“Permaneced en Mí: Expresión de la Relación entre Cristo y el
Cristiano”
TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA 06-05-2012
Primera Lección:
Hechos 8:26-24
Segunda Lección: 1
juan 4:1-11
El Evangelio: Juan 15:1-8
Antes
de subir por última vez a Jerusalén, Jesús dirigió a sus discípulos varios
discursos sublimes y consoladores. De uno de estos proceden las palabras recién
leídas en el Evangelio. Allí Jesús exhorta y ruega a sus discípulos:
“Permaneced en mí, en unión conmigo”, y añade varias razones de por qué ellos
debían dar cumplimiento a ese ruego. Lo que aquí se dice, debe ser también para
nosotros motivo de constante preocupación. Así como Jesús tiene puestos en
nosotros sus ojos día y noche cuidando de conservarnos en unión con Él, así
también nosotros debemos esforzarnos día y noche por mantener viva y estrecha
nuestra relación con Él. Consideremos pues ahora, guiados por el Espíritu Santo
e iluminador, y para provecho de nuestras almas: El Ruego de Jesús a los Suyos:
Permaneced en Mí, como Expresión de la Relación entre Cristo y el Cristiano.
I “Permaneced en mí”,
así ruega Jesús a sus discípulos, a nosotros todos. Tres breves palabras, y sin
embargo, ¡cuan profundo es su significado! Si alguien me pide que permanezca en
él, esto presupone que ya estoy con él. Si no fuese así, tendría que decirme:
¡Ven a mí! De modo que si Jesús nos ruega: permaneced en mí, sus palabras
expresan que ya estamos en compañía de Él, que somos sus amigos y hermanos.
¿Con qué, amados míos, hemos merecido ser llamados amigos de Jesús? La Palabra
de Dios afirma: “Éramos por naturaleza
hijos de ira”, Efesios 2:3 y en el Tercer Artículo
del Credo confesamos: “Creo que por mi propia razón o poder no puedo creer en
Jesucristo, mi Señor, ni venir a Él”. Todos sabemos y sentimos que somos
pecadores. Un pecador es quien transgrede los mandamientos de Dios y no puede
ser amigo de Dios; antes bien, debe sentir temor ante el santo Dios, puesto que
Dios amenaza castigar a todos los que traspasan sus mandamientos.
A
pesar de esto, Jesús nos ruega: Permaneced en
mí. Con esto quiere decirnos: Yo sé que por naturaleza
estabais alejados de mí. Yo sé que a causa de vuestros muchos pecados estabais
bajo el dominio de Satanás, y con él deberíais haber sido condenados al fuego
del infierno, para castigo eterno. Yo sé también que por vuestra propia
iniciativa no podíais ni queríais venir a mí. Más precisamente por esto yo vine
a vosotros a esta tierra. Yo, el verdadero y eterno Hijo de Dios, me hice
hombre en bien vuestro y llegué a ser vuestro hermano, para arrancaros del
poder del diablo y del infierno. Yo cargué con vuestros dolores, en vuestro
lugar padecí la ira y el castigo de Dios, con mi muerte en la cruz pagué lo que
vosotros habíais merecido. Mediante la predicación de mi Evangelio os llamé
hacia mí y os di justicia; porque todo aquel que cree en mí y en mi Palabra, es
tenido por justo ante el Padre celestial, al tal Dios le perdona todas sus
iniquidades, le condona su deuda contando a su favor los méritos míos. Así vosotros
sois ahora míos, yo mismo os doy el derecho de ser llamados amigos e hijos de
Dios. Y puesto que sois míos, yo os sostuve hasta el día de hoy con amor y
fidelidad, os proveí de todo lo necesario para la vida, y fui en toda
dificultad y aflicción vuestro fiel socorro y dulce consuelo. Y así lo haré
también en lo futuro, hasta el fin de vuestros días; y cuando termine vuestra
corta vida terrenal, os daré vida, paz y gozo eternos en el cielo. Por esto os
ruego: Permaneced en mí. ¿Os dais cuenta ahora, amados míos, de cómo estas
pocas palabras de Jesús encierran todo el inmenso, divino amor del Salvador
para con los pobres hombres?
Pero
hay más aún. Si alguien me ruega: Permanece en
mí, lo hace porque piensa que yo quizás pueda tener la
intención de irme. Así también nos ruega Jesús: Permaneced en mí; pues a pesar
de que ahora sois míos, estáis diariamente en peligro de abandonarme.
