“¿Cómo
vivir cuando el Reino de Dios está cerca?”
Antiguo Testamento:
Jeremías 33:14-16
Nuevo Testamento: 1º
Tesalonicenses 3:9-13
Santo Evangelio: Lucas
21:25-36
¿Qué le sucederá
a este mundo en que vivimos? Ésta no es una pregunta desconocida, pero merece
seria consideración. Toda persona de sentido cabal ha hecho esta pregunta
repetidas veces. Durante esta finalizando la estación de Adviento los
cristianos meditan sobre esta pregunta con especial atención.
Los que no son
cristianos dirán que este mundo seguirá existiendo para siempre. Si son
optimistas, afirmarán que el mundo seguirá mejorando. Hace tiempo se pensaba
que, puesto que se ha avanzado tanto en la ciencia, el hombre estaría en los
umbrales de formar de este mundo un verdadero paraíso y que no tardaría mucho
en establecer una norma de vida que superaría a la que posee el hombre más rico
de la actualidad. Por otro lado, los pesimistas consideran con aprensión los
descubrimientos científicos. Están seguros de que algún día esta fuerza caerá
en manos de hombres sin escrúpulos que la utilizarán para destruir a toda la
raza humana y que después de eso este mundo sólo servirá de habitación a
animales y aves y peces, en el mejor de los casos.
Los cristianos
rechazan ambas respuestas. Pero no lo hacen por capricho o porque quieren
evadir la pregunta. Poseen una respuesta clara y categórica a la pregunta. Y
saben que la respuesta es correcta, porque les ha sido revelada por su
Salvador, el Señor Jesucristo. Tanto en nuestro texto como en otros pasajes de
la Biblia, el Señor afirma sin la menor ambigüedad que algún día este mundo
pasará. En el v. 33 de nuestro texto nos dice: “El cielo y la tierra pasarán”.
Todo en esta
tierra pasará excepto dos cosas: la Palabra de Cristo y la raza humana.
Respecto a su Palabra dice Él (v. 33): “Mis palabras no pasarán”. Respecto a la
raza humana dice el Señor que cuando venga el fin del mundo, ante Él
comparecerán todos los habitantes del mundo, tanto muertos como vivos, a fin de
que reciban el veredicto del juicio final. No hay ser humano que no sobreviva
el fin del mundo. Los que estén vivos en ese tiempo, seguirán viviendo; y los
muertos serán resucitados para que sigan viviendo.
Conviene, pues,
preguntar: ¿Vale la pena la supervivencia? ¿No es preferible, según proponen
algunos, la aniquilación completa de la raza humana? Para muchos, lo es. ¿Por
qué? Porque serán destinados, con el diablo y todas sus legiones, a una
existencia impía y miserable en el infierno. En cambio, para otros la supervivencia
será una redención completa y gloriosa, la desaparición de toda imperfección
pecaminosa y de toda desilusión terrenal. Entre éstos nos encontramos nosotros
porque nos aferramos a las promesas del Señor y anhelamos su venida a fin de
que nos libre de esta prisión terrenal en que vivimos.
Así como nosotros
suspiramos por la venida de nuestro Señor, asimismo suspira Él por venir a
nosotros. Por consiguiente, a fin de que “aquel día”, como dice el mismo Señor
en nuestro texto, “no venga a vosotros de repente”, como el lazo que pone el
cazador o como un rayo o centella, el Señor nos da ciertas instrucciones.
Nuestro Señor declara que su segunda venida no será
una aparición por sorpresa. No será como un ataque furtivo. Así como preparó al
mundo para su primera venida, su nacimiento en la carne, enviando de antemano
profetas y ángeles, así mismo desea que esperemos su segunda venida. Por
consiguiente, nos da señales inequívocas mediante las cuales se puede reconocer
que el fin del mundo puede venir en cualquier momento. Como primera señal,
habrá disturbios en las fuerzas de la naturaleza. Las menciona en nuestro texto
del modo siguiente: “Habrá señales en el sol y en la luna, y en las estrellas;
y en la tierra angustia de gentes por la confusión del sonido del mar”. Las
tempestades y terremotos, especialmente los que han arruinado ciudades grandes
y pequeñas, los huracanes que azotan islas y costas, y los desbordamientos de
ríos y lagos que inundan las comarcas vecinas, son señales claras y potentes de
que este mundo no durará para siempre. Aun entre hombres de ciencia, que tratan
de buscar las causas de esos disturbios, hay algunos que, por sus propias
observaciones, están convencidos de que este mundo no puede permanecer intacto
indefinidamente. Agregan, pues, su “sí” y “amén” a lo que Jesús nos dice en su
Palabra. De modo que cada vez que los periódicos y la radio informan sobre
violentas convulsiones en la naturaleza, debemos reconocer en ellas
advertencias adicionales de que el Señor puede aparecer en cualquier momento.
