tanto en este tiempo litúrgico tan señalado, meditemos en los sufrimientos, pruebas y tentaciones de Cristo, para al fín, enfocar la mirada en las nuestras y ver cómo en ellas, Dios nos
perfecciona y moldea a imagen de Nuestro Salvador. Y no desfallezcamos, pues la victoria de Cristo sobre la tentación, ¡es también nuestra victoria!.

Que así sea, Amén.

J.C.G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 12 de febrero de 2012

6º Domingo de Epifanía - Ciclo B

“CRISTO NOS SANA Y LIMPIA”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 12-02-2012
Primera Lección: 2ª Reyes 5:1-14
Segunda Lección: 1ª Coríntios 10:19-31, 11:1
El Evangelio: Marcos 1:40-45

Sermón

Introducción

La enfermedad es una dura componente de la realidad del ser humano. Todos estamos expuestas a ella sin excepción, y cuando aparece, distorsiona en mayor o menor medida nuestra vida. Aparte de los problemas intrínsecos de salud que genera, y otros de tipo práctico con el trabajo, estudios, la familia o el simple dia a dia; nos afecta también mental y emocionalmente dependiendo de la gravedad de la misma. Pero cuando hablamos además de enfermedades graves y/o contagiosas, un nuevo elemento aparece en el horizonte, que viene a empeorar aún más la condición del enfermo: la exclusión social y la soledad en el sufrimiento. Aquí es donde se muestra el lado más terrible de la misma. Pero la enfermedad tiene igualmente su equivalente en la vida del espíritu: el pecado. Y de una manera sombrosa tiene similitud también en los efectos negativos que produce para el ser humano, pues si la enfermedad daña y tiene poder para destruir el cuerpo, el pecado tiene un poder igual de terrible para destruir el alma y la vida incluso de aquellos que disfrutan de la salud física más excelente. Sabemos no obstante, que Dios es el Señor de la vida y la muerte, como nos recuerda la Palabra, e igualmente es Señor de nuestra alma. Y para ella especialmente y su salud, derrama Dios su misericordia y su perdón por medio de Cristo Jesús.

• El pecado nos lleva a la marginalidad del Reino de Dios

En nuestra historia reciente, una enfermedad se diseminó por el mundo llevándose la vida de miles y miles de personas. Una enfermedad sinónimo de rechazo, temor y marginalidad; me refiero al “síndrome de inmuno deficiencia adquirida”, más conocida como SIDA. Esta enfermedad no sólo atacó la salud de muchas personas, sino que creó alrededor de ellas una barrera que durante mucho tiempo las relegó a las sombras y la oscuridad. Algunas murieron olvidadas y en una soledad atroz. A la enfermedad se sumaba además una velada acusación moral sobre los enfermos, que hacía aún más cruel y dura la agonía. Afortunadamente la medicina y la información han conseguido romper este círculo vicioso, y hoy las perspectivas son mucho más alentadoras.

Pero en la época de Jesús, esta misma situación se vivía con una enfermedad casi desconocida ahora para nosotros: la lepra. Ser leproso era lo peor, en sentido no sólo médico (pues en principio no había cura), sino también social. Al leproso y a su ya de por sí horrenda dolencia, se le aplicaban los estatutos de la ley ritual, y se le relegaba a la soledad mientras durase su enfermedad: “Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada” (Lev. 13: 45-46).Y si bien la Ley de Dios no pretendía castigar aún más al enfermo, sino impedir que su enfermedad se diseminase al resto del pueblo, permitiendo además la reinserción del afectado en caso de cura (Lev 14:1-57), en la práctica el leproso era marginado a vivir una muerte en vida, rechazado por todos y al que todos miraban a través de su enfermedad, para no ver en él más que a un pecador manifiesto. Pues la enfermedad era y es, no lo olvidemos, una consecuencia de la limitación de la vida humana a causa del pecado (Gen 4:19). Y el pecado ciertamente nos margina igualmente y separa de Dios, excluyéndonos de su Reino: “el alma que pecare, ésa morirá” (Ez 18:4), y esta es una dura realidad que debemos tener siempre presente. Pues al igual que un diminuto virus es capaz de alterar todo un organismo humano, el pecado cuando se asienta confortablemente en nosotros, nos impacta, y llegado el caso domina. Toma el control de nuestra mente y hasta de nuestra vida entera. Y lo peor es que, al igual que la lepra, no tiene cura humana que pueda combatirlo. Y aquí es donde entra en juego el amor de Dios por nosotros, pues lo que para nosotros es imposible, para Dios no lo es, y así “como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Rom 5: 12), la gracia, la Justicia y el perdón para la vida eterna llegaron mediante Jesucristo nuestro Señor.

