domingo, 23 de septiembre de 2012

17º Domingo de Pentecostés.


”Poniendo la mente en las cosas de Dios”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

 

Primera Lección: Jeremías 11:18-20

Segunda Lección: Santiago 3:13-4:10

El Evangelio: Marcos 9: 30-37

Sermón

         Introducción

Al ser humano le gusta vivir la vida según sus propios criterios, siendo el director de la misma, y a casi nadie le gusta que otro decida los pasos que ha de dar en ella. Desde la caída, el ser humano se ha empecinado en vivir la vida según su única y exclusiva voluntad. Y si a ello le sumamos el deseo de anteponer nuestros deseos carnales a la voluntad del Señor, tenemos la mezcla perfecta para que nuestra mente comience a buscar su propio camino y trate de conformar la realidad a su propio parecer, resistiéndonos incluso en algún caso a los designios de Dios. Los Apóstoles no fueron ajenos a este hecho, y así en un primer momento se escandalizaron incluso del plan de salvación. Crearon en sus mentes una idea de cómo debían ser las cosas junto a Cristo, y comenzaron a organizar el Reino según sus propios deseos y su visión particular. No querían entender que, tal como nos recuerda Dios en su Palabra: “mis pensamientos nos son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos ” (Is 55:8), y de la importancia de renunciar a nuestros propios deseos y anhelos, para conformar nuestra mente según la voluntad del Padre.

         La voluntad del hombre no puede prevalecer sobre la de Dios

La paciencia es una virtud necesaria en muchos ámbitos de la vida, y en muchos casos es imprescindible. Un maestro se aplique a la disciplina que sea, necesita cultivar la paciencia como método para romper la dura cáscara que la ignorancia o la obstinación de un discípulo suelen llevar puesta. Y Jesús mostró con los Apóstoles una gran paciencia, como podemos leer en el Evangelio de Marcos. Pues no era la primera vez que Cristo les explicaba y aclaraba cuál era en realidad su misión aquí en la tierra (Mr 8:31), de cómo debía desarrollarse la misma y la manera en que el plan de Dios llegaría a su cumplimiento. Y de nuevo Jesús, como vemos en la lectura de hoy, les anunció a los Apóstoles la dinámica del plan de salvación, el cual incluía rechazo, muerte y resurrección: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán: pero después de muerto, resucitará al tercer día” (v31). Sin embargo, aun habiendo tenido conocimiento de este plan, los discípulos no entendían que el camino que se les ofrecía no es otro que el camino de la Cruz, e intuían en las palabras de Jesús, no la victoria mesiánica que ellos habían imaginado, ni la instauración de un reino al más puro estilo terrenal. Parecían percibir que a partir de ahora, su vida sería transformada en una vida de sacrificio que les conducía a seguir a su maestro hasta el mismo Calvario. Los discípulos, hombres carnales también, trataron de crear una realidad acomodada a sus propias ideas y deseos, y haciéndolo cerraron sus oídos a Cristo siendo invadidos por la inseguridad y el miedo: “Pero ellos no entendían esta palabra, y tenían miedo de preguntarle” (v32). La confianza en su Dios y en el hecho de que Él siempre quiere lo mejor para nosotros flaqueó, llegando incluso en el  caso de Pedro, a oponerse al plan de salvación para la humanidad: “Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle. Pero Él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! Porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mc 8: 32-33). Así también nosotros vivimos la vida en muchas ocasiones; queriendo caminar en la comodidad de una fe adaptada a nuestros criterios personales, pero sin entender que en este mundo, a veces, el dolor y el sufrimiento son las cruces que nos toca llevar: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mc 8: 34). Esta es una realidad muy dura para nosotros, pues no se nos promete felicidad sin medida, ni una vida siempre próspera, pero sí fuerza y sostén para enfrentar los momentos difíciles. Y es que en el fondo, todos creemos saber qué es lo mejor para nosotros mismos e incluso para los demás, pero olvidamos que sólo Dios tiene la visión de conjunto que permite saber qué es lo mejor en cada momento, y de cómo deben ser las cosas. Nuestro entendimiento es limitado e imperfecto, y sólo podemos ver pequeñas parcelas de la vida, de ahí que nuestro juicio suela errar fácilmente al abordar cuestiones trascendentes y profundas. Por ello el cristiano reconoce en humildad que la única voluntad que puede y debe prevalecer es la del Señor, aunque sus designios sean incomprensibles en ocasiones para nosotros. Preguntémonos pues: ¿Nos hemos rebelado alguna vez, enfrentando nuestros propios intereses contra la voluntad del Padre?.

         Dios rechaza nuestros deseos egoístas

No sabemos si la elección de tres discípulos (Pedro, Jacobo y Juan) para presenciar la transfiguración de Jesús (Mc 9: 2-13), pudo haber generado suspicacias entre los Apóstoles, las cuales les llevaron a polemizar y plantearse algo tan mundano como los roles o la jerarquía entre ellos. Aún así es evidente que en el ser humano anida el deseo de la primacía, de estar sobre los demás, de tener siquiera un atisbo de poder sobre otros. La atracción del poder, el querer ser importantes, es algo innato al ser humano desde los comienzos de la humanidad en este mundo, pero Jesús nos advierte repetidamente que la actitud correcta del creyente debe ser, no la del poder o la primacía, sino la del servicio: “Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos” (v35). Porque recordemos que hemos venido a esta vida con dos misiones para cumplir: amar a Dios por encima de todas las cosas y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Lc 10:27). Ambas están tan íntimamente relacionadas que no es posible cumplir una sin cumplir la otra. Y Jesús es nuestro ejemplo para ello, pues amando al Padre y sirviéndole al someterse a Su voluntad, se convirtió a su vez en servidor nuestro rescatándonos de la oscuridad donde nos encontrábamos. Y si olvidamos este requisito básico del servicio en nuestra vida, pronto el viejo Adán comenzará a generar en nosotros otros deseos y otras inquietudes. Nos será difícil sacrificar nuestro tiempo por otros, dedicar esfuerzo a ayudar allí donde sea necesario, actuar para que la Palabra sea proclamada y ver en los demás a aquellas ovejas sin pastor de las que hay que tener compasión (Mc 6:34). Y debemos tener en cuenta llegado este caso, que incluso la Iglesia como comunidad puede convertirse también en un refugio para nuestra conciencia, pero desconectada del mundo sufriente que aguarda fuera de ella. O peor aún, puede convertirse en el medio para alcanzar nuestras aspiraciones de relevancia y poder. Y ya hemos comprobado que ni los Apóstoles estuvieron libres de caer en este pecado. El mensaje de Jesús ante esto es claro: Dios rechaza toda aspiración en la vida de fe que no se oriente al servicio y a la entrega personal por la causa del Reino, y Él es el modelo a seguir. ¿Qué nos mueve a nosotros como creyentes en relación a nuestra fe?. Ya hemos dicho que debiera ser el amor a Dios en Cristo en primer lugar, pero inmediatamente también el amor por aquellos que no conocen al Padre, pues desconocen a Jesús, y por todos los que sufren en general. Si anteponemos esto a todo lo demás, caminaremos en la dirección correcta y nuestra fe crecerá y se robustecerá, de lo contrario nuestra voluntad irá torciéndose hacia los deseos egoístas que buscan únicamente el beneficio propio.

