“Las
Sagradas Escrituras, el Sostén De La Iglesia”
Sermón
de Lutero sobre Romanos 15:2-4.
Romanos
15:2-4. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para
edificación. Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está
escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí. Porque las
cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de
que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza.
Introducción: El sufrimiento paciente es una
de las características de la iglesia. Para dar también a esta hora vespertina
lo que le corresponde, oigamos lo que Pablo nos enseña en el comienzo de la
Epístola para el domingo de hoy. En las frases que le preceden, había dado una
exhortación en el sentido de que debemos soportar las flaquezas de los débiles,
y no agradarnos a nosotros mismos. Como ilustración, Pablo cita el ejemplo de
Cristo, recalcando que “ni aun Cristo se agradó a sí mismo, sino que (se
humilló) y soportó a todos los míseros pecadores y sus maldades, como está
escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí” (Salmo
69:9).
Debemos
cuidarnos del mal obrar, y del regocijarnos por el infortunio de los demás.
Esta enseñanza atañe sólo a la manada pequeña de los que son cristianos de
verdad y toman el evangelio en serio.
Ellos proceden tal como procedió Cristo,
que no se lisonjeaba a sí mismo ni se reía maliciosamente como lo hace el mundo,
que se regocija por el infortunio del prójimo y se ríe cuando a otro le va mal.
Semejante proceder no es una virtud cristiana sino un vicio satánico. Si uno ve
que en alguna cosa tiene una ventaja sobre otro, la aprovecha sin el menor
escrúpulo; si él mismo es rico, influyente, etc., señala con el dedo al que no
lo es, o si le ve a éste en la desgracia, se ríe de él. Gente de esta laya es
la que el Evangelio retrata en la persona de aquel fariseo que dijo: “Yo no soy
como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este
publicano” (Lucas 18:11). El mayor gozo para ellos es ver que otros son
inferiores a ellos. Es, por desgracia, un vicio muy general que uno se
complazca en el daño del otro, cuando en realidad debiera hacer lo contrario, y
compadecerse del que sufre el daño. Si Cristo hubiese querido practicar esta
detestable virtud, podría haberlo hecho sin ninguna dificultad. Pues él era
santo e irreprochable, nosotros en cambio somos todo lo contrario; de ahí que
con pleno derecho podría habernos echado en cara: “Vosotros sois unos
malévolos, pero yo soy libre de faltas”.
Nosotros
no tenemos ningún derecho de hablar así, ¡y sin embargo, lo hacemos!
En la
compasión con las debilidades de otros se revela el carácter cristiano. Es
necesario, por ende, que aprendamos de Cristo el arte de contristarnos al ver
una falta en el prójimo, ante todo cuando se trata de faltas en cosas
espirituales. En relación con esto dice San Agustín: “El indicio más claro para
conocer si un hombre 'es del Espíritu' (Romanos 8:5), es cuando no se alegra
por la desgracia ajena, y cuando no se pavonea ni se engríe al entrar en
contacto con personas que han pecado y han sufrido una lamentable caída
personas, por supuesto, que no han pecado deliberadamente, y que después de
caídas vuelven al buen camino.
Antes
bien, el comportamiento verdaderamente cristiano exige que uno sobrelleve con
paciencia al otro, y que no le trate con displicencia aun cuando vea en él algo
que le desagrada”. Por desgracia, mayormente no se procede así. Resulta muy
difícil para los cristianos. Sabemos que hay muchísimos que se ríen cuando
ocurre una desgracia; incluso nuestros “evangélicos” no podrían imaginarse un
regocijo más grande que el vernos a nosotros pasando malos momentos.
Nosotros
empero, que queremos ser cristianos de verdad, no debemos gozarnos, sino sentir
compasión ante los defectos de otra persona. Así lo hizo Cristo. Él tomó muy en
serio aquello de la compasión no sólo respecto de nuestros pecados menudos sino
también respecto de casos graves e importantes que nos hacían perder el favor
de Dios y nos acarreaban la condenación eterna en el infierno. Antes de
permitir esto, Cristo prefirió cargar sobre sus propios hombros nuestra culpa.
Si esto lo hizo él, que a pesar de ser completamente inocente nos socorrió en
peligros tan enormes ¿qué habremos de hacer nosotros en los casos de escasa
importancia, nosotros que somos culpables, en tanto que él no lo era? ¡Y sin embargo, no lo hacemos!
I. Las Escrituras como fuente de
energía para la paciencia en los sufrimientos.
El
mundo desprecia el consuelo de las Escrituras.
“Las
cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de
que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza”.
