domingo, 24 de abril de 2011

Domingo de Resurrección.

Jesús, el Hijo de Dios que vence a la muerte

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: Hechos 10:34-43
Segunda Lección: Colosenses 3:1-4
El Evangelio: San Juan 20:1-9 (10-18)
Sermón
Introducción
Vivimos en una aparente realidad donde creemos que todo lo que muere, muerto se queda, y que con ello se llega al final irremediable de la existencia. La resurrección es pues un concepto extraño, difícil de asimilar, una realidad que según nuestro raciocinio presenta matices oscuros y desconocidos. Pues nunca vimos a nadie resucitar, y además el hecho mismo está ligado a otro más desconocido aún: la eternidad. Pero ambos conceptos son un hecho indudable para los cristianos, pues resurrección y vida eterna son nuestro principal horizonte de esperanza. Gracias a la resurrección de Cristo y a nuestra fe recibida en el bautismo, podemos regocijarnos ya de nuestra vida eterna junto a Él. Un sepulcro vacío es la prueba de que la muerte no es ni mucho menos el final, y de que Jesús la ha vencido definitivamente.
  • La losa de la muerte ha sido quitada por Cristo
Diversas pseudo teologías hablan de la resurrección como de un hecho simbólico, una interpretación que la comunidad cristiana desarrolló para dar sentido pleno al sacrificio de Jesús. Otros incluso hablan de una resurrección no física, tratando de negar pero sin afirmarlo claramente, el hecho de que Cristo resucitó realmente con su cuerpo. Nosotros en cambio afirmamos y proclamamos una resurrección real y física, hasta tal punto que Tomás pudo meter la mano en su costado (Jn 20:27), y de que incluso los discípulos comieron con Él (Jn 21:13). Pues la tumba estaba efectivamente vacía, con los lienzos y el sudario como únicas pruebas de que allí, un hombre había estado muerto, y de que ahora ése mismo hombre vivía. Nos dice la Escritura que el discípulo que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó, pues “aún no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos” (v9). Así también nosotros, vivimos muchos momentos sin comprender plenamente el significado de la resurrección de Cristo, de que Él es el primero, que tras Él también nosotros resucitaremos y que “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:4). Ahora pues, nos queda esperar a que se consume la promesa divina de vivir eternamente junto a Él, y de mantenernos firmes en esta fe, de no caer de la misma. Nuestra tumba espiritual y su losa, el pecado, han sido quitados por Cristo, pues “todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hech. 10:43).
Y aquella oscura mañana, María se encontró de golpe con una impactante realidad: la losa que sella una tumba, aquello que marca con su presencia el final definitivo de la vida, había sido quitada. (v1). Podemos imaginar el impacto al ver aquella tumba con su boca oscura abierta, amenazante; y entendemos la reacción de María, que huye y corre presa de la inquietud y el miedo. María no esperaba ver a Jesús resucitado, y precisamente el dejarse llevar por sus propios razonamientos (v2), fue lo que hizo que no recordase las palabras de su maestro, tan cercanas en el tiempo: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11:25). A veces también, estas mismas palabras, suenan como agua que corre en los funerales. Todos los presentes las escuchan, pero pocos las retienen, pues la tristeza, la angustia y la desesperación hacen presa en el hombre, impidiéndole tomar conciencia de que en Cristo, la muerte ya no puede dañarnos, y que no es ni mucho menos el final. En nuestro dolor interior, corremos y huimos como María, buscamos otras explicaciones, y tratamos de escapar de esta realidad que nos aterra.
· “Cristo es quien dijo que era
Sin embargo, la muerte no formaba parte del proyecto de Dios para el hombre, es sólo una consecuencia del pecado (Gn 3:19). La Palabra de Dios nos recuerda una y otra vez que Dios es Dios de vida, y no de muerte: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn 10:10), nos proclama el mismo Jesús. Nuestro Dios reivindica la vida, la cual es una expresión de su amor por nosotros, pues si existimos es precisamente por amor, y para que podamos relacionarnos en ese amor con Él. Y la expresión máxima del amor de Dios para el hombre es Cristo, y concretamente su sacrificio en la cruz por nosotros, pues: “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom.8:32).
