sábado, 21 de enero de 2012

3º Domingo después de Epifanía.

“El tiempo se ha cumplido”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Jonás 3: 1-5, 10

Segunda Lección: 1 Coríntios 7: 29-31, (32-35)

El Evangelio: Marcos 1:14-20

Sermón

Introducción

Las tres lecturas de hoy, tienen dos aspectos comunes entre ellas: la llamada y el tiempo para responder a la misma. Dios llama a su pueblo al arrepentimiento y la conversión, pues busca su salvación y para ello no escatima medios enviando a sus Profetas y Apóstoles a proclamar Su mensaje. Toda la Biblia está llena de ejemplos de ello, y de cómo Dios, cual amoroso padre, busca atraernos hacia Él permanentemente. Pero esta llamada lleva consigo además otro mensaje: hay un tiempo para responder a Su voz, y el tiempo es un elemento de nuestra realidad implacable, pues no hay nada humanamente hablando, que pueda frenarlo o contrarrestarlo. Nuestra vida es limitada, y el arrepentimiento, la conversión y la vida de fe, deben suceder en el espacio que hay entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Dios es el Señor del tiempo, y anuncia a los hombres de todas las épocas que ahora es el momento, y que no hay nada más importante que hacer en esta vida que responder por medio de la fe a la llamada del Señor y seguirle.

La llamada incesante a la conversión

Algunas veces, estamos tan ensimismados con alguna tarea o pensamiento, que no escuchamos la voz de alguien que nos habla o llama, incluso aunque esté justo al lado nuestro. Y cuando tomamos conciencia de esta llamada, nos parece increíble que nuestros sentidos no hayan sido capaces de oír su voz. ¡Y estando tan cerca! Pero el Señor conoce de sobra nuestra naturaleza, como Creador nuestro, y sabe igualmente que a causa del pecado los oídos espirituales del hombre están cerrados a su voz, ensimismados con las cuestiones mundanas, ajenos a su amorosa llamada. Una llamada que Él ha llevado a cabo por medio de sus Profetas continuamente, con su poderosa Palabra, en la esperanza de que alguno oiga la: “voz que clama en el desierto” (Is 40:3). El Señor nos llama en voz alta y clara, sin pausa, a cada momento, tal como hizo con los habitantes de Nínive, los cuales habitaban una gran ciudad, con su gran comercio, sus grandes fiestas, y, cómo no, sus grandes pecados. Muchos debieron ser estos para que Dios decidiera su destrucción, y sólo por pura misericordia divina, la ciudad fue llamada al arrepentimiento y la conversión por medio del profeta Jonás. Y gracias a la insistencia de nuestro Dios y en contra de la voluntad del propio Jonás, escucharon la voz que los llamaba a evitar su destrucción en cuarenta días. : “Y los hombres de Nínive creyeron a Dios, y proclamaron ayuno, y se vistieron de cilicio desde el mayor hasta el menor de ellos” (Jon. 3: 5). Nínive escuchó la voz de Dios, cambiaron su mente y corazón y evitaron su destrucción. Nuestra sociedad y nuestras ciudades, son un reflejo de aquella Nínive, y solo tenemos que mirar alrededor o ver las noticias en los medios de comunicación, para darnos cuenta de cuán ensimismados estamos en nuestros asuntos terrenales y cuán lejos de entender que, lejos de la voluntad de nuestro Creador, la perdición humana es segura. No importa lo ajenos que estemos a la Ley divina, pues a su tiempo, ella se cumplirá inexorablemente: “Pero más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la Ley” (Lc 16: 17). Por ello Dios nos llama a la conversión, y a combatir el pecado en nuestra vida, pues sólo así podremos ser contados en su Reino. Una llamada llevada a cabo por pura gracia, aun cuando en lo profundo de nosotros, cerramos nuestros oídos y la ignoramos. Y aún así, ésta llamada eterna continúa siendo proclamada por aquél que es el Verbo, y el cual nos llama a cada uno de nosotros a escuchar y abrir nuestros corazones a Él: “si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él” (Ap. 3: 20). Pero esta llamada, en cada ser humano, tiene un tiempo limitado de respuesta, el cual es la propia vida, y de ahí la importancia de que cada ser humano tenga la oportunidad de escucharla, pues ahora: “el tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el Evangelio” (Mc. 1: 15).