Éste es el tema fundamental que el apóstol quiere presentarnos: El cristiano
debe tener paciencia, no sólo para con los que nos persiguen, sino también para
con nuestra propia gente. Debo sufrir con paciencia no sólo que nos persigan
los reyes, el emperador y otros poderosos de esta tierra, sino que debo mostrar
paciencia también para con mis hermanos si tienen algún defecto o hacen algo
que me desagrada. El mundo dirá: “Mal consolador es aquel que no tiene otro
consuelo que un simple “ten paciencia”. Con esto pueden ir a consolar a los
difuntos”. Pablo por su parte insiste en su admonición: “Tened paciencia, y
consolaos con las Escrituras”. “¿Qué hacemos con esto?”, pensarán muchos;
“mejor consuelo sería recibir una bolsa repleta de florines, o al ver que un
asunto no prospera, arreglar las cosas a puñetazos.” Sin embargo, Pablo me
manda estar tranquilo y tener confianza, y me remite para ello a las
Escrituras. El mundo entre tanto alaba a aquel que tiene por su dios al Dinero
y que confía en la sabiduría y en el poder, y nos pregunta: “¿Qué vale un
consuelo que no nos ofrece otra cosa que unas cuantas palabras de la
Escritura?” Así es como opina
el mundo.
En las
Escrituras, el cristiano halla un consuelo seguro.
Pablo
en cambio dice: “Si queréis ser cristianos, no podréis esperar otra cosa;
conformaos con que tenéis que tener paciencia, y que no recibiréis otro
consuelo que el que os dan las Escrituras”. Posiblemente, esto sea el camino
angosto y la senda estrecha que lleva a la vida.
Consuélate
con esto, para que adquieras paciencia y puedas hacer frente al emperador, a
los obispos y a todos los demás que quieran inquietarte. Pero ¿será cierto que
mi mayor consuelo contra los sectarios, contra los malos vecinos, nobles,
campesinos y conciudadanos, es tener paciencia y poseer las Escrituras? ¡Sin
duda alguna! Es cierto: ellos hacen lo que se les antoja, cometen atropellos
contra mí, pisotean mis derechos; tienen en su poder la administración de la
justicia, tienen dinero, tierras, gente; y yo, ¿qué tengo? ¡Este libro! Con él
debo defenderme, otra cosa para consolarme no tengo fuera de este libro de
papel y tinta. Por ende, el cristiano ha de contentarse con que la Escritura es
su único consuelo. ¿O me consolaré con el emperador? No me convence. Si me
consuelo con el príncipe elector de Sajonia, con vosotros, los feligreses de
Wittenberg, con mi dinero, con mi sagacidad, con la esperanza de que al fin
lograré hacer las cosas tal como lo tenía planeado entonces ya puedo dar el
juego por perdido. ¿Dónde están los que en aquellas situaciones extremas,
cuando Satanás los tienta al máximo, no tienen otra cosa en que apoyarse sino
este bastón llamado Escritura? Dichosos ellos, pues así debe ser; de lo
contrario podríamos pasarnos también al bando del papa y consolarnos con la sapiencia
de éste.
Quien
quiera aprenderlo, aprenda pues de este texto qué es la Escritura, y qué es lo
que hace decir a Pablo con tanta osadía: “Las cosas que se escribieron antes,
para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación
de las Escrituras, tengamos esperanza”. Esto no fue dicho solamente contra el
mundo. El mundo halla su consuelo en una bolsa henchida de dinero y en una
bodega abarrotada de barriles con cerveza. Y en esto son iguales el campesino,
el noble y el hombre de la ciudad: únicamente los consuela el saber que tienen
suficiente provisión de dinero, alimento y bebida, etc. Pero ¿qué pasa si todo
esto no surte el ansiado efecto en la hora de la muerte y del juicio? ¿O qué
pasa si tu soberano está airado contigo, ciudadano, y tú tienes una bolsa llena
de florines, o si el noble está enemistado contigo, campesino, y tú tienes una
buena cantidad de bolsas de trigo? — ¿de qué te sirve entonces el dinero y el
trigo, si te lo quitan? Lo que pasa es lo siguiente: Cuando te ves en
dificultades y tribulaciones, todas estas cosas no te brindan ningún consuelo,
ninguna esperanza. Al fin tendrás que recurrir a las Escrituras para buscar en
ellas tu consuelo.
II. La Escritura es la palabra
personal de estímulo que Dios nos dirige. Dios se opone al despreció de su
palabra que manifiestan los sectarios.