• La fe que rompe la marginalidad del pecado

Los milagros que Jesús realizó, además de mostrar que Él era el Mesías revelado, y que el poder de Dios actuaba a través suya: “Y toda la gente procuraba tocarle, porque poder salía de él, y sanaba a todos” (Lc 6:19), son también una prefiguración palpable de la sanación espiritual que Cristo trae a la humanidad. Pues si bien es cierto que el pecado tiene poder para apartarnos de la presencia de Dios, no es menos cierto que esta enfermedad del espíritu es combatida eficazmente por aquellos que, como el leproso, reconocen en Jesús al verdadero Hijo de Dios por medio de la fe. Y nosotros, “leprosos” en nuestro diario pecar, también decimos ante Él: “si quieres puedes limpiarme” (v40), y también hincamos la rodilla reconociendo que sólo en Cristo hay sanación y restauración, pues no olvidemos que: “no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech 4:19). Y ya hemos dicho que los leprosos vivían el castigo de la marginalidad, de ser apartados del pueblo; y del mismo modo el pecado nos margina y nos expulsa fuera de nuestro hogar celestial, del refugio amoroso del Reino de nuestro Padre. Pero Cristo rompe esta maldición y muestra su misericordia con el género humano anulando el decreto de nuestra condenación: “justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5:1). El Reino pues, no es excluyente, sino integrador, y Jesús mostró públicamente esta verdad sanando a leprosos, ciegos, paralíticos, ¡e incluso resucitando muertos!. Todos ellos acusados de pecado a causa de su enfermedad o discapacidad (Jn 9:2), y precisamente por aquellos que olvidaron que las consecuencias de la realidad del pecado, no sólo se manifiestan en la debilidad y fragilidad de la vida humana, incluída la enfermedad, sino también en las acciones o inacción del corazón. Y es que, entre las enfermedades, la peor de todas era y es la falta de amor hacia el prójimo (1ª Cor. 13:1). Sólo esta falta de misericordia podía cegar a aquellos que aún siendo testigos del poder de Dios en Cristo, se negaban a admitir que tenían ante sí al mismísimo Mesías anunciado.

Pues para ellos era más importante vivir aferrados al legalismo y sus obras de auto justificación, que admitir que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que viva (Ez 18:32), y que al igual que el padre de la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32), Dios siempre está en el camino esperando nuestro regreso, para imponernos el manto de su amor y el anillo de la Justicia de Cristo que nos dice: “Quiero, sé limpio” (v41).

• Profetas por medio de la fe en Cristo

La Escritura enseña que aquél leproso fue sanado, y quedó limpio; e inmediatamente Jesús le conminó a presentar las ofrendas estipuladas en la Ley de Moisés (Lv 14:1-32). No porque fuese necesario para aquel hombre hacer algo más para lograr su curación, pues su fe fue suficiente, sino “para testimonio a ellos” (v44). Para que fuesen testigos de que Dios estaba entre su pueblo como anunciaron los Profetas, y que la enfermedad y cualquier consecuencia del pecado, incluída la muerte, han sido vencidas por Cristo. Jesús además, conminó al leproso a no publicar el milagro que se acababa de realizar. Pero seamos comprensivos, su alegría y por encima de ella, el haber experimentado el poder sanador de Jesús en su vida hizo imposible el silencio. Y es que, aquellos que lo han experimentado, los que han sido transformados por este poder, es inevitable que se conviertan a su vez en profetas y proclamadores del Evangelio. ¡Tal es el poder de esta Buena Noticia!. Aquellos sin embargo que nunca fuimos leprosos, o ciegos, o paralíticos físicamente hablando, no debemos olvidar que también en nosotros se llevó a cabo un milagro que nada tiene que envidiar al de la lectura de hoy. Pues éramos muertos y fuimos llamados a la vida en Cristo: “despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef :514), y hemos experimentado en nuestro Bautismo el poder regenerador y vivificador de Dios por medio del Espíritu Santo. E igualmente, hemos sido rescatados de la marginalidad del pecado y llevados a las puertas del Reino por medio de la fe. Y al igual que nosotros, aún hay muchos que necesitan experimentar este poder sanador, este tránsito de muerte a vida y que esperan, como el leproso agradecido, que comencemos a “publicar mucho y divulgar el hecho” (v45). Ésta es ahora nuestra misión profética como creyentes y como Iglesia: anunciar a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado de entre los muertos para darnos vida eterna junto al Padre: “y esta es la vida eterna: que te conozcan a tí, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn 17: 3).