La llamada al seguimiento

Jesús anuncia el cumplimiento del tiempo, pero ¿de qué tiempo exactamente? Hasta su llegada, Israel había escuchado el anuncio de salvación de parte de Dios, proclamado por los Profetas: “He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a la luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré caminos en el desierto y ríos en la soledad” (Is. 43: 19). Y este camino y este río se materializaron en la figura de Cristo, el cual dando inicio a su ministerio público, salió a los caminos a proclamar que el Reino estaba cerca, pues Él, el Mesías anunciado y prometido ya estaba entre nosotros. Y con Él se inicia un nuevo pacto entre Dios y los hombres, por medio del sacrificio de Jesús en la cruz: “Así que, por eso (Jesús) es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (Heb 9: 15). Este es el sacrificio definitivo que libera de la condenación del pecado y de la muerte, y de nuevo, para poder apropiarnos de tales beneficios necesitamos una sola cosa: fe. Esta fe es la fe que mueve al seguimiento, a abandonar nuestra vida pasada en pos de la nueva vida en Cristo. Es la misma fe que movió a los Apóstoles a dejar sus redes y barcas y seguirlo a Él: “Venid en pos de mí, y hare que seáis pescadores de hombres” (Mc. 1: 17). El Ser humano es un ser resistente al cambio, ¡y qué fácilmente se acomoda a una forma de vida! Luego ¡es tan difícil cambiarla! Y sin embargo los creyentes somos llamados a un cambio radical; en primer lugar a renovar nuestra mente y nuestro corazón: “y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4: 23-24). En segundo lugar somos llamados a ir en pos de Cristo, a seguirle por los senderos oscuros donde habita el pecado y la desesperanza, pues es allí precisamente donde se necesita escuchar la Buena Noticia del perdón y el amor de Dios, y donde hay que echar las redes. Estas son las aguas profundas y difíciles (Lc. 5:4), mar adentro, donde viven aquellos que nunca han visto la luz de Cristo. Allí es donde Él nos guía, para ser pescadores y llenar la red de Su Reino eterno. ¿Seguimos a Jesús cada día en este empeño?, ¿echamos las redes en estas aguas de la incredulidad, tan lejanas de la seguridad y la compañía de otros creyentes? Tenemos un mar enorme ante nosotros, y Jesús nos llama a seguirle. ¡Subamos pues a Su barca!, ¡Este es el tiempo!

La llamada a poner nuestra mente en el Reino

Por último, Dios nos llama a enfocar nuestra mente espiritual en una realidad evidente: “la apariencia de este mundo se pasa” (1 Cor. 7: 31). Alguna tribulación grave se cernía sobre los creyentes Corintios, y una necesidad apremiante (v26) la cual llevó al Apóstol Pablo a aconsejarles renunciar a las cuestiones mundanas, incluidas el inicio de relaciones sentimentales. El fin podía ser inminente, y ellos debían (y nosotros debemos) entender, que nuestra aspiración debe ser ampliar nuestra visión y ver más allá de esta realidad, y con ello, poner nuestra vida al servicio del Señor y la esperanza del Reino. Pablo enseña que, por encima de los compromisos personales, los cuales no son negativos en sí mismos (Gn 2:18), y todo lo que atañe a la vida terrenal, debe prevalecer siempre la entrega absoluta a Cristo: “Esto lo digo para vuestro provecho; no para tenderos lazo, sino para lo honesto y decente, y para que sin impedimento os acerquéis al Señor” (v35). Toda nuestra vida debe girar en torno a un eje común: acercarnos a Cristo, entregarle nuestra vida, sin impedimentos, sin amar a nada ni nadie más que a Él: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí, el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt. 10: 36). El mundo y sus preocupaciones no deben impedirnos tener cuidado “de las cosas del Señor” (v32), y olvidar que ahora somos ciudadanos del Reino celestial, y que nuestra verdadera vida aspira no “a las cosas del mundo” (v33), sino a las de Dios en Cristo Jesús. Y de nuevo, una llamada a prestar atención al tiempo: “Pero esto digo, hermanos: que el tiempo es corto” (v29), pues como ya se ha dicho, nuestro paso terrenal tiene un final y no sabemos el momento en que seremos llamados a la presencia divina. De ahí que la Palabra aliente a los creyentes a administrar sabiamente su tiempo vital, a escuchar Su voz y a ser “santos así en cuerpo como en espíritu” (v34).

