sábado, 19 de abril de 2008

5º domingo después de Resurrección. 20-04-08

Escudriñad las Escrituras... ellas son las que dan testimonio de mí Juan 5:39a La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios Ro. 10:17

Estamos en el de tiempo de Pascua de resurrección, que se extiende hasta Pentecostés. La palabra hebrea Pascha tiene el significado de Pasar (por alto o de largo), y rememora la preservación de la vida de los primogénitos judíos en la décima plaga en Egipto Aquí la iglesia cristiana medita sobre la implicancia de la muerte y resurrección de Cristo en la vida de los seres humanos que creen en Él. Se conmemora que Cristo liberó al mundo de la esclavitud del pecado y de la muerte. Esta fiesta se celebra hasta el domingo de Pentecostés.

5º domingo después de Resurrección

“Jesús nos da la victoria sobre la muerte”

Textos del Día:

Primera Lección: Hechos 17:1-12

Segunda Lección: 1 CORINTIOS 15:54-58

El Evangelio: Juan 14:1-12

1 Corintios 15: 54-58. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. 55 ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? 56 ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. 57 Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. 58 Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.

Sermón

El apóstol San Pablo, en su Epístola a los Romanos, nos da esta descripción de si mismo: “Yo sé que en mí no mora el bien; porque tengo el querer, mas efectuar el bien no lo alcanzo” (7:18). Luego afirma el mismo apóstol: “No hago el bien que quiero, mas el mal que no quiero, éste hago” (7:19). La conclusión que el apóstol saca de esto es la siguiente: “Si hago lo que no quiero, ya no lo obro yo, sino el pecado que mora en mí” (7:20). Esto sí afirma el apóstol: “El mal está en mí” (7:21). El apóstol se siente como un cautivo: “¡Miserable hombre de mí!” exclama.

Reconociendo su estado miserable y deseando la libertad, él pregunta: “¿Quién me librará?” (7:24). Dios lo hace, y el apóstol lo confiesa con agradecimiento, diciendo: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (7:25). Este mal que está en nosotros nos hace vivir y hacer lo contrario a la voluntad de Dios. Este mal es el pecado, y el pecado quiere matarnos, es decir, quiere separarnos de Dios. Tanto cuando aún no estábamos bautizados, como también después de nuestra conversión, los afectos pecaminosos (denominados así por la ley divina), obran en nuestro ser para lograr esta muerte; nos hacen desviar de lo que deleita a Dios; nos hacen alejarnos de lo bueno. La consecuencia del pecado afecta también nuestra vida corporal. Aun para la persona más sana y robusta corporalmente, las plagas, los dolores y las enfermedades son una asechanza, que le amenazan continuamente con la pérdida de la vida. ¡He aquí la muerte! Tal cual la muerte temporal separa el cuerpo del alma, así la muerte espiritual separa al hombre de su Dios.

Pero hay un fin para ambos, y a esto se refiere el apóstol San Pablo en las palabras que acabamos de leer y sobre las cuales queremos meditar ahora. Roguemos al mismo Espíritu Santo, que condujo a San Pablo a penetrar esta verdad, que nos guíe también a nosotros para reconocer y confiar en