Otra señal que
debemos reconocer es la que el Señor nos describe en las siguientes palabras
(v. 26): “Secándose los hombres a causa del temor y expectación de las cosas
que sobrevendrán a la redondez de la tierra: porque las virtudes (potencias) de
los cielos serán conmovidas”. El temor, crónico y abrumador, se apoderará de
los corazones del mundo habitado. En vez de tranquila confianza en el porvenir,
el temor será el ambiente prevaleciente en que vivirá la raza humana. Hombres y
mujeres preguntarán con ansias: ¿Qué sucederá mañana? Esta señal se observa con
mayor claridad en la actualidad. ¿No es extraordinario que cuanto más próspera
es una persona tanto mayor es su temor? En aquellos países donde la prosperidad
no tiene precedente, la pregunta que se oye por todos lados es la siguiente:
¿Cuánto tiempo durará esta prosperidad? Y también en otros países se evidencia
la inquietud, pues se dan cuenta de que existe en el mundo una competencia casi
irrefrenable respecto a armamentos; competencia que puede resultar en otra
guerra mundial, cuyas consecuencias no tendrán precedente en la historia del
mundo.
Pero tras todo
este temor existe uno aún mayor, un temor innominado, engendrado por la
convicción del pecado. Por mucho que trate, el hombre no puede deshacerse del
conocimiento de su estado pecaminoso. La Palabra de Dios se lo declara y su
propia conciencia se lo afirma diariamente. El hombre se encuentra, pues, en
una situación intolerable. Vive en un estado de culpabilidad. Por consiguiente,
toda señal de que Dios, a quien está ofendiendo continuamente, en cierto día
pondrá fin a la existencia de este mundo, hace recordar al hombre que su
destino no está lejos. Y de esto están más conscientes los que no recibieron el
perdón que Dios ha provisto por medio de Jesucristo. El cristiano, pues, en
tanto que observa este temor en aquellos que siguen rechazando la paz de Dios,
recuerda con la mayor claridad la segunda venida del Señor.
Al temor que
sienten los que viven independientemente de Dios hay que añadir su oposición al
Evangelio de Jesucristo; su encarnizado y continuo odio a ese Evangelio. Y esto
forma la tercera señal que los cristianos jamás deben pasar por alto. Jesús
menciona esta señal en las siguientes palabras (v. 32): “De cierto os digo, que
no pasará esta generación hasta que todo sea hecho”, es decir, hasta que todo
haya sucedido. La generación que el Señor menciona aquí, ya fue identificada
por Él al principio de este capítulo y en los capítulos anteriores: el tipo de
incrédulos representado en aquel entonces por los fariseos y saduceos como el
grupo que continuamente contradecía todo mensaje de salvación pronunciado por
el Señor Jesucristo. Aún más, ni siquiera los milagros que Jesús obró,
inclusive la resurrección de Lázaro de entre los muertos, podían reblandecer su
antagonismo. Al contrario, todos estos milagros los incitaban a pedir la muerte
de Cristo.
El Señor desea
que los cristianos sepan que toda esta oposición no habrá de cesar hasta que Él
venga a juzgar a los vivos y a los muertos. A los discípulos de Jesús no les
debe sorprender el hecho de que hasta la actualidad las fuerzas de las
tinieblas se oponen al Salvador y hasta lo califican de enemigo principal de la
humanidad. El hecho de que en nuestro tiempo el odio hacia Él y sus creyentes
se destaca con la mayor violencia y blasfemia en diferentes países del mundo, y
hasta en países que llevan el nombre de cristianos, proporciona evidencia
adicional a los creyentes de que el día del juicio puede ser el próximo en el
calendario divino. A veces los cristianos se olvidan de esto y les es enigma el
odio y el insulto de que es víctima el Evangelio de Jesucristo. Por otro lado,
cuando a pesar de toda oposición, el Espíritu Santo bendice la obra de los
misioneros cristianos, muchos creyentes se engañan al pensar en que ya ha
cesado casi toda oposición y en que habrá una conversión general de la
población del mundo. También pueden pensar en que vendrá un gran milenio, un
extenso período de paz, tranquilidad y amor en que toda rodilla se doblará ante
el Señor Jesucristo. Pero Cristo quiere que recordemos que no existe promesa
tal para este mundo. Al contrario, la oposición hasta el extremo permanecerá
sin mitigar.