CONCLUSIÓN

La llamada es una constante en la relación de Dios con los hombres, pues Él siempre ha intentado atraernos hacia sí mismo y restaurar nuestra relación, rota por el pecado. Una misma llamada que tiene distintas voces, y en diferentes contextos, como vemos en las lecturas de hoy. Ellas aportan un valioso mensaje y riqueza para nuestra vida de fe, y nos sirven para tomar conciencia además de la realidad de la limitación temporal de la vida humana. La salvación y el trabajo por el Reino se desarrollan aquí, en la Tierra, y es aquí donde libramos las batallas espirituales que abren el terreno hacia la eternidad. No se trata de vivir angustiados con el concepto del tiempo, pero sí de tener presente esta realidad y usarla no como una amenaza, sino como un estímulo para no detenernos ni caer en la dejadez respecto a las “cosas del Señor”. ¿Qué cosa hay más importante que su llamada?, o ¿qué será más duradero que su Reino? Visto así debemos reorientar nuestra vida, ayudando a otros al conocimiento de Cristo, siendo testigos y siervos al servicio del Evangelio. Pero también refinando nuestra propia vida espiritual, por medio de la oración, la Palabra y los Sacramentos. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se ha acercado”, ¡Vayamos pues en pos del Señor! Que así sea, Amén.

J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla

domingo, 15 de enero de 2012

2º Domingo de Epifanía.

“El Padre y el Espíritu Santo Testifican del Hijo”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

El Evangelio:

Sermón basado en mateo 3:13-17

Introducción. Nos encontramos en el tiempo de la Epifanía, y para esta temporada se ha escogido este texto.

Epifanía significa manifestación y se refiere a la triple manifestación de Jesús como Salvador del mundo, a saber: pri­mero, a los gentiles, los magos del Oriente conducidos a Jesús por la estrella maravillosa, como precursores de todos aquellos paganos que en el correr del tiempo vendrían a Jesús; segundo, la manifestación a su pueblo, que relata nuestro texto, en el que el Padre y el Espíritu Santo testifican de Jesús; y tercero, la manifestación de Jesús a sus discípulos mediante su primer mi­lagro, en las bodas de Cana.

Jesús seguirá manifestándose hasta el fin del mundo me­diante la predicación del Evangelio y la administración de los Santos Sacramentos. El precursor del ministerio de la Palabra, en el Nuevo Testamento, era Juan el Bautista, que predicaba y bautizaba en el desierto de Judea. Para que nadie creyera que el ministerio de la Palabra era invención humana, Dios mismo ratificó la predicación de Juan por la voz procedente del cielo y confirmó el bautismo por la aparición del Espíritu Santo en forma de paloma, demostrando así que todos los bautizados reciben el Espíritu Santo para su salvación. A este testimonio se refiere Jesús ante los judíos incrédulos cuando les dice: “El testimonio que yo tengo, mayor es que el de Juan... el Padre también que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí” (Juan 5:36-37).