Las
palabras de Pablo tienen aún otro destinatario: también los sectarios hablan
blasfemias de las Escrituras y dicen: “Son meras letras, impresas sobre papel;
¿qué consuelo le pueden dar a mi corazón?” Münzer se burlaba de nosotros y nos
llamaba escribas; pero en el momento decisivo fracasó. Y bien: ¿en qué
consisten las enseñanzas bíblicas sino en letras del alfabeto? Y sin embargo,
no nos fracasan. Esto es precisamente lo peculiar de la palabra de Dios: está
escrita en libros, y no obstante tiene el poder de infundir consuelo; y este
consuelo que nos dan las letras ha de llamarse “Dios en los cielos”. Por esta razón predicamos la palabra de la
Escritura.
Dios
da poder eficaz también a su palabra escrita.
Es
verdad: la palabra predicada a viva voz tiene, comparativamente, algo más de
vida que la letra de la Escritura. Dios dijo: Cuando el sacerdote aplica el
bautismo, traslada al niño de la potestad del diablo al reino de Dios; y por
medio de sus palabras, efectivamente lo libra del diablo. Y de la misma manera
fueron librados del poder del diablo todos los santos desde el tiempo de los
apóstoles. Igualmente, si al confesar mis pecados oigo la palabra con que se me
pronuncia el perdón: esta palabra me salva. Lo mismo ocurre cuando oigo las
palabras, dichas en viva voz, de un sermón: son palabras como las que dice un
campesino en la taberna; pero son palabras que tratan de Cristo, y por eso son
palabras de salvación, de gracia y de vida, que salvan a todos los que creen en
ellas.
Pero
otro tanto ocurre también cuando no puedes ir a escuchar el sermón y lees las
Escrituras en tu casa. Entonces Dios te dice: “Este pasaje de la Escritura que
estás leyendo, se compone de letras impresas; sin embargo, por cuanto esta
Escritura te habla de aquel hombre llamado Cristo, tiene la virtud de darte la
vida”. Esto es en verdad un milagro sublime: que Dios descienda a tal
profundidad y se sumerja en letras impresas y nos diga: “Aquí, un hombre ha hecho
un retrato mío; a despecho del diablo, estas letras habrán de irradiar el poder
de hacer salvos a los que creen lo que dicen”. Por lo tanto, la Sagrada
Escritura es una señal puesta por Dios; si la aceptas, eres bienaventurado, no
porque sea una señal hecha con tinta y pluma sino porque señala hacia Cristo.
Así ocurrió con el pueblo de Israel en el desierto: allí, Dios ordenó a Moisés:
“Levanta una asta y pon sobre ella una serpiente de bronce; cualquiera que
fuere mordido por una serpiente y mirare a la serpiente de bronce, vivirá”. Y
¿qué era aquello? Nada más que dos letras, madera de la cruz y serpiente, S
(serpiente) y C (Cruz), y no obstante, Dios añadió: “Cualquiera que mirare a la
serpiente de bronce, vivirá”, o sea: “Yo quiero que el remedio sean justamente
una asta y una serpiente; y quiero que éstos tengan tal poder que quien los
mirare, vivirá”. Lo mismo tenemos aquí: La voluntad de Dios está oculta allá
arriba en el cielo; no obstante, él nos dice: “Esta Escritura la hice escribir
yo, y al que cree lo que ella dice, a éste le infundiré consuelo y confianza”.
Pero los sectarios, estos malvados, abrogan no solamente la palabra de Dios
escrita sino también la palabra hablada, a pesar de que es ésta la que los
condujo a ese “espíritu” del que hacen tanto alarde. ¿O acaso, para poseer el
espíritu, no tuvieron que oír o leer primero la palabra? Yo al menos llegué al
conocimiento de la justificación solamente por haber leído en las Escrituras y
haber oído en la predicación oral que Cristo murió por mis pecados.
En las
Escrituras, el Dios viviente nos fortalece mediante su consuelo.
Por
esto Pablo quiere exhortarnos en nuestro texto, por orden de Cristo, a que
tengamos en alta estima a las Escrituras, ya que ellas nos enseñan la paciencia
que tanto necesitamos. “Me es imposible”, dice, “predicaros otra cosa sino que
el reino de Cristo es un reino de la paciencia y del sufrimiento”. Si el mundo
nos inflige ofensas y daños, y si Satanás nos atormenta así es como debe ser.
