”Heredando la vida eterna por medio de la Fe”
TEXTOS BIBLICOS
DEL DÍA
Primera Lección: Amós
5:6-7
Segunda Lección: Hebreos
3:12-19
El
Evangelio:
Marcos 10:17-22
Sermón
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Introducción
Todos los creyentes y probablemente muchos que no lo
son, se han planteado en alguno o muchos momentos de sus vidas la cuestión de
la vida eterna. Y al igual que los discípulos (Mc 10:26), y el joven
rico del Evangelio de hoy, es posible que aún se pregunten: ¿Qué haré para
ganarla?, ¿cómo conseguirla y por cuáles obras o medios?. Porque la mente
natural del hombre tiende a creer que esta vida eterna hay que ganarla, y por
nuestros propios medios meritorios. Que debe existir un mecanismo aquí en la
tierra para ser merecedores de la misma. Sin embargo, la Palabra nos dice
precisamente algo muy diferente: que la vida eterna no puede ser ganada ni
siquiera por los que se creen fieles cumplidores de la voluntad de Dios y su
Ley. Pues esta vida eterna en definitiva no está al alcance del hombre por nada
que él pueda humanamente hacer en ella, y que la salvación es un asunto que
Dios ya ha resuelto en Cristo para la humanidad. Y si no entendemos esta verdad
evangélica, el Evangelio del perdón de pecados seguirá siendo desgraciadamente
mal entendido entre los mismos cristianos y “locura a los que se pierden” (1
Cor. 1:18).
•
¿Cómo
heredar la vida eterna?
La pregunta del joven rico en
el Evangelio de Marcos es quizás, entre los creyentes de todos lo tiempos, la
más repetida y la que ha suscitado más momentos de meditación y reflexiones.
¿Cómo alcanzar los umbrales del cielo?, ¿qué hacer para agradar a Dios y ganar
su favor?. En la época que le tocó vivir a Lutero, este problema suscitó
amplias y grandes polémicas, y hasta engaños terribles como las indulgencias
compradas con dinero. Además la muerte era algo mucho más cercano a los seres
humanos e inesperada, y pensar en la muerte llevaba inevitablemente a pensar en
la vida eterna, y principalmente, en como ser merecedores de la misma. Y al
igual que en aquellos tiempos, el ser humano incluso hoy, sigue pensando en
gran medida que esta vida celestial hay que merecerla, y para ello ganarla. “¿Qué
haré para heredar la vida eterna?” (v17), es la pregunta que el joven le
dirige a Jesús, y fijémonos que la pregunta no empieza con un “cómo heredar”
sino con un “qué haré”. Pues este joven judío piadoso, estaba
acostumbrado a una relación con Dios basada en ganar el favor divino por el
cumplimiento de la Ley; y una Ley que él mismo afirmaba cumplir. Con lo cual
podemos suponer que simplemente esperaba de Jesús la confirmación de que él ya
era de hecho merecedor de esta vida celestial. Por contra Jesús inicia su
discurso ante la bondad atribuida hacia su propia persona por el joven rico,
con una afirmación rotunda: “Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios” (v18). Con
esta frase Cristo iguala a todos los seres humanos en un problema común: que en
verdad no hay nadie que pueda jactarse ante Dios de ser bueno y un fiel
cumplidor de Su voluntad. Y esto es así a causa de un elemento también común a
los seres humanos: el pecado. Pues mientras caminamos por esta tierra no
podemos ser otra cosa que pecadores, ya que está en nuestra naturaleza el
querer vivir de espaldas a Dios y su voluntad y regir nuestra vida según
nuestra propia visión y voluntad: “He aquí en maldad he sido formado, y en
pecado me concibió mi madre” (Sal 51:5). Por tanto si queremos plantearnos
la posibilidad de la vida eterna, es necesario primero mirar hacia nosotros
mismos y vernos no como creemos que somos, abundando en nuestra propia
justicia, que fue lo que le sucedió al joven, sino como Dios nos ve en
realidad. Y para ello nada mejor que usar como espejo la propia Ley de Dios: “los
mandamientos sabes” (v19), nos dice Jesús. Pero ¡ojo!, los mandamientos no
son simple letra que enumera meras actitudes y comportamientos. Si lo
entendemos así, la Ley de Dios no nos será de utilidad para ver nuestro reflejo
real en ella. Por contra, la Ley de Dios
tiene un espíritu que impregna cada uno de sus preceptos, y es este espíritu el
que discierne las verdaderas intenciones de nuestro corazón. Pues es en el corazón donde radica la
sinceridad y el por qué de aquello que hacemos. El joven rico podía creer tener
resuelto el problema de su salvación, pero se encontró conque su situación de
partida no distaba mucho de la de otros a los que él podría considerar
pecadores impenitentes. ¿Cómo entonces podremos nosotros ser merecedores de la
eternidad prometida?. ¿No es suficiente la Ley de Dios para ello?. ¿No basta
tratar de cumplirla aunque sea de manera imperfecta?.