La Victoria Sobre la Muerte

1. La victoria se efectúa en la resurrección.

2. La victoria es sobre el pecado y la ley.

3. La victoria nos anima a dedicarnos a la obra del Señor,

1. La victoria se efectúa en la resurrección.

“Y cuando esto corruptible fuere vestido de incorrupción y esto mortal fuere vestido de inmortalidad, entonces se efectuará la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte con victoria.” El primer hombre es de la tierra, es ser terrenal, y tal como fue Adán, así también somos nosotros los descendientes de Adán. Al cuerpo hecho del polvo de la tierra, Dios le sopló aliento de vida y llegó el hombre a ser alma viviente. Cuando esta vida sale del cuerpo, queda aquí solamente el cuerpo corruptible, el cuerpo mortal. Sepultamos este cuerpo y esperamos la trompeta final cuando el Señor, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, hará levantar a estos cuerpos muertos para revestirlos de nuevo con vida. Estos seres resucitados y transformados ya no tendrán cuerpos mortales, mas serán revestidos de incorrupción y de inmortalidad. De allí en adelante ya no habrá separación del cuerpo y alma. La vida ya no saldrá del cuerpo, abandonándolo y dejándolo solo. Esto se puede afirmar con respecto a todos los seres humanos, no importa si en esta tierra eran o no creyentes en el Señor Jesús. Creemos en la resurrección de los muertos, según lo confesamos en las palabras del Credo Apóstolico, y esto quiere decir que resucitarán todos los que hayan fallecido. El creyente con su cuerpo y alma entrará en los cielos, y el incrédulo con su cuerpo y alma entrará en el infierno. Ni para el creyente ni para el incrédulo habrá otra vez una muerte que divida su ser. Por eso el apóstol puede exclamar: “Sorbida es la muerte con victoria.”
El barco hundido en el mar ya no puede transportar ni gente ni mercadería. La muerte sorbida por la victoria ya no puede dividir el ser; la muerte que separa cuerpo y alma ha llegado a su fin. Su poder ha sido quitado. Los profetas de antaño previeron este fin de la muerte, y el apóstol San Pablo, citando palabras de ellos, nos hace acordar ahora de lo escrito: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” El sepulcro es el lugar a donde se lleva el cuerpo muerto para separarlo de los que sobreviven. Para los fieles de la antigua Iglesia era una cosa inmunda tocar el cuerpo muerto; éste tenía que ser colocado en un lugar aparte, separándolo de los vivientes. Ahora después de la resurrección, ya no habrá tumbas no habrá cementerios; no habrá más victimas de la muerte, para separar a los fallecidos de los vivientes. Tragada ha sido la muerte victoriosamente.

2. La victoria es sobre el pecado y la ley.

El apóstol San Pablo explica también cómo es posible que la muerte tenga fin. Él dice: “El aguijón de la muerte es el pecado, y la potencia del pecado, la ley. Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo.” El que logró esta victoria fue Jesucristo, el Salvador del mundo, el Santo enviado por Dios mismo. Él quitó a la muerte su aguijón, es decir el pecado. “Al que no conoció pecado, Dios hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). “Cristo. . . entró en el mismo cielo para presentarse ahora por nosotros en la consumación de los siglos para deshacimiento del pecado por el sacrificio de sí mismo” (Heb. 9:24-26). San Pedro, en su sermón de Pentecostés, lo dice de esta manera: “Sepa pues certísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús que vosotros crucificasteis, Dios ha hecho Señor y Cristo” (Hech. 2:36). “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hech. 2:32), y no hay otro nombre, debajo de los cielos, dado a los hombres, en el cual se puede ser salvo. “Cristo murió por nosotros” dice San Pablo, y “así por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:8, 19). Para explicarnos la relación que existe entre la muerte de Cristo y nuestra victoria sobre el pecado, San Pablo nos hace recordar nuestro bautismo. “O no sabéis que todos los que somos bautizados en Cristo Jesús somos bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él a la muerte por el bautismo; para que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida” (Rom. 6: 3- 4). “Nuestro viejo hombre juntamente fue crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más al pecado; porque el que es muerto, justificado es del pecado” (Rom. 6:6-7).

Es necesario que muera nuestro ser pecaminoso. Es necesario que dejemos de ser hombres pecadores para ser hombres justos. Y esto sucede en el momento en que creemos en Jesucristo. “Si alguno está en. Cristo, nueva criatura es” (2 Cor. 5: 17). «Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” Y eso es de Dios, el cual nos reconcilió a sí mismo por Cristo.
Esto es nuestro renacimiento. El que cree en Jesús, el que haya sido bautizado, se ha separado de la antigua manera de vivir y ahora “anda en novedad de vida.” Ahora estamos con Dios, y la muerte no prevalece en el uso de su aguijón, el pecado, para separarnos del Padre celestial.
El aguijón, también llamado picana, es una vara larga que en un extremo tiene una punta de hierro con que los boyeros pican a los animales. Usan también el extremo forrado de hierro para separar la tierra que se pega a la reja del arado. El aguijón de la muerte es el pecado, pero ahora al tener el perdón de los pecados, esta herramienta de la muerte está rota y es inútil. La muerte está vencida porque el pecado está perdonado.
“La potencia del pecado es la ley”, dice San Pablo; y ¿cómo somos librados de la potencia de la ley? El autor de la Epístola a los Hebreos dijo: “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11:6). Resulta, pues, que todo lo que hace el incrédulo, es en verdad pecado. Y, ¿por qué es pecado? Es pecado porque la ley nos dice: “Santos seréis porque santo soy yo Jehová vuestro Dios”; o como Jesús lo expresó en el Sermón de la Montaña: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:48). El que no cree es como el árbol malo que produce malos frutos y “no puede llevar frutos buenos” (Mat. 7:18). Así decreta la ley, la ley divina, y en esto reside el poder del pecado. El pecado es pecado no a merced de lo que los hombres dicen, sino porque Dios lo dice, y el pecado es poderoso para separarnos de Dios, porque en su ley está establecido que “el alma que pecare, ésa morirá” (Eze. 18: 20).