Ahora bien, ¿no bastaba con su sacrificio en la cruz?, ¿por qué es tan importante para nosotros la resurrección de Cristo?, saldada la deuda del pecado, ¿no queda el problema del hombre con Dios resuelto? Pudiera parecer que la resurrección es, después de la cruz, un milagro más en la vida de Cristo. Algo que, después de los intensos momentos de la Pasión, parece accesorio, y casi innecesario. Cristo ha pagado con su vida, la carga de nuestra culpa, y de forma instintiva queremos quedarnos en la visión serena de un crucificado, en la consoladora paz de Jesús muerto en la cruz. Pero debemos ir más allá, y llegar como los discípulos hasta el sepulcro mismo, pues como nos explica San Pablo: “si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe” (1 Cor.15:14). Cristo no necesitaba demostrar su divinidad resucitando, pero lo hizo precisamente por nosotros. Pues de su resurrección se desprenden pruebas irrefutables de su condición de Hijo de Dios. Y si es Hijo de Dios, su Palabra es palabra verdadera y todo lo que se desprende de ella también lo es. Pues con su resurrección Cristo nos demuestra que su sacrificio es aceptable para Dios, y con ello el pecado queda vencido y derrotado, así como su consecuencia directa: la muerte física. Esto no es un mero razonamiento lógico, algo que vamos deduciendo intelectualmente y hay que asumir sin más, sino una verdad que hay que aprehender por medio de la fe, y hacerla totalmente nuestra.
Nuestro bautismo: el inicio de nuestra resurrección junto a Cristo
Y hablando de la fe, debemos llegar ahora a un momento fundamental para nosotros. Pues el día de nuestro bautismo, fue también el día de nuestra resurrección espiritual, y paradójicamente aquel día, en el que recibimos nuestra fe, por medio del agua y la Palabra, nuestra vida carnal murió y la verdadera vida, aquella que es eterna, nació y quedó: “escondida con Cristo en Dios” (Col.3: 3). La vida que vivimos ahora pues, no es más que la antesala de aquella que disfrutaremos en las moradas celestiales, por eso los Apóstoles y Cristo mismo nos animan a poner nuestra mira en las cosas “de arriba” (v1). El sepulcro vacío nos indica que los creyentes nos dirigimos hacia una realidad libre de dolor y sufrimiento, una vida donde veremos a Dios frente a frente (Job 19:26). Por eso es importante retener y fortalecer nuestra fe bautismal cada día, pues ella es la llave de esta vida eterna.
Para el que tiene fe, la resurrección de Cristo es una noticia que trae gozo, regocijo y alegría infinita. Por eso los mismos ángeles y Cristo, en los momentos de dolor y temor, nos preguntan tal como hicieron con María: “¿por qué lloras?” (Jn. 20:13). ¿Por qué sufrimos?, nos pregunta Jesús, si ya nos espera nuestra morada celestial junto a Él y junto a los santos. De hecho, la presencia de estos ángeles y la naturalidad en el trato con ella, nos indican que ya compartimos junto a ellos una misma realidad espiritual. Que somos herederos de un lugar celestial que ya no es de disfrute único de los ángeles, y que gracias a Cristo, es sólo cuestión de tiempo el que tomemos posesión de esta nuestra morada. ¿Podemos aspirar a algo mejor?, ¿hay algún motivo de alegría mayor para nosotros que esta noticia?
Conclusión
Ahora, tras la resurrección Jesús nos llama hermanos suyos (v17), pues con la consumación de la misma todas las barreras entre los hombres y Dios han sido completamente superadas. Ahora compartimos plenamente hermandad en Dios, con lo que la separación entre el género humano y nuestro Creador, ha dejado de existir en Cristo. Por eso no podemos quedarnos en la cruz, y tenemos que seguir acompañando a Jesús hasta el sepulcro, y esperar junto al mismo el cumplimiento de su promesa: “en tres días lo levantaré” (Jn 2:19).
Y hoy es ése día de triunfo, de victoria definitiva. Vivamos pues este Domingo con la alegría de ver cumplidas en Cristo todas las promesas divinas. Y creamos firmemente en ellas, pues ser cristiano no es conocer estos hechos simplemente, o vivirlos de una manera festiva tan solo. Ser cristianos es poner nuestra esperanza y nuestra fe en que esta resurrección impacta de lleno en mi vida, que se da por mí, para mi liberación de la muerte y para que junto a los ángeles y Cristo mismo, pueda regocijarme y vivir con paz, gozo y esperanza.
Que el Señor nos ayude a mantener siempre viva esta fe, a fortalecerla con su Palabra, y sobre todo, a compartirla con otros como María y los discípulos hicieron. También ahora nosotros testificamos de la resurrección de Cristo, ahora y siempre, Amén.
J. C. G.       
Pastor de IELE

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