•
La
Ley y el Evangelio
Muchas personas creen que la Ley de Dios, al ser un
compendio de mandamientos, es algo que con esfuerzo y determinación debería ser
fácil de cumplir. Al fin y al cabo esta Ley nos habla de cosas que hay que
hacer y de otras que no hay que hacer. Se pudiera pensar entonces que su
cumplimiento es algo relacionado con la voluntad humana y nada más. Y
ciertamente la Ley podría llegar a ser relativamente fácil de cumplir si nos
quedásemos en lo exterior meramente, de lo que se ve al ojo común. Sin embargo
la Palabra nos enseña que la voluntad de Dios para los hombres tiene más que
ver en realidad con aquello que anida en nuestros corazones: “Porque de
dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los
adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las
maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la
insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre“ (Mr
7:21-23). Y siendo así, la Ley de Dios nos exige una intención pura y
perfecta del corazón en cada momento, y además el cumplimiento íntegro de la
misma y de cada uno de sus mandamientos: “ni una jota ni una tilde pasará de
la Ley” (Mt 5:18). Y ya hemos visto cómo este joven rico afirmaba cumplir
los mandamientos de Dios, lo cual desde una óptica humana era probablemente
cierto. Sin embargo Jesús no lo alabó por este hecho, ni tampoco le garantizó
la entrada al Reino por ello, sino que viendo las profundidades de su corazón
le mostró que estaba lejos del cumplimiento íntegro de la Ley. Y es que
cualquier cosa que atrape nuestra voluntad y deseo, será el dios que gobierne
nuestra vida, y el obstáculo para cumplir no ya toda la Ley de Dios, sino
siquiera como en este caso el primer mandamiento de la misma: “No tendrás
dioses ajenos delante de mí” (Dt 5:7). Pues este joven tenía en realidad
otros dioses terrenales, que en la práctica eran en su vida más poderosos que
la Ley de su Dios: sus riquezas. Los discípulos quedaron aterrados ante esta
situación pues, si un aparentemente joven justo no puede ganar el cielo con
esta justicia: “¿quién pues podrá ser salvo?” (Mr 10:26). Los cristianos
sabemos sin embargo, que para nosotros el cumplimiento íntegro de la Ley es
imposible, pues nuestra voluntad pecaminosa lo impide. La Ley es perfecta, pero
nosotros estamos lejos de serlo. ¿Cómo obtener entonces esta herencia divina
por medio de Ella?, ¿por cuál medio agradaremos a Dios entonces?. Y aquí es
donde entra en juego la fuerza liberadora del Evangelio, pues no es por nuestra
propia justicia o santidad por lo que podremos traspasar los umbrales de las
moradas celestiales. Sólo pues la fe en la obra de Cristo en la Cruz será la
llave que abra estas puertas para nosotros, pues Él y sólo Él ha cumplido de
manera perfecta la Ley por y para nosotros, y pagado el precio de nuestra
salvación con su sangre. Él “que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con
su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes
para Dios, su Padre” (Ap 1:5-6). ¿Eres consciente de tu incapacidad en
cumplir de manera perfecta la Ley de Dios?, no desesperes y aférrate a la Cruz,
la nueva Ley del Amor de Dios en Cristo. Pues esta Ley sí puede salvarte aún en
tus errores y pecados, ya que está rebosante de la gracia y misericordia
divinas para tí.
•
La
Fe es la respuesta
El Señor le indicó al joven rico dónde
radicaba el pecado en su vida, aquél que hacía que de hecho no cumpliese la Ley
de Dios. No le indicó sin embargo un mandamiento nuevo, como se pudiera pensar,
sino que compendió los mandamientos en uno sólo: amar a Dios y al prójimo sobre
cualquier otra cosa en este mundo, incluidas sus muchas riquezas: “anda,
vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás tesoro en el cielo”
(v21). Y Jesús, amando a este joven como querida oveja de su rebaño, lo
llamó también a seguirle: “ven sígueme, tomando tu cruz” (v21). Este
Amor es el que nos llama al seguimiento también a nosotros, y a dejarlo todo
llegado el momento. ¿Y cómo seguirle si no nos impulsa a ello la fe?, pues
seguir a Cristo no es cuestión simplemente de querer tener un modelo
ético-moral a imitar, o convertirlo en un icono inspirador para los momentos
difíciles. Quien hace esto con la figura de Cristo desperdicia la mejor parte
de su obra y la esencia del por qué vino a este mundo. Seguir a Cristo sin
embargo, implica entregar por medio de la fe nuestra vida presente y futura en
sus manos, confiando en que por medio de su sacrificio en la Cruz, fuimos
comprados a gran precio para salvación y vida eterna: “Porque habéis sido
comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro
espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:20). Pues no olvidemos que el
cristiano no vive en la incertidumbre de su salvación futura, sino en la
seguridad de que esta salvación ya lo ha alcanzado y es suya por medio de la fe
en Cristo: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en
tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom 10:9). No
hay por tanto obra que tú puedas hacer para agradar a Dios en relación a tu
salvación, pues no hay obra más grande que aquella realizada por Jesús en el
Calvario en beneficio de toda la humanidad. Y para hacer tuyo el beneficio de
la obra expiatoria de Cristo sólo necesitas una cosa: fe. Pide pues como los
discípulos: ¡Señor, auméntame la fe! (Lc 17:5).
•
Conclusión
El joven rico se fue triste, pues su corazón estaba
con sus riquezas, y por ello lejos de Dios, pues “donde está vuestro tesoro,
allí estará también vuestro corazón” (Lc 12:34). En su confusión pensó que
podía ganar la vida eterna por su propia justicia, por sus propias obras, sin
ser consciente de que el hombre está incapacitado para cumplir de manera
perfecta y por tanto válida la Ley de su Dios a causa del pecado. Sin embargo
aquella pregunta trascendental“¿qué haré para ganar la vida eterna?”,
obtuvo una respuesta clara de Cristo: Déjalo todo y sígueme; deja de aferrarte
a la felicidad de este mundo y sígueme; ama a Dios y al prójimo sobre todas las
cosas y sígueme; déja de intentar ganar el cielo por tí mismo y sígueme. Cristo
es pues la respuesta definitiva a esta pregunta, para el joven rico y para toda
la humanidad, pues sólo Él hace posible la salvación y vida eternas para el
mundo entero por medio de la fe en su Obra. ¡Que así sea, Amén!
J. C. G. / Pastor de IELE/Congregación San Pablo
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