Vosotros
diréis: ¡Jamás suceda esto! Para siempre permaneceremos en Jesús, en su
Palabra, en su Iglesia. Sin embargo, más de uno que confiaba en sí mismo tan
firmemente, luego me abandonó. No debéis desestimar la astucia del diablo; éste
os tienta con seducciones que al principio parecen insignificancias, y si no
estáis siempre alerta, os arrastra a la perdición cuando menos lo pensáis.
Recordad el ejemplo de Adán y Eva; también ellos querían ser obedientes a Dios,
y de pronto se dejaron seducir por la serpiente, quebrantaron la orden divina,
comieron de la fruta prohibida, e introdujeron así el pecado al mundo. Recordad
el ejemplo de Caín: primero no hizo más que airarse con su hermano, y después
fue y le mató. Así el diablo aún hoy arma sus acechanzas a los hombres y trata
de separarlos astutamente de mí, el Salvador. Más de uno que quería ser
cristiano sincero comenzó por tener uno de esos pequeños “pecados favoritos”,
nada más; quizás le gustaba jugar por dinero, o hacer de vez en cuando algún
negocio fraudulento, o beber una copita demás, o usar palabras poco decentes;
pero poco a poco el diablo llevó al tal hombre al extremo de que el pecado
aparentemente pequeño se convirtió en vicio grande. Más de uno pensó en un
principio: No será cosa tan grave si este domingo no asisto al Oficio Divino;
alguna vez el hombre puede divertirse también y paulatinamente adquirió el
hábito de usar el tiempo del culto para sus diversiones, y así su celo por la
Palabra de Dios se enfrió y se apagó. Por esto nos ruega Jesús, cuidaos bien,
no os dejéis ahogar por los afanes y placeres de esta vida, sino antes,
permaneced en mí. ¿Y qué será nuestra respuesta a ese ruego del buen Señor?
¡Oh! exclamemos como el salmista: “¿A quién
tengo en el cielo sino a ti? y comparado contigo nada quiero en la tierra.”
Salmo 73:25.
Y
algo más nos revelan las palabras de Jesús: su dolor por los que le abandonan.
Si alguien me ruega: Permanece en mí,
demuestra con ello que mi partida no le causa satisfacción, sino pena. Así
Jesús quiere decir con su ruego: Si me abandonáis, si os volvéis indiferentes
hacia mí y hacia mi Palabra, si perdéis la fe en mí, si preferís confiar en
vosotros antes que en mí, si os agrada más vivir como los incrédulos que como
un hijo de Dios, ¡qué pesar me causáis entonces! Pues en tal caso, todo mi afán
y cuidado por vosotros fue en vano, en vano me entregué por vosotros a la
muerte, en vano fue también todo el amor que os dispensé. Y si entonces ya no
halláis paz para vuestras almas, si os aterra la mala conciencia, si os hundís
en la desesperación a causa de vuestros pecados y finalmente os perdéis para
siempre, la culpa de ello es exclusivamente vuestra, y en nada os podré ayudar
ya, puesto que rechazasteis mi gracia y redención. Por esto os ruego como
vuestro bondadoso Salvador que soy: ¡No me abandonéis, sino permaneced en mí!
Hemos
oído así el ruego del Salvador, un ruego que nos atañe a todos nosotros, ya que
todos deseamos ser amigos de Jesús y salvados por Él. Y por esto os ruego
también yo, que fui puesto por Dios entre vosotros como vuestro predicador y
consejero espiritual, ¡permaneced en vuestro Salvador!
Ahora
bien, para respaldar su ruego, Jesús aduce aún algunas razones que le impulsan
a expresar tal ruego.
II.