Nuestros cultos tampoco se celebran por iniciativa humana, sino por el mandato de Cristo que ordena predicar su Palabra a todas las naciones. Cristo confirma nuestra predicación cuando declara: “El que a vosotros oye, a mi me oye” (Lucas 10:16). Tengamos en cuenta, pues, que el sermón es el testimonio de Dios mismo, de su Hijo, para que en Él tengamos vida eterna. Que para este fin Dios bendiga también su Palabra en tanto que consideramos en este momento el siguiente tema: El Padre y el Espíritu Santo Testifican del Hijo.

La Ocasión en que fue Dado Este Testimonio. Jesús se presenta en el lugar donde Juan estaba bautizando. (13-15.)

Desde su nacimiento y desde su adoración por los pastores, representantes de su propio pueblo,
y los magos, representantes de los gentiles que vendrían al Cristo, según la profecía de Isaías (capítulo 60), no sabemos nada de Jesús hasta los doce años, cuando dice en el Templo que Él debe estar ocupado en las cosas de su Padre celestial. Con estas palabras declara públicamente ser el Hijo de Dios. Después de este destello de su gloria, nuevamente desaparece en la obscuridad y las puertas de la carpintería de Nazaret se cierran tras Él. Podemos imaginárnoslo trabajando como carpintero, dando buen trabajo a precio justo. Santifica así el trabajo manual y demuestra que ese trabajo no es humillante, sino que en todo servicio honrado podemos servir a Dios, haciendo el trabajo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres, sabiendo que el bien que cada uno hiciere, esto recibirá del Señor, sea siervo o sea libre. (Efesios 6:8.) Pero así como una corriente pequeña, que desaparece ante nuestra vista por entre las rocas y en la obscuridad de la selva para reaparecer como torrente impetuoso en su curso inferior, con potencia para accionar turbinas, asimismo Cristo vuelve a presentarse, después de dieciocho años de retiro voluntario, a la edad de treinta años y en la plenitud de su personalidad, para cumplir con su misión. Para ello guarda las herramientas y cierra la puerta de la carpintería y se encamina hacia el desierto de Judea, donde Juan el Bautista anuncia la proximidad del reino de Dios, predicando el arrepentimiento y bautizando para el perdón de los pecados.

Juan topa las mismas dificultades que topa cualquier otro predicador. Se presentan hombres que consideran el bautismo una mera costumbre y en vez de servir con sus costumbres a Dios, hacen de su servicio a Dios una costumbre. Son ellos los representantes de todos aquellos que también hoy en día tienen a la religión por una costumbre a la que se adaptan según las circunstancias. Se hacen bautizar como de cierta iglesia cuando están entre los de esa iglesia, y como evangélicos cuando están entre los evangélicos. A los tales, Juan amenaza con el fuego del infierno. (Mateo 3:7-12) Por no arrepentirse de sus pecados, se fueron sin el bautismo, como dice la Biblia: “Los fariseos empero y los doctores de la ley, desecharon contra sí mismos el consejo de Dios, no habiendo sido bautizados por Juan” (Lucas 7:30). También se presenta el caso contrario, cuando Juan siente su propia insuficiencia ante una responsabilidad tan grande, como es el santo ministerio de la Palabra. Esto sucede cuando Jesús se pone en la misma fila con los pecadores para ser bautizado y Juan reconoce su inferioridad. Trata de disuadir a Jesús de hacerse bautizar por él, creyendo más bien en la necesidad de ser él bautizado por Jesús.

Jesús empero insiste en ser bautizado por Juan, honrando así el ministerio, y enseñando por su ejemplo que la eficacia del ministerio no depende del oficiante, sino de la institución divina.

Aunque veamos en el pastor debilidades, que de seguro tiene, porque es pecador, no por ello debemos tener en poco el oficio de la Palabra sino que debemos creer que lo que el pastor trata con nosotros en nombre de Cristo, es tan válido y cierto, también en el cielo, como si nuestro Señor Jesucristo mismo tratase con nosotros.