CONCLUSIÓN

Jesús realizó muchos milagros relacionados con la enfermedad, y curó a ciegos, paralíticos, leprosos, moribundos etc. Al hacerlo mostró no sólo misericordia y que Él era el Mesías anunciado, el Emmanuel prometido, sino también que tiene poder para romper las cadenas de las consecuencias del pecado: la enfermedad y la muerte. Y con ello igualmente nos muestra que tiene el poder de anular el decreto de nuestra condenación, lo cual consiguió con su sacrificio en la Cruz y su resurrección de entre los muertos. Ya no estamos excluidos y marginados del Reino, sino que por el amor de Dios en Cristo Jesús tenemos acceso a una nueva realidad, una nueva esperanza de Vida en su sentido más pleno, pues “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene vida” (1ª Jn 5:11-12). Amén.

J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 5 de febrero de 2012

5º Domingo de Epifanía.

“La Predicación de Cristo”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Isaías 40:21-31

Segunda Lección: 1º Corintios 9:16-23

El Evangelio: Marcos 1:29-39

Sermón

En el Evangelio de hoy, Jesús dice: “Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido”. Y luego dice, “Y Jesús iba por toda Galilea, predicando en las sinagogas”. Del mismo modo, en la epístola de hoy, Pablo dice: “¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1Corintios 9:16) Las lecturas hacen hincapié en la importancia de la predicación del mensaje de Dios. NO es novedad que esto era una prioridad para Jesús de la misma manera que lo fue para Pablo e Isaías. Pero ¿Por qué fue tan importante para ellos? Y ¿Por qué la predicación sigue siendo tan importante hoy en día? ¿Por qué es importante para ti que estas leyendo u oyendo?

Después de todo, el termino predicar se ha vuelto muy negativo en nuestros días. “No me sermonees” o “ya me estas dando el sermón”, dicen algunos. La mayoría tiene una idea mala de la predicación. Algunas personas se mantienen alejadas de la iglesia porque creen que no necesitan que alguien los sermonee, no quieren que se alguien les diga lo que tienen que hacer o dejar de hacer.

Nosotros deberíamos preguntarnos periódicamente ¿qué es predicar? Para ello debemos pensar no tanto en lo que es según el estereotipo social, sino más bien, ¿Qué es la predicación de acuerdo con el punto de vista bíblico?

Comencemos con lo que la predicación no es. La predicación no es una mera cita de pasajes de la Biblia. A pesar de que la predicación parezca ser completamente bíblica no siempre lo es. No es sólo cuestión de acumular pasajes de la Biblia. Se puede tener un sermón lleno de versículos bíblicos, sacados de contexto o aplicados incorrectamente y esto no sería una predicación cristiana verdadera. Muchas sectas y falsas iglesias también usan la Biblia.

La predicación no es hablar de moral, no es decirle a la gente qué hacer y cómo vivir, sin darles el poder para hacerlo. Decirle a la gente que necesitan vivir con un propósito o dándoles diez pasos sobre cómo vivir su mejor vida, no es una predicación cristiana. Dar discursos sobre las causas socio-políticas, ya sean de derecha o de izquierda, no es la predicación distintiva del cristianismo bíblico.