         Sirviendo a Cristo en los más débiles

Servir a un rey ha sido considerado a lo largo de la Historia todo un honor. Tal es así que en los banquetes reales de España y otros países, no era infrecuente que los sirvientes cercanos a la monarquía fuesen nobles de alto rango. Sostener la copa del rey o vestir a una reina era un privilegio reservado a unos pocos escogidos. Sin embargo servir a un mendigo puede parecer a los ojos del hombre, un servicio menos digno o importante como para ser tenido en cuenta. De nuevo, solemos asociar la importancia del servicio con la dignidad y el poder del que lo recibe. Pero para Jesús, el enfoque es totalmente diferente: “Y tomó a un niño, y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos, les dijo: El que reciba en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió” (V36-37). Con este ejemplo Cristo nos transmite que el servicio a alguien tan aparentemente indefenso y falto de poder como un niño, es un servicio muy valioso a los ojos de Dios. Servir al débil e indefenso, al marginado, al que no puede valerse por sí mismo, es servir a Cristo mismo y por ende al Padre. No hay pues servicio pequeño o falto de importancia, y precisamente son aquellos que más lo necesitan en nuestra sociedad los que deben ser servidos con más esmero. Nuestro Dios no se olvida de los más necesitados y desvalidos, y de ello la Palabra nos da muchas y precisas muestras: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Stg 1:27). Por otro lado, este niño elegido y dignificado por Jesús ante los discípulos como modelo de su enseñanza, nos llama a vaciar nuestra mente de prejuicios y de temores, y a entregarnos a Cristo con la confianza propia de los más pequeños. De alguien que no duda que Jesús ha venido a traernos el mejor regalo que es posible recibir en esta vida, y a aceptarlo sin reservas: perdón y reconciliación con Dios. Pues un corazón que recela o desconfía, es un corazón que no puede disfrutar de la Paz de Dios en Cristo, ya que no cree en fe en las promesas divinas. Un corazón así es: “semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Stg 1:6). Por ello si queremos servir: “renovaos en el espíritu de vuestra mente” (Ef. 4:23), y vivamos en la confianza plena en la voluntad del Padre, viviendo en la paz de Cristo.   Y luego, sirvamos a otros como testimonio del Amor de Dios que reside en nosotros por obra del Espíritu Santo. 

         Conclusión

Nos gusta ver la realidad según nuestros propios criterios y solemos oponernos a todo lo que no encaja en nuestros planes. Sin embargo, en nuestra relación con Dios no podemos aplicar este enfoque. Moisés fue enviado a enfrentarse a Faraón contra su voluntad, Jonás fue a Nínive después de huir de Dios, Pedro se opuso inicialmente al plan de salvación, y probablemente algunos de nosotros no quisimos en algún momento, oír la voz del Padre indicándonos algunos de los caminos que debíamos transitar. Pero la voluntad divina es la única que puede llevarnos sin embargo por caminos de Verdad y Vida. Y esta voluntad además nos llama a abandonar nuestros egoísmos y deseos mundanos, y a concentrarnos en lo verdaderamente importante: el servicio a Dios y al prójimo. Y dentro del servicio, se nos enseña que los más débiles tanto en lo espiritual como en lo material son la opción preferida del Padre. Agucemos pues nuestros sentidos espirituales, miremos alrededor buscando lugares donde el dolor, el sufrimiento y sobre todo, la necesidad sanadora del Evangelio sea manifiesta, y haciéndolo así: “servios por amor los unos a los otros” (Gal 5: 13).¡Que así sea, Amén!.                             
                          J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                            

domingo, 16 de septiembre de 2012

16º Domingo de Pentecostés.

“Las Sagradas Escrituras, el Sostén De La Iglesia”
Sermón de Lutero sobre Romanos 15:2-4.
Romanos 15:2-4. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación. Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí. Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza.
 
Introducción: El sufrimiento paciente es una de las características de la iglesia. Para dar también a esta hora vespertina lo que le corresponde, oigamos lo que Pablo nos enseña en el comienzo de la Epístola para el domingo de hoy. En las frases que le preceden, había dado una exhortación en el sentido de que debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos. Como ilustración, Pablo cita el ejemplo de Cristo, recalcando que “ni aun Cristo se agradó a sí mismo, sino que (se humilló) y soportó a todos los míseros pecadores y sus maldades, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí” (Salmo 69:9).
Debemos cuidarnos del mal obrar, y del regocijarnos por el infortunio de los demás. Esta enseñanza atañe sólo a la manada pequeña de los que son cristianos de verdad y toman el evangelio en serio.
 