El bautismo de Jesús es parte de su oficio. Jesús no necesitaba el bautismo para su persona. Pero igualmente estaba ansioso de bautizarse porque quería someterse a toda institución de Dios para salvación del mundo, y para dar testimonio de la necesidad del bautismo para la salvación.

Además, el bautismo de Jesús simboliza su muerte y resurrección. Es el pecador el que debe ser hundido en las olas del juicio final por sus pecados. Pero es Cristo el que toma su lugar ante Dios y cambia el juicio en perdón, pues como Él resucitó de entre los muertos y vive y reina en la eternidad, así también el pecador, por los méritos de Cristo, vivirá en eterna justicia y bienaventuranza. Así el bautismo no sólo debe ser aplicado a Jesús, sino que también halla su cumplimiento en la obra de Jesús.

Reconociendo que el bautismo formaba parte de la obra de Cristo, Juan, al día siguiente de haberle bautizado, anuncia a Jesús como Salvador, diciendo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Ya que Jesús no necesitaba el bautismo para su propia persona, tampoco necesitaba confesar pecados ni ser amonestado al arrepentimiento. Dios mismo pronunció el sermón bautismal y elevó a su Hijo a la compañía de la Santísima Trinidad, y expresó su complacencia en la obra de su Hijo.

El Significado de Este Testimonio. Dios manifiesta su complacencia en su Hijo. Ante Dios no existe lo pasado ni lo futuro, sino que todo es eternamente presente. Por esta razón ve la obra de su Hijo como ya finalizada y manifiesta su complacencia en Él. La voz del cielo es el “amén” al “consumado es” que se escuchará desde la cruz.

El Evangelio nos relata cómo Jesús cumplió este testimonio. Se manifestó como el Hijo de Dios con palabras y obras. Su primera palabra que habló en público, en el Templo a los doce años, fue una declaración de que Dios era su Padre; y su última palabra en la cruz, consistió en encomendar su alma al Padre. Entre estas dos palabras se desarrolla todo el plan de la salvación, para cuya realización había sido enviado. Para comprender la necesidad de la muerte propiciatoria debemos acordarnos del “Santo, Santo, Santo”, que entonan los ángeles ante el trono de Dios y que cantamos nosotros todas las veces que celebramos la Santa Cena. Aunque los hombres nieguen sus pecados, no se atreven a declararse santos. Los más empedernidos sostenedores de su propia bondad admiten, acusados por su conciencia: “Es cierto, no soy santo.”

Pero con ello admiten su condenación, porque Dios quiere que sean santos, cuando les dice: “Santos seréis, porque santo soy yo, Jehová, vuestro Dios” (Levítico 19:2). Así como el fuego y el agua no pueden ser unidos porque son dos elementos incompatibles entre sí, asimismo no pueden ser unidos el hombre pecador y el Dios santo porque son dos seres incompatibles; el hombre pecador no puede quedar en compañía del Dios santo. Por esto los hombres, después de haber caído en el pecado, fueron echados del paraíso, de la presencia de Dios, y el cielo les quedó cerrado. Si la Palabra de Dios es cierta (y sabemos que lo es) y si las amenazas de la Ley de Dios no son palabras vacías (y sabemos que no lo son), entonces es seguro que de todos los hombres que nacieron ninguno se habría salvado si no hubiera prestado satisfacción a Dios por sí mismo.

Es aquí donde interviene Cristo, pues “Él llevó sobre sí nuestros pecados y fue traspasado por nuestras transgresiones, el castigo nuestro cayó sobre Él y por sus llagas nosotros sanamos” (Isaías 53). Reconciliados con Dios por los méritos de Cristo, Dios ya no mira nuestros pecados sino que nos mira tal como somos en Cristo. Y como tiene complacencia en su Hijo, también tiene complacencia en los que están en Cristo. Si nos sobreviene algún sufrimiento, no es el castigo de un Dios iracundo, sino la reprensión de un padre amoroso que procura nuestro propio bien, como lo explica San Pablo: “Castigados somos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:32).Testimonio para nuestro bautismo. A causa de su obra, Jesús pudo ordenar la predicación de su Evangelio como la palabra de la reconciliación e instituir los Santos Sacramentos como medios de gracia, por los cuales ofrece, da, y asegura a los creyentes el perdón de los pecados, paz para con Dios y el poder de llevar una vida cristiana.