La predicación no es primordialmente educativa, el aprendizaje de hechos o información, la adquisición de conocimientos para almacenar en la cabeza no es la finalidad de la predicación. A pesar de que esta siempre implica aprender y crecer en el conocimiento. Eso es un proceso, pero no es el objetivo primario de la predicación.

La predicación no es un entretenimiento. No consiste en encadenar una serie de lindas historias o chistes para mantener a los clientes u oyentes satisfechos. Pero eso no es una predicación bíblica verdadera. La predicación no se basa en trucos de argumentación o coherencia, ni siquiera en la personalidad de quien hablar para tener peso o poder. Mucho menos depende de que el predicador se la pase dando gritos o repitiendo frases una y otra vez.

No es entretenimiento. No es mera información. No es transmitir moral o para dar consejos. No es una sucesión de citas de la Biblia, con o sin sentido. Esos son ejemplos de lo que la predicación no es, aunque puedes encontrar gran una cantidad de predicadores que creen que es así. Las imitaciones baratas de la predicación bíblica pueden ser muy populares y atractivas. Un predicador puede ser muy exitoso con este tipo de producto. Pero no por ello es correcto, por lo menos no a los ojos de Dios.

A muchos les pregunto ¿Qué busca en la Iglesia o en la predicación de los domingos? En muchos casos también tengo que preguntar ¿qué busca Dios en la predicación? ¿Cómo mide él el éxito en la predicación? La mejor palabra que respondería a esta pregunta es “fidelidad”, ya que la predicación agradable a Dios no es muy exitosa y popular de acuerdo a las normas del mundo.

Nuestro viejo hombre no quiere saber nada de Dios e intentará huir de su Palabra lo más lejos posible, ello puede significar refugiarse en un sitio donde la Palabra de Dios sea tergiversada y sirva para afianzarme en las ideas erróneas o pecados favoritos.

Entonces ¿Cuál es la predicación fiel y agradable a Dios? Simplemente es la proclamación de su Ley en todo su rigor y del Evangelio de Jesucristo para la salvación de los oyentes, en toda su dulzura. Eso es lo que se debe buscar y escuchar en la predicación de una Iglesia.

La predicación tiene autoridad. Viene con toda la autoridad de Dios detrás de ella. Cristo envía a sus predicadores a predicar. Jesús le dice a sus predicadores que “El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió”. (Lucas 10:16). El predicador es llamado embajador de Cristo, hablando sus propias palabras y predicando en su nombre. Cuando escuchas predicar a una persona que se transmite fielmente la Palabra, debes saber que es tan bueno como si Cristo mismo estuviera aquí hablando contigo. Esa es la autoridad que Dios le dio a su Iglesia y esta otorgó en el oficio pastoral. La predicación parte desde la autoridad de Dios y no desde la comodidad del hombre.

Es Dios quien determina qué decir y no la sociedad.

Es como si un mensajero leyera un decreto oficial. El rey envía a sus mensajeros para anunciar, declarar, proclamar un mensaje oficial a los ciudadanos: Estábamos en guerra y condenados a muerto. Pero ahora la guerra ha terminado. Se ha declarado la paz. Este anuncio es posible porque Jesucristo dio su vida en la cruz por cada uno de nosotros. Estás perdonado, has sido puesto en libertad. El anuncio por sí mismo en un pedazo de papel no liberó a un solo esclavo, no perdonó a un solo pecador. Para ser eficaz, tenía que estar respaldada por una acción. Hubo una victoria que se tuvo que lograr y pagar un gran costo, el derramamiento de sangre inocente.

Como esa costosa victoria fue ganada por medio de la Cruz y la tumba vacía, la Proclamación de la Libertad tiene un poder único, porque no solo lo anuncia, sino que otorga lo que dice. La predicación no son sólo palabras vacías. La predicación hace algo, libera a la gente, perdona sus pecados. No solo habla de fe, sino que también la otorga.