El reconocimiento
de esta señal de parte de los cristianos causa a éstos profunda tristeza. A
veces podemos calificar de inútil el esfuerzo en realizar la obra misional;
podemos darnos por vencidos y preguntar: ¿Para qué ocuparnos en el incrédulo?
Quizás podemos abrigar el temor de que los poderes infernales pueden abrumar la
obra del reino de Dios y enmudecer por completo su voz. En pleno conocimiento
de nuestra debilidad, el Señor Jesús se apresura a darnos una señal consoladora
acerca de su segunda venida. Se nos llamó la atención a esta señal en la
introducción a este mensaje, pero es menester repetirla en vista de la señal de
oposición que acabamos de mencionar. Nuestro Señor nos dice lo siguiente (v.
33): “Mas mis palabras no pasarán”. Estas palabras se destacan como faro en
medio de la confusión y la desolación, los temores y las maldiciones de este
mundo moribundo. Las embarcaciones de la filosofía humana y la superstición,
del camino farisaico acerca de la salvación y del menosprecio de la expiación
de Cristo son tan ignorantes y tan ciegas, como para no divisar el faro, que se
hundirán a causa de las tempestades de este mundo. Pero la embarcación de la
causa de Cristo, dirigiéndose por el curso que le ha trazado el faro de la
Palabra divina, de la verdad eterna, saldrá ilesa de la tempestad y no dará
contra los arrecifes, porque “Tu Palabra es, Señor, Claro faro celestial, Que
en perenne resplandor Norte y guía da al mortal”.
No hay duda de
que es importante reconocer las señales que indican la segunda venida de
nuestro Señor. Pero el mismo Señor nos advierte que también debemos hacer otra
cosa: protegernos de toda influencia que pueda ser causa de que pasemos por
alto estas señales. Lo hace mediante las siguientes palabras (vs. 34-36): “Y
mirad por vosotros, que vuestros corazones no sean cargados de glotonería y
embriaguez, y de los cuidados de esta vida, y venga de repente sobre vosotros
aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz
de toda la tierra. Velad pues.” Hace como dos milenios que nuestro Señor
pronunció esta advertencia. Ella es tan necesaria en la actualidad como lo fue
en aquel entonces. Es tan pertinente para la actualidad como cualquier cosa que
se considere de gran importancia. Valiéndonos de una expresión común: ella da
en el clavo. ¿Qué nos puede hacer más insensibles y sordos y ciegos a lo que
Jesús ha declarado acerca de su segunda venida que los pecados que se mencionan
aquí? La glotonería, o crápula, o disipación fomenta necesariamente una actitud
de indiferencia, una desatención fatal al bienestar de la persona que se
abandona a ella. La disipación por lo regular va acompañada de la lujuria y la
inmoralidad. ¡Ay de la persona que cae en sus tentáculos!
Muy emparentada
con la inmoralidad está la embriaguez. También ésta tiene sus muchas víctimas.
Degrada su víctima al nivel de un animal y la despoja de cualquier interés que
el porvenir pueda proporcionarle. Y aún peor, tan irresponsable hace a la
víctima que ésta no vacila en cometer cualquier crimen y a veces hasta quitarse
su propia vida. ¡Ay del que así tenga que enfrentarse con su Dios!
Pero, ¿por qué
Jesús amonesta a sus discípulos respecto a este pecado? ¿Acaso no son ellos
inmunes de este pecado? ¡Ojalá que así fuera! La verdad del caso es que este
vicio siempre ha sido, y aún es, un problema de primera magnitud para un buen
número de cristianos. Acosa en particular a los cristianos de mediana edad, que
equivocadamente creen que recurriendo a él pueden despojarse de la tremenda
rigidez que les causa el trabajo diario. Y lo que lo hace aún más peligroso es
el hecho de que progresivamente debilita la fuerza de voluntad de sus víctimas.
Como les falta la resistencia, por fin se desquician. He aquí por qué es de
tanta importancia la advertencia de nuestro Señor Jesucristo. Aquí no podemos
menos que citar las palabras del apóstol San Pablo a los corintios: “El que
piensa estar firme, mire no caiga.”
Además de la
inmoralidad y la embriaguez, nuestro Señor llama la atención a otro peligro que
amenaza nuestra preparación para su segunda venida. Él llama a este peligro (v.
34) “los cuidados” o afanes “de esta vida.” Mientras Jesús realizaba su obra
entre las gentes de Galilea, Samaria y Judea, se entristecía al observar que a
tantos no les interesaba el mensaje de la redención, sino que su mayor interés
estribaba en los panes y en los peces, en las cosas materiales: el alimento,
ropa, casa y salud, todo lo cual ahogaba el interés por lo espiritual. Aun
aquellos que no debían entregarse a esas distracciones y que se llamaban sus
discípulos, a veces permitían que entraran en sus corazones los afanes por
asuntos materiales. Por consiguiente, Jesús repetidas veces tenía que
recordarles cuan peligrosos eran esos afanes. En nuestro texto recalca este
peligro, y les advierte que los afanes de esta vida, si se persiste en ellos,
pueden impedir la preparación para el gran día de su segunda venida.