Para quitar la potencia al pecado, Dios no abroga la ley, sino al contrario, Dios hace cumplir la ley. Por eso envió a Jesús. Escuchad estas palabras de Jesús: “No penséis que he venido para abrogar la ley y los profetas; no he venido para abrogar, sino a cumplir” (Mat. 5:17). Para aquel que en fe está unido con Jesús, la ley está cumplida. En Cristo nosotros los creyentes somos justos. Así también Timoteo pudo creer esta palabra: “La ley no es para el justo. . .” (1 Tim. 1:9). “Vosotros hermanos míos”, dice San Pablo, “estáis muertos a la ley por el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, a saber, del que resucitó de los muertos a fin de que produzcamos fruto para Dios” (Rom. 7:4).

Esta victoria de Jesús sobre la muerte, quitándole su agujón, el pecado, y restando a éste su poder, por cumplir la ley, nos anima a nosotros a dedicarnos a la obra del Señor.

3. La victoria nos anima a dedicarnos a la obra del Señor,

“Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es vano.”
Bajo el concepto “obra del Señor” es posible incluir toda la obra de una congregación cristiana, y no estaría fuera de orden entender así esta admonición. Pero queremos buscar también si no hay alguna cosa más específica a la que el apóstol hace referencia. Antes de entrar en esta discusión sobre la victoria que Jesús logró sobre la muerte, San Pablo dijo: “Si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creístes en vano” (1 Cor. 15:2). Esta palabra que San Pablo les predicó, era que “Cristo fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras.” Luego el apóstol hace la siguiente pregunta: “Si Cristo es predicado que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?” (v 12). Y otra vez dice: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, los más miserables somos de todos los hombres” (v. 19).
Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos. La resurrección de Cristo es un hecho, y Él ahora está, en cuerpo y alma, a la diestra del Padre; y nosotros cuando resucitemos, estaremos también, con cuerpo y alma, en los cielos. Esto es lo específico que San Pablo nos enseña aquí. Nuestra fe en el perdón de los pecados y en la vida con Dios no es cosa yana. La victoria que Jesús logró sobre la muerte ya es nuestra por fe.
En esta fe, dice el apóstol, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor, de tal manera que otros que todavía no saben que hay perdón de los pecados para ellos, lo lleguen a saber, para que también ellos, con nosotros, participen de la gloria venidera. El ocuparnos en este trabajo tampoco es cosa yana, pues el Señor mismo lo quiere así. Jesús, después de haber resucitado de entre los muertos, apareció a sus discípulos, pero Tomás el Dídimo no estaba presente en esa ocasión. Éste dijo: “Si no viere en sus manos la señal de clavos y metiere mi mano en su costado, no creer.” Más tarde Jesús les apareció otra vez, y entonces dijo a Tomás: “Porque me has visto creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Juan 20:29). Así nosotros, aun sin ver la victoria con nuestros ojos actuales, tenemos que creer con todo el corazón que esta victoria sobre la muerte ya está ganada, y que es nuestra mediante la fe en Cristo. La muerte ya no puede separarnos de Dios porque en Cristo estamos con Dios, ya aquí en esta tierra espiritualmente, y después de la resurrección, también estaremos con Dios corporalmente. Amén.

Sermón tomado del libro “Pulpito Cristiano”. E. J. Keller.

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