Ellos proceden tal como procedió Cristo, que no se lisonjeaba a sí mismo ni se reía maliciosamente como lo hace el mundo, que se regocija por el infortunio del prójimo y se ríe cuando a otro le va mal. Semejante proceder no es una virtud cristiana sino un vicio satánico. Si uno ve que en alguna cosa tiene una ventaja sobre otro, la aprovecha sin el menor escrúpulo; si él mismo es rico, influyente, etc., señala con el dedo al que no lo es, o si le ve a éste en la desgracia, se ríe de él. Gente de esta laya es la que el Evangelio retrata en la persona de aquel fariseo que dijo: “Yo no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano” (Lucas 18:11). El mayor gozo para ellos es ver que otros son inferiores a ellos. Es, por desgracia, un vicio muy general que uno se complazca en el daño del otro, cuando en realidad debiera hacer lo contrario, y compadecerse del que sufre el daño. Si Cristo hubiese querido practicar esta detestable virtud, podría haberlo hecho sin ninguna dificultad. Pues él era santo e irreprochable, nosotros en cambio somos todo lo contrario; de ahí que con pleno derecho podría habernos echado en cara: “Vosotros sois unos malévolos, pero yo soy libre de faltas”.
 
Nosotros no tenemos ningún derecho de hablar así, ¡y sin embargo, lo hacemos!
En la compasión con las debilidades de otros se revela el carácter cristiano. Es necesario, por ende, que aprendamos de Cristo el arte de contristarnos al ver una falta en el prójimo, ante todo cuando se trata de faltas en cosas espirituales. En relación con esto dice San Agustín: “El indicio más claro para conocer si un hombre 'es del Espíritu' (Romanos 8:5), es cuando no se alegra por la desgracia ajena, y cuando no se pavonea ni se engríe al entrar en contacto con personas que han pecado y han sufrido una lamentable caída personas, por supuesto, que no han pecado deliberadamente, y que después de caídas vuelven al buen camino.
 
Antes bien, el comportamiento verdaderamente cristiano exige que uno sobrelleve con paciencia al otro, y que no le trate con displicencia aun cuando vea en él algo que le desagrada”. Por desgracia, mayormente no se procede así. Resulta muy difícil para los cristianos. Sabemos que hay muchísimos que se ríen cuando ocurre una desgracia; incluso nuestros “evangélicos” no podrían imaginarse un regocijo más grande que el vernos a nosotros pasando malos momentos.
Nosotros empero, que queremos ser cristianos de verdad, no debemos gozarnos, sino sentir compasión ante los defectos de otra persona. Así lo hizo Cristo. Él tomó muy en serio aquello de la compasión no sólo respecto de nuestros pecados menudos sino también respecto de casos graves e importantes que nos hacían perder el favor de Dios y nos acarreaban la condenación eterna en el infierno. Antes de permitir esto, Cristo prefirió cargar sobre sus propios hombros nuestra culpa. Si esto lo hizo él, que a pesar de ser completamente inocente nos socorrió en peligros tan enormes ¿qué habremos de hacer nosotros en los casos de escasa importancia, nosotros que somos culpables, en tanto que él no lo era? ¡Y sin embargo, no lo hacemos!
 
I. Las Escrituras como fuente de energía para la paciencia en los sufrimientos.
 
El mundo desprecia el consuelo de las Escrituras.
“Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza”. Éste es el tema fundamental que el apóstol quiere presentarnos: El cristiano debe tener paciencia, no sólo para con los que nos persiguen, sino también para con nuestra propia gente. Debo sufrir con paciencia no sólo que nos persigan los reyes, el emperador y otros poderosos de esta tierra, sino que debo mostrar paciencia también para con mis hermanos si tienen algún defecto o hacen algo que me desagrada. El mundo dirá: “Mal consolador es aquel que no tiene otro consuelo que un simple “ten paciencia”. Con esto pueden ir a consolar a los difuntos”. Pablo por su parte insiste en su admonición: “Tened paciencia, y consolaos con las Escrituras”. “¿Qué hacemos con esto?”, pensarán muchos; “mejor consuelo sería recibir una bolsa repleta de florines, o al ver que un asunto no prospera, arreglar las cosas a puñetazos.” Sin embargo, Pablo me manda estar tranquilo y tener confianza, y me remite para ello a las Escrituras. El mundo entre tanto alaba a aquel que tiene por su dios al Dinero y que confía en la sabiduría y en el poder, y nos pregunta: “¿Qué vale un consuelo que no nos ofrece otra cosa que unas cuantas palabras de la Escritura?” Así es como opina el mundo.
 
En las Escrituras, el cristiano halla un consuelo seguro.
Pablo en cambio dice: “Si queréis ser cristianos, no podréis esperar otra cosa; conformaos con que tenéis que tener paciencia, y que no recibiréis otro consuelo que el que os dan las Escrituras”. Posiblemente, esto sea el camino angosto y la senda estrecha que lleva a la vida.
Consuélate con esto, para que adquieras paciencia y puedas hacer frente al emperador, a los obispos y a todos los demás que quieran inquietarte. Pero ¿será cierto que mi mayor consuelo contra los sectarios, contra los malos vecinos, nobles, campesinos y conciudadanos, es tener paciencia y poseer las Escrituras? ¡Sin duda alguna! Es cierto: ellos hacen lo que se les antoja, cometen atropellos contra mí, pisotean mis derechos; tienen en su poder la administración de la justicia, tienen dinero, tierras, gente; y yo, ¿qué tengo? ¡Este libro! Con él debo defenderme, otra cosa para consolarme no tengo fuera de este libro de papel y tinta. Por ende, el cristiano ha de contentarse con que la Escritura es su único consuelo. ¿O me consolaré con el emperador? No me convence. Si me consuelo con el príncipe elector de Sajonia, con vosotros, los feligreses de Wittenberg, con mi dinero, con mi sagacidad, con la esperanza de que al fin lograré hacer las cosas tal como lo tenía planeado entonces ya puedo dar el juego por perdido. ¿Dónde están los que en aquellas situaciones extremas, cuando Satanás los tienta al máximo, no tienen otra cosa en que apoyarse sino este bastón llamado Escritura? Dichosos ellos, pues así debe ser; de lo contrario podríamos pasarnos también al bando del papa y consolarnos con la sapiencia de éste.
 