Cristo mismo lo predijo: “El mundo os aborrecerá” (Juan 15:19). Así que: el que
nos aborrece, nos da lo que nos corresponde, puesto que nos corresponde ser
odiados, ya que el reino de Cristo y la vida en Cristo ha de llamarse no una
vida gloriosa, sino una vida de padecimientos. Por otra parte, aquellos impíos
“evangélicos” que se tienen a sí mismos por buenos cristianos ciertamente no
obran bien al perseguirnos con su odio, pues el que en verdad es cristiano, no
trata de esta manera a su hermano en la fe. En cambio, de parte de los que no
son cristianos, no podemos ni debemos esperar otra cosa que vejaciones; en lo
que al trato con ellos se refiere, nuestra vida debe ser vivida bajo el signo
de la paciencia. “Para azotes estoy hecho” (dice el Salmo 38:17). El que no
quiera avenirse a esto asóciese al mundo; en el papa y en los grandes señores
hallará amigos mejores que le colmarán de dinero y de bienes. Pero el que
quiera ser cristiano, aténgase a la realidad: y la realidad nos impone tener
paciencia, soportar que otro me cause perjuicios que afectan mis bienes y mi
honor, mi cuerpo y vida, mi mujer e hijos. Pues así debe ser.
“¿Con
qué me consuelo entonces?” “Yo no te puedo ayudar; tendrás que sufrirlo con
paciencia.” “Pero no puedo”, me dices. “Te daré un consuelo”. “¿Qué
consuelo?” “Las Escrituras”. “Pero con
esto no me das más que palabras y letras. No quiero palabras. Son como tamo que
el viento se lleva”. Si no quieres las Escrituras para consolarte, vete a los
que tienen las muchas bolsas de trigo y el gran capital y la profunda sabiduría.
Pero si penetras en las profundidades de las Escrituras puede ser que lo que
allí encuentras, te parezca tamo inservible, vacío, desmenuzado. Pero créeme:
debajo de lo que te parece tamo, hay un poder como no te lo imaginas. Esta
palabra que deposito en tu corazón, no te la derribará nadie, ni el emperador
ni el mundo ni todos los tesoros de la tierra ni las bolsas de trigo ni los
florines. Esta palabra, la débil pajita, se convertirá en un árbol, más aún, en
una roca. El mundo arremeterá contra ella, pero en vano. Pues donde están las
Escrituras, allí está Dios: ella es suya, es su señal, y si la aceptas, has
aceptado a Dios. ¿Qué te parece ese vecino que se llama “Dios”? Con él a tu
lado, ¿qué te puede hacer la muerte o el mundo? Es verdad: las Escrituras son tinta, papel y letras.
Pero
allí hay Uno que dice que estas Escrituras son suyas, y ese Uno es Dios,
comparado con el cual el mundo entero es como “la gota de agua que cae del
cubo” (Isaías 40:15). En los oídos del mundo, la exhortación de Pablo a la
paciencia es un pobre consuelo; v suena a debilidad si recomiendo leer un
pasaje bíblico y recitárselo al que está falto de consuelo. Sin embargo, en
este pasaje bíblico, el hombre se encontrará con un Señor frente al cual el
mundo es una nada. Todo depende de la fe. Si mides con la vara de la razón, lo
que acabo de decir suena a tonterías, ya que según esto, “dar consuelo” de
ninguna manera significa hartar a uno de bienes, honores y dinero. Pero ¿de qué
te serviría todo esto? En cambio sí te servirá si tomas un pasaje de las
Escrituras y te atienes firmemente a él, como está escrito: “Esforzaos todos
vosotros los que esperáis en el Señor, y tome aliento vuestro corazón” (Salmo
31:24).
Resumen
final: nuestra esperanza no será defraudada Pablo refiere nuestro texto en
primer lugar a ese vicio de que queremos agradarnos a nosotros mismos; en lugar
de esto, uno debe sobrellevar al otro, como ya lo dije al comienzo de nuestro
sermón de hoy. Nos cuesta tener que soportar tantas cosas; es grande la maldad
que se practica en todos los sectores de la sociedad, y mucho de ello nos
afecta personalmente. Más fácil sería defendernos contra los que nos molestan.
Pero no; lo que nos cuadra es ser sufridos y pacientes. La paciencia engendrará
en nosotros la esperanza. Jamás aprenderemos a tener esperanza si no estamos
agobiados y cansados. Así me pasa particularmente a mí: a menudo me pareció que
casi no podía aguantar más; sin embargo, la esperanza me mantuvo en pie. A esta
esperanza nos impelen nuestros adversarios al enseñarnos paciencia en las
tribulaciones; y esta esperanza viene por la paciencia y por la Escritura. Y la
esperanza que tenemos ahora, no será defraudada; de esto estoy completamente
seguro. Pues en Romanos 5 (v. 5) leemos: “Lo que hemos predicado y creído, no
nos hará pasar vergüenza”.
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