”Un corazón que canta las maravillas de nuestro
Dios”
TEXTOS BIBLICOS
DEL DÍA
Primera Lección: Miqueas
5:2-5a
Segunda Lección: Hebreos
10:5-10
El
Evangelio:
Lucas 1:39-45 (46-56)
Sermón
•
Introducción
Llegamos hoy al último Domingo del Adviento, con la
mirada puesta en el tiempo de Navidad que ya podemos percibir cercano. Hemos
atravesado este período de preparación y ansiamos celebrar una vez más que Dios
amó tanto al mundo que envió a Su Hijo para salvarlo (Jn 3:16). Y
teniendo probablemente muchos motivos para alegrarnos en la vida y dar gracias
a Dios, es éste sin embargo el más importante y trascendente para nosotros. Y
por ello en estas fechas proclamamos las grandezas de nuestro Dios, dando
testimonio de nuestra fe y esforzándonos más si cabe en llevar a otros la Paz y
el Amor de Dios en Cristo que sobrepasan todo entendimiento (Fil 4:7).
•
Un corazón lleno del Espíritu
Santo proclama a Cristo
Proclamar las grandezas de nuestro Dios, es algo que no debería ser
ajeno a cualquier creyente. Podemos encontrar en la Palabra a personas que
sabiéndose bendecidas por el Señor en sus vidas, y aún en los momentos más
difíciles, manifestaron su reconocimiento y alabanza más profundos por la acción
del Creador en sus vidas. Así, podemos encontrar en el primer libro de Samuel
el Cántico de Ana, en agradecimiento por el nacimiento de su hijo el profeta
Samuel (1º Sam 2:1-10), la profecía de Zacarías en el mismo Evangelio de
Lucas (Lc 1:67-79), alabando a Dios por el cumplimiento de sus promesas
de salvación en Jesús, o la propia oración de Simeón, bendiciendo a Dios por
haber conocido a Cristo mismo, como el Mesías prometido (Lc 2:25-32).
Ciertamente no habría horas en el día suficientes para cantar las maravillas de
la creación y de su artífice divino. Y en la lectura de hoy nos encontramos con
uno de estos cantos excelentes e inspiradores, que resumen de manera perfecta
el reconocimiento a Dios por su misericordia con nosotros y el cumplimiento de
sus promesas. Un canto de María, conocido por la traducción al latín de su
primera palabra: el Magnificat. Meditemos ahora en el texto del Evangelio, y en
la riqueza enorme de esta Palabra de Dios:
“En aquellos días, levantándose María, fue de prisa
a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías, y saludó a
Elisabet. Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la
criatura saltó en su vientre; y Elisabet fue llena del Espíritu Santo, y
exclamó a gran voz, y dijo: bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de
tu vientre” (v39-42). Si
analizamos detenidamente el texto del Evangelio, veremos que en este encuentro
entre Elisabet y su prima María, hace acto de presencia aquél que eleva el
espíritu y llena de gozo y testimonio el corazón humano (Jn 15:26): el
Espíritu Santo. Y su primera aparición aquí, provoca un doble reconocimiento:
por una parte la presencia de Cristo trae al propio Espíritu para dar
testimonio de Él, como fruto bendito de las promesas de Dios para su pueblo. Y
por otro lado, ¡qué grande y maravilloso misterio!, un niño no nacido aún que
salta en un vientre, y que no es otro que Juan el Bautista, que ya proclama a
Cristo incluso antes de ver la luz en el nacimiento, pues el Espíritu Santo
derrama la alegría que percibe que la salvación de Dios está cerca. Y es que
esta presencia de Jesús en la vida de los hombres, irrumpe como savia fresca
que renueva lo reseco, como agua que fecunda la tierra sedienta, como Vida para
los que moran en las tinieblas. Así el hombre, cuando es tocado por la gracia y
la misericordia divinas y liberado de la oscuridad del pecado y la falta de
esperanza que atenaza a aquellos que viven lejos de Dios, no puede sino cantar
las maravillas del Creador. Y estos hombres y mujeres, son entonces llenos del
Espíritu Santo, y ya no ven la realidad de sus vidas con los ojos de su
egoísmo, sus prejuicios y su incredulidad, sino que son capaces de mirar a su
alrededor con la visión de Dios, estando ya vivificados en Cristo. Así una vez
más Dios lleva a cumplimiento sus promesas para con nosotros: “Por tu
nombre, oh Jehová, me vivificarás; por tu justicia sacarás mi alma de angustia”
(Sal 143:11). Y ciertamente la justicia de Jehová vivifica al hombre, una
justicia que no lleva el sello humano, sino de Dios y que ya sentimos próxima
como Juan en el vientre de Elisabet. También nosotros nos sentimos inquietos,
con corazones palpitantes, pues la justicia de Dios que es Cristo mismo se
acerca,. Una justicia a la que no hay que temer, sino desear; una justicia que
el Espíritu lleva al corazón de los creyentes: “la justicia de Dios por
medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (Rom 3: 22). ¿Sientes
ya próxima esta justicia?, ¿palpita tu corazón de júbilo, como el de Juan, en
la inminencia de la salvación que llega a tu vida?.