No cabe duda, sin Jesús nada podemos hacer. Una vez que el sarmiento ha sido
cortado de la vid, no puede ya producir fruto alguno. Así tampoco podrá ya
hacer obra buena alguna el hombre que se separó, que apostató de Dios. El que
no ama a Dios sobre todas las cosas, no podrá ni querrá guardar sus
mandamientos. Bien, pero: ¿no conocemos también nosotros personas que sin ser
creyentes en Cristo hacen no obstante mucho bien, y hasta lo hacen a nosotros
mismos? ¿Qué diremos de éstos? Si un incrédulo hace algo que a ojos humanos
parece bueno, lo hace mayormente para cosechar alabanzas, o porque espera
obtener con ello alguna ventaja. Y aunque no fuera así, aunque una persona se
mostrase amable con otros por cierta bondad natural, esto no quiere decir que
sus obras necesariamente han de ser buenas ante los ojos de Dios, por más que
lo parezcan ante la vista nuestra. “El nombre
mira a los ojos, mas Jehová mira al corazón”, 1 Samuel. 16:7.
Caín presentó al Señor un sacrificio, al parecer exactamente como su hermano
Abel, y sin embargo, sólo el sacrificio de Abel fue del agrado de Dios. ¿Por
qué? Porque Abel era hombre piadoso; Caín en cambio abrigaba pensamientos de
envidia y de odio. En el reino de Dios rige esta regla: Todo lo que no es de
fe, es pecado, Romanos 14:23. La fe es lo único que decide. Quien posee fe, es
justo y bueno ante Dios, pues por la fe viene el perdón de pecados. Quien no
posee fe, es y será siempre un pecador perdido y condenado, por más intachable
que nos parezca su conducta. ¿Veis ahora cuan importante es el ruego de Jesús “Permaneced en mí”?
Jesús
prosigue: “El que en mí no permanece,
será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego,
y arden”. v. 6. El que se aparta de Jesús, no sólo
no puede ya hacer el bien, sino que tampoco quiere hacerlo. Creyente aún, vivía
como hijo de Dios, pero al poco tiempo se puede constatar justamente lo
contrario. Ni bien el sarmiento es cortado de la vid, comienza a secarse. Un
hombre tal se hace siempre más indiferente hacia la voluntad de Dios, sus
pecados y vicios alcanzan siempre mayor predominio y así ocurre a menudo que un
amigo de Dios se convierte con asombrosa rapidez en su enemigo. Como es recogido
el sarmiento seco y echado al fuego para ser quemado, así llegará también la
hora en que el Señor en su justa ira recogerá a todos los impíos y los echará
en el fuego del infierno donde les sobrará tiempo para maldecir su apostasía
que los condujo a ese lugar de tormentos. Por esto el ruego de Jesús es al
mismo tiempo una seria advertencia a todos nosotros: Permaneced en mí, pues
sólo así vuestra alma quedará a salvo de la desdicha sin fin.
Finalmente
el Señor menciona una razón más por qué hemos de permanecer en Él: porque Él
cuida tan paternalmente de que podamos permanecer en Él. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid
todo lo que queréis, y os será hecho”, v. 7.
Si permaneciereis en mí, dice Jesús, también mis palabras permanecerán en
vosotros. Si no dais las espaldas a vuestro Salvador, Él se os manifestará
siempre de nuevo en su Palabra. Siempre de nuevo os hablará por boca de los que
anuncian el Evangelio y siempre de nuevo os asegura cuánto os ama, cómo os
quiere socorrer en toda necesidad, con cuánta longanimidad os perdona todos
vuestros pecados y cuan vivamente desea reuniros a todos consigo en el cielo.
Pero no sólo es Dios el que habla; también nosotros podemos hablar a Él: “pedid todo lo que queréis, y os será hecho”.
Con toda franqueza podemos dirigirnos a Él en nuestras oraciones, podemos
confiarle nuestras preocupaciones grandes y pequeñas, seguros de poseer en Él a
un amigo que en todo momento nos escucha y que tiene también la voluntad y el
poder de darnos lo que más nos conviene, y esas conversaciones mutuas, las
promesas divinas dirigidas a nosotros, y nuestras súplicas dirigidas a Dios,
constituyen un lazo fuerte que une a criaturas y Creador. ¿Habríamos de romper
nosotros ese lazo anudado por Dios mismo, y seguir nuestro propio camino sin
Dios? ¡Cuan ingrato, insensato y funesto sería tal proceder! Por tanto, tomemos
siempre a pechos, en nuestro propio bien, el ruego de Jesús: ¡Permaneced en mí!
Y exclamemos como Pedro: “Señor, ¿a
quién iremos? ¡Tú tienes las palabras de vida eterna: y nosotros hemos creído y
conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!” Juan 6:68-69. Amén.
Rvdo. Érico Sexauer
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