”Disfrutando de la gloria de Cristo en nuestras
vidas”
TEXTOS BIBLICOS
DEL DÍA
Primera Lección: Deuteronomio
34:1-12
Segunda Lección: Hebreos
3:1-6
El
Evangelio:
Lucas 9:28-36
Sermón
•
Introducción
Solemos hablar de Jesús como el Hijo de Dios hecho
hombre, aquel que anduvo por los caminos de Israel, proclamando la Palabra de
Dios a su pueblo, y haciendo milagros allí donde la acción de Dios podía traer
curación y restauración del pecado. Un Jesús que para cumplir la voluntad del
Padre, se dejó apresar sin oponer resistencia, que fue torturado y finalmente
ejecutado de una de las maneras más crueles creadas por el ser humano. Sin
embargo, esta imagen de Jesús, no muy distinta a la que tenían de Él los
primeros discípulos y los Apóstoles, tiene un contrapunto en la imagen de un
Jesús lleno de poder, como Creador de este mundo y segunda persona de nuestro
Dios Trino. Un Jesús divino cuya magnificencia y majestad nos deslumbraría si se
presentase con ella ante nosotros. Sin embargo como vemos en la Palabra y salvo
excepciones, no fue en su divinidad en la forma en que quiso ser visto por
nosotros, sino en humildad y en la compasión por los hombres y mujeres de este
mundo.
•
Cristo es cumplimiento de la
Ley y los Profetas
Después de dar inicio a su vida pública y dar
testimonio del plan redentor de Dios para los hombres, Jesús escogió a sus
discípulos principales, los Apóstoles. Ellos serían los encargados de dar
comienzo a la proclamación de la llegada del Reino a este mundo. Y estos
discípulos, tras presenciar en muchos casos el poder de Dios en Jesús en sus
numerosas obras, iban ahora a ser testigos de un hecho extraordinario y
desconcertante para ellos; de la manifestación de la divinidad de Cristo: “Y
entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido
blanco y resplandeciente” (v29). Una divinidad que conocían, y que intuían
en este hombre, pero que no podían imaginar en realidad, pues lo que habían
presenciado de ella hasta el momento, era solo una parte ínfima de su plena
dimensión. Pero sin duda era necesario
para ellos tener esta experiencia, para que impulsada su fe por la fuerza de
este testimonio vivo, pudieran llegar hasta los rincones del mundo conocido llevando
el mensaje liberador del Evangelio del perdón de pecados. Así, Santiago, Pedro
y Juan, las columnas de la Iglesia (Gal 2:9), recibieron la luz
deslumbrante de una visión que les mostró a Jesucristo en su manifestación
divina, llena de gloria y poder. Igualmente para nosotros los creyentes, es
importante retener este testimonio de la divinidad de Cristo, en un mundo donde
Jesús y su mensaje han sido, en muchos casos, humanizados hasta hacer perder de
vista al hombre que Dios sigue siendo Dios. Que su mensaje no es negociable ni
su Palabra una palabra adaptable a los intereses y puntos de vista humanos; que
hay una realidad espiritual que nos sobrepasa y es superior a la nuestra, y
ante la cual debemos presentarnos en humildad. Y Jesús se presenta en esta
visión entre Moisés y Elías, completando la profecía de alguien donde se funden
la plenitud de la Ley de Dios y la proclamación profética de restauración de
los últimos tiempos por medio del Evangelio: “Y he aquí dos varones que
hablaban con él los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de
gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén”
(v30-31). En Él se manifiestan por tanto estas dos facetas de la acción de
Dios, y en Él se completan todas las profecías proclamadas a los hombres. Jesús
es por tanto la Palabra de Dios hecha carne entre nosotros, y cumplimiento
pleno de la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Y ha venido a
este mundo no a traer una nueva filosofía de vida, ni a fundar una nueva
religión a base de normas y ritos por medio de los cuales el hombre pueda
construir su propia salvación. Tampoco su mensaje es como otros muchos
mensajes que pretenden ser agradables a
los oídos del hombre, normalmente diciéndoles aquello que quieren escuchar. No,
Jesús está aquí para dar cumplimiento al plan salvador de Dios, por medio de su
partida (éxodo) a Jerusalén. Allí Jesús va a romper las cadenas que nos
atenazan al pecado y la muerte, y allí en una Cruz dará cumplimiento a la
Justicia de Dios por nosotros: “a fin de que él sea el justo, y el que
justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom 3: 26).Su presencia entre
nosotros, toda su vida y toda su obra tienen pues este único fin para el
hombre. Y así, garantizada nuestra salvación por medio de la sangre de Cristo,
los cielos se abren ahora para nosotros y podemos pues vislumbrar la gloria de
Dios.