Así como en el bautismo de Jesús el Espíritu Santo se manifestó en forma de paloma para testificar ante Juan y el pueblo que Cristo es el Hijo de Dios, asimismo nosotros hemos recibido en nuestro bautismo el Espíritu Santo para nuestra salvación como el don más precioso.

Este hecho debe manifestarse en nuestra vida diaria. La paloma es símbolo de paz y mansedumbre. Con nuestra amabilidad en el trato con el prójimo, por nuestra mansedumbre, por nuestra sinceridad debemos mostrar que tenemos el Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo es también Espíritu de poder, pues en otra oportunidad vino con ímpetu, cual viento fuerte, sobre los apóstoles, los fortaleció para llevar adelante la causa de Cristo, sin temor aun a la misma muerte. En el bautismo de Jesús se abrió el cielo sobre Él. Los discípulos sabían que también a ellos les sería abierto el cielo, una vez cumplida su misión en este mundo. El Espíritu Santo ha de fortalecernos para que llevemos adelante la causa del Señor en este tiempo de Epifanía, pues también para nosotros está abierto el cielo por los méritos de Cristo, abierto para nuestras oraciones, que se elevan allí, abierto para todas las bendiciones que bajan desde allí, pero también abierto para recibirnos en la hora de nuestra muerte.

Previendo la oposición del mundo impío, el Padre y el Espíritu Santo testifican del Hijo para fortalecer a Juan en su difícil ministerio. Que el poder divino nos acompañe también a nosotros en nuestra obra de evangelización, para nuestra salvación y la salvación de aquellos que nos oyen, y para la gloria del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Pastor Jacobo Felahuer

domingo, 8 de enero de 2012

El Bautismo de Nuestro Señor

“Bautizados en la muerte de cristo”


TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA

Primera Lección: Genésis 1:1-5

Segunda Lección: Romanos 6:1-11

El Evangelio: Marcos 1:4-11

Sermón

Introducción

El nacimiento y la muerte son hechos que reflejan dos realidades distintas. En el primero, se da inicio a la existencia mientras que en el segundo la misma llega a su fin. Además se dan en esta precisa secuencia: primero se nace y luego se muere. Hasta aquí no hemos dicho nada que cualquier persona cabal no sepa. Sin embargo, ¿es posible que estos dos momentos trascendentales en la vida de un ser humano coincidan en el tiempo?, y ¿sería posible invertir la secuencia de su desarrollo?, es decir, ¿podemos primero morir para nacer luego?. Parece que estamos hablando ahora un lenguaje extraño, cuasi ilógico. Nada más y nada menos que mezclar nacimiento y muerte y alterar el orden de dos hechos que son completamente antagónicos y hasta contradictorios. Y sin embargo todo ello ocurre espiritualmente de esta ilógica manera en el momento en que un ser humano es bautizado: morimos al pecado para nacer a la vida eterna.

Y ello es posible porque Cristo, Nuestro Señor, inició su vida pública y nuestro camino de salvación precisamente con este acto: el bautismo.

