domingo, 12 de febrero de 2012

6º Domingo de Epifanía - Ciclo B

“CRISTO NOS SANA Y LIMPIA”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 12-02-2012
Primera Lección: 2ª Reyes 5:1-14
Segunda Lección: 1ª Coríntios 10:19-31, 11:1
El Evangelio: Marcos 1:40-45

Sermón

Introducción

La enfermedad es una dura componente de la realidad del ser humano. Todos estamos expuestas a ella sin excepción, y cuando aparece, distorsiona en mayor o menor medida nuestra vida. Aparte de los problemas intrínsecos de salud que genera, y otros de tipo práctico con el trabajo, estudios, la familia o el simple dia a dia; nos afecta también mental y emocionalmente dependiendo de la gravedad de la misma. Pero cuando hablamos además de enfermedades graves y/o contagiosas, un nuevo elemento aparece en el horizonte, que viene a empeorar aún más la condición del enfermo: la exclusión social y la soledad en el sufrimiento. Aquí es donde se muestra el lado más terrible de la misma. Pero la enfermedad tiene igualmente su equivalente en la vida del espíritu: el pecado. Y de una manera sombrosa tiene similitud también en los efectos negativos que produce para el ser humano, pues si la enfermedad daña y tiene poder para destruir el cuerpo, el pecado tiene un poder igual de terrible para destruir el alma y la vida incluso de aquellos que disfrutan de la salud física más excelente. Sabemos no obstante, que Dios es el Señor de la vida y la muerte, como nos recuerda la Palabra, e igualmente es Señor de nuestra alma. Y para ella especialmente y su salud, derrama Dios su misericordia y su perdón por medio de Cristo Jesús.

• El pecado nos lleva a la marginalidad del Reino de Dios

En nuestra historia reciente, una enfermedad se diseminó por el mundo llevándose la vida de miles y miles de personas. Una enfermedad sinónimo de rechazo, temor y marginalidad; me refiero al “síndrome de inmuno deficiencia adquirida”, más conocida como SIDA. Esta enfermedad no sólo atacó la salud de muchas personas, sino que creó alrededor de ellas una barrera que durante mucho tiempo las relegó a las sombras y la oscuridad. Algunas murieron olvidadas y en una soledad atroz. A la enfermedad se sumaba además una velada acusación moral sobre los enfermos, que hacía aún más cruel y dura la agonía. Afortunadamente la medicina y la información han conseguido romper este círculo vicioso, y hoy las perspectivas son mucho más alentadoras.

Pero en la época de Jesús, esta misma situación se vivía con una enfermedad casi desconocida ahora para nosotros: la lepra. Ser leproso era lo peor, en sentido no sólo médico (pues en principio no había cura), sino también social. Al leproso y a su ya de por sí horrenda dolencia, se le aplicaban los estatutos de la ley ritual, y se le relegaba a la soledad mientras durase su enfermedad: “Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada” (Lev. 13: 45-46).Y si bien la Ley de Dios no pretendía castigar aún más al enfermo, sino impedir que su enfermedad se diseminase al resto del pueblo, permitiendo además la reinserción del afectado en caso de cura (Lev 14:1-57), en la práctica el leproso era marginado a vivir una muerte en vida, rechazado por todos y al que todos miraban a través de su enfermedad, para no ver en él más que a un pecador manifiesto. Pues la enfermedad era y es, no lo olvidemos, una consecuencia de la limitación de la vida humana a causa del pecado (Gen 4:19). Y el pecado ciertamente nos margina igualmente y separa de Dios, excluyéndonos de su Reino: “el alma que pecare, ésa morirá” (Ez 18:4), y esta es una dura realidad que debemos tener siempre presente. Pues al igual que un diminuto virus es capaz de alterar todo un organismo humano, el pecado cuando se asienta confortablemente en nosotros, nos impacta, y llegado el caso domina. Toma el control de nuestra mente y hasta de nuestra vida entera. Y lo peor es que, al igual que la lepra, no tiene cura humana que pueda combatirlo. Y aquí es donde entra en juego el amor de Dios por nosotros, pues lo que para nosotros es imposible, para Dios no lo es, y así “como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Rom 5: 12), la gracia, la Justicia y el perdón para la vida eterna llegaron mediante Jesucristo nuestro Señor.