Quien quiera aprenderlo, aprenda pues de este texto qué es la Escritura, y qué es lo que hace decir a Pablo con tanta osadía: “Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza”. Esto no fue dicho solamente contra el mundo. El mundo halla su consuelo en una bolsa henchida de dinero y en una bodega abarrotada de barriles con cerveza. Y en esto son iguales el campesino, el noble y el hombre de la ciudad: únicamente los consuela el saber que tienen suficiente provisión de dinero, alimento y bebida, etc. Pero ¿qué pasa si todo esto no surte el ansiado efecto en la hora de la muerte y del juicio? ¿O qué pasa si tu soberano está airado contigo, ciudadano, y tú tienes una bolsa llena de florines, o si el noble está enemistado contigo, campesino, y tú tienes una buena cantidad de bolsas de trigo? — ¿de qué te sirve entonces el dinero y el trigo, si te lo quitan? Lo que pasa es lo siguiente: Cuando te ves en dificultades y tribulaciones, todas estas cosas no te brindan ningún consuelo, ninguna esperanza. Al fin tendrás que recurrir a las Escrituras para buscar en ellas tu consuelo.
 
II. La Escritura es la palabra personal de estímulo que Dios nos dirige. Dios se opone al despreció de su palabra que manifiestan los sectarios.
Las palabras de Pablo tienen aún otro destinatario: también los sectarios hablan blasfemias de las Escrituras y dicen: “Son meras letras, impresas sobre papel; ¿qué consuelo le pueden dar a mi corazón?” Münzer se burlaba de nosotros y nos llamaba escribas; pero en el momento decisivo fracasó. Y bien: ¿en qué consisten las enseñanzas bíblicas sino en letras del alfabeto? Y sin embargo, no nos fracasan. Esto es precisamente lo peculiar de la palabra de Dios: está escrita en libros, y no obstante tiene el poder de infundir consuelo; y este consuelo que nos dan las letras ha de llamarse “Dios en los cielos”. Por esta razón predicamos la palabra de la Escritura.
Dios da poder eficaz también a su palabra escrita.
 
Es verdad: la palabra predicada a viva voz tiene, comparativamente, algo más de vida que la letra de la Escritura. Dios dijo: Cuando el sacerdote aplica el bautismo, traslada al niño de la potestad del diablo al reino de Dios; y por medio de sus palabras, efectivamente lo libra del diablo. Y de la misma manera fueron librados del poder del diablo todos los santos desde el tiempo de los apóstoles. Igualmente, si al confesar mis pecados oigo la palabra con que se me pronuncia el perdón: esta palabra me salva. Lo mismo ocurre cuando oigo las palabras, dichas en viva voz, de un sermón: son palabras como las que dice un campesino en la taberna; pero son palabras que tratan de Cristo, y por eso son palabras de salvación, de gracia y de vida, que salvan a todos los que creen en ellas.
 
Pero otro tanto ocurre también cuando no puedes ir a escuchar el sermón y lees las Escrituras en tu casa. Entonces Dios te dice: “Este pasaje de la Escritura que estás leyendo, se compone de letras impresas; sin embargo, por cuanto esta Escritura te habla de aquel hombre llamado Cristo, tiene la virtud de darte la vida”. Esto es en verdad un milagro sublime: que Dios descienda a tal profundidad y se sumerja en letras impresas y nos diga: “Aquí, un hombre ha hecho un retrato mío; a despecho del diablo, estas letras habrán de irradiar el poder de hacer salvos a los que creen lo que dicen”. Por lo tanto, la Sagrada Escritura es una señal puesta por Dios; si la aceptas, eres bienaventurado, no porque sea una señal hecha con tinta y pluma sino porque señala hacia Cristo. Así ocurrió con el pueblo de Israel en el desierto: allí, Dios ordenó a Moisés: “Levanta una asta y pon sobre ella una serpiente de bronce; cualquiera que fuere mordido por una serpiente y mirare a la serpiente de bronce, vivirá”. Y ¿qué era aquello? Nada más que dos letras, madera de la cruz y serpiente, S (serpiente) y C (Cruz), y no obstante, Dios añadió: “Cualquiera que mirare a la serpiente de bronce, vivirá”, o sea: “Yo quiero que el remedio sean justamente una asta y una serpiente; y quiero que éstos tengan tal poder que quien los mirare, vivirá”. Lo mismo tenemos aquí: La voluntad de Dios está oculta allá arriba en el cielo; no obstante, él nos dice: “Esta Escritura la hice escribir yo, y al que cree lo que ella dice, a éste le infundiré consuelo y confianza”. Pero los sectarios, estos malvados, abrogan no solamente la palabra de Dios escrita sino también la palabra hablada, a pesar de que es ésta la que los condujo a ese “espíritu” del que hacen tanto alarde. ¿O acaso, para poseer el espíritu, no tuvieron que oír o leer primero la palabra? Yo al menos llegué al conocimiento de la justificación solamente por haber leído en las Escrituras y haber oído en la predicación oral que Cristo murió por mis pecados.
 
En las Escrituras, el Dios viviente nos fortalece mediante su consuelo.
Por esto Pablo quiere exhortarnos en nuestro texto, por orden de Cristo, a que tengamos en alta estima a las Escrituras, ya que ellas nos enseñan la paciencia que tanto necesitamos. “Me es imposible”, dice, “predicaros otra cosa sino que el reino de Cristo es un reino de la paciencia y del sufrimiento”. Si el mundo nos inflige ofensas y daños, y si Satanás nos atormenta así es como debe ser. Cristo mismo lo predijo: “El mundo os aborrecerá” (Juan 15:19). Así que: el que nos aborrece, nos da lo que nos corresponde, puesto que nos corresponde ser odiados, ya que el reino de Cristo y la vida en Cristo ha de llamarse no una vida gloriosa, sino una vida de padecimientos. Por otra parte, aquellos impíos “evangélicos” que se tienen a sí mismos por buenos cristianos ciertamente no obran bien al perseguirnos con su odio, pues el que en verdad es cristiano, no trata de esta manera a su hermano en la fe. En cambio, de parte de los que no son cristianos, no podemos ni debemos esperar otra cosa que vejaciones; en lo que al trato con ellos se refiere, nuestra vida debe ser vivida bajo el signo de la paciencia. “Para azotes estoy hecho” (dice el Salmo 38:17). El que no quiera avenirse a esto asóciese al mundo; en el papa y en los grandes señores hallará amigos mejores que le colmarán de dinero y de bienes. Pero el que quiera ser cristiano, aténgase a la realidad: y la realidad nos impone tener paciencia, soportar que otro me cause perjuicios que afectan mis bienes y mi honor, mi cuerpo y vida, mi mujer e hijos. Pues así debe ser.
 