•
La gloria de Dios en la humildad y el perdón
Jesús es verdadero Dios, “nacido
del Padre antes de todos los siglos”, tal como proclama el Credo Niceno.
Sin embargo su divinidad no es la manifestación con la que Jesús eligió
presentarse ante este mundo. Él quiso por el contrario ser uno entre nosotros,
naciendo de la manera más humilde posible: desnudo y sin riqueza alguna, y
proclamar una fe basada no en la imagen de un dios poderoso y temible, sino en
la del Amor de Dios y su misericordia por los hombres. Por eso, esta visión de
su majestad divina, debe servirnos como testimonio del poder de Dios en Cristo
Jesús, y al mismo tiempo del Amor de nuestro Creador por nosotros. Pues no
quiso Dios en su poder omnipotente castigar la maldad y el pecado en la tierra
según merecíamos, sino que por el contrario, se hizo pecador entre nosotros en
la figura de un humilde hijo de carpintero, para entregar su vida en la Cruz y
redimirnos llevándonos a las puertas del Reino. Por eso, esta manifestación de
Jesús en su divinidad nos hace maravillarnos más aún si cabe cuando vemos un
poder que no se nos impone, sino que se nos presenta de manera persuasiva,
paciente y amorosa en la acción del Espíritu Santo en nuestros corazones. Y que
se presenta no en la majestad de una corona o un ejército poderoso, sino por
medio de la misericordia, el perdón y la Paz de parte de nuestro Señor. Esta
Paz y este Amor, son los que experimentaron los discípulos aquel día, y que
como nos narra la Escritura, hizo que no quisieran abandonar aquel lugar y momento: “Y sucedió que
apartándose ellos de él, Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros
que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para tí, una para Moisés, y una
para Elías; no sabiendo lo que decía” (v33). Del mismo modo, nuestros
corazones, renovados y purificados por la sangre de Cristo, no desean sino
permanecer unidos también a nuestro Salvador en esta eternidad gozosa. Como
seres humanos, amamos esta vida y nada hay de malo en ello, pues ella misma es
don de Dios para nosotros, pero debemos amar más aún esa verdadera Vida que se
nos ha prometido junto a nuestro Señor, donde experimentaremos la plenitud de
la presencia de Cristo junto a nosotros. Así lo expresó también el Apóstol
Pablo: “teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo
mejor” (Fil 1:23). Sin embargo la llegada de ese momento para cada uno de
nosotros pertenece a la voluntad de Dios, y mientras Él nos quiera mantener en
esta tierra, debemos aferrarnos a esta fe consoladora y trabajar por el Reino
de Dios proclamando el Evangelio de perdón de pecados, y alcanzando con el Amor
de Dios a los pobres de este mundo, tanto materiales como espirituales. Nuestro
lugar está por el momento aquí, en una sociedad donde abundan la incredulidad,
el egoísmo, el rechazo a la Palabra de Dios. Donde el dolor y el sufrimiento
nacidos del pecado del hombre atenazan a una humanidad desorientada y perdida.
Y es aquí precisamente, en este mundo, donde se hace más necesaria la presencia
del Evangelio, y de nosotros como testigos suyos.