Es la acción de Dios que da su poder a la predicación. Dios actuó cuando envió a su Hijo para que nos librar de nuestra esclavitud. Tenia que lograr una gran victoria. Una victoria sobre el pecado, la muerte y el infierno. Esto es porque tu y yo nacimos en esclavitud, la esclavitud del pecado y no pudimos liberarnos por nosotros mismos. Sólo Dios podía hacer eso. Pero esa libertad, tuvo un gran costo que fue el derramamiento de la sangre del Cordero Santo de Dios, Jesucristo. Esta costosa victoria de Cristo es todo lo que necesitamos. Porque ha sido por todos tus pecados y por los pecados de todo el mundo. Esta victoria vence a la muerte, la derrota, la vacía de su poder.

Nos hace libres de la esclavitud de Satanás. Somos libres para servir a Dios, con una vida de justicia, por el poder del Espíritu. Esta es la libertad, la emancipación, que Cristo ha ganado con su muerte en la cruz y su resurrección de entre los muertos.

Esta victoria, esta libertad, esta emancipación, se nos entrega, de una manera eficaz a través de la predicación. Esto está sucediendo ahora mismo. Porque tu y yo necesitamos que este evangelio se nos predique constantemente, durante el tiempo que vivimos por fe y no por vista.

Cada vez que tus pecados te pesan, la predicación declara que estás perdonado por la sangre de Cristo. Cada vez que el demonio sopla en tu oído y te tienta a volver a caer en tus egoísmos, Cristo viene y te dice que eres un hijo de Dios por medio del bautismo, que eres libre, verdaderamente libre, para vivir como una nueva persona en Cristo, para vivir para Dios y servir a tu prójimo. Cada vez que la perspectiva de la muerte da escalofríos, el mensaje de Cristo está aquí y te dice que tienes la vida eterna, a causa de tu Señor Jesús y su victoria sobre la tumba.

La predicación es proclamación de la Ley y el Evangelio. No se trata sólo de información sobre Jesús, sobre el perdón o la salvación. Más bien, es el anuncio de nuestra situación de pecado ante Dios, es hablar con claridad de quienes somos, cómo obramos desde nuestro viejo hombre, de la imposibilidad de cumplir con las exigencias de la ley y la enemistad que esto produce ante Dios.

Se trata de las acusaciones y condenas que Dios lanza a los pecadores impenitentes. Pero también es proclamar a Jesús, su perdón, su salvación. De cómo Dios nos absuelve, perdona y justifica por medio de Cristo. Ambos van de la mano, porque predica la Ley sin anunciar el Evangelio sería caer solo en lo moral o ético de la vida de fe. Por el contrario, predicar solo el evangelio sería hablar de una religiosidad subjetiva que poco tiene que ver con las personas que se consideran buenas.

La predicación siempre es Cristo-céntrica. Pablo en su carta a los Corintios dice que “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1Corintios 2:2). Esta tipo de proclamación apunta siempre a la obra de Cristo y a como esa obra llega a nosotros. Por eso creemos necesario dar énfasis a la predicación de la Palabra y a la administración de los sacramentos. Porque allí Cristo viene a nosotros en el agua, en el pan y vino ofreciéndonos todo lo que ha logrado en la cruz por nosotros. Esta predicación es un gran proclamación de la liberación de Dios solo por medio de Cristo, declarando oficialmente tu libertad de la esclavitud, de los tus pecado y la muerte y del diablo.

La predicación es precisamente la proclamación, el poder, la proclamación eficaz de la buena nueva de Cristo. Es mucho más que las imitaciones baratas que parecen una predicación, cosas como la simple moralidad, la educación y el entretenimiento. Dios tiene algo mucho mejor para darte. Por lo tanto nosotros predicamos a Cristo crucificado, a través de este mensaje que parece tan débil y obsoleto a los ojos del mundo. Dios está haciendo algo muy sabio y poderoso de hecho, que es salvar a los pecadores como tu y como yo. La predicación te ofrece exactamente lo que promete: la libertad de la esclavitud del pecado, la culpa y la muerte, y te otorga la justicia, el perdón, la vida eterna y vida nueva. La misma libertad que el evangelio proclama se te da para que puedas vivir por fe. Ahora por lo tanto, la predicación de Cristo, te dice: “Yo te declaro que en Cristo eres Libre porque has sido perdonado de todos tus pecados. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

En Cristo. Pastor Gustavo Lavia.