• La fe que rompe la marginalidad del pecado

Los milagros que Jesús realizó, además de mostrar que Él era el Mesías revelado, y que el poder de Dios actuaba a través suya: “Y toda la gente procuraba tocarle, porque poder salía de él, y sanaba a todos” (Lc 6:19), son también una prefiguración palpable de la sanación espiritual que Cristo trae a la humanidad. Pues si bien es cierto que el pecado tiene poder para apartarnos de la presencia de Dios, no es menos cierto que esta enfermedad del espíritu es combatida eficazmente por aquellos que, como el leproso, reconocen en Jesús al verdadero Hijo de Dios por medio de la fe. Y nosotros, “leprosos” en nuestro diario pecar, también decimos ante Él: “si quieres puedes limpiarme” (v40), y también hincamos la rodilla reconociendo que sólo en Cristo hay sanación y restauración, pues no olvidemos que: “no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech 4:19). Y ya hemos dicho que los leprosos vivían el castigo de la marginalidad, de ser apartados del pueblo; y del mismo modo el pecado nos margina y nos expulsa fuera de nuestro hogar celestial, del refugio amoroso del Reino de nuestro Padre. Pero Cristo rompe esta maldición y muestra su misericordia con el género humano anulando el decreto de nuestra condenación: “justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5:1). El Reino pues, no es excluyente, sino integrador, y Jesús mostró públicamente esta verdad sanando a leprosos, ciegos, paralíticos, ¡e incluso resucitando muertos!. Todos ellos acusados de pecado a causa de su enfermedad o discapacidad (Jn 9:2), y precisamente por aquellos que olvidaron que las consecuencias de la realidad del pecado, no sólo se manifiestan en la debilidad y fragilidad de la vida humana, incluída la enfermedad, sino también en las acciones o inacción del corazón. Y es que, entre las enfermedades, la peor de todas era y es la falta de amor hacia el prójimo (1ª Cor. 13:1). Sólo esta falta de misericordia podía cegar a aquellos que aún siendo testigos del poder de Dios en Cristo, se negaban a admitir que tenían ante sí al mismísimo Mesías anunciado.

Pues para ellos era más importante vivir aferrados al legalismo y sus obras de auto justificación, que admitir que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que viva (Ez 18:32), y que al igual que el padre de la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32), Dios siempre está en el camino esperando nuestro regreso, para imponernos el manto de su amor y el anillo de la Justicia de Cristo que nos dice: “Quiero, sé limpio” (v41).

• Profetas por medio de la fe en Cristo

La Escritura enseña que aquél leproso fue sanado, y quedó limpio; e inmediatamente Jesús le conminó a presentar las ofrendas estipuladas en la Ley de Moisés (Lv 14:1-32). No porque fuese necesario para aquel hombre hacer algo más para lograr su curación, pues su fe fue suficiente, sino “para testimonio a ellos” (v44). Para que fuesen testigos de que Dios estaba entre su pueblo como anunciaron los Profetas, y que la enfermedad y cualquier consecuencia del pecado, incluída la muerte, han sido vencidas por Cristo. Jesús además, conminó al leproso a no publicar el milagro que se acababa de realizar. Pero seamos comprensivos, su alegría y por encima de ella, el haber experimentado el poder sanador de Jesús en su vida hizo imposible el silencio. Y es que, aquellos que lo han experimentado, los que han sido transformados por este poder, es inevitable que se conviertan a su vez en profetas y proclamadores del Evangelio. ¡Tal es el poder de esta Buena Noticia!. Aquellos sin embargo que nunca fuimos leprosos, o ciegos, o paralíticos físicamente hablando, no debemos olvidar que también en nosotros se llevó a cabo un milagro que nada tiene que envidiar al de la lectura de hoy. Pues éramos muertos y fuimos llamados a la vida en Cristo: “despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef :514), y hemos experimentado en nuestro Bautismo el poder regenerador y vivificador de Dios por medio del Espíritu Santo. E igualmente, hemos sido rescatados de la marginalidad del pecado y llevados a las puertas del Reino por medio de la fe. Y al igual que nosotros, aún hay muchos que necesitan experimentar este poder sanador, este tránsito de muerte a vida y que esperan, como el leproso agradecido, que comencemos a “publicar mucho y divulgar el hecho” (v45). Ésta es ahora nuestra misión profética como creyentes y como Iglesia: anunciar a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado de entre los muertos para darnos vida eterna junto al Padre: “y esta es la vida eterna: que te conozcan a tí, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn 17: 3).

CONCLUSIÓN

Jesús realizó muchos milagros relacionados con la enfermedad, y curó a ciegos, paralíticos, leprosos, moribundos etc. Al hacerlo mostró no sólo misericordia y que Él era el Mesías anunciado, el Emmanuel prometido, sino también que tiene poder para romper las cadenas de las consecuencias del pecado: la enfermedad y la muerte. Y con ello igualmente nos muestra que tiene el poder de anular el decreto de nuestra condenación, lo cual consiguió con su sacrificio en la Cruz y su resurrección de entre los muertos. Ya no estamos excluidos y marginados del Reino, sino que por el amor de Dios en Cristo Jesús tenemos acceso a una nueva realidad, una nueva esperanza de Vida en su sentido más pleno, pues “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene vida” (1ª Jn 5:11-12). Amén.

J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

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