“¿Por qué
se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?. Porque tan
pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de
alegría en mi vientre. Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que
le fue dicho de parte del Señor. Entonces María dijo: Engrandece mi alma al
Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi salvador” (v43-47). La alegría de Elisabet es la
alegría de cada uno de nosotros cuando en nuestras limitaciones percibimos la
cercanía de Dios en nuestras vidas, y de las bendiciones que Él derrama. Y ante
esta realidad el creyente exclama como ella: ¿Por qué se me concede esto a mí,
pobre pecador?, y ¿cómo es posible que cuando me hallaba perdido, el Señor fijó
en mí su mirada y en lugar de aplicarme el justo castigo por mis pecados vino a
mí, tendió su mano y me ofreció su Amor infinito?. Y no debemos extrañarnos,
aun cuando no lo comprendamos, que el Creador haya trascendido nuestra bajeza y
cubierto con el manto de la justicia de Cristo. Tal es nuestro Dios, Padre
misericordioso, que nunca abandona a sus ovejas extraviadas. Y cuando sucede
esto, el Espíritu nos hace regocijarnos en el Señor, pues ¿en qué otra
cosa aparte de nuestro Dios podremos tener gozo pleno en esta vida?, ¿y qué nos dará más
satisfacción y alegría que la presencia constante de Cristo junto a nosotros?.
La vida está llena de dolor, sufrimiento y contradicciones, y si bien también
existen momentos de alegría, el pecado y sus consecuencias están siempre al
acecho (1ª P 5:8). Y de entre estas consecuencias una es la principal
amenaza para el hombre: la separación eterna de Dios, el destierro del Reino
del Padre. Pero ahora el Verbo encarnado ha roto esta maldición que la Ley
declaraba sobre nosotros por medio de un nuevo pacto en la fe: “pues todos
sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gal 3: 26).¡Bienaventurados
pues los que creyeron, pues la salvación prometida viene a ellos!.
“Porque ha
mirado la bajeza de su sierva; pues he aquí desde ahora me dirán bienaventurada
todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es
su nombre. Y su misericordia de generación en generación a los que le temen.”
(v48-50). Ciertamente
si el Señor mirase nuestro corazón no mereceríamos otra cosa que su repudio;
sin embargo Él no busca otra cosa que nuestra conversión, para que podamos
recibir la mirada de su Amor infinito y experimentar la gracia que es en Cristo
Jesús: “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Jehová, convertíos
pues y viviréis” (Ez 18:32). Siempre está presto a aplicar su misericordia
a aquellos en cuyos corazones se atesora el temor a Dios. Sin embargo, ¿busca
el mundo el rostro de Dios?, ¿teme al Creador, no con el temor que distancia y
asusta sino con el temor reverente de aquello que nos parece infinitamente
Santo y Omnipotente?. El hombre cree ser sabio, y vivimos en una época donde
predomina la razón y la inteligencia, pero la propia Palabra nos advierte que: “El
temor de Jehová es el principio de la sabiduría, y el conocimiento del
Santísimo es la inteligencia” (Prov 9: 10). Somos pecadores, lo sabemos,
pero tenemos temor de Dios y este temor nos hace reconocer lo que somos ante el
Padre y arrepentirnos de todo lo que sabemos que nos distancia de Él. Pero no
nos quedamos aquí, ni desesperamos por ello, sino que inmediatamente después
del arrepentimiento, los corazones convertidos experimentan la gracia y la
misericordia sanadora de sabernos perdonados. El Señor mira nuestra bajeza,
pero para cubrirla con la sangre de Cristo. ¡Ciertamente hace grandes cosas el
Poderoso por nosotros¡.
“Hizo
proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus
corazones. Quitó los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los
hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su
siervo, acordándose de la misericordia, de la cual habló a nuestros padres,
para con Abraham y su descendencia para siempre. Y se quedó María con ella como
tres meses; después se volvió a su casa” (v51-55). El mundo cree vivir una vida
auto suficiente, donde el ser humano es señor de la Historia y los
acontecimientos. Sin embargo, ¡qué error más grande es tener esta visión!. Pues
el Creador de este mundo es quien rige sus caminos y su destino aplicando su
propia lógica que es muy diferente a la humana: “Porque mis pensamientos nos
son vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos” (Is 55:8). Y en
la lógica de Dios, la soberbia, al ansia de poder, la avaricia, y todo aquello
que abunda en la carne, precisamente todo esto no tiene cabida. ¿Hay poderosos,
soberbios, avaros y mentirosos?: sin duda, ¿permanecen o incluso “triunfan” en
la vida?: sólo por un tiempo. El mal existe ciertamente entre nosotros, y no
siempre la vida nos parece justa y lógica según los valores del Reino, pero
descansamos en la seguridad de que nuestro Dios, el Señor de la vida, es
infinitamente justo y que su justicia ha llegado a su cumplimiento en Cristo
Jesús. Una justicia que ya se está cumpliendo, y donde los que no han resistido
la acción del Espíritu en sus corazones y en arrepentimiento han recibido el
don de la fe, son ahora contados entre los herederos del Padre. Y esta herencia
les será tenida en cuenta cuando Cristo vuelva a proclamar el decreto donde la
lógica de este mundo quedará desterrada por siempre. Ahora pues, es tiempo de
batalla en esta vida, de resistir y sobre todo de buscar la victoria en la fe,
pues: “el que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él
será mi hijo” (Ap 21: 7).
•
Conclusión
El Salvador está cerca, y ello nos anima y vivifica
haciendo que nuestro corazón se fortalezca por encima de los problemas y
dificultades que podamos enfrentar. El Espíritu anida en nosotros por medio de
la fe, y ello hace que cantemos la grandeza y maravillas de nuestro Dios. El
brazo del Señor ciertamente hace proezas cada día, y es tiempo ahora de afinar
nuestra visión para ser capaces de percibirlas. Y la mayor de todas es la
presencia de Cristo en nuestras vidas, la cual nos convierte como a Elisabet, como
a Juan, como a María y como a tantos santos de la Historia, en testigos aquí y
ahora del perdón y la salvación que son en Cristo Jesús.
¡Magnificat
anima mea Dominum!,
¡Engrandece mi alma al Señor!. ¡Que así sea,
Amén!
J.C.G. /
Pastor de IELE/
Congregación San Pablo
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