El que no tenía pecado se hizo pecado por nosotros

Todos hemos escuchado hablar de un término familiar para los cristianos: el pecado original. Con esta expresión, nos referimos a esa tara espiritual que los seres humanos, precisamente por el hecho de ser humanos y carnales, transmitimos a nuestra descendencia generación tras generación desde la caída de nuestros primeros padres. Una tara que nos separa de nuestro Creador y que, haciendo nuestra la queja del Apóstol Pablo, nos lleva a exclamar “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago..miserable de mí, quién me librará de este cuerpo de muerte” (Rom. 7:19,24). El pecado de Adán y Eva, es decir, la rebelión y el rechazo a la voluntad de Dios y con ello, nuestro deseo de vivir la vida sin seguir la amorosa senda que el Creador nos mostró para nuestro bien, laten aún hoy con fuerza en cada ser humano que nace a este mundo. Es nuestra naturaleza, y lo que es peor, no podemos hacer nada por nosotros mismos para eliminar esta realidad en nuestras vidas. El pecado y la carne llegan a este mundo de la mano. Sin embargo este círculo vicioso y terrible se rompió una vez, con la llegada al mundo de Cristo, nacido de una Virgen por obra del Espíritu Santo, y libre de la mancha del pecado por obra de Dios. Pues sólo uno verdaderamente Justo y libre de culpa, podía ser un sacrificio aceptable para nuestra redención: “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (Heb. 7:26). Y Jesús vino al mundo precisamente para ser él mismo, ése sacrificio que nos libera y abre las puertas de la vida eterna reconciliándonos con el Padre.

Sin embargo pronto llegamos a una aparente contradicción en el Evangelio de hoy, pues si el Bautismo regenera y salva de la condenación que trae consigo el pecado original (Tito 3:5), ¿cómo es que vemos a Cristo siendo bautizado por Juan en el Jordán?, ¿acaso Cristo necesitaba ser redimido también de las consecuencias del pecado?. Ciertamente podemos estar seguros de que Jesús, no habiendo sido concebido de hombre sino de manera sobrenatural, no estaba en absoluto contaminado por el pecado. Y aún así, y para hacerse uno con nosotros, asumió la condición de un pecador ante Dios, no a causa de sus propios pecados sino precisamente de los nuestros. Cristo cargó con la culpa de los pecados de toda la humanidad, y por ello cumple en su bautismo con la voluntad del Padre y con su Justicia: “Pero Jesús respondió: deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia” (Mat.3:15). Con este acto bautismal, Cristo recibe el lavamiento para nuestra regeneración, la cual será completada en la Cruz, y con este acto, se hace solidario con nosotros y por nosotros. Su bautismo es pues la primera muestra de amor de Dios en Cristo hacia la humanidad caída, el primer sacrificio que Él ofrece por nosotros en su vida terrenal. Por ello, vivir la fe cristiana es vivir en la certeza de que nuestros bautismos están conectados también con aquel bautismo llevado a cabo por Juan en la figura de Jesús. Nuestro bautismo recibe su eficacia precisamente de ése bautismo definitivo que nos narra el Evangelio de hoy.

Morir con Cristo para nacer en Cristo

Ya hemos hablado en la introducción de la paradoja que resulta al hablar de muerte y nacimiento en este orden. Sin embargo, este esquema es el que necesitamos para comprender cómo en el bautismo se produce nuestra primera muerte, aquella que está relacionada con el pecado: “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?. ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?. Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo” (Rom.6: 2-4). Esta muerte es necesaria para que la consecuencia del pecado, que es nuestra separación de Dios, quede ahogada en las aguas bautismales, y de allí se levante un hombre nuevo vivificado en Cristo y que recibe el beneficio de la justificación lograda por Él en la cruz: la vida eterna por medio de la fe. Ello es posible por la íntima conexión entre el bautismo de Jesús y su muerte en la Cruz, hasta tal punto que Cristo llama a su muerte una forma de bautismo : “De un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y cómo me angustio hasta que se cumpla” (Luc 12:50). Todo este lenguaje de muerte, resurrección y nuevo nacimiento quedaba en los primeros tiempos del cristianismo, muy bien ejemplificado visualmente en el bautismo por inmersión. Allí el catecúmeno era sumergido completamente en el agua, para salir de ella a semejanza de una tumba. Pero aunque esta práctica no es la habitual actualmente a la hora de administrar el sacramento, los efectos prácticos para la vida del creyente son los mismos: morimos al pecado y somos sepultados con Cristo, para que nuestro viejo ser muera y un nuevo hombre renazca: “A fín de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Rom 6: 4). Por tanto, la aparente incongruencia entre morir primero y nacer después, queda aquí resuelta y aclarada.