•
Cubiertos por la nube del Amor
de Dios
Los discípulos
vivieron el privilegio de experimentar la visión gloriosa de Cristo y de, una
vez más, escuchar la voz de Dios testimoniando del Hijo: “Mientras él decía
esto, vino una nube que los cubrió; y tuvieron temor de entrar en la nube, Y
vino una voz desde la nube , que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd”
(v34-35). Esta es la segunda vez en
la que el Señor da testimonio de
su Hijo, pero a diferencia del bautismo Jesús, donde el Hijo del hombre ocupó
su lugar entre los pecadores de este mundo, ahora el testimonio recae en el
Hijo de Dios glorificado. La nube que los cubrió, nos retrotrae a la nube con
la gloria de Dios que cubrió también el tabernáculo en el desierto (Éxodo
40:34), y podemos entenderla aplicada a nosotros mismos, como esa
presencia del Espíritu que cubre la vida del creyente, y que hace que todo, a
excepción de la visión gloriosa de Cristo, quede oscurecido ante la presencia
de aquél en donde todos nuestros problemas y dificultades, encuentran consuelo.
Pudiera parecer que a nosotros, los discípulos de hoy, no se nos ha dado esta
oportunidad extraordinaria de disfrutar de la visión de esta presencia gloriosa
de Jesús. Pero sabiendo nuestro Padre de nuestra debilidad de espíritu, y de
las amenazas que el enemigo pone en nuestro camino diariamente, no quiso
privarnos en absoluto de ella. Pues esta misma presencia de Jesús reconfortante
y vivificadora, la tenemos en la proclamación de su Palabra, la cual nos habla
con la mismísima voz de Dios. Y la tenemos igualmente en el perdón y la
reconciliación con Dios que Cristo nos ofrece por medio del don precioso de su
cuerpo y sangre en la Santa Cena, verdadera presencia de nuestro Salvador entre
nosotros en cada Oficio. Sí, la nube de la gloria de Dios también nos cubre a
nosotros diariamente en nuestras vidas, permitiéndonos vislumbrar destellos de
la gloria de Cristo que nos iluminan. Y solo necesitamos una cosa para percibir
con claridad estos destellos divinos: nuestra fe. Ella es ahora la que capacita
nuestra visión espiritual, la que nos permite ver más allá de lo aparente en
este mundo, y para que donde otros solo ven desesperanza y oscuridad en el
porvenir, nosotros podamos ver la mano de Dios proveyéndonos de esperanza y
fortaleza en los momentos difíciles. Esta nube divina nos cubre, pero
paradójicamente no para traernos oscuridad, sino luz, la luz deslumbrante de su
Amor divino. Y si “andamos en luz, como él está en la luz, tenemos comunión
unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1
Jn 1:7).
•
Conclusión
Jesús fue verdadero hombre y es verdadero Dios, tal
como confiesa nuestra fe. Y el día que nos presentemos ante Él, podremos verlo
en la plenitud de su majestad gloriosa y divina, tal como lo vieron Pedro,
Santiago y Juan. Mientras tanto, Él está entre nosotros por medio de su
presencia en los medios de gracia que Dios ha dispuesto (Palabra y
Sacramentos), e igualmente está en el prójimo necesitado allí donde lo
encontremos (Mt 25:40). Sí, tenemos abundante y vivificadora presencia
gloriosa de Jesús en nuestras vidas y el testimonio permanente del Espíritu
Santo en nosotros. Estamos dentro de la nube del Amor de Dios, donde el
Evangelio del perdón divino en Cristo, sigue convirtiendo corazones heridos por
el pecado. ¡No
tengamos pues temor de permanecer en esta nube, pues en ella seremos bendecidos
con la presencia viva y renovadora de Cristo en nuestra vida presente y
futura!. ¡Que así sea, Amén!.
J. C. G. Carlos / Pastor de IELE/Congregación San Pablo
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