Nadie ha de
insistir en que esta advertencia no es necesaria en la actualidad. No nos
referiremos a los que no son discípulos de Cristo, pues ellos desechan la
verdad de lo que ha de suceder allende esta vida; para ellos el aquí y el ahora
son las cosas de mayor importancia. A ellos se aplican las siguientes palabras
de nuestro texto (v. 35): “Porque como un lazo vendrá (el día del juicio) sobre
todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra.” La palabra “habitar”
quiere decir aquí sentarse y reposar, estar completamente satisfechos con lo
actual, no interesarse en cosas superiores a las que puedan producir los
cerebros humanos y los poderes físicos.
Pensamos más bien
en nosotros, en los hijos de Dios, que creemos que Cristo nos ha reservado un
lugar en los cielos y que anhelamos la venida de ese gran día en que hemos de
ver cara a cara a nuestro Salvador. ¿Qué hacemos con los conflictos de esta
vida? ¿Cuánto tiempo y energía les dedicamos? Si descubrimos que ellos se
encuentran en el centro de nuestros planes y acciones; si los asuntos de
nuestra vida espiritual y el interés en el reino de Cristo están recibiendo
atención pasajera; si hallamos mayor comodidad y libertad en ciertos asuntos materiales,
no hay duda de que estamos en gran peligro. No estamos en lo más mínimo
preparados para ese gran día que nuestro Señor ha dispuesto que sea el último
día de nuestra existencia terrenal. Entonces la última página y la más
importante de nuestra biografía será una página completamente en blanco y
triste. Es, pues, imprescindible que con frecuencia hagamos un inventario de la
existencia de nuestros intereses, deseos y esperanzas. Nuestra casa debe estar
al día y bien almacenada con todo lo que sea aceptable a Dios cuando Él venga
otra vez.
Tanto se ocupa
Jesús en que estemos preparados para su segunda venida que no sólo nos manda
reconocer las señales y evitar vicios entorpecedores y los afanes de esta vida,
sino que también nos estimula a estar en constante comunión con Él. Nos dice el
Señor (v. 36): “Velad pues, orando en todo tiempo.” El Señor sabe muy bien que
nosotros solos no podemos prepararnos para su segunda venida. Nadie posee el
poder necesario para prepararse a sí mismo. Por lo tanto, Él quiere que estemos
en comunión diaria con Él; que le hablemos acerca de nuestros planes y las
dificultades que se presentan en la realización de ellos. No debemos estar
perplejos respecto a lo que debemos decirle. Puesto que Él sabe de antemano en
qué consisten nuestras necesidades, ya hasta ha preparado el tema de nuestra
conversación; aún más, ha compuesto las palabras con que debemos dirigirnos a
Él. En cierta ocasión, cuando sus discípulos le dijeron que no sabían orar y
que querían que Él les enseñara a orar, Él formuló para ellos y para nosotros,
el Padrenuestro; y además nos ha dado en su Palabra una maravillosa colección
de oraciones. Cada vez que leemos la Biblia, estamos en efecto comunicándonos
con Él en oración. Mediante esa instrucción y ese estímulo, siempre formaremos
oraciones que son agradables al Padre celestial, pues ellas nacen del fruto de
nuestra experiencia con su Palabra salvadora.
Si hacemos esto,
dice Jesús, no hay la menor duda de que “seremos tenidos por dignos de
evitar o escapar la destrucción del
mundo y de estar en pie delante del Hijo del Hombre”. Jesús, el “Hijo del
Hombre”, como a Él mismo le agrada llamarse, porque Él es verdadero miembro de
la raza humana y el que la redimió, es por esa razón el que en realidad es
llamado a presidir en el Día del Juicio. ¡Esto sirve de consuelo inefable a
todos los que son sus discípulos! El que los ha salvado del pecado, de la
muerte y del infierno, será el que vendrá para recibir en las mansiones eternas
a todos los que han permanecido fieles hasta el fin. El cristiano exclama, pues:
Ven, oh Dueño de
mi vida, Generoso Bienhechor; Que mi
alma dolorida Clama ya por su Pastor; No te tardes te suplico, No te tardes, oh
Señor; Ven, oh Dueño de mi vida, Mi Jesús, mi Salvador. Amén.
E. E. R. Pulpito Cristiano.
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