“¿Con qué me consuelo entonces?” “Yo no te puedo ayudar; tendrás que sufrirlo con paciencia.” “Pero no puedo”, me dices. “Te daré un consuelo”. “¿Qué consuelo?”  “Las Escrituras”. “Pero con esto no me das más que palabras y letras. No quiero palabras. Son como tamo que el viento se lleva”. Si no quieres las Escrituras para consolarte, vete a los que tienen las muchas bolsas de trigo y el gran capital y la profunda sabiduría. Pero si penetras en las profundidades de las Escrituras puede ser que lo que allí encuentras, te parezca tamo inservible, vacío, desmenuzado. Pero créeme: debajo de lo que te parece tamo, hay un poder como no te lo imaginas. Esta palabra que deposito en tu corazón, no te la derribará nadie, ni el emperador ni el mundo ni todos los tesoros de la tierra ni las bolsas de trigo ni los florines. Esta palabra, la débil pajita, se convertirá en un árbol, más aún, en una roca. El mundo arremeterá contra ella, pero en vano. Pues donde están las Escrituras, allí está Dios: ella es suya, es su señal, y si la aceptas, has aceptado a Dios. ¿Qué te parece ese vecino que se llama “Dios”? Con él a tu lado, ¿qué te puede hacer la muerte o el mundo? Es verdad: las Escrituras son tinta, papel y letras.
 
Pero allí hay Uno que dice que estas Escrituras son suyas, y ese Uno es Dios, comparado con el cual el mundo entero es como “la gota de agua que cae del cubo” (Isaías 40:15). En los oídos del mundo, la exhortación de Pablo a la paciencia es un pobre consuelo; v suena a debilidad si recomiendo leer un pasaje bíblico y recitárselo al que está falto de consuelo. Sin embargo, en este pasaje bíblico, el hombre se encontrará con un Señor frente al cual el mundo es una nada. Todo depende de la fe. Si mides con la vara de la razón, lo que acabo de decir suena a tonterías, ya que según esto, “dar consuelo” de ninguna manera significa hartar a uno de bienes, honores y dinero. Pero ¿de qué te serviría todo esto? En cambio sí te servirá si tomas un pasaje de las Escrituras y te atienes firmemente a él, como está escrito: “Esforzaos todos vosotros los que esperáis en el Señor, y tome aliento vuestro corazón” (Salmo 31:24).
 
Resumen final: nuestra esperanza no será defraudada Pablo refiere nuestro texto en primer lugar a ese vicio de que queremos agradarnos a nosotros mismos; en lugar de esto, uno debe sobrellevar al otro, como ya lo dije al comienzo de nuestro sermón de hoy. Nos cuesta tener que soportar tantas cosas; es grande la maldad que se practica en todos los sectores de la sociedad, y mucho de ello nos afecta personalmente. Más fácil sería defendernos contra los que nos molestan. Pero no; lo que nos cuadra es ser sufridos y pacientes. La paciencia engendrará en nosotros la esperanza. Jamás aprenderemos a tener esperanza si no estamos agobiados y cansados. Así me pasa particularmente a mí: a menudo me pareció que casi no podía aguantar más; sin embargo, la esperanza me mantuvo en pie. A esta esperanza nos impelen nuestros adversarios al enseñarnos paciencia en las tribulaciones; y esta esperanza viene por la paciencia y por la Escritura. Y la esperanza que tenemos ahora, no será defraudada; de esto estoy completamente seguro. Pues en Romanos 5 (v. 5) leemos: “Lo que hemos predicado y creído, no nos hará pasar vergüenza”.
 

sábado, 8 de septiembre de 2012

15º Domingo de Pentecostés.


  1. ”¡Abrid los oídos y que vuestra lengua proclame a Cristo!”

 

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     

 

Primera Lección: Isaías 35:4-79

Segunda Lección: Santiago 2:1-10, 14-18

El Evangelio: Marcos 7: (24-30) 31-37

Sermón

         Introducción

Algunos sentidos físicos están tan íntimamente relacionados, que cuando uno no funciona correctamente el otro se resiente igualmente. Es lo que ocurre con el habla, la cual queda dificultada cuando falla el oído. Y sorprendentemente en la vida de fe el proceso es análogo: cuando nuestros oídos se cierran a la Buena Noticia (Evangelio) del perdón de pecados, nuestra lengua queda igualmente muda para proclamar que en Cristo y sólo en Él puede el hombre encontrar Vida y Salvación. ¿Cómo solucionar pues este problema?, ¿cómo hacer que el ser humano libere sus oídos para escuchar esta Palabra que viene a nosotros y poder proclamarla?. Ciertamente el hombre por sí mismo no puede lograr tal cosa, al igual que el sordo y tartamudo de nuestra lectura del Evangelio de Marcos no pudo por sí mismo librarse de su sordera ni liberar su lengua. Es la Palabra por medio de la acción del Espíritu Santo la que hace resonar nítidamente en nuestra mente la voz de Cristo, la voz que llama a los hombres a seguirle en el camino de la fe. Él es quien pronuncia el “Efata”,  el “sé abierto” de nuestros oídos para nuestra salvación y el que desata nuestra lengua para testimonio ante el  mundo.