Viviendo nuestro bautismo para vida eterna

El agua es fuente de vida, y uno de los elementos más puros que existen en la naturaleza. No es casualidad que Dios la escogiera como signo visible, para un acto tan trascendental en la vida espiritual del hombre como es el bautismo. Desde los inicios de la Creación, el agua ha tenido una consideración especial como leemos en el libro del Génesis, en una prefiguración temprana del propio bautismo: “Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gen. 1:2). Y es este mismo Espíritu el que se hace presente en el Jordán sobre Jesús, donde es declarado “Hijo amado” (v.11), y en quien Dios afirma que tiene complacencia. Cristo con su bautismo, ha cumplido la voluntad del Padre, asumiendo sobre sí la tarea de redención de la humanidad, y dando con ello inicio a nuestra propia redención. ¿Qué debe por tanto significar para nosotros nuestro bautismo a la luz de estos hechos?, ¿y cómo puedo hacerlo algo actual, eficaz y presente en mi vida?. En primer lugar debemos recordar que la eficacia del bautismo es permanente, es decir, su alcance abarca toda nuestra vida, pues: “todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gal. 3:27). Y revestidos de Cristo, ahora nuestra vida mira el futuro eterno con esperanza y la seguridad de que por medio de la fe tenemos una nueva identidad, una nueva personalidad que nos identifica como “Hijos amados” de Dios. Ahora somos incorporados al cuerpo místico de Cristo, junto a todos los creyentes en “un cuerpo, y un Espíritu..un Señor, una fe, un bautismo” (Ef. 4: 4-5). Ya no somos más extraños para Dios, sino miembros de Su Iglesia Universal, de aquellos que han puesto su fe en que muriendo con Cristo: “creemos que también viviremos con él” (Rom. 6:8). Y cada día, al despertar, podemos vivir confiados en estas certezas que hacen que cada nueva jornada, el bautismo por el que fuimos recibidos por Dios como hijos suyos, vuelva a vivificarnos, a garantizar el pacto que existe entre Dios y nosotros por medio de la fe en Cristo. Hemos sido sellados como miembros de la familia celestial, y la mejor garantía de ello es la propia Palabra de Dios, la cual nos asegura que: “ahora que habéis sido liberados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fín, la vida eterna” (Rom. 6: 22).¡Regocijémonos pues por ello y tengamos presente la gracia de Dios derramada en nosotros por medio del Agua y del Espíritu!.

CONCLUSIÓN

Cristo dio inicio a su vida pública en la tierra asumiendo por nosotros la condición de un pecador.

Y para cumplir con la voluntad del Padre, fue bautizado aún cuando no había pecado en Él.

Gracias a ello y a su posterior “bautismo” de sangre en la Cruz, Jesús ganó para nosotros salvación y vida eterna. Y por ello los seres humanos reciben la gracia de Dios que es por medio de la fe en Cristo. Una fe que se nos otorga de manera eficaz también en el sacramento del bautismo. Y todos los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, hemos sido revestidos de Cristo. Para que también nosotros podamos ser proclamados como Hijos Amados del Padre (v.11), y recibamos la acción vivificante del Espíritu Santo.

Recordemos esto, y la nueva vida que hay en nosotros, cada día, en la certeza de que Dios mantiene intacto su pacto de salvación con nosotros, sellado por medio del Agua y del Espíritu, por encima de nuestros pecados y transgresiones. Todo ello por pura misericordia divina y sin mérito alguno por nuestra parte. Sólo por fe, sólo por gracia, sólo por Cristo. Que así sea, Amén.
J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo, Sevilla