         El Espíritu Santo nos libera de nuestra sordera espiritual

Oír es una de las facultades con las que Dios proveyó al ser humano en la Creación, y por medio de este sentido nos relacionamos de manera importante con el mundo que nos rodea. Sin embargo, hay personas que nacen sin, o pierden, esta capacidad de oír en sus vidas. Con ello pierden una parte importante de la información que reciben y, como el caso de la música, pierden también el experimentar sensaciones que trascienden el mero sonido y tocan el alma. Existen igualmente personas que pierden información sobre los sonidos por no prestar la debida atención, e incluso personas que cierran sus oídos conscientemente en función de lo que quieren oír o no. La Palabra nos enseña con claridad que este último es el caso en el que el ser humano en general se encuentra en relación a Dios. El pecado, que impregna todas las dimensiones de nuestra realidad, afecta igualmente a aquello que deseamos oír. Y al igual que un niño no desea escuchar la voz de un adulto que le recrimina una mala acción, el hombre en su estado natural no desea escuchar la Palabra que le indica dónde está su pecado, los senderos por los que debe caminar, ni aquellos que debe evitar. Da igual el idioma o la manera en la que esta Palabra se le presente, el oído del hombre está naturalmente cerrado a la misma: “En la Ley está escrito: En otras lenguas y con otros labios hablaré a este pueblo; y ni aún así me oirán, dice el Señor” (1ª Cor.14:21). Y llegados a este punto nos parece estar ante una paradoja: el hombre necesita oír la Palabra de Dios para su salvación, pero sus oídos se cierran a la misma. ¿Cuál es la solución entonces a este dilema?. Lo que para el hombre es imposible, no lo es sin embargo para Dios (Lc 1:37), y así el Espíritu Santo actúa en esta Palabra proclamada abriendo el entendimiento del hombre, liberando sus oídos y permitiéndole escuchar con nitidez el anuncio de su liberación en Cristo Jesús de las consecuencias de la caída de nuestros primeros padres: la muerte y condenación eternas, “Porque la paga del pecado es muerte” (Rom 6:23). Sólo pues por medio de esta acción del Espíritu, puede el hombre abrir sus oídos y escuchar las buenas nuevas de perdón y salvación de parte de Dios. Por eso es necesario que esta Palabra siga siendo proclamada hasta el fin de los tiempos, pues Ella es el vehículo, el medio que Dios está usando para redimir a todas las naciones. Sin embargo vemos como algunos a los que esta Palabra de Vida alcanza, continúan rechazándola y siguen sordos a la misma. ¿Cómo es esto posible?. La Palabra es clara al respecto: Estos son los que endurecen su corazón, los que lo cierran a la oferta de perdón, los que se niegan a reconocerse mendigos de la misericordia divina. A estos Jesús les dice: “¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón?, teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?” (Mr 8:17-18). Por estos debemos orar especialmente, para que el Señor siga trabajando en sus corazones, para que al fin, y liberados de su sordera oigan la voz del Padre celestial que los llama en Cristo: “Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios, porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo” (Jl 2:13).

         La Palabra libera nuestra lengua para proclamar las maravillas del Señor

El sordo de la lectura de hoy, añadía a su trastorno el ser tartamudo. Es decir, era incapaz por sí mismo de expresarse con claridad para pedir al Señor ayuda. Por esto fue llevado ante Él por algunos de los habitantes de la Decápolis, pidiendo por su curación. Una situación idéntica a la que afecta al ser humano, incapaz por sus propios recursos de  acercarse y restablecer su relación con su Creador, y dependiente de que la gracia lo alcance por medio del Espíritu Santo. Y Jesús tal como nos relata la Escritura una vez más, con este milagro muestra al pueblo que su misión es la liberación de las cadenas que aprisionan al ser humano en su vida cuando éste trata de vivir de espaldas a Dios. Pero ¿cuántos se sienten hoy prisioneros y encadenados en este mundo?, ¿cuántos viven conformes con su vida lejos de Dios y felices con la sordera y tartamudez de su corazón?. Estamos ciertamente en un mundo lleno de sonidos como nunca quizás en la Historia, pero donde la Palabra de Dios tiene poco eco entre sus habitantes. Sin embargo no dudemos un instante que, aún con este entorno poco favorable, la Palabra proclamada sigue actuando, sigue liberando almas cada día que son convertidas en testimonios vivos del nombre de Cristo. Pues si nos fijamos bien en lo que le ocurrió a aquél sordo, en el momento en que Jesús en oración proclamó su “¡Efata!”, no solo sus oídos fueron abiertos, sino que: “se desató la ligadura de su lengua, y hablaba bien” (v35). Este hablar bien supuso para este hombre a partir de entonces, no sólo poder articular correctamente su lenguaje, sino proclamar alrededor la alegría y la maravilla de una nueva realidad para su vida. A partir de ahora podía gritar  al mundo que Cristo lo había rescatado del vacío que lo rodeaba, y percibir con claridad la voz de Dios hablándole a él, a un pecador hasta entonces marginado y sin esperanza. Así ocurre cuando un alma perdida es rescatada por gracia, siente la necesidad irresistible de salir y de compartir con otros esta nueva realidad liberadora: “Y les mandó que no lo dijesen a nadie; pero cuanto más les mandaba, tanto más y más lo divulgaban” (v36). ¿Nos sentimos nosotros así cada día?, ¿sentimos que, al igual que el sordo del texto, nuestro corazón quiere proclamar las maravillas de nuestro Dios?. Porque existe el riego de que un cierto acomodo o pasividad impregne nuestro testimonio como cristianos. Y si bien es cierto que nuestra fe nos impulsa diariamente a ser testigos de Cristo allí donde vamos, de la misma manera estemos atentos siempre a que las palabras dirigidas a la Iglesia de Laodicea, no sean un mensaje dirigido en algún momento hacia nuestras propias vidas: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frio o caliente!. Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre ciego y desnudo” (Ap.3:16).

         Bien lo ha hecho todo

El milagro realizado por Jesús, y el testimonio de este hombre y de aquellos que lo presenciaron impactaron fuertemente a su entorno inmediato. Hasta el punto de que el pueblo reconoció a Cristo como aquél que “bien lo ha hecho todo” (v37). Y esta declaración nos retrotrae a los primeros momentos de nuestra Historia, donde después de finalizar la Creación de todo lo visible, “vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Gn 1:31). En esta afirmación reconocemos a Cristo como el Hijo de Dios “por quien todo fue hecho”, tal como nos recuerdan las palabras del Credo Niceno que recitamos. Él, el Creador del mundo, se ha hecho uno junto a nosotros en la figura de un hombre y llama ahora a su pueblo para traerles liberación y salvación: “todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice. Sacad al pueblo ciego que tiene ojos, y a los sordos que tienen oídos” (Is 43:7-8). Pero al igual que en los tiempos de Jesús, la ceguera y la sordera espiritual aún siguen abundando y dañando nuestro mundo. Un mundo que le pertenece a Él y a nadie más, y que reclama para su Reino. Porque este mundo pretende tener muchos amos, que prometen aquello que no pueden dar, puesto que no les pertenece: “Y le llevó el diablo a un alto monte, y le mostró en un momento todos los reinos de la tierra. Y le dijo el diablo: A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos.” (Lc 4:5-7). Estos son los mentirosos que por medio del engaño y las falsas promesas de éxito, poder o una vida placentera, arrastran a muchos a un espejismo, a la perdición. Pues sólo en Cristo puede el hombre triunfar verdaderamente, obtener el poder consolador del Espíritu Santo y vivir la verdadera felicidad y paz en su vida. No, este mundo no tiene más opciones: o sigue a Cristo o sigue a las falsas promesas. Y Jesús no está lejos ciertamente para tener un encuentro con Él, ya que siempre está buscando a ciegos y sordos a quienes sanar de su ceguera y sordera. Lo tenemos en su Palabra que recorre el mundo cada día, anunciando el perdón a los pecadores arrepentidos, y en el pan y el vino donde Él se hace presente para cada uno de nosotros. ¿Conoces a muchos de estos ciegos y de estos sordos?. Ayuda pues a llevarlos a Cristo, pues ellos necesitan al igual que el sordo del Evangelio, ser llevados ante Él. Con tu testimonio de vida y con tu proclamación del Evangelio. Pero recuerda que el Reino está cerca, y Jesús anuncia que: “Yo estoy a la puerta y llamo” (Ap 3:20). ¡El momento de ser testigos es ahora!.

         Conclusión

Sufrir de sordera o dificultades en el habla es una carga pesada para una persona. Sin embargo, es peor aún estar sordos a la voz de Dios que nos llama por medio de Su Palabra. Y también es trágico que el hombre, que disfruta de las maravillas de la Creación y de su propia vida, mantenga su lengua muerta para proclamar las grandezas de Dios en Cristo. Jesús vino a romper todas las barreras que impiden al hombre vivir en una relación viva con su Creador. Su sangre derramada en la Cruz es nuestro “Efata” que abre las puertas del Reino para nosotros. Por tanto, si has escuchado con claridad las buenas nuevas del Evangelio del perdón de pecados, ¿no han sido abiertos tus oídos?. Y si es así, tu lengua ha sido también desatada por Cristo. ¡¿Qué esperas para pues para proclamarlo?!. ¡Que así sea, Amén!                                               

                                                    J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo                                                            

domingo, 2 de septiembre de 2012

14º Domingo de Pentecostés.


   Comer para vivir

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                

Primera Lección: Deuteronomio 4.1-2, 6-9

Segunda Lección: Efesios 6.10-20

El Evangelio: Marcos 7.14-23

Sermón

El problema de la contaminación. Durante los últimos tiempos se ha hablado y se ha hecho mucho en lo concerniente a los problemas de contaminación y medio ambiente. Muchas veces los ecologistas parecen extremistas con su accionar, en cierta forma es bueno estar preocupados por el mundo de Dios y nuestra seguridad. Tratan de hacer que no se contamine indiscriminadamente, no se talen bosques o no se pongan en riegos de extinción ciertas especies animales.

Otros también están preocupados por la contaminación moral y quieren limpiar la televisión y el cine. Para otros la oración y la religión en las escuelas públicas o escenas del pesebre de nuevo en lugares prominentes en el tiempo de Navidad son contaminantes a la libre elección que las personas pueden hacer sobre su vida de fe. Desafortunadamente acciones como éstas no son las que harán que la gente sea mejor y las palabras de Jesús en el evangelio de hoy nos muestra por qué.

Contaminados desde el interior. Los fariseos estaban molestos porque Jesús permitió a sus discípulos comer sin lavarse las manos. Si bien nos pasa lo mismo con nuestros hijos, pero por razones diferentes, para los fariseos no era sólo una cuestión de salud, sino que estaban convencidos de que la contaminación espiritual, en realidad, llegaba por el hecho de haber tocado algún objeto que una persona no creyente hubiese tocado. Por esto, comer sin lavarse las manos también era una causa de transmisión de impureza espiritual.

En esta controversia, Jesús se pone del lado de la naturaleza, por lo menos en lo que respecta a la propia contaminación espiritual. Los fariseos culpaban al medio ambiente, a lo que los rodeaba, sin embargo  Jesús dice que el problema no está en lo que nos rodea y condiciona, sino que esta en nosotros mismos. “Eres lo que comes” puede ser una verdad hasta cierto punto, físicamente quizá, pero no espiritualmente. Él no niega que debemos evitar las oportunidades para caer en pecado o que no tengamos que proporcionar un buen ambiente para nuestros hijos. Él no niega que, si nos exponemos a las tentaciones externas o las falsas enseñanzas, podemos  tirar por la borda nuestra vida de fe. Él no niega que depender del alcohol o consumir drogas o persistir en actitudes pecaminosas nos aparta de la vida de fe, aunque queramos seguir siendo cristianos y deseemos llegar al cielo. Pero el problema no es el alcohol, el dinero, el sexo, o la multitud de cosas malas que hacemos. Estas no nos atraerían a menos que estuviéramos contaminados en nuestro interior, algo con lo cual todas las personas nacemos.

Una idea popular es que el hombre nace bueno y que el mal se encuentra en la sociedad que lo corrompe. Otra idea extendida aún entre los cristianos, es que las personas nacen neutrales y que los niños pequeños no son ni buenos ni pecaminosos y su crianza es la que determinará qué tipo de personas van a llegar a ser. Pero para nosotros esto no es así, creemos que el bautismo infantil es algo totalmente necesario e indispensable, porque creemos que somos pecadores desde que somos concebidos y nos perderíamos por siempre sin la fe en Jesucristo que nos es dada en el Bautismo. Lo que muchos no entienden, es el grado de contaminación espiritual que incluso los bebes poseen y el hecho de que el Señor nos hace responsables de nuestros pecados, aunque no los reconozcamos como tales (Romanos 3:19). Mi esposa y yo no enseñamos a nuestros hijos a ser pecaminosos, por lo menos no de manera consciente y voluntaria. Pero adivinen qué: de pequeños parecían inocentes niñas, pero es que ellas no habían crecido lo suficiente o adquirido suficientes conocimientos u oportunidades para ejercer su maldad innata. Cabe recordar una vez más que sostenemos el hecho de que nosotros no somos pecadores porque cometemos pecados, sino que es todo lo contrario cometemos pecados porque somos pecadores. Llevamos a cabo acciones contra la voluntad de Dios porque eso es lo que hay en nuestro corazón. Aun cuando nuestras acciones muchas veces se disfracen de buenas intenciones.

Jesús dice en los versículos 20 a 23: “que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre.”. De acuerdo a Jesús, el corazón humano es una alcantarilla, en la que todas estas contaminaciones están presentes y están al acecho. No tenemos que pensar en un delincuente o pervertido para aplicar estas palabras de Jesús, sino que cada uno de nosotros somos así por naturaleza. ¿Crees que no eres capaz de hacer algunos pecados terribles?  En la Epístola de Santiago se dice que “cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos” (Santiago 2:10). Ninguno de nosotros puede siquiera concebir la contaminación que se esconde en nuestros corazones. Si te analisas ante esta realidad y llegas a decir  que “no puedes evitarlo”, es necesario que sepas que esa es exactamente la conclusión de que Jesús quiere que tengas.

Limpio desde el exterior. Como estamos contaminados por dentro, necesitamos ser purificados desde el exterior. Las alcantarillas en nuestro interior no son auto-limpiantes y todas aquellas cosas que surgen de allí no desaparecerán por arte de magia o con el paso del tiempo, al contrario, si las dejamos seguirán generando más contaminación. Alguien desde el exterior debe hacerlo y hacerlo bien. Muchas religiones y filosofías tienen programas para limpiar tu vida y librarte de los vicios. Pero estas recetas quedan solo en lo superficial, ya que generalmente apuntan a que en ti  está el poder para cambiar y renovarte. Lamentablemente nuestros pecados y vicios siguen estando en nuestro interior, acumulándose y esperando la oportunidad para manifestarse. Puedes matar algunas intenciones pecaminosas todo lo que quieras, pero vendrán más, porque en algún lugar en tu interior hay algo que sigue contaminándote y a menos que se limpie siempre habrá más. El corazón humano es un nido que mantiene la producción de pecados y a no ser que se limpie, nada importante va a cambiar.

Por esta razón es que Dios vino a nosotros desde el exterior y envió a su Hijo al mundo. El Hijo de Dios vino al mundo perfectamente limpio por dentro, Él fue el único con un interior limpio, un corazón limpio, desde que Adán y Eva pecaron. Podemos imaginar a María y a José viendo crecer a su hijo, esperando que tenga su primer rabieta, pero eso nunca sucedió, esperando que les contestara mal, pero nunca lo hizo. Jesús estaba perfectamente limpio, por dentro y por fuera.

La lista de cosas que dice que hay en nosotros está en los versículos 21 y 22Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez”. Jesús nunca vivió esos pecados, sus acciones y palabras nunca manifestaron estos hechos. Él es el Salvador perfecto, es exactamente lo opuesto de cada uno de nosotros. Por el intercambio que Cristo hizo en la cruz con nosotros, tomando nuestro lugar, Dios ahora nos acredita el corazón no contaminado de Jesús. Todos los pecados que nos contaminaban y en los que vivían nuestros corazones han sido borrados. Jesús los llevó a la cruz y derramó su sangre para pagar por nuestra contaminación y limpiarnos de toda esa maldad.

Así que ahora Dios no ve nuestros pecados, sino la limpieza de Jesús que nos cubre. No podemos entender cómo un Dios perfecto puede pasar por alto nuestros pecados. No podemos entender cómo Dios-hombre, Jesucristo, podía tomar nuestro lugar delante de su Padre celestial y vivir su vida en lugar de la nuestra y pagar nuestras contaminaciones o por qué Él quiso hacerlo. Pero no tenemos que entender que sólo podemos estar agradecidos de que Él hizo todo esto por ti, por mí y por cada persona.

A partir de esta realidad es que podemos pedirle que cree en nosotros un corazón limpio y renueve un espíritu recto dentro de nosotros, como lo hacemos inmediatamente después del sermón casi todos los domingos. Él nos renueva, recicla y limpia cada vez que oímos sus palabras en la Liturgia otorgándonos el perdón de los pecados, como dice en la 1º Carta de San Juan 1:9Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”  y lo hace realidad por medio de su Palabra leída, oída y compartida.  También por medio de su Palabra es que se hace presente en la Santa Cena y te purifica diciéndote una y otra vez “Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados”. (Mat 26:26-28 R60). En estos medios Dios se hace presente desde el exterior para purificarnos de nuestro corazón corrompido. Allí es donde nos da la posibilidad y las fuerzas para vivir con un corazón que obra según la voluntad de Dios, que lo busca y desea su encuentro diario, que depende de Él a cada instante y que busca servir a Dios y al quienes nos rodean.

Cuando las tentaciones vengan, deja que el diablo te muestre lo impuro y contaminado que eres. Usa la Armadura de la cual habla Pablo en la Epístola de hoy y recuerda y alégrate de que tienes un Salvador que ha pagado con su vida por todos los corazones impuros. Tenemos un Salvador totalmente impoluto que nos ha limpiado y lo continuará haciendo como lo prometió. Ahora ve en paz, sabiéndote perdonado por Dios Padre Hijo y Espíritu Santo. Amén

Atte. Pastor